Las tradiciones se despiden

La profecía es un género literario casi siempre desmentido por la realidad y siempre vuelto a ejercer a petición del público. Será una buena obra la que reúna las predicciones escritas sobre México desde el siglo XVI. Con la compilación de los pronósticos de los profetas mexicanos quizá se demostrarían dos cosas. En primer término, lo relativamente erróneo de la tesis: “Los mexicanos saborean el pasado de su patria hasta la intoxicación y casi nunca miran hacia el porvenir”. En segundo lugar, se verían a plena luz los escasos aciertos de los profetas de casa. Con todo, la demostración de la exigua servidumbre de los adivinos de antes dejará en el pedestal al viejo y mentiroso oficio de los profetas. No faltará quien diga: “Los antepasados no pudieron predecir por su ignorancia de las leyes del desarrollo histórico que les han sido reveladas a los brujos de ahora”.

Los científicos de hoy hacen augurios terribles con gran aplomo y apariencia de exactitud. Nuestros ecólogos hablan de la devastación del suelo, el cielo, el agua y los bosques; es decir de la ruina del espacio vital de los mexicanos como cosa segura y próxima. Los demógrafos pronostican que en el año 2000, en el excuerno de la abundancia, vivirán mal comidos más de cien millones de habitantes. Los economistas preven grandes nubarrones de escasez y desigualdad en la adquisición de lo necesario para vivir dignamente. Algunos sociólogos auguran catástrofes en la convivencia humana y mayores discrepancias sociales. Hasta los politólogos vaticinan porvenires; por cierto muy disímbolos entre sí. La mayoría de los miembros de la república de las ciencias del hombre, sección México, tiende a olvidarse del pasado y mirar hacia el porvenir con ojos de susto y con la certidumbre de permanecer despiertos, no soñando una pesadilla, seguros de la vecindad de un tiempo mexicano borrascoso, aunque no fatalmente dantesco.

Los humanistas —historiadores, filósofos de la sociedad, poetas, novelistas, dramaturgos y gente del arte— dan la impresión de que escuchan, con un dejo de escepticismo, las predicciones de los estudiosos de la ecología, la población, el mundo económico, el orden social y las vistosas danzas políticas. Quizá por ocuparse más que los científicos del camino andado y por sentir, más que ver, los problemas del hombre, el humanista tiende a recibir los vaticinios de la gente de ciencia sólo como hipótesis dignas de consideración, no como verdades firmes. La gente inmersa en el laberíntico mundo de los valores de la cultura parece poco dada a tomar en serio el papel del profeta y pocas veces se aventura en el oculto reino de lo culto por venir. El humanista se mantiene en la creencia de que nadie puede predecir el futuro cultural, pues la cultura es un terreno sembrado de liebres que saltan donde menos se les espera. El azar, que no ninguna ley, parece regir el universo de los valores culturales.

Como quiera, cabe especular sobre lo que será la cultura mexicana dentro de dos o tres lustros a partir de lo que es ahora. ¿Pero se conoce la situación del presente del bosque cultural de México? Hay mucho escrito acerca de las etnias indígenas y muy poco sobre el estilo cultural vigente en el grueso de la población. Aquí nos atenemos al análisis del estado de nuestra cultura que ofrecen cuatro libros: tres de muchos y uno individual. De aquéllos, dos se publicaron con el nombre de La cultura nacional y otro se llama La cultura regional. La Autognosis, de Abelardo Villegas es más reciente que las tres obras colectivas. De la lectura de las cuatro y de lo visible a simple vista por ser uno originario y vecino de este país, se deduce que hay moros en la costa, que la quiebra de los valores establecidos es un hecho, que la juventud mexicana de ahora rompe con el pasado. Todo presente da la impresión de ser ruptura del pasado, pero el actual quizá no sea un presente típico, pues presenta cuarteaduras extraordinarias. Son muchos los

Síntomas de crisis cultural

observables fácilmente. Por lo que se vislumbra, la revolución de ahora no es menos vasta ni devastadora que las mudanzas de los siglos XVI y XVIII. En la centuria de la conquista entraron en crisis los valores de nuestros abuelos indios y españoles para dar paso a la cultura de nuestros padres mestizos. En el siglo de las luces, se da la agonía de la cultura barroca y la gestación de la modernidad. Desde mediados del presente siglo se percibe la decrepitud galopante de las creencias y las costumbres de la modernidad y el asomo de algo todavía sin nombre. Vivimos entre las ruinas de una cultura y la obra en construcción de otra.

