El propósito del II Encuentro de Historiadores de Provincia es retomar con mayor fuerza el asunto del I: "El análisis del presente de la microhistoria y la planeación de su porvenir”.
En otros términos, se trata de hacerse consciente y resolver los problemas relativos al oficio de microhistoriador. Y dentro de tal cosa me ha tocado el hueso duro. Como le expliqué telefónicamente —me escribió don Rafael Montejano— a usted le toca decir lo que quiera sobre el punto uno de la sesión membretada: “Problemática de los investigadores de la historia regional”; usted hará el catálogo de deficiencias y vicios de la microhistoria de fabricación nacional. Ojalá se tire a fondo y hable claro de tal manera que entendamos lo que nos falta, nos sobra y nos impide afinar la hechura de la historia de nuestras respectivas patrias chicas.
Entiendo que los microhistoriadores, acaparados por la diaria labor del investigador y del maestro, no tienen tiempo para estarse situando constantemente; entiendo que hayan convenido reunirse bianualmente para hacer examen de conciencia y arrepentirse de las faltas cometidas. No entiendo por qué la tarea de bisturí le haya tocado a una persona con muy poco sentido crítico, que jamás ha usado la pluma para criticar duramente a un colega, que está lejos de ser un juez implacable y riguroso, que por temperamento —no por virtud— únicamente mira el aspecto color de rosa de gente y libros, y que aprueba a todo mundo en los exámenes de fin de año. Además, se ha encomendado la tarea de censor a alguien muy visto y oído. En el prólogo a la primera salida de Pueblo en Vilo ya dijo in inuce lo que tenía que decir acerca de la microhistoria. Al otro año, en 1968 y en Oaxtepec, ante una distinguida concurrencia de historiadores de Estados Unidos y México, volvió sobre el asunto. En 1971 recayó en la tentación de predicar; esta vez en Monterrey y en el Congreso de Historia del Noroeste.
En 1972, como algunos de ustedes recordarán, disertó aquí sobre lo mismo, y en 1973, cuando en un descuido la Academia Mexicana de la Historia lo acogió en su casa, acatarró a sus nuevos colegas con un sexto discurso sobre la microhistoria. De tal modo que éste es el séptimo y ojalá sea el último, pues el autor no conoce suficientemente el tema de que trata, pues es poco menos que capitalino; sólo ha frecuentado a una docena de microhistoriadores, y no tiene ningún estudio anterior en qué apoyarse. De veras, es un amateur que repite y glosa lo dicho en 1968.
Si se mira esta ponencia como mero arranque de una discusión que se tire al fondo del problema, pasa. En síntesis, quiere alcanzar el mérito de ser corta; no quiere ser injusta al juzgar al oficio; quiere referirse a sólo siete achaques mayores de la microhistoria y no quiere herir a nadie. Para no caer en el escollo de la injusticia procurará juzgar con el código de la microhistoria en la mano. No se mofará esta ponencia de los historiadores provincianos desde la emperifollada plataforma de la historia monumental o de bronce, empeñada en aprontarnos como modelos de buen vivir a héroes de los borrascosos tiempos de la conquista, la independencia, la reforma y la revolución. No medirá los esfuerzos de la historiografía provinciana con la cinta de los historiadores que se autonombran científicos por la simple razón de que establecen hechos, los ponen en fila y los etiquetan conforme a supuestas leyes del devenir histórico universal. A los microhistoriadores hay que juzgarlos conforme al código de una historia anticuaria que los engloba, al código de la historia que quizá pueda definirse como la que fluye del corazón movida por un fin piadoso: salvar del olvido aquella parte de la tradición cotidiana que ya está fuera de ejercicio o moribunda. Busca mantener el árbol ligado a sus raíces. Es la que nos cuenta el pasado propio de cada grupúsculo, de una familia, de un pueblo o de una ciudad aún no masificada. No sirve para hacer, pero sí para restaurar el ser. No construye; sólo instruye. Le falta el instinto adivinatorio. No ayuda a prever; simplemente a ver. Su manifestación más común es la historia pueblerina o microhistoria o historia parroquial o historia matria que no es ni más ni menos que “la conciencia que una colectividad toma de ella misma para asegurarse frente a la colectividad vecina” y para mantenerse en pie, alimentada por sus raíces.
Mi análisis no podrá ser universalmente válido, entre otras cosas porque el tema es muy heterogéneo. La diversidad de casos es infinita. No se puede decir nada que lo abarque a todos. No todos los microhistoriadores mexicanos de hoy cojeamos del mismo pie ni de modo parecido. Incluso los hay irreprochables que están como quieren. Por otra parte, para el despotrique que pienso acometer, de muy poco me servirán mis propias observaciones. Me será muy útil, en cambio, la autocrítica hecha aquí en 1972 y las quejas que los microhistoriadores de provincia acostumbran deslizar en artículos y libros. En fin, no pretendo agotar el asunto. Prescindiré de las faltas que considero veniales, de los tumorcillos que no ponen en riesgo la vida del cuerpo ni lo afean en demasía. Asimismo voy a dejar fuera faltas graves no generalizadas. En suma, me quedaré con seis vicios mayores y frecuentados; diré del conservadurismo, diletantismo, pobreza de información, desmesura enciclopédica, inacción y soledad de que adolece la microhistoria mexicana en el día de hoy.
Conservadurismo, el pecado original
La gran mayoría de nosotros comenzó en la provincia, en mala hora y en el seno de una familia decente. Es innegable que la capital no prohibe que nazcan en ella buenos microhistoriadores y para muestra con el botón de Salvador Novo basta y sobra. Como quiera, el gran vientre metropolitano arroja generalmente historiadores monumentales y científicos. Los pueblos, las villas y las ciudades pequeñas suelen producir anticuarios. El mundo de la urbe predispone a las historias nacional y mundial. Del disperso mundo de las rancherías no surgen recordadores del pasado. El mundo pueblerino es en el que anida generalmente la gente amante de la historia particular. Esto es: nosotros somos hijos de un mundo ni ancho ni ajeno, de relaciones concretas, en vías de desaparecer por obra de la rebelión de las masas, sobreviviente de la edad preindustrial, aún no standard, donde la memoria del pasado propio —familiar y local— persiste, y donde perduran también, adheridas a esa memoria, costumbres inmemoriales. Somos oriundos de un milieu social conservador, y por añadidura, perseguido.
Desde hace 150 años las culturas regionales, en México y en todo el hemisferio occidental, desempeñan el papel de patitos feos. En nombre del nacionalismo, medio centenar de metrópolis chupasangre ha estado moliendo, tratando de demoler, a miles de formas de vida diferentes. De nada le han valido a la multitud de México no metropolitanos el que en las constituciones de la República se hayan declarado los principios de la federación y el municipio libre. La colonización interna prosigue su marcha. Los momentos de no agresión a las particularidades regionales son contadísimos en nuestra vida independiente. Rara vez han sido convocados los otros Méxicos para hacerlos participar en la hechura de la patria común. Se ha querido hacer de cada Cuauhtiúán un satélite a imagen y semejanza de la metrópolis y para beneficio y mayor gloria de ella que sólo es una falsa diosa. La provincia mexicana tiene siglo y medio de ser el puerco gordo de la capital. Los actuales microhistoriadores somos hijos de una época de acoso nacionalista a la existencia provinciana. Ésta ha tratado, naturalmente, de persistir enconchándose en sus pasados, de manera conservadora, mediante la vuelta al seno de la madre.
Somos producto de un medio sano y normalmente conservador, que por hostigado, se ha vuelto enfermizamente conservador. Somos, además, retoños de viejas familias o familias decentes. Si no me equivoco, algunos de ustedes provienen de familias señoriales, latifundistas, poderosas, que entonces gozaron de los placeres de la explotación. Algunos provenimos de familia independiente, de clase media pueblerina, que también conoció mejores épocas. No sé de microhistoriadores hijos de la gleba. Unos son vástagos de grupos otrora dominantes; otros de gente ni sierva ni señora; todos, o la gran mayoría, de desterrados del paraíso, de nostálgicos de una edad de oro o por lo menos de plata y de aborrecedores de un presente hostil. Somos albérchigos de círculos familiares poblados de figuras y leyendas de la estirpe, que viven en intimidad con sus pasados propios, que recuerdan constantemente las épocas en que los perros se amarraban con longaniza, que les gustaría volver a vivir algunas horas de la tradición, de la vida cálida en salones de decoración exquisita o sobre un buen caballo. Quien más quien menos, descendemos de personas anhelantes de ahuyentar el hoy, la turbulencia que nos circunda, el relajo, la agitación de la muchedumbre, el ruido mecánico, el smog industrial, el anuncio luminoso y todas las inquietudes presentes. Nuestro origen es en mayor o menor grado conservador. Nuestro pecado original es el conservadurismo. Por herencia, somos optimistas frente al pasado y pesimistas ante el presente y el futuro.
Gracias al nacimiento en lugar y familia de índole conservadora se despertó en nosotros el interés por lo ido, la curiosidad apasionada por el pasado. Supongo que esa pasión se circunscribió al principio al pretérito puramente familiar, a la genealogía, en la que aún incurren tantos historiadores. Quizá los descendientes de familias con escudos y momentos de oro y muy replegadas sobre su propia tradición, satisfacen plenamente su inclín histórico con la red de recuerdos familiares. Otros pasamos de la historia hogareña a la lugareña; sentimos en la vida local el prolongamiento espontáneo del círculo de la familia; nos convertimos en cronistas potenciales de nuestra patria chica o matria; nos sentimos llamados a ser los resucitadores y propagandistas de anécdotas y leyendas espigadas en las tradiciones orales del hogar y la comunidad, pocas veces con el propósito de acordamos de lo que fue para evitar que vuelva a ser; casi siempre con el fin, seguramente morboso, de volver al tiempo ido, a las raíces, al iluso edén, al claustro del vientre materno; rara vez, sin pasiones conservadoras, en buenas relaciones con el presente, con la finalidad de hacer libre a nuestro pequeño mundo de las ataduras de su tradición. Lo más frecuente es seguir atrapados en el vicio del conservadurismo que nos dio vida. Lo más seguro es nuestra renuencia al bautizo, a la mezcolanza con la gente de ahora y los problemas actuales. El que sólo escribe historia y no la hace, que con su pan se lo coma en el limbo que la sociedad reserva para los que tienen miedo de echarse al agua.
Diletantismo
El microhistoriador suele nacer con un defecto original que la mayoría de las veces no borra ni disimula y al que luego agrega otro, el del diletantismo, mal del que pocas veces es culpable. La crianza en el seno de una familia conservadora despierta el apetito histórico pero no da adecuadamente la manera de satisfacerlo. El conseguir oficio es obra de maestros y escuelas. El niño picado de la curiosidad histórica debe recorrer en nuestros días muchos años y bancas para obtener un papel que lo acredite como historiador a secas. El viacrucis se inicia en la escuela primaria, a la que tienen acceso de unos años a esta parte la mayoría de los niños de cualquier región, y por lo menos los de clase media y chic. Allí se le imparte en casos muy contados y nunca en más de un curso la historia de la Entidad federativa a la que pertenece, y a través de algún otro curso, nociones de la vida hispanoamericana y mundial, y con mucha insistencia, historia de bronce, historia patriotera encauzada a conservar famas, a proveer a los niños de vidas ejemplares, de una moral por ejemplos que varía según se estudie en escuela pública o privada. La criatura de la primaria oficial aprenderá a portarse bien a fuerza de conocer las virtudes ciudadanas de Hidalgo, Juárez, Madero y demás héroes de la serie liberal. La criatura de la escuela privada se hará buen ciudadano mediante el conocimiento de Iturbide, Miramón y los otros varones ejemplares de la serie conservadora. Y así, durante un sexenio, el niño con inclín de anticuario recibe una andadana de vidas dignas de imitación y de hechos que hay que venerar y repetir cuantas veces la patria o el gobierno que la administra esté en peligro. Y naturalmente la criatura no aprende a hacer esa historia de bronce porque entre otras cosas ya es cosa hecha y sabida, y también porque se correría el riesgo de despostillar las glorias nacionales si se le deja a la niñez la posibilidad de que las descubra y manosee.
Quizá los niños educados en la reforma actualmente en marcha abandonen su primaria con alguna idea de cómo se construye el conocimiento histórico. Nosotros salimos in albis y algunos de los colegas no fueron en sus estudios más allá de esa primaria. Pero aún los que persistieron en la secundaria y en la preparatoria no encontraron alicientes en su vocación. En la enseñanza inedia tampoco se enseñaba la historia haciéndola, y sólo se impartían nociones hechas de historia patriótica e historia científica. El avocado a la historia particular que sólo obtuvo el título de bachiller no tiene por qué considerarse más ducho en las investigaciones históricas que el egresado de la primaria. Pero tampoco en el pináculo de la educación el afecto a la microhistoria encuentra el oficio que busca. Los más acuden a universidades que no ofrecen la carrera de historia, ni siquiera profesiones de cultura, únicamente oficios técnicos dizque para ganarse la vida. Muchos han seguido la carrera de leyes con la esperanza de encontrar allí instrumentos útiles para el ejercicio de su vocación, pero sólo se han topado con algún curso de historia del derecho en México que no les sirve de gran cosa.
Muy pocos hemos asistido a escuelas donde se fabrican historiadores. En México las Facultades de historia todavía se cuentan con los dedos de las manos y sobran dedos. Hasta hace poco, en la provincia no había ninguna. Ahora dizque hay tres o cuarto. Ni éstas ni las capitalinas han sido pensadas, salvo alguna excepción, para hacer historiadores particulares. La enseñanza histórica universitaria produce maestros de historia monumental e investigadores de historia científica. La experiencia acumulada por anticuarios y microhistoriadores no se transmite en ningún centro universitario. No hay tampoco un manual para investigadores de historia anticuaria.
El presidente de la Asociación que nos convoca decía aquí mismo en 1972: “El historiador de provincia rara vez es por la formación y el oficio un profesional; casi siempre es un aficionado que, sin más que el sentido y el apasionamiento de la historia se dedica a investigarla”. No cabe duda que los devotos de la microhistoria mexicana jamás hemos caído en el vicio del profesionalismo porque nunca hemos practicado la virtud profesional. Somos amateurs, dilettanti, aficionados cuyo punto de partida es el cero. Repetimos errores por no tener un poquito de sabiduría del oficio. Por defectos de teoría y método nos enredamos más de la cuenta y para bien poco.
El historiador local aún no posee la teoría de su práctica. Padece desde el momento en que deslinda el campo de sus investigaciones. No sabe satisfacer el precepto que manda: “Nada de arquitectura sin proyecto de arquitecto. Nada de historia sin hipótesis de trabajo”. A veces ni siquiera es consciente de que “el conocimiento de un tema histórico puede ser peligrosamente deformado o empobrecido por la mala orientación con que se le aborde desde el principio”. Lo común es dejarse guiar por los papeles y recuerdos de que se dispone, y como dice Leuvilliot, “por las circunstancias de la investigación y por las preocupaciones profesionales”. No es raro que nos arrastren la normas de la historia científica, y más aún, las leyes de la historia de bronce. Se hace historia de bronce, que no local, cuando sólo se buscan los sucesos de la gran historia acaecidos en una región. La sabiduría provinciana comete muy a menudo, por culpa del diletantismo, catálogos poco metódicos de sucesos de toda índole.
La falta de rigor intelectual se traduce aún en el ejercicio de las operaciones analíticas comunes a las tres historias. Con mucha frecuencia ni siquiera sabemos dar con las fuentes de conocimiento histórico y menos aún recogerlas debidamente. Según le oí decir al padre Montejano en Monterrey, en septiembre del 71, es la torpeza heurística el mayor obstáculo en el interior de la República para el desarrollo de la historia regional. La credulidad y otras formas de la falta de aptitud crítica es otro mal mayor. Se siguen ignorando normas antiquísimas para establecer la autoría, la sinceridad y la competencia de documentos, monumentos, tradiciones orales y demás huellas del pasado. La afición o el gusto es sin duda la base de todo buen conocimiento de historia particular, pero el rigor metodológico son los muros. Como las demás ciencias históricas, la micro no puede prescindir del rigor, de la prueba, de la aproximación metódica a lo real; no debe seguir padeciendo la triste fama de estar harta de amor al terruño y ayuna de auténtica investigación científica. Sobre todo es necesario afinar la operación hermenéutica. El que quiere revivir la tradición de su patria chica no puede prescindir de la comprensión, del descubrimiento de los móviles y motivos de sus difuntos. Y para hacer buena hermenéutica, así como buena crítica y buena investigación ya hay, como es bien sabido, buenos recetarios que es pecaminoso ignorar.
Pobreza
Tener poco y malgastarlo es una constante de nuestra vida. La mayoría de los microhistoriadores se quejan con justa razón de tres pobrezas: de información, de tiempo y de pan. El licenciado José Francisco Pedraza nos decía: “Muchas veces nuestro esfuerzo es dolorosamente sobrehumano y hondamente penoso” por la “desarticulación o inexistencia de archivos y bibliotecas, carencia de bibliografías, pobreza o carencia de medios económicos y humanos”. De por sí la microhistoria no puede contar con tantas pruebas como la macrohistoria. La gente y los hechos de fuste, materia de las demás historias, dejan muchas huellas de su paso terrenal; no así la gente humilde y su vida cotidiana. Cicatrices terrestres, supervivencias, vestigios arqueológicos, papeles de familia, registros parroquiales, libros de notarios, libros de viaje, censos, informes de curas y alcaldes, estatutos, leyes, periódicos y tradición oral, los testimonios más frecuentados por los microhistoriadores son tenues rayos de luz de difícil uso en la mayoría de los casos. Con pocos testimonios, y por añadidura inaccesibles, el historiador parroquial pasa las de Caín.
“Los historiadores que radican en la provincia", según denuncia hecha por don Wigberto Jiménez Moreno el 72, en San Luis, no pueden consultar archivos ricos y bien catalogados”, y a veces, ni pobres y en desorden. Es vieja costumbre mexicana la de destruir archivos. Recuérdese lo contado por don Ciro de la Garza: “En mi pueblo, en Burgos, Tamaulipas, los archivos municipales los quemó un bandolero”. Eso lo han hecho en distintas fechas y lugares revoltosos de toda laya. La piromanía que se nutre de fondos documentales la gozan también en épocas de paz nuestros coheteros. Con fines utilitarios de otra índole, contribuyen a la paulatina destrucción de los papeles viejos el fabricante de cartón y el abarrotero pueblerino necesitado de entregar a su clientela la mercancía con envoltura resistente. Por último, ratas y polillas hambrientas también aportan su granito de arena a la gran obra de suprimir documentos. Otros se contentan con trasladarlos de lugar. Los coleccionistas los esconden en su casa; los traficantes los sustraen generalmente con el propósito de vendérselos a los güeros para que los depositen y cataloguen bien en sus archivos públicos. Hay, por supuesto, importantes fondos que según Jiménez Moreno “han escapado al saqueo” y la destrucción porque ignoran su existencia los piromaniacos, los abarroteros, los coleccionistas y los traficantes. También quedan, aunque a buena distancia de quienes los necesitan, muchos testimonios en la capital de la República, en numerosas ciudades de Estados Unidos, en la centralizadora España y en casi todo el mundo. Aún más, subsisten y pueden consultarse, aunque estén en el retrete de los presos como el municipal de Sahuayo o en un cuarto húmedo y poblado de sabandijas como el de notarías que usé en Jiquilpan, Michoacán, en todas las capitales de los Estados, en casi todas las cabeceras de municipios y parroquias y aún en sitios de menor bulto y renombre. Huelga decir que la gran mayoría son puros hacinamientos de papeles custodiados, según denuncia de don Ignacio Gallegos “por personas, que con harta frecuencia, impiden por egoísmo el acceso a ellos”, aparte de su mala situación y peor equipo, casi siempre sin luz ni espacio donde el historiador pueda acomodarse. Son garbanzos de a libra los repositorios documentales de fácil consulta, que poseen lujos como los de la microfotografía y el xérox y que les han dado justa fama a sus organizadores y custodios, a Israel Cavazos Garza, a Eduardo Salcedo López, a Sarmiento.
Pero es inexacto que la violencia destructora únicamente se constriña a los antiguos manuscritos. También nos la traemos contra los libros impresos. Leo en Mariano de Jesús Torres para Michoacán algo aplicable a casi toda la República: “En las bibliotecas de los conventos había datos preciosísimos para la historia… pero el gobierno liberal que ocupó los bienes eclesiásticos, y por tanto las bibliotecas de aquellos, no cuidó, como era su obligación, de recoger éstas, reunirlas y conservarlas con escrupuloso esmero, sino, antes bien, las entregó al pillaje y a la devastación, las dejó en el abandono más lamentable… Recuerdo todavía con tristeza que en el edificio que servía de prefectura estaban hacinados en el suelo… pilas de libros que… los soldados llevaban a vender por papel viejo a las coheterías y a las tiendas de comistrajo”. Si las estadísticas no mienten hoy contamos con 2 133 bibliotecas públicas, con una por cada 28 000 habitantes: 397 se localizan en la capital y poseen más de la mitad de los libros en el haber, las 1 936 bibliotecas provincianas reúnen 3 millones de volúmenes: 1 718 en promedio por biblioteca. En las de Nayarit la cifra media es de 880; en Zacatecas de 692; en Oaxaca, de 460 y en Tabasco de 450. Si las obras estuvieran bien distribuidas habría una a la disposición de 17 personas. La mayor parte de los acervos bibliotecarios son de escasa utilidad. Hay poquísimas obras de referencia; casi no hay libros modernos que permitan estar de moda en asuntos intelectuales. Excepcionalmente, como en las bibliotecas de la Universidad de San Luis Potosí, del Instituto Tecnológico de Monterrey y de la Universidad de Nuevo León, no se carece —dice Wigberto Jiménez Moreno que las conoce muy bien— del personal preparado para organizarías y enriquecerlas. Lo normal es que sean saqueadas, y para no desmerecer frente a los archivos, que se les tenga en desorden y sin catalogación alguna en locales inservibles, sin muebles ni personal ad hoc.
Los eruditos se ven obligados a trabajar con poco material investigable en horas perdidas y con alicientes económicos minúsculos. Don Ciro de la Garza nos dijo hace un par de años: “Casi todo lo hacemos como un hobby, como un cosa adicional a nuestro trabajo de rutina. Yo, por ejemplo, me gano la existencia como miembro del tribunal de Tamaulipas y mis horas de descanso las dedico a la investigación”. El historiador tapatío Arturo Chávez Hayhoe había dicho: “La mayoría tenemos que trabajar para comer, y mientras este aspecto no se resuelva quedará muy poco tiempo para dedicarse a la historia”. “Tenemos necesidad de ganarnos la vida en otras actividades”, exclamó en ocasión del Primer Encuentro de Historiadores de Provincia el licenciado Pedraza. En dondequiera, a sotto voce y a gritos, la sabiduría provinciana repite el lamento de don Manuel Orozco y Berra: “Si tengo tiempo me falta pan; si dispongo de pan no tengo tiempo”.
Hibris
Hay pocos recursos y se malgastan. Tener apenas para comer y gastarlo en borracheras de ordago no es precisamente cordura; es ni más ni menos lo que la sabiduría helénica denominó hybris, violación a la norma de la medida, salirse del cuadro, regarla. Según Platón hay hybris siempre que la medida del gusto es rebasada, lo cual se puede hacer con alguna facilidad, en un mero descuido, en distintos órdenes de la vida: vital, económico, ético, estético e intelectual. Olvidémonos de los excesos biológicos, económicos, éticos y estéticos. Sí debe preocupamos la hybris intelectual en la que caemos con extremada frecuencia los cronistas locales. A esto le llama Toynbee el pecado fatuo de la omniciencia; la gente culta del común, enciclopedismo, y. el común de la gente, todismo.
En mi pueblo tuvimos hasta fecha reciente un desmesurado todista. Ramiro Chávez tenía a su cargo los discursos del 16 de septiembre, la dirección y al hechura de las piezas teatrales representadas en el colegio de niñas, las exploraciones arqueológicas, los debates filosóficos con los descreídos que caían al pueblo, el archivo municipal, los poemas para recitar los días de santo de las matronas distinguidas, la confección de pinturas, esculturas y diversas formas de arte menor, la batuta de un coro de mujeres enlutadas, las clases de cualquier cosa en cualquiera de las dos escuelas, el aprendizaje del diccionario, y la crónica exacta y minuciosa del pueblo y su región. Y en todos los pueblos hay los que sirven tanto para un barrido como para un regado y que generalmente entre los muchos oficios más o menos mal hechos, está el de cronista de la población y sus contornos.
Como quiera, no es este todismo total el más reprobable en el gremio de la microhistoria tanto nacional como extranjera. En un artículo reciente aparecido en Annales, Leuilliot escribe: “Si la historia local no desdeña la historia religiosa o la historia literaria es porque la vida no distingue las disciplinas como las cátedras de las universidades… El microhistoriador siempre tiende a desbordarse, en lugar de restringirse a un tema. No dudará en meter una digresión, a menudo muy erudita, en una monografía aldeana; no eliminará, sistemáticamente, todo lo que pueda aparecer sin relación con su tema… lo multidisciplinario se realiza vigorosamente en los sabios locales”. Ellos escriben tratados que podrían llamarse: “Libros de todas las cosas y algunas más”.
En el círculo universitario hay temas que caen en desuso. En el ambiente microhistórico, todo asunto es eterno. El papel del individuo en la historia ya no interesa mayormente a historiadores, sociólogos y economistas. Al microhistoriador le sigue fascinando la biografía. El sacerdocio de la historia científica desdeña hoy los acontecimientos políticos y militares. Los que ejercen la historia local siguen resucitando hechos de armas y alcaldadas. Por lo demás, los cronistas locales no son insensibles a la moda de los temas, les atraen los que están en turno; por ejemplo, hoy, las vicisitudes económicas y demográficas. Para ellos todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar. Tanto empeño ponen en la búsqueda de temas a la moda como en los olvidados por la cultura capitalina. Pueblan sus libros con triques de todo orden. Rara vez distinguen entre lo importante y lo insignificante, entre lo que influye, trasciende o tipifica y lo que es mera cháchara. Acumulan sin ton ni son cualquier vestigio del terruño, movidos por el afán de recuperar a nuestros ancestros en toda su redondez. Es muy rara la microhistoria sin polvo y paja. Es más rara aún la que liga ese cúmulo de noticias fragmentarias y de la más diversa índole.
Hay por lo menos dos modos de hacer historia irritante. Uno, utilizando el método de tijera y engrudo. Otro, no utilizándolo. Del primero suelen abusar los historiadores científicos. Recortan trozos de fuentes primarias y secundarias y a continuación los unen según el orden que se hayan impuesto. Del segundo modo pueden servir de ejemplo algunos microhistoriadores. Reproducen in integrum documentos y reflexiones y no se toman el cuidado de unirlos. Abundan en sus obras las ideas y los hechos sueltos. En ellas se advierte una gran capacidad para referirse a todo y una soberana incapacidad de síntesis. En otros términos, la técnica del mazacote es muy a menudo utilizada por el genio y el microhistoriador.
La especialización y la coherencia son dos obsesiones archicultas de nuestros días que no siempre han producido buenos frutos. A la hora de impartir justicia, no se sabe quién merece mayor castigo: el especialista o el enciclopedista, el que dice mucho de un sólo sector del conocimiento o el que dice poco de todos los saberes. Como quiera, parece no haber duda en este caso sobre la situación intermedia de la virtud. Aquí los extremos son los vicios, y uno de ellos lo tenemos muy arraigado y desgraciadamente no es el que está de moda.
Esa desmesura que es la manía enciclopédica, ese vicio de que adolecen tantas de nuestras historias locales es posible atribuirlo al espíritu anticuario, al diletantismo, al desorden, de archivos y bibliotecas, a la curiosidad universal, a la soberbia y también a otro pecado mayor: al demonio del menor esfuerzo.
Pereza
La voz del pueblo le achaca a los mexicanos el ser inactivos por naturaleza. Según sociólogos y psicólogos cimarrones eso nos viene del clima, del indio y del español. Dizque la temperatura es tan cálida en algunas partes que produce sopor y en otros tan fría que genera entumecimiento. También dice la voz de la calle que la culpa la tiene la eterna primavera del altiplano y los muchos dones de nuestra natura. Los antiindigenistas hacen responsable de tan feo vicio a la raza de bronce, al indio acurrucado junto a un nopal. Los antihispanistas opinan que la pereza nos la trajeron los españoles que se mueven mucho y no van a ninguna parte y hablan hasta por los codos y no dicen nada. Personas ilustres, como Manuel Gutiérrez Nájera, aseguran que Dios hizo al hombre para ser ocioso, y por consiguiente, el mexicano no debe preocuparse por su condición adánica, por su holgazanería, antes bien, debe bendecir al Creador por no haberlo expulsado aún del Paraíso donde son desconocidas la trombosis coronaria, la úlcera y la alta tensión.
Es fama que los mexicanos somos flojos y que en la redondez del mundo los que viven fuera de las ciudades enormes no lo son menos. También es de tomarse en cuenta otro hecho: los sabios suelen ser menos compulsivos que los ignorantes, y los sabios de provincia, aquí y dondequiera, mucho menos. Leuilliot nota: “El historiador profesional está generalmente presionado y ansioso de acabar, el historiador local prefiere el trabajo a fondo”. Si usted es habitante de la gran ciudad tiene que correr y producir muchas páginas, aunque sean prescindibles. Si vive en una pequeña ciudad de provincia o en un pueblo nadie lo corretea ni se dejaría corretear. Fuera de la metrópoli casi todo se puede dejar para mañana. Quizá los capitalinos trabajan más de la cuenta; quizá los provincianos menos de la dosis salutífera.
En nuestro encuentro anterior, Israel Cavazos Garza se dolía de la poca asistencia de los historiadores locales al magnífico y bien organizado archivo que él preside en Monterrey. Si mal no recuerdo, Eduardo Salceda se quejaba de lo mismo con respecto al archivo municipal de León, también rico y organizado. Alguien puede creer que el culpar al desorden archivístico de la escasa producción de la microhistoriografía local es una coartada de la pereza. El perezoso, según Toynbee, “posterga o elude la ordalía de realizar una obra creadora con cualquier excusa plausible… Un estudioso demuestra que es culpable de una hipocresía subconsciente cuando alega ignorancia y asegura que su conciencia no le permitirá escribir, publicar ni decir nada sobre el tema que está estudiando hasta que no haya dominado la última coma de información”. En suma, son muchos los disfraces del demonio del menor esfuerzo.
Cuando pensamos en el microhistoriador mexicano nos viene a la cabeza la lista de los muy productivos como Rafael Montejano y Aguiñaga, Israel Cavazos, José Fuentes Mares, José Corona Núñez, Jorge Fernando Iturribarría, Jesús Ramírez Flores, Francisco R. Almada, Joaquín Meade, Mario Colín, Leonardo Pasquel, J. M. Muriá y cien más, y nos olvidamos de miles de microhistoriadores dispersos en todos los rincones de la patria que aún no se atreven a escribir una línea o que son autores de un sólo artículo. Aun suponiendo que todas las excusas alegadas por los ágrafos tengan validez, la escasísima producción de historias locales, dado el abundante número de microhistoriadores, inclina a pensar que la inacción culpable tiene mucha vela en ese entierro. Creo que es justo repetir a muchos de nuestros amigos provincianos el consejo del Duque Job: “Lo que tienes, chico, es pereza. Sacúdete y trabaja; si no, vas a quedar como las mulas del doctor Vicuña que, cuando ya iban aprendiendo a no comer, murieron de hambre”.
Una gran parte de los sabios se van a la tumba sