El linaje de la cultura mexicana

En la realidad histórica suelen distinguirse tres sectores: civilización, población y cultura. Del primero se ocupan economistas y técnicos; del segundo científicos sociales y políticos; del último, filósofos y artistas, y de los tres, historiadores. Los hechos de la civilización son fácilmente asequibles pero no se acostumbraba historiarlos. La moda de historiar las fuerzas productivas y los modos de producción es nueva, que no difícil. El estudio histórico del poder y la sociedad y sus mutuas relaciones es viejo y no muy problemático. La historia política y social ha sido expuesta al menudeo y al por mayor por la mayoría de los clionautas. Es mucho más ardua la historización de las posturas culturales, pues se trata de un tema resbaloso, huidizo, indefinible, no muy frecuentado y de extraordinaria frondosidad.

Los muchos definidores del término cultura no han podido ponerse de acuerdo. La definición escogida aquí, la de Marcuse agrandada, no puede presumir de ser inequívoca y menos de ser la más común: “Valores morales, intelectuales y estéticos que dan sentido y cohesión a una sociedad”. Como quiera, no vamos a emprender la búsqueda de una cápsula definitoria mejor. No hay tiempo para debatir las definiciones de “cultura” y “cultura nacional”. Para el primer caso, sirva lo dicho por Marcuse y la muy vaga intuición que seguramente los más de nosotros tenemos de la cultura. Para el segundo caso, convengamos en que cultura nacional es la manera cómo se asumen por una nación, en el sentido político, los valores. Según esto la cultura mexicana es el conjunto de modos de sensibilidad, arte, moral, ciencia, filosofía y religión que se dieron y se dan en lo que oficialmente se llama ahora Estados Unidos Mexicanos.

Quizá toda cultura nacional, aunque la mencionemos como si fuese una, es varías en el tiempo, en el espacio y en la escala social. No se les puede negar el adjetivo mexicano a cada uno de los estilos culturales de cada una de las regiones de la República Mexicana. Pese a las diferencias entre las culturas regionales jarocha y tapatía, las dos son mexicanas. No obstante el divorcio manifiesto aquí y ahora entre cultura de la élite y cultura popular, ambas admiten el mismo rubro: hecho en México por mexicanos. Se pueden hacer listas —ninguna rigurosa— de culturas regionales de México, de culturas clasistas de México y de culturas mexicanas de época; o mejor dicho, enfocar ese plural que es nuestra cultura desde perspectivas geográficas, sociales e históricas. Para este intento de aproximación a la cultura mexicana se toma el enfoque histórico.

No es posible ni deseable describir la historia de la cultura en México desde que el hombre apareció en estas latitudes hasta ahora. Nadie querría compendiar doscientos diez siglos de cultura en doce mil palabras. Nadie puede reconstruir la cultura de los pobladores de México en el enorme tramo de los doscientos siglos de prehistoria. Es posible emprender, y no sin mucha temeridad, el balance de nuestra cultura sólo a partir del último sol de Mesoamérica, de los días de Quetzalcóatl, y sólo comprender los pueblos prehispánicos influidos por Tula y su héroe, no las tribus pretúlicas ni las deambulantes al norte del eje fluvial Pánuco-Lerma-Santiago. México reconoce una herencia propia bajo el rubro de

Toltecáyotl,

el estilo de cultura atribuido a la inventiva de los toltecas y desde muy pronto hecho suyo por mayas, totonacos, huaxtecos, mixtécos, zapotecas, purépechas e infinidad de señoríos del área mesoamericana. Pero del amplio espectro cultural de origen tolteca, la porción mejor conocida, y quizá la más influyente, es la mexica. Sobre ella hay abundantes escritos del siglo XVI y muchos estudios hechos en nuestro siglo. De fray Bernardino de Sahagún al doctor Miguel León Portilla corre un caudaloso río de nahuatlatos. La descendencia de fray Diego de Landa y demás reporteros de las otras sociedades de filiación tolteca no es tan numerosa y robusta como la de Sahagún. Quizá por eso suele ilustrarse la cultura antigua de Mesoamérica o México con los valores manejados por la sociedad gobernada desde Tenochtitlan; por una sociedad dividida en nobles, comerciantes y plebeyos; obediente a las órdenes de un tlatoani cruel y represivo; acostumbrada a que otras sociedades mesoamericanas les dieran de comer y de vestir. Por no tener recursos propios, los habitantes del islote del antiguo México se volvieron mantenidos y algo licenciosos.

Según Ángel María Garibay, “en el viejo Tenochtitlan abundaban las mujeres de placer… Eran para dar solaz y alegría a los guerreros en sus largas temporadas de ocio”. Con todo, los mexicas, y especialmente los del pueblo raso, no se ajustan a la categoría de lúbricos. La lascivia era un pecado punido por tres dioses con “almorranas, podredumbre, diviesos e incordios”, con “sarna, y bubas incurables”, “con úlceras y escurrimiento en los ojos”. Únicamente los huaxtecos no “tenían a la lujuria por pecado”. La cultura gastronómica variaba de acuerdo con la región y con el nivel social. Aparentemente el pueblo de los valles centrales no era experto en gastronomías o antojitos. Con sólo maíz, frijol y calabaza no era posible alcanzar muchas exquisiteces. La dieta de los señores, que incluía carnes y pulques, sí podía ser sibarítica y lo fue a menudo. Tampoco debe descartarse la dimensión placentera del temascal o baño de vapor. De cualquier modo es injusto decir que los mexicas estaban atosigados por los goces. No le daban mayor valimiento ni a los deleites corporales ni a la vida terrenal. Esto último porque creían en la supervivencia después de la muerte y porque su diversión favorita fue la guerra.

Quizás otros pueblos mesoamericanos no eran tan tolerantes con la muerte como los mexica. Si es cierto que los padres de México-Tenochtitlan les decían a sus hijos: “Un viento que es como una obsidiana sopla y aúlla sobre nosotros… La tierra no es un sitio de bienestar”, quiere decir que los antiguos mexicanos preferían sacarle el bulto a la vida y no a la muerte. Después de todo, si daban con una buena muerte, les iba requetebién en su segunda vida. Si una mujer se retiraba de este mundo por un mal parto y un hombre por haber caído en combate, les salían alas y se convertían en compañeros del sol. Los muertos de rayo o de ahogo paraban en la mansión Tlalocan, sitio de los más impensados deleites y de la máxima felicidad. Los que hoy llamamos “angelitos” seguían de ronda en los jardines.

Durante la permanencia en la tierra había que hacer algo: dormir, soñar, entretenerse con las manos. “Los aztecas —según la muy acatada opinión de Salvador Toscano— produjeron sus joyas de metal, sus deslumbrantes mosaicos y las delicadas labores de plumas; quedaba atrás un arte vigoroso y enérgico para ceder su puesto a un arte del crepúsculo ciertamente espléndido”. Como la gran arquitectura del horizonte clásico, el arte menos monumental y menor de la decadencia, la plástica de numerosos artesanos, fue la máxima expresión artística de los tenochcas. La flor superaba al canto. Según Carlos Chávez, “la principal misión de la música consistía en tomar parte en el rito religioso y en la guerra”, aunque también sonó en el esparcimiento profano, en danzas y recitales poéticos.

La moral de los tenochcas era impartida conforme a la clase social, por las exhortaciones de los padres en la choza o en el palacio, y por las enseñanzas de los maestros en el Calmécac o el Tepochcalli. Padres y profesores le decían a la juventud “cómo entregarse a lo conveniente, lo recto y cómo evitar lo inconveniente y lo no recto”, según su esfera social. Entre las cosas rectas se mencionaban el corazón firme, la cortesía, el autoconocimiento y la guerra florida. El arquetipo humano de los nobles era el caballero águila siempre en actitud de derramar sangre, siempre metido en empresas temerarias.

Los guerreros, los sacerdotes y los intelectuales constituían la espuma de aquella sociedad místico-guerrera. Los tlamatinime, “los que saben algo”, eran los custodios y artífices de los valores del espíritu. Según la voz autorizada de Miguel León Portilla, “los tlamatinime no elaboraron grandes sistemas lógicos o racionalistas a la manera de algunos filósofos de Occidente”, pero sí constituyeron, a partir de Quetzalcóatl, imágenes muy firmes del mundo y del hombre. “En verdad con Quetzalcóatl se inició, en verdad de él proviene la toltecáyotl, la sabiduría”. A él se atribuye la concepción de un mundo dividió en cuatro regiones, aparte de la central, de una historia de muertes y renacimientos, de una vida humana cinco veces vuelta a hacer, de un transcurrir del hombre necesariamente condenado al desbarajuste cada cierto tiempo.

La cosmovisión náhuatl admite los adjetivos de bélica y fatalista. Todo era una perpetua lucha en la cual la acción de la gente no contaba mucho. Casi todo sucedía al margen o por encima de la voluntad de los hombres. Ellos no eran los responsables del curso de las cosas: la responsabilidad tocaba al Sol y los cometas, a fenómenos como el fuego y la lluvia, a plantas y animales divinizados. Ni la filosofía, ni la magia, ni la religión empujaban en el sentido de la ciencia, pese a las alturas del saber alcanzadas aquí y allá. A los mayas se les atribuyen conocimientos astronómicos precisos y avanzados métodos matemáticos. Del calendario mesoamericano se dice que “fue uno de los mayores logros intelectuales de todos los tiempos”. Acerca de los saberes científico-naturales cabe decir que “la botánica mesoamericana, sobre todo la botánica aplicada a la medicina, era superior en muchos aspectos a la botánica europea”. Como quiera, no se busquen galileos donde no los hubo.

Los nahuas y los mayas no lucían tanto por su ciencia como por su fe y conductas religiosas. El pueblo náhuatl respiraba religión; concebía un mundo densamente poblado de dioses y fuerzas invisibles. Es del dominio común Huitzilopochtli, hechura de Coatlicue, mantenido redondo y cachetón con la sangre de prisioneros que una abundante clerecía le ofrendaba con cruel frecuencia. Se puede añadir poco a la emotiva literatura sobre unos sacrificios humanos que no lograban indigestar al dios sol, al insaciable Huitzilopochtli. Imposible proponer algo nuevo acerca de los muchos dioses y diosas y de la multitud de actos religiosos encaminados a retardar un desenlace que comenzó a desenvolverse con incendios, cometas, arribo de barbones, hervor del agua y la célebre declaración: “¡Nuestros dioses han muerto y nosotros morimos con ellos!”. Según nuestras cuentas, a partir de 1519 se inicia

La conquista española

la cual en el orden axiológico fue altamente revolucionaria. Tanto los gachupines rudos, fornidos y vestidos de hierro como los cultos, débiles y envueltos en lana burda no llegaron a Mesoamérica en plan de toma y daca, con propósitos sólo mercantiles, sino también con ganas de señorear a los señoríos mesoamericanos, de imponerles a las tierras halladas un nuevo trato o economía y de esparcir entre los naturales de acá los valores de los europeos, que los intrusos consideraban poco menos que insuperables. Y todo salió a pedir de boca. Enfrentados unos a otros los señoríos indígenas, se deshicieron entre sí y dejaron los tronos a virreyes, alcaldes, encomenderos y demás señores de Castilla. Muertos muchos de los antiguos amos de la tierra por culpa de la conquista militar y sobre todo a causa de las pestes, colonos españoles se hicieron de latifundios donde pusieron a pastar ganados y donde abrieron sementeras de trigo. Con los españoles de espada, cruz, soga y arado entró una cultura distinta a la de oriundez tolteca, aunque no absolutamente distinta como se puede ver en el modo de enfrentar los valores sensitivos y vitales.

En cuestiones relacionadas con el dolor y la muerte se medio parecían iberos e indios. Ambos eran duros para soportar privaciones. Los indios les temían a los goces sexuales y los españoles se guiaban por el sustine et abstime, por la máxima de “resiste firme y abstente fuerte”, aunque no la observaron muy al pie de la letra, como se ve en la abundante procreación de mestizos. Muchos soldados y colonos dieron en la costumbre de tener queridas. Tampoco la cantaleteada sobriedad española en materia de alimento fue lo común. Ni siquiera todos los frailes fueron parcos en el comer y el beber. En cuestión de vicios del gusto hubo recrudecimiento por ambas partes con el pretexto de la conquista. El aumento de la embriaguez, principalmente entre los indios, fue repetidamente denunciado por los frailes. El tabaquismo cundió en el ámbito español. Fue bien recibida la incorporación a la dieta de los españoles del chocolate, el atole, el chile, los tamales y las tortillas de maíz. Los indios, por su parte, aceptaron con gusto algunos alimentos de los españoles, que no la exagerada afición a la carne. Los indios mantuvieron en gran medida sus costumbres vegetarianas.

Indios y españoles se entendieron en el culto a la muerte y el desprecio a la vida. Para ninguno de los dos fue preocupación prioritaria la salud. Ni los vencedores ni los vencidos concibieron la muerte total. Al morir la carne sucedía el escape del alma. Como creían que no sólo se vive una vez, les preocupaba la muerte menos que a nosotros. No parece haberles importado mucho aumentar el promedio de vida ni evitar los riesgos de muerte. Si la muerte no impedía seguir viviendo, no era demasiado rotundo el morirse. Para los cristianos, el futuro después de la muerte dependía de la conducta moral en esta vida. Para los indios aún no evangelizados, como ya se dijo, no importaban las acciones morales, pero sí el modo de fallecer. En suma, ni los barbudos ni los lampiños tenían la costumbre de desvivirse para seguir viviendo.

La poca importancia concedida a los goces de la carne, a la salud y a la muerte, contrasta en los dos pueblos puestos en contacto en el siglo XVI, con la mucha importancia concedida a los valores estéticos, en especial a la belleza captada por los ojos. Ambos fueron grandes urbanistas, si bien a la postre se impuso la urbanización hispana, la hechura de pueblos en forma de tablero de ajedrez, con plaza bordeada de parroquia, palacio municipal y casas de los principales. Las dos culturas se distinguían por sus creaciones arquitectónicas aunque acabaría imponiéndose, en vez de la pirámide, los moldes de arquitectura del viejo mundo: edificios públicos y casas de patio andaluz, templos y conventos ya románicos, ya góticos, ora mudéjares, ora renacentistas. La fusión se da en la escultura no obstante el tenaz despedazamiento de ídolos. Pese a la sustitución de ídolos con cruces e imágenes de santos se produjo una mezcla que José Moreno Villa bautiza con el nombre de arte tequitqui. Las formas europeas fueron recreadas muy hábilmente por los artistas indios. En menores proporciones, lo mismo pasó en varias artesanías, en vestidos, muebles y trastos de la casa, que no en música y literatura. La música europea vino en plan de acompañante del culto religioso. De los templos salió transformada en música placera para ser la fiel amiga de toda festividad. Las letras españolas, cuyo vehículo mayor fueron los frailes, no derivó a una literatura del pueblo. Ambos pueblos eran y seguirían siendo por muchos años analfabetas. Nuestra literatura nació elitista, distante de una población de sólo mirones y oyentes, alimentada con fachadas de templos y oratoria de púlpito.

Todavía más que la estética, la ética de los vencedores fue acarreada y administrada por gente de iglesia y difundida a fuerza de imágenes y de sermones. Algunos frailes trataron de extirpar todas las costumbres de la gentilidad mesoamericana. Otros propusieron destruir sólo las leyes y modas indígenas que chocaran frontalmente con las del cristianismo, como la poliginia. No faltó quien pidiera vigorizar la ética de los españoles con la aún más estoica de los indios. Por otra parte, al calor de la conquista se forjaron dos valores éticos que deben ser considerados como grandes creaciones de nuestra cultura. Uno establece la libertad natural de todos los hombres sin distinción de credo y raza. El otro, la igualdad última de todos los seres humanos independientemente de que sean blancos, cobrizos o negros. Aunque esos valores no se hayan observado al pie de la letra, es indudable que la esclavitud y la servidumbre nunca alcanzaron aquí las proporciones de las colonias inglesas. En México la distancia entre oscuros y güeros fue desde entonces transitable.

La cultura hispánica del siglo XVI se nutría en el aforismo de Séneca: “Prefiero aprender a no asustarme con el rayo que investigar sus causas”. La española no se aplicó, como las demás naciones abiertas al espíritu del Renacimiento, a la investigación científica. Los fundadores de la Nueva España trajeron de su patria de origen un equipo tecnológico nada despreciable como se puede ver en Foster, pero también acarrearon el desdén a la ciencia, o quizás un espíritu científico ya superado. La ciencia, como aparece en la Physica Speculatio del célebre escritor Alonso de la Veracruz, la máxima figura intelectual venida a Nueva España en el siglo XVI, es algo muy semejante, en uno de sus extremos, a la magia, y en el otro, a la filosofía.

En pensamiento filosófico, los frailes de la conquista estaban al último grito de la moda. Su concepción del mundo y de la vida difería de la tolteca. Negaba el pensamiento histórico-cíclico del toltecáyotl; defendía una historia de curso lineal que, nacida en el paraíso, culmina en la cruz y corre indefectiblemente al juicio último. La historia pensada por los europeos también dependía de un ente ultramundano, de la providencia de Dios, pero sorteaba el fatalismo de la historia indígena; creía en un hombre libre con fuerzas suficientes para cambiar el curso natural de las cosas.

Por lo que ve a religión, algunos anticatólicos de nuestros días no le perdonan al catolicismo íbero el que haya llegado al Nuevo Mundo con la espada desenvainada, dando mandobles a diestra y siniestra, en plan de “guerra santa”. A ninguno de los frailes reformados venidos acá, a ningún jesuita, a ningún apóstol de la Nueva España le pasó por la mente predicar la religión de Cristo como un perfeccionamiento de las religiones indias, que sí como ruptura. El catolicismo de los misioneros se presentó con aires de exclusividad, pero como las religiones prehispánicas eran inclusivas, la gente india la aceptó sin mayor resistencia, aunque no inmediatamente como religión única. Los naturales asumieron los dogmas y ritos católicos con un fervor que hizo concebir a sus catequistas desmesuradas esperanzas. El ingreso indígena al redil de la cristiandad fue tumultuoso, pero no significó siempre la salida absoluta de los rediles anteriores. Hubo sincretismo. Hubo mezcla de credos, de liturgias y morales. Con todo, desde el principio dominó al componente cristiano, el catolicismo a la española, donde es tan importante el culto a cada uno de los miembros de la Sagrada Familia, de donde nace la devoción a San José y el culto a la Virgen de Guadalupe que llegaron a ser tan característicos de

La cultura barroca

en que remata la acción de los españoles sobre los indios de Mesoamérica. Al siglo XVI, crisol de la Nueva España, sigue, como todo mundo sabe, el siglo y medio de consolidación de la época colonial, de una época de gente rala y pacífica, de tono crepuscular, proclive al mestizaje indo-hispano-negro. En lo político, dominó un rey distante y tan acatado que no necesitó de ejército para hacerse obedecer. El siglo XVII y medio siglo XVIII fue la época de las grandes haciendas, de las personas asentadas de por vida en sus lugares de origen, del predominio del autoconsumo, de la ascendencia moral de los frailes, del fanatismo indolente, del descanso de vencedores y vencidos, de la siesta colonial productora de una cultura de sueño.

La sensualidad permaneció adormecida. Los indiscutibles mandamases en el orden cultural, los frailes y los curas, pusieron en marcha el ejercicio de la pureza y el horror al desnudo con resultados muy satisfactorios. Como se sabe, a la célebre China Poblana dio por aparecérsele en sueños Cristo en la cruz, y ella tuvo que rechazarlo en sus apariciones por no aparecer debidamente vestido. El buen éxito de la campaña contra la prostitución se hizo patente en la apertura de buen número de casas de mujeres arrepentidas. En todos los púlpitos se recomendaba la mortificación del cuerpo a golpe de ayunos, cilicios, abstinencias y azotainas. Con todo, pese al rechazo de la secta y cátedra de don Epicuro, hubo pícaros famosos y célebres tragones. Se asegura que en el siglo y medio de la abstinencia barroca se fraguaron algunos de los refinamientos típicos de la cocina mexicana: los moles, las aguas frescas, los dulces (alegrías, charamuscas, pirulíes, alfajor, chongos, trompadas, buñuelos…) y la bebida del chocolate como ha llegado hasta nosotros. Pese a la refinada dulcería fue un siglo y medio de frugalidad comparado con otros tiempos.

Sin embargo, el arte de la época es lo más opuesto a lo sobrio. En opinión de un crítico europeo, cuatro de las ocho obras maestras de la arquitectura barroca del mundo son neoespañolas: el sagrario de la catedral metropolitana, el colegio de los jesuitas en Tepotzotlán, Santa Rosa de Querétaro y Santa Prisca de Taxco. La gente de la época aprendía en los libros abiertos qué eran las fachadas y los retablos barrocos, con la diaria contemplación de retorcidas columnas y estípites, esculturas de santos en poses trágicas, símbolos religiosos complejos, pinturas aleccionadoras en claroscuro. Los mensajes les llegaban a la gente por los ojos. Eso no impedía el uso del oído, la difusión de la cultura a través de las músicas sacra y popular, y sobre todo a través de los sermones, de los concurridos festivales oratorios de los templos, donde se impartía una oratoria sagrada verbosa y epiléptica. Con todo, en las artes literarias, escasamente accesibles al pueblo analfabeta, hubo figuras tan prominentes como Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón.

Frailes y curas se encargaron de esparcir, por medio de sermones públicos y consejos de confesionario que hablaban de castigos y de recompensas, el ascetismo estoico, la moral barroca, cuyas características fueron las muchas abstinencias y las pocas virtudes positivas. Las prohibiciones de hacer esto y aquello superaron a las encomiendas de actuar así o asado. Fue una moral indolente, muy individualista y noísta; una moral mojigata, cuidadosa de no cometer pecados, amante de la prudencia y la templanza y negligente en la justicia y en la caridad. Cada quien se cuidaba a sí mismo y se imponía el mayor número posible de frenos. Hubo pocas leyes fuera de las normas morales. Las veces de una ley suprema las hizo “la real gana”; es decir la voluntad del rey y sus achichincles.

Desde entonces aceptamos que las leyes escritas y las ciencias sean patrimonio de los países anglosajones. Nosotros nos quedamos con el capricho de los que mandan y las ocurrencias de los que piensan. A los hombres de nuestro barroco les interesó muy poco el estudio científico de la realidad. La golondrina de Sigüenza no hizo verano. Aquellos frailes y curas se encerraban a aprender de memoria una filosofía escolástica de fuerte sabor metafísico. Fray Francisco Naranjo, oriundo de México, fue el ejemplo para todos por su extraordinaria memoria que le permitió recitar de principio a fin la Summa de Santo Tomás de Aquino. Como el sistema ya estaba hecho y bien probado, no había por qué dar vueltas; sólo se justificaba aprender de memoria los textos canónicos. Como se trataba del sistema que servía de armazón a la teología y demás tallos y hojas del pensamiento religioso, no se toleraba que nadie fuera original, sobre todo si era americano. La Inquisición estaba al acecho de cualquier ganoso de introducir novedades en la estructura en que descansaba la fe.

Quizá nunca haya habido en México una religiosidad tan vigorosa y delicada, tan simple en los principios, tan múltiple en la conducta y tan compartida por todos los grupos de la sociedad como la del siglo y medio del barroco. Todos vivían a la sombra de ideas, símbolos, normas, edificios y liturgias de carácter religioso: templos, cruces, reliquias, opúsculos, sermones, jaculatorias, recitales teológicos, autos de fe, misas, jubileos, peregrinaciones, toque de campanas, cohetes y luces de Bengala, triduos, novenarios, nacimientos de Noche Buena, rogativas, imágenes milagrosas, latines, exorcismos, santos óleos, confesiones, penitencias, funerales, bautizos y bodas. El arquetipo social deja de ser el caballero andante para ser el caballero sedente, el santo no apostólico sino el santo de la observancia de las reglas, el hombre contemplativo y rezandero. El ideal de la nueva santidad antecoge a figuras fuertes como Sor Juana Inés de la Cruz. Esta dejó el cultivo de la poesía y del raciocinio para consagrarse a Dios de tiempo completo. A los cuarenta y tres años de edad prefirió el oscuro papel de santa al de poeta de moda, y sobre todo al de prodigio intelectual que la convertiría, gracias a su Sueño, según el dictamen del doctor Gaos, en precursora del

Siglo de las luces y las luchas,

del siglo que cierra los capítulos de la conquista y del barroco, y abre los del liberalismo y la Revolución Mexicana. El considerado por Pedro Henríquez Ureña como “el siglo de mayor esplendor intelectual autóctono que ha tenido México”, corre desde 1754 hasta 1859, desde que los jesuitas dan en el abandono de las tradicionales rutas escolásticas hasta la expedición de las Leyes de Reforma. En esa centuria sucedieron enormes mudanzas en todos los órdenes de la vida. La extensión del territorio nacional se dobló a comienzos de la época y se redujo a la mitad a fines de la misma. Crecen las pocas viejas ciudades y surgen otras. El número de gente brinca de los tres a los nueve millones. La sociedad estrena postura política, mediante una lucha muy larga y muy cruel que conduce a la independencia de España, al cambio de nombre de Nueva España a México y al paso de la monarquía absoluta a la república liberal. Las fuerzas económicamente activas, en el medio siglo de las luces, triplicaron la producción minera, duplicaron la agrícola y sostuvieron un activo comercio, y en el medio siglo de las luchas, pues nada, porque la guerra no suele llevarse bien con la economía, porque a un bárbaro se le ocurrió expulsar a los españoles y sus capitales y porque en lugar de trabajar con pesos y pesetas de la familia hubo que hacerlo con libras y dólares de los países de la competencia.

Entonces se produjo la tercera revolución cultural. Gente tan modesta como “los pulqueros, los cocineros, los modistos y otros franceses a éstos semejantes”, introducen a la Nueva España, según el fiscal del crimen de la audiencia de México, “el lujo, la locura y la corrupción máximas” hasta “apocar el espíritu, afeminar el carácter y difundir la corrupción entre los buenos espíritus”. Desde mediados del siglo XVIII comienza a notarse, en las cumbres de la sociedad novohispana, gusto por el café y el alcohol, la cocina francesa, el vestido lujoso y feminoide en los caballeros, los peinados altos en las mujeres, el agua tibia y la frecuencia del baño, la cama cómoda, las fiestas campestres, el cortejo a las señoras y las diversiones del truco y del billar.

La licencia en las costumbres baja al vulgo. Se popularizan el chinguirito y otras bebidas destiladas y embriagantes, los bailes indecentes como el mambrú, el rubí y el chuchumbe, las jamaicas y los juegos de azar. En aquel siglo comienzan a ser oídas las apetencias corporales, lo que no quiere decir que se haya caído en el relajo total, en las temidas costumbres de don Epicuro. Los campesinos mantuvieron, por lo general, su índole ascética.

Con las luces y en la élite, se abren paso en las cumbres sociales los goces y la salud del cuerpo. La nueva aristocracia se vuelve coyona delante de la muerte, quizá porque empieza a sospechar que esta vida puede ser la única. Sólo la gente del pueblo sigue en modosas relaciones con la huesuda, baila con ella, permite los abrazos mortales, acata con resignación las levas que lo conducen a los mataderos del país. Para la gente chic el morirse es muy desagradable. El aforismo que predica “es mejor ser rico y sano y no pobre y enfermo”, acaba en dogma. Los curas antes sostenedores del poco valor de la vida terrenal, ahora recomiendan remedios para alargarla y mantenerla saludable. Sirvan de ejemplo los Errores del entendimiento humano, de Benito Díaz de Gamarra.

La revolución cultural del XVIII afectó a todos los valores, aunque no siempre a todas las capas sociales como la del XVI. En la cúspide de la pirámide social, la plástica, conversa al neoclásico, le cede funciones al discurso. En el neoclásico, las fachadas y los altares de las iglesias dejan de ser libros abiertos y adoctrinadores. Una nueva clase de artistas fríos se ríe de la preocupación didáctico-religiosa de los artistas patéticos del barroco; se emancipa, hasta cierto punto, de las órdenes de los curas; destruye al por mayor retablos de la vieja ola; construye templos y palacios de orden clásico; esculpe lo mismo santos que héroes; pinta, además de vírgenes y justos, caballeros y damas de alcurnia, bodegones y paisajes. Desde entonces la comunicación de las ideas y sentimientos se va a dejar principalmente a oradores y escritores, que no a escultores y pintores. La nueva oratoria ya no será únicamente de ensotanados. A partir de las luchas insurgentes entran en escena los vibrantes oradores cívicos, los discursos incendiarios de los héroes. Con todo, lo mejor de los sentimientos y los pensamientos se reservará para comunicarlo por escrito aunque sólo a la espuma capacitada para leer periódicos y libros. Más intensa que la explosión demográfica del XVIII fue la explosión bibliográfica. A finales de la colonia nacen tímidamente los primeros periódicos. En la primavera de la República, las publicaciones periódicas aumentan en la metrópoli y en las ciudades de provincia. Es la edad de oro del periodismo. Pero también de las novelas, los versos, los dramas en donde se transita desde el neoclásico hasta el romanticismo y hasta donde trasciende el pleito de antiguos y modernos, de conservadores y liberales.

Junto con las nuevas estéticas se entronizan otros principios éticos en las cimas y laderas de la topografía social. La nueva normativa presume de laica, de tener pocos tratos con la religión. Sólo la moral casera y femenina se queda amarrada al confesionario y al púlpito. En la ética pública se sustituye la teoría y la praxis de la emotiva caridad con la gélida y raciocinadora filantropía del capitalismo. También las lealtades cambian radicalmente. La fidelidad al rey se hace blanducha y se endurece la fidelidad a la patria. Se pone de moda un código de obligaciones para con la nueva amante. Se descubre que México está urgido del patriotismo; es decir, de amor y fidelidad a la nación. El servicio patrio es el nuevo imperativo proclamado por los jesuitas desde su destierro. Por esa cosa abstracta, van a pelear los caudillos de la independencia. Y junto con los deberes patrióticos surgen las obligaciones legales. La élite social, que no el pueblo, encuentra de mal gusto el acatamiento de la “real gana”. Las autoridades emanadas de la cosumación de la independencia se ponen a legislar y a exigir respeto a las leyes. Se elaboran y promulgan constituciones respetables. El principal entretenimiento de los moralistas mexicanos entre 1812 y 1857 fue la confección de constituciones políticas.

Pero la revolución cultural dieciochesca y decimonónica no se queda en la extensión y laicización de las normas morales. También incurre en modificaciones a fondo en el conocimiento de la realidad. Los jesuitas difunden el espíritu científico en los jóvenes de la alta. Sus alumnos, según testimonia Humboldt, acogen con ardor “el estudio de las ciencias”. A comienzos del siglo XIX, “ninguna ciudad del Nuevo Mundo, sin exceptuar las de los Estados Unidos, poseía establecimientos científicos tan grandes y sólidos como los de la capital mexicana”. Acababan de fundarse la cátedra de anatomía, el Seminario de Minería, el Jardín Botánico y otros institutos fertilizados por distinguidos profesores europeos. La cosa iba en serio, pero el fuerte ventarrón de las revoluciones independentistas, santánica y liberal detuvo la apertura a “los arcanos de la naturaleza” mediante la experimentación y el cálculo matemático. El incipiente espíritu científico necesitaba mejores tiempos. Las revoluciones del siglo XIX no requerían de sabios.

La renovación del pensamiento filosófico también fue originalmente jesuítica. El padre Rafael Campoy lanzó la consigna de “buscar en todo la verdad, investigar minuciosamente todas las cosas, descifrar los enigmas, distinguir lo cierto de lo dudoso, despreciar los inveterados prejuicios de los hombres y pasar de un conocimiento a otro nuevo”. Conforme a la consigna de Campoy un puñado de filósofos novohispanos se puso a leer a filósofos y científicos europeos. De la lectura de los ilustrados de Europa nacieron métodos para la investigación, sobre todo para inquirir por la propia realidad. Las reflexiones que con motivo de su patria se hicieron los pensadores criollos de finales de la colonia los llevaron a una imagen de México que admite los adjetivos de optimista, indigenista e independentista. Dieron en la idea de que México era “el mejor país de los cuantos circunda el sol”. Le negaron el título de padres y hermanos a los gachupines. Se sintieron descendientes de la cultura y el hombre indígenas. También dieron en sentirse ricos y autosuficientes. Razonaron: una sociedad como la mexicana, con “todos los recursos y facultades para el sustento, conservación y felicidad de sus habitantes” debe ser libre; es contra natura que dependa de otra, máxime si ésta es de distinta prosapia y oprime a sus colonias.

En un principio, la ciencia y la filosofía de la Ilustración se colaron en el espíritu novohispano sin perjudicar las emociones y las prácticas religiosas. Desde la segunda mitad del siglo XVIII habían llegado acá las noticias de los ataques de los filósofos europeos a las religiones cristianas y sus ministros. Quizá porque en México fueron ministros de la religión los filósofos introductores de la filosofía moderna, ésta no tuvo conflictos con la tradición religiosa. El clero novohispano no quiso suicidarse. Tampoco en la lucha emancipadora izó banderas anticlericales, a pesar de tratarse de una lucha hija de revolución tan impía como la francesa. Los primeros en dar muestra de habérseles debilitado el sentimiento religioso y de ver de reojo a la religión fueron los abogados diseñadores de la Reforma, los artífices de la Carta Magna de 1857 y de leyes que dispusieron la desamortización de los bienes del clero, el establecimiento del registro civil, la tolerancia de cultos, el divorcio de Iglesia y Estado, la secularización de cementerios, de leyes que cierran la etapa de las luces y las luchas y abren, hacia 1860, el espacio de la

Cultura liberal

por obra de un fragmento de la élite, de la fracción justamente liberal, triunfante en las revoluciones de Ayutla y de Tres Años, apoyada sin tapujos por el gobierno de Estados Unidos e indirectamente por la monarquía francesa mediante una intervención, que diciéndose amiga de los conservadores, lo fue de los liberales. La nueva etapa es la más breve de todas; corre de 1860 a 1910; cubre medio siglo; se la reparten políticamente Benito Juárez y Porfirio Díaz; es agitada en su primer tercio y pacífica en los restantes. En esos cincuenta años casi se dobla la población del país; se unen a la metrópoli, por medio del ferrocarril y del telégrafo, la mayoría de las doscientas regiones del territorio mexicano; se asume una política de centralización; se abren al cultivo nuevas tierras y se pone en marcha una minúscula revolución industrial. Los gobiernos se dicen republicanos, federales y electos por la mayoría. La organización política se vuelve estable y vigorosa.

En la cúspide social, soplan aires franceses especialmente en lo relativo a valores sensoriales. La rama masculina de la crema gusta de las tandas del teatro frívolo; se complace en el espectáculo de bailarinas jóvenes y descocadas y en la lectura de pornografías; busca normar su vida en las doctrinas disolventes de Baudelaire; acude a burdeles y bares; consume alcoholes y drogas; se distingue por su gusto afrancesado en materia de comidas, mujeres, vestidos y chaletes. La masa del pueblo, y sobre todo de los pueblos y rancherías, sigue ajena, o casi, a goces que no sean los del aguardiente.

Aunque la preocupación por la salud y la vida ya no era novedad en la élite durante la paz porfiriana, sí fue novedosa la laicización de este sector de la cultura. Las ciudades de los difuntos dejan de ser camposantos; se convierten en cementerios y panteones administrados por el gobierno civil. La medicina moderna, que sólo cubre los deseos de salud de ricos y poderosos, se olvida de los auxilios espirituales. Las órdenes religiosas ceden parcialmente a órdenes de enfermeras laicas, hospitales, hospicios y manicomios. Otra novedad es la práctica creciente de los deportes: equitación, beis, fut, basquet. También se generaliza en las casas de la alta y de la clase media el baño de azulejos. Se da por primera vez el espectáculo de una burguesía entregada a la ostentación y los placeres y muy miedosa del fin.

Los que visitaban la metrópoli en tiempos de don Porfirio se iban con la idea de que la modernización de México era un hecho palpable y veloz. Las artes plásticas en el porfiriato sólo esporádicamente estuvieron al servicio de la Iglesia; casi siempre fueron servidoras del Estado que necesitó cada vez más palacios de burócratas, cárceles, edificios públicos y estatuas de presidentes de la república, de gobernadores y de generales. No se desatendió la cultura audiovisual. En todas las plazas de las poblaciones del país aparecieron las cajas de música o quioscos donde retumbaban domingo a domingo los conjuntos de viento. En las ciudades mayores se construyen teatros donde hacían gorgoritos para la gente bien cantantes de ópera directamente traídos de Francia e Italia. México llegó a producir compositores de óperas como don Cenobio Paniagua, pero nunca en tanta cantidad como periodistas, novelistas, poetas, dramaturgos y picos de oro. No obstante que el gobierno porfírico abrió pocas escuelas, en las ciudades se produjo el predominio de la palabra escrita sobre la hablada. Veinticinco de cada cien personas acabaron sabiendo la lectura y el arte de escribir y se dieron a leer autores franceses traducidos al español, autores españoles y hasta autores mexicanos. Los poetas sentimentales (Guillermo Prieto, Manuel Acuña y Juan de Dios Peza), toda laya de costumbristas donde Joaquín Fernández de Lizardi hasta Ángel de Campo y varios dramaturgos quisieron expresar en su literatura las facciones de la nación mexicana. Sólo la última generación de la época liberal, donde militan Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón, Luis G. Urbina, Amado Nervo, Federico Gamboa y Salvador Díaz Mirón intenta, en palabras de José Luis Martínez, “acordar sus pasos a la marcha de la cultura contemporánea para ser hombres de su tiempo tanto como de su propia tierra”.

También siguió adelante en la cultura mexicana decimonónica el tránsito de una moral íntima que se disponía desde el púlpito y el confesionario a otra ordenada por la conciencia individual, y de una moral pública nacida de la “real gana” de las autoridades a otra proveniente del derecho escrito, obra de congresos formados por representantes de la espuma social laica. En la era liberal se promulgan los primeros códigos civiles y penales de la República y de los Estados y se estatuye el respeto absoluto a la propiedad privada.

La concupiscencia económica, tenida por vicio en el antiguo régimen colonial, se convierte en la virtud promotora del progreso. Como en los países protestantes, la élite mexicana del porfiriato se propone frenar la ética cristiana y meterle acelerador a la burguesa. También se fomenta desde arriba el apego a la patria en vez del apego a la humanidad y el nacionalismo en lugar del catolicismo. El pueblo, sin apartarse de su código moral de perfil católico, se estrena en una patriotería combinada con discursos, desfiles dé charros y fuegos artificiales.

En las alturas se retoma, como no podía ser menos, el cientismo del siglo XVIII. Al desaparecer el vendaval revolucionario se vuelve a pensar en conducir las aventuras del pensamiento de manera crítica y rigurosa. Como la ciencia fue la comidilla del periodo, a los notables del porfiriato se les puso el apodo de científicos. Por el mitote cientista, era de esperarse que México se emparejara en un abrir y cerrar de ojos a los países anglosajones en desarrollos fisicomatemáticos, biomédicos y científicosociales. Con todo, en ciencias de la naturaleza sólo hubo destellos, chisporroteo, lumbre de pajas. En las ciencias del hombre, se inauguraron como disciplinas intelectuales la sociología y la economía, pero rara vez se pasó del relámpago de la inauguración. Los mejores logros científicos se dieron en el campo de la cenicienta de las actividades científicas: la historia. El conjunto de la vida científica permaneció minoritario, carente de equipos ad hoc, sin la bibliografía adecuada, en pañales.

El débil espíritu científico mexicano no pudo fortalecerse ni con una filosofía tan furibundamente dentista como fue el positivismo de Comte y de Spencer. El positivismo llegó a gozar del prestigio de ser asustaviejas; de no haber mejor remedio contra la filosofía escolástica que no se iba del todo; de servir como la emulsión de hígado de bacalao. El positivismo, tan alérgico a la metafísica y a la teología, tan amante de la ciencia positiva, declarado pensamiento del poder, tuvo un sacerdocio fiel, frío, duro, que no supo fertilizar suficientemente el espíritu científico ni obtener la venia de las mayorías. Fue fruto de cenáculo, religión que jamás salió de las torres oficiales.

El pueblo se mantuvo adicto a sus curas y sus tradiciones religiosas. Amado Nervo escribió: “Con palpable disgusto de la masa del país tenemos constitución liberal: con manifiesta repugnancia del pueblo… establecimos la independencia de la Iglesia y del Estado y laicizamos la enseñanza oficial”. Los regímenes de Juárez y Lerdo por poco desencadenan una insurrección plebeya por su inclín a la propaganda protestante, por el establecimiento de la libertad de cultos y por la supresión de las órdenes religiosas. El puñado de positivistas porfíricos deseaba clausurar las edades teológica y metafísica imperantes en México, abrir la era del positivismo y no ofrecer más culto religioso que el de Augusto Comte, ya abierto en el Brasil con el nombre de religión de la humanidad, pero la vox populi no le permitió a la minoría de devotos de Comte salirse con la suya. La revolución dieciochesca, iniciada en las cumbres sociales, un siglo después aún no conseguía bajar, en muchos aspectos, a los valles del pueblo, quizá porque los aristócratas revolucionarios, los apóstoles de la modernidad licenciosa, cientificotécnica y capitalista no se dignaron, como sí lo hicieron los apóstoles del cristianismo en el siglo XVI, descender a las capas de la población mugrosa e ignorante. La cultura traída por los religiosos españoles prendió rápidamente, sin necesidad de genocidios, en las élites y sobre todo en las masas indígenas. La cultura importada por intelectuales y poderosos desde el siglo de las luces sólo parcialmente logró ser mercancía popular, y esto a partir de la

Revolución mexicana

en este siglo, de 1910 a la fecha, cuando el ninguneo de los soberbios se reduce. Con la insurrección maderista en contra de la dictadura de los científicos se inaugura la etapa que hemos convenido en llamar “Revolución”, aunque debiera llamarse “Reforma II”, pues contra el decir oficial de ahora nunca quiso romper con la época cuyos epónimos fueron Benito Juárez y Porfirio Díaz. Aunque no faltaron movimientos de ruptura como el de Zapata, que pretendía volver a la época preilustrada y preliberal, los victoriosos, los constitucionalistas de don Venustiano sólo aspiraban a suprimir abusos de la dictadura, no los usos de la modernidad.

Fuera de las vencidas “revoluciones” reaccionarias de Emiliano Zapata y de Pancho Villa, las demás “revoluciones” reformistas autoras de la Constitución de 1917 sólo pretenden hacer más apetecibles y populares los valores de la “modernidad” que estaban en los mercados de México desde el siglo XVIII. Hay que adentrarse con esta tesis a los tiempos presentes, a los últimos setenta años en que la población de México se cuadruplica; la población se afianza en instituciones republicanas y en un régimen mixto de clases sociales y etnias; la civilización se fortalece con empresas agrocolectivas, agroindividuales, de industria privada, de industria estatal y de otros muchos olores y sabores, con algunas técnicas propias y muchas adquiridas en renta, con el apoyo en todo caso de un gobierno constructor de presas, canales de riego, institutos tecnológicos, campos de experimentación agrícola, pozos petrolíferos, oleoductos, plantas de energía eléctrica, carreteras, aeropuertos, estaciones radiodifusoras y canales de televisión.

En lo tocante a valores efímeros y de larga duración, éticos y estéticos, científicos, filosóficos y religiosos, la Revolución no es ruptura con respecto al porfiriato, la Reforma, la Independencia y las luces. En algunos aspectos es consolidación de logros anteriores, en otros, despliegue y estiramiento como en el campo de la salud y mengua de la mortalidad, en un campo donde el médico se impone sobre el cura y el brujo. La familiaridad con la muerte ha ido en descenso en el último medio siglo. El morir con resignación, el reírse de la calaca, el jugar con la pelona, el comer pan de muerto y calaveras de dulce son hábitos en fuga. El gobierno y la sociedad se manifiestan orgullosos por el decremento creciente de “angelitos” y de la mortalidad general. “Los gobiernos emanados de la Revolución” le han impuesto derrotas importantes a la muerte y a la enfermedad gracias a la campaña contra el paludismo, la vacuna contra la viruela, la quimioterapia, las vitaminas, los antibióticos, el desprestigio de los brujos, el mayor número de médicos y su reparto en todos los rincones del país, la higiene pública, los dispensarios de salud, los hospitales… El pueblo, como se ha vuelto miedoso ante la muerte casi como cualquier gringo, ha colaborado en las campañas salutíferas. El pan y el jabón se difunden. El baño adquiere el doble prestigio de placentero y de saludable. La mejoría del cuerpo por el deporte y la lucha contra la obesidad testimonian la tarea de revitalización de los valores vitales en la gente de los centros urbanos, sobre todo en la de zonas chicas y arboladas.

En cuestiones estéticas, el ir del brazo y por la calle la élite y la masa no se consigue todavía con plenitud. Como quiera, a partir del tercer decenio se puso de moda entre algunos artistas exquisitos el tomar como fuente de inspiración las artesanías y la literatura de los de abajo. En 1922, el doctor Atl elitizó las Artes populares en México. Poco después, artistas y hombres de letras, agavillados en grupos como LEAR, BOI y agoristas, se dieron a la imitación de la plástica popular, de la música placera, de la poesía de barrio y cantina, de las danzas como la sandunga, y el jarabe, y del teatro de pastorela. El cine se ciñó a los gustos populares desde su nacimiento con películas de charros, de peladitos y de indios. Con todo, muchos valores del arte de la Revolución surgen de corrientes poco o nada nacionalistas y populares. Se distinguen por su pluralidad, universalidad y exquisitez. La élite artística mexicana abrió una ventanita al populacho y un enorme ventanal a las modas de la élite del mundo. El gobierno está en vísperas de extinguir el analfabetismo, pero la abundancia y variedad de frutas literarias está a punto de volver locos a los nuevos lectores. La especie nueva del escritor de oficio no gusta de los gustos y las entendederas de las multitudes alfabetizadas.

Desde sus inicios la Revolución Mexicana se dice, por boca de sus intelectuales, justiciera. La justicia revolucionaria, “con su voz ronca, pectoral” convoca a los pudientes a darle un manita a los campesinos, obreros y aborígenes. La Constitución de 1917 añade a la ética liberal de la Constitución de 1857 tres nuevos paquetes de obligaciones cuyas etiquetas son “agrarismo”, “laborismo” e “indigenismo”. El primero justifica y dispone la entrega de parvifundios a quienes los trabajan con sus propias manos; el segundo establece los derechos de los trabajadores de la industria; el último declara de alta justicia la incorporación de los grupos marginados de color cobrizo a la democracia, la civilización y la cultura nacionales como se estilan en México. Casi toda la élite ha concordado en la planificación del agrarismo, del laborismo y del indigenismo. Quizá las mayores disonancias se den en los ajusticiados con los tres “ismos”, pues no se han tomado en cuenta sus opiniones a la hora de pretender hacerles justicia. Desde nuestro siglo XVIII la ética no se fabrica en Fuenteovejuna; nace aún de la “real gana” de soberanos que infantilizan al pueblo y de legisladores creyentes en que los del vulgo son como los niños que lloran cuando se les baña. Por lo demás, la justicia social ha sido en muchos casos causa de enriquecimiento injusto por parte de los ajusticiadores. La corrupción ha acelerado su marcha.

La familia revolucionaria, quizá por sus afanes de anteponer la resolución de problemas masivos, tardó mucho en poner manos a la obra de la relegada ciencia. Ya tan tarde como 1965, una investigación sobre la investigación científico-natural en México revela que sólo unas cuantas personas arrean investigaciones en los latifundios fisicomatemáticos y biomédicos. Informes más recientes señalan que ya se dan pasos largos, que se producen muchas monografías y tesis doctorales, pero aún no lo que hace falta para colocamos a la altura de los países a donde van a parar los premios Nobel de física y de química. Encuestas periódicas en el latifundio de la ciencias sociales descubren panoramas menos tristes. Algunos gremios, en particular el de los historiadores, ya hacen investigación teórica de subido valor.

Al revés de la ciencia, y por otros caminos, la filosofía comparece muy temprano en el panorama de la Revolución. Como principio de cuentas, embiste contra el positivismo. En seguida levanta gigantescas construcciones intelectuales. Luego se aplica al esclarecimiento de la realidad nacional. Los muchachos del Ateneo de la Juventud vieron a la filosofía oficial de la dictadura “demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse”. Ya adultos, tres pensadores del Ateneo construyen sistemas filosóficos originales, ninguno con tanto vigor y originalidad como José Vasconcelos, responsable de la “filosofía de la coordinación”. Los discípulos de los ateneístas y de los filósofos españoles transterrados desde 1939 se pusieron a desentrañar El perfil del hombre y la cultura en México; produjeron una copiosa literatura a la cual llamaban filosofía de lo mexicano, y sus detractores, El mito del mexicano. De hecho, ninguno de los grandes filósofos de la Revolución ha sido profeta en su tierra. La élite local alimenta sus necesidades filosóficas en los materialismos, idealismos, vitalismos y existencialismos de procedencia europea. La costumbre sigue siendo la de dejarse embaucar por cualquier simetría con apariencia de orden, siempre y cuando se haga en Europa.

Desde el siglo XVIII les ha preocupado a los de arriba la religiosidad popular. A mediados del siglo XIX se le tuvo como una de las mayores “taras” de la nación. La religiosidad tardía de los filósofos máximos de la era revolucionaria no pudo impedir la acometida antirreligiosa acaudillada por los jefes máximos de la Revolución. Los ahora cincuentañeros alcanzamos a ver con nuestros propios ojos la ojeriza del mandamás contra la religión del pueblo y sus sacerdotes; constatamos el cierre de templos, las campanas mudas, los discursos anticlericales, los retos a Dios, las quemas de imágenes religiosas, los curas escondidos, los maestros desfanatizantes, la clausura de refaccionarias de sacerdotes, los mártires católicos, y la satanización de los creyentes. Nos tocó ver (a muchos únicamente con ojos de niño) la respuesta popular a la prosecución religiosa; nos tocó ver la Cristiada que los campesinos lanzaron contra sus maestros de irreligiosidad. Fue una lucha sangrienta como pocas, quizá el mayor sacrificio humano colectivo en toda la historia de México, comprendida la edad de los sacrificios humanos. Los que aún no llegan a la edad de los cincuenta, sólo han conocido un poder resignado a la “tenaz adherencia del pueblo a la religión católica”. Por lo visto, la Revolución no pudo llevar a México al disfrute notorio de la ciencia y del ateísmo, y quizá sea tarde intentarlo, pues ya existen asomos de una

¿Nueva revolución cultural?

que no acoge en su programa la muerte de los credos religiosos y sí la sujeción de la ciencia a proceso judicial. Todo presente da la impresión de ser ruptura del pasado inmediato aun cuando sólo es crisis pasajera, pero el de ahora quizá no sea un presente de esos pues presenta cuarteaduras extraordinarias. Son muchos los síntomas de que comenzamos a vivir en una crisis cultural tan grave y profunda como las de los siglos XVI y XVIII. Como quiera, en esta ocasión estamos menos solos que en las crisis anteriores. La crisis de ahora, si no universal, es compartida por muchos países. Varias naciones del mundo hispánico presentan síntomas similares a los nuestros. Es obvio que nos resta más camino que a los países del primer mundo para entrar en el reino de la automatización y las computadoras. Está claro que las relaciones entre los distintos grupos sociales y la autoridad son cada vez menos armoniosas en todos los países de América Hispánica. La desigualdad entre ricos y pobres, citadinos y rancheros, poderosos y débiles se ahondan, se recrudecen, no tienen para cuando cumplir con la meta de todos parejos o todos chipotudos.

Con todas las precauciones y reservas necesarias se puede afirmar: “Las aguas del relajo nos están llegando al cuello”. ¿Será por el papel menguante de la familia y la crianza? La marihuana, que hace algunos años sólo consumían las bandas de guerra y unos pocos adolescentes callejeros ahora le sirve, para tronársela, a mucha gente de paz. El paisaje mexicano de montaña, al mismo tiempo que se desnuda de sus árboles, se pone el taparrabo de las sementeras de amapola y otros alucinantes. Las aficiones al alcohol y al tabaco no dan señales de moribundez. Uno de los motivos de la protesta juvenil es la represión de los instintos eróticos. Quizá la simpatía de los jóvenes hacia los pueblos primitivos se deba a la libertad sexual de éstos. En cambio, los dulces placeres de la burguesía ya no les importan mucho a los que van llegando. No persiguen las buenas comidas, ni la comodidad de la depilación, ni los trajes vistosos, ni los buenos colchones. “Mira a mi padre, mira a mi padre, cada noche temprano a la cama, ya todo gris… tenemos que largarnos de aquí antes de que nos atrapen también a nosotros.” Como quiera, las instalaciones recreativas no muestran síntomas de abandono. Las órdenes mendicantes de beats, beatniks, hippies y provos no parecen ser enemigas de la ejercitación de los músculos y el mantenimiento preventivo, no curativo, el cuerpo.

¿Y qué pasará con toda la inversión hecha para alargar la vida, construir y sostener hospitales, mantener limpia, sana y robusta a la gente? Quizá la afición a las flores de la nueva juventud vagabunda signifique gusto por la inmadurez y la vida corta. Probablemente ya no vaya a necesitarse un secretario de salubridad, pero sí uno de ecología. Si la tirada es el regreso a la naturaleza, no urge hacer cárceles para proporcionar sabiduría y salud, que sí regular las relaciones entre los seres vivos y su medio ambiente. Quizá también se revitalice de nuevo la cultura en relación con los valores vitales. Tal vez el moribundo folclor de la muerte vuelva a levantar la cabeza. Ciertamente no es fácil establecer una mira de validez nacional en este campo y en una hora de transición.

Ahora sí que en gustos se rompen géneros. Está más o menos claro lo siguiente: cuando se logra la casi total alfabetización de las masas, éstas le dan la espalda a las letras y al pensamiento abstracto. El cine y la tele atraen multitudes, que no la librerías y las bibliotecas. La música es ahora más digerible que la poesía. Las artes audiovisuales, reinas en la cultura barroca, vuelven a reinar con recursos harto distintos a los barrocos. Ahora las imágenes se mueven y atrapan con mayor facilidad a los mirones. Como siempre, el arte audiovidual ayuda al acercamiento de la estimativas aristócratas, y populacheras. La plástica y la cinética que comienzan a abrirse paso son capaces de satisfacer todos los gustos. No así la literatura. Ésta, aparte de inofensiva, tiende a recluirse en la espuma intelectual, quizá con la única excepción de las antiliteraturas. Asoma una poesía antisolemne, vulgar y divertida, pero no hay pruebas de su llegada para quedarse. Tal vez las novelas acompañadas de monitos, los comics, destierren a las novelas sofisticadas. En el actual bullicio estético nadie se atreve a decir “esto será bueno y esto malo”; “ésta la cizaña y éste el trigo”. Al parecer la historia será una de la disciplina más irreconocibles en el futuro próximo. Hay la sensación de estar poco unido al pasado.

Quizá como nunca los citadinos estamos ahora ignorantes de lo que debemos hacer. ¿De dónde saldrán las consignas? El pálpito de incertidumbre tiende a generalizarse. El impulso hacia el cambio radical, hacia una nueva ética, se palpa principalmente en estudiantes universitarios, en hippies y anexos, pero no se ve hacia dónde se dirige es impulso. Hasta ahora lo que está a la vista es la duda y violencia juvenil. Las violencias siempre han tenido aversión a las normas morales, pero no quiere decir que quienes las practican consideren justo el homicidio o el secuestro. En la etapa violenta no se puede decir: “el camino es éste”. El estar en descuerdo con algo no significa el saber a dónde se debe ir, sólo el saber por dónde no. En el campo de la ética, más aún que en el de la estética, decide ahora la prudencia del pluralismo. Antes de hacer una nueva cartilla moral del agrado de la juventud ¿qué hacer con vagabundos, prófugos de la ciudad, rebeldes sin causa y demás protestantes? ¿Una mayor aplicación del derecho? Quizá la ética del porvenir próximo tendera a la aligeración de la mujer y no tendrá tantos queveres con la propiedad. Los pleitos por “esto es mío y no tuyo” tienden a la baja.

Ahora la visita de la tan esperada ciencia se podría frustrar por no querer recibirla. Si el dicho de muchos maestros de la universidad mexicana es exacto, está por demás hacerse ilusiones sobre la captación objetiva de nuestra realidad mediante el conocimiento científico. Según los profesores, en el estudiantado de hoy se perciben cansancio y desgana hacia la ciencia. Al parecer, la juventud no tiene mucha fe en los propósitos y los métodos de los científicos. Unos opinan que la curiosidad, raíz de la ciencia, está en cuarto menguante entre la muchachada. Otros que el desamor al conocimiento científico obedece al uso de ese saber como medio de dominación. La ciencia se ha vuelto temible sobre todo por las aplicaciones de los ingenieros. ¿Quién no tiembla ante la perspectiva de que los descubrimientos de las ciencias del hombre se transfiguren en ingeniería social? Pero quizás estas divagaciones no tengan ninguna validez, sean simples desahogos, resulten demasiado infundadas y objetables, merezcan el calificativo de trivia.

Antes tenían los filósofos dos deberes: construir metas y hacer síntesis del conocimiento empírico. Ahora la gran mayoría de los filósofos jóvenes han renunciado al primer deber; no se ocupan de objetos trascendentales. Los sistemas filosóficos a lo Vasconcelos han pasado de moda. Se especula cada vez menos sobre el Tercer Mundo y la realidad iberoamericana; es decir, sobre los asuntos de Leopoldo Zea. Ya ninguno de nuestros pensadores quiere acordarse de la filosofía de lo mexicano. Casi todos se concentran en la filosofía científica. Unos siguen la línea del empirismo lógico; otros, muy desemejantes entre sí, coinciden en la orientación realista y racionalista. Estos son más audaces, pero no tanto como para atreverse a una especulación desenfrenada y a proponer metas a las sociedades iberoamericanas. Nadie quiere decir para qué trabajaremos de aquí en adelante. Esto no pone en los peligros de navegar al garete o de seguir a cualquier demagogo. También nos puede servir para dar oídos al sentido común de la gente de campo y de pueblo, a la parte de la nación menos desorientada.

Si todas las incertidumbres anteriores se deben a carencia de religión, como piensan muchos, el pueblo de México es uno de los menos críticos del mundo. Quizá resulte salvadora, en el futuro próximo, la “tenaz adherencia del pueblo mexicano a la religión católica”. Esto no estorba, si la religiosidad del futuro es diferente a la de las masas populares del México de hoy. Mientras son peras o son manzanas, las ideas, los misterios, los cultos y las fórmulas tradicionales nos pueden servir a todos de tabla de salvación, de sostén en la existencia, de norte. Esto no conlleva la tarea de volver a la tiranía de frailes y curas. Una medida necesaria de cualquier reestructuración de los valores parece ser la de impedir el regreso de poderes todopoderosos. Que el temor al anarquismo no nos lleve a nuevas dictaduras, que se nos quiten de la cabeza las idea del tutelaje y el infantilismo del pueblo. Quizá la salida esté en que los del mando no sólo se declaren servidores de la nación en las oraciones cívicas y en que los maestros se conviertan en alumnos de la gente rasa. ¿Se podrá reconciliar la alta cultura racionalizante con los saberes y la religión populares? Quizás algunos de la auténtica tradición del pueblo mexicano, de la tradición hispano-indígena, puedan proporcionar algunas soluciones para los malestares anímicos del siglo XX.

Ojalá que la renovación de valores sensoriales, vitales, estéticos, éticos, filosóficos y religiosos que se anuncia no se haga como la de la cultura que va de salida, la hecha por ilustrados, liberales, científicos, profes y lics de la Revolución, sin consulta al pueblo, sin el concurso de éste, y sobre todo, sin la meta muy firme de que los cambios culturales deben ser para todos y no únicamente para quienes los encabezan, los proponen o los formulan. Que la participación sea total. El refrán de todos lisos o todos chipotudos dice algo sobre el anhelo de supeditación de la vividura individual a la convivencia, como sucedió en buena parte, pese al discurso de la historia oficial desde el siglo XVIII, en los siglos XVI y XVII, en los tiempos de Cortés, Motolinía, Mendoza, Tata Vasco y Sor Juana.