Algunos culturólogos no se resignan a la muerte de los valores de la venerable cultura mexicana por la cual fueron expulsados los jesuitas en el siglo de las luces; causa de que murieran los héroes de la Independencia; origen de que se liaran a balazos los próceres de la Reforma; responsable, en la Revolución, de altos volúmenes de sangre, sudor y lágrimas. Se culpa al cine y a la televisión estadunidense del eclipse de nuestras luces. Unos hablan de imitación extralógica, de mudanzas culturales que se producen naturalmente en otros países, no en éste, hambriento aún de modernidad y con una cultura moderna humanística, sin las rugosidades de la de Europa y Estados Unidos. Enrique González Pedrero escribe: “Nuestra época tiende a configurar gigantescas estructuras que exceden las fronteras nacionales. Esas estructuras difieren en lo ideológico que no es, por cierto, lo esencial, pero se parecen mucho por su disposición a ejercer (la absorción) de otras culturas menos importantes, pero con derecho a subsistir”. Arturo Cantú dice: “La penetración que se ejerce desde fuera tiende a limitar el sentido de la cultura tradicional hasta reducirla a lo meramente exótico, y a sustituir lo que llamamos nuestros usos y costumbres por los usos y costumbres del exterior. Su fuerza de persuasión es tanta que con frecuencia nosotros mismos tendemos a juzgamos con la mirada de lo extranjero y a aplicar inconscientemente su tabla de valores. En este proceso el papel de la televisión ha sido determinante”. Manuel Enríquez lamenta que hoy todo “se incline hacia un modelo extranjero”. Fernando Benítez denuncia: “Para manipularnos mejor nos están imponiendo lo ajeno y quitándonos lo nuestro”.

Es un lugar común el atribuir la pérdida de nuestro patrimonio cultural a maniobras de los países imperialistas que se manejan con la moral del prófito y ven con gusto el empobrecimiento del idioma, las artesanías, las costumbres, la conciencia histórica y la religión de los actuales mexicanos. Con todo, parece exagerado atribuir la crisis cultural únicamente a zancadillas de los países poderosos. Quizá muchos de los venerados usos y costumbres de México, aunque se llamen modernos, ya no se avienen a un país en perpetuo comercio entre sí y con el exterior, dotado de transportes velocísimos, “medios”, universidades, microcomputadoras, urbes multimillonarias de gente bien surtida de smog y ruidos, con plantaciones y fábricas que han tirado a la basura cosas y martillos y se manejan con asombrosa tecnología; un país exportador de petróleo y materias primas e importador de maquinaria y modas; un país con un gobierno archicomplicado y otras cosillas. Para la nueva dimensión de México se requiere el abandono de los vestidos que ya no le vienen, aunque se trate de vestiduras muy vistosas.

La cultura popular está enferma de muerte en algunos de sus sectores y no sólo por ser balaceada desde fuera. Por ejemplo la danza, la música, la vestimenta y la artesanía, con siglos de uso y abuso, comienzan a pasar de moda y a ser desplazadas por otros bailes, sones, trajes y baratijas de plástico. Pese a la protección oficial, los vestidos regionales se convierten en curiosidad de feria y de museo. Los bailes folclóricos han tenido que recluirse en fiestas de fin de cursos. Los guardianes de la tradición musical se quejan de continuo de las adulteraciones sufridas por el son jarocho, la canción vernácula, las pirecuas, la música de mariachi y otras manifestaciones de la sonaja popular. También es indudable el desvanecimiento de las artesanías, que no todavía su muerte próxima. Disminuyen el número y la calidad de las viejas creaciones culturales del pueblo, por falta de recursos económicos, por no recibir ingresos seguros y adecuados, por la competencia de las fábricas. Nuestras artesanías han perdido competitividad y artesanos. Se abandonan las tareas artesanales por parte de muchos jóvenes que ya no quieren seguir el oficio de sus tatas.

Seguramente, como dice don Pedro Palou, “la pérdida de la riqueza cultural de los grupos indígenas significa una pérdida para la nación mexicana y para la cultura universal”. Se puede convenir con Salomón Nahmad el hecho de ser nosotros los culpables de la contaminación que sufren los portadores de culturas indígenas, los indios de México. Sin embargo, es innegable que los componentes de las etnias están en la mejor disposición de colaborar con los etnocidias, quieren deshacerse de usos y costumbres milenarias, tal vez por culpa de los radios de transistores, la enseñanza de los maestros y los esfuerzos de los fabricantes de cocacola para cocalizar a los indios. El proceso de deterioro de las lenguas y los rasgos culturales de las 56 etnias indígenas parece irreversible. ¿Quién va a poner coto al derecho indígena de visitar ciudades, oír pensamientos, opiniones y propaganda del resto de sus compatriotas y querer algo de lo visto en sus escapadas a los Estados Unidos? No se puede ni se debe prohibir la atrofia de un estilo cultural y la adopción de otro nomás porque sí.

Muchos de los rasgos constitutivos de nuestra cultura nacional aducen síntomas de envejecimiento. Han dejado de atraer a la juventud, y aun entre los adultos de hoy, son objeto de burlas. Con puntales se podrá detener por algún tiempo el derrumbe de la casa, pero no mantenerla alegremente habitable. La nuestra es una cultura en derrumbe y quizá lo más inteligente sea ayudarla a bien caer, diseñar otra casa de la cultura, previa consulta con los que van a habitarla y hacer uso de los materiales, bien probados, del antiguo estilo cultural en la construcción del nuevo. Lo razonable es oír sin aspavientos los

Indicios del futuro inmediato,

pues ya suenan los pasos de una nueva estimativa del cuerpo, de la intolerancia al dolor físico, del menosprecio al fariseísmo burgués, de la vuelta a la naturaleza, del olvido de la historia y las peculiaridades de México, de la comunicación audiovisual, del rechazo a las escrituras sin imágenes, de la grima a una ciencia sin arte ni humanismo, de un nuevo humanismo, y de nuevas actitudes religiosas. Irrumpe en esta nación, igual que en muchas otras, un nuevo modo de sentir y un nuevo modo de pensar. Se asiste a la creación de un Hombre Nuevo.

Con todas las precauciones y reservas necesarias, se puede afirmar: “Las aguas del relajo nos están llegando al cuello”. ¿Será por el papel menguante de la familia y de la crianza? La mariguana, que hace algunos años sólo consumían las bandas de guerra y muy contados adolescentes callejeros, ahora le sirve, para tronársela, a mucha gente de paz. El paisaje de montaña, al mismo tiempo que se desnuda de sus árboles, se pone el taparrabo de las sementeras de amapola y otros alucinantes. La afición al alcohol y al tabaco, tan emotivamente promovidos por los anuncios de la televisión, no dan señales de moribundez.

Uno de los motores de la protesta juvenil es la ojeriza de los viejos hacia los instintos eróticos. Quizá la simpatía de los jóvenes hacia los pueblos salvajes se deba a la libertad sexual de esa gente. Los dulces placeres de la burguesía han perdido atractivos para la nueva ola. No persiguen las comidas de lenta preparación, ni los trajes complejos y oprimentes, ni las efímeras molestias de la depilación, ni el dolor de las rutinas. “Mira a mi padre, mira a mi padre, cada noche temprano a la cama, ya todo gris… tenemos que largarnos de aquí antes de que nos atrape también a nosotros”. Como quiera, los clubes deportivos no muestran síntomas de abandono. Las órdenes mendicantes de beats, beatniks, hippies, provos y de simples corredores matutinos, no parecen ser enemigas de la ejercitación de los músculos y el mantenimiento de un cuerpo vigoroso.

En el porvenir inmediato se asoma ya una

Política cultural sin aires de dominación,

una intervención de la fuerza de la costumbre sumamente discreta y graduada. Como dice Enrique González Pedrero: «La cultura requiere de la libertad y la función del Estado debe cumplirse (sin agresiones) a la libertad del creador. Su presencia no debe significar “dirigismo” cultural sino garantía de un espacio propicio a las facultades creadoras». Se fortalece la guardia contra la burocratización, pero cuidando de no caer en el extremo opuesto de la masificación alienadora, no convertirse en víctima de los mercaderes de valores culturales que destruyen el desarrollo de la propia creatividad, que producen hombres en masa; es decir, eunucos, consumidores de los desperdicios y la bisutería de las culturas imperiales. Se vigorizan las tesis de que el Estado, legítimamente, puede poner un dique a la invasión de productos de mala cultura y defender espacios para la creación. El Estado mantendrá el derecho a restringir el alcoholismo y la drogadicción. Al Estado competerá, a través de la escuela elemental igualitaria, el esparcir el tesoro cultural de México, los grandes valores del pasado propio, la cultura de los abuelos, de los padres y de los hermanos mayores. Quizá se acreciente la costumbre de que el Estado sostenga en lo económico a los institutos creadores de cultura, sin obstruir los propios planes de ellos y sin imponerles la férula de un nacionalismo peculiarista, por una parte, y elitista, por otra.

Ojalá que la renovación de valores sensoriales, vitales, estéticos, éticos, filosóficos y religiosos que se anuncia no se realice como la de la cultura que va de salida, la hecha por los ilustrados, liberales, científicos, profes y lics, sin consultar los sentimientos de la nación, sin el concurso del pueblo y sobre todo, sin la meta muy firme de que los cambios culturales deben ser para todos y no únicamente para quienes los encabezan, los proponen o los formulan. El refrán de todos lisos o todos chipotudos dice algo sobre el anhelo de supeditación de la vividura individual a la convivencia, como sucedió en buena parte en los siglos de la conquista y de la consolidación de lo conquistado, en los tiempos de Cortés, Motolinía, Mendoza, Tata Vasco, Catalina de San Juan y Sor Juana. La cultura superior de México en aquellas centurias alborales comió a dos carrillos valores de la población indígena y de minúsculos soldados y colonos venidos de España. A su vez, éstos y los aborígenes, comieron con naturalidad, sin ascos, las sopas de letras, o más bien, de sermones, preparadas por los cultos del otro lado del Atlántico. Esto no es una invitación a retroceder cuatro siglos, que sí a caminar sin tantas cojeras, como las de los doscientos últimos años, para desprenderse de los actuales hábitos del espíritu y marchar hacia un futuro que tiene cara de cibernético, archiformado, ocioso, de aire libre y limpio, de espontaneidad y de manifestación del ingenio y poco tradicionalista, sin mucho peso del pasado, casi sin lastre, pero en muy buenas relaciones con la naturaleza.

Otro objetivo deseable y posible de la política cultural es el de contribuir al disfrute y al desarrollo pleno de la cultura típica de cada una de las regiones del país. Pero ¿cómo ayudar a las energías regionales? Quizá convenga erigir muchas casas de la cultura con el encargo de suministrar, a nivel de municipio o de región, los valores de la república y del mundo y de promover la imaginación e inventiva lugareñas; casas de la cultura bien dotadas de maestros y de aparatos para preservar y exhibir las creaciones del terruño: utensilios, juguetes y máscaras. Aunque los impresos no tienen tanto pegue como las películas, es preciso poner en esos sitios biblioteca además de museo. Se espera como dice José Luis Martínez, “la creación de un sistema bibliotecario nacional, que vaya desde las bibliotecas mínimas o centros de lectura, a las especializadas y a las regionales” como ha comenzado a hacerse.

Los aires que se acercan tienen cara de muy universales y a la vez localistas. En cambio, el nacionalismo atraviesa una época de descrédito. Va para largo el desdén hacia las creaciones culturales de México como nación. Con todo, “la preocupación por lo nacional —según lo dicho por Abelardo Villegas— no podrá ser dejada de lado” por quienes manejen el timón con patriotismo y con el justo temor de ser víctimas inconscientes de imperialismos esclavizantes. Quizá sobrevenga una política de contragolpe con los interesados en imponer su dominio sobre nosotros, no para compartir su pan con los súbditos, según lo hizo España en cierta medida en el siglo XVI, sino simplemente para obtener mercados, hacer consumistas pasivos, y sumimos en una modernísima forma de servidumbre. ¿Pero qué armas se esgrimirán contra las intromisiones de ideas y motivos extraños sin menoscabo de la libertad y sin reacción contraproducente? ¿Cómo hacer para que el mexicano del mañana elija los valores que ofrece el tianguis internacional de la cultura sin caer en imitaciones inauténticas, sin adquirir trajes que no le vienen? ¿Cómo proceder para que los compatriotas aprecien y consuman sus propias producciones cuando una actitud de reflexión así lo indique y no hagan fayuca cultural más allá de lo razonable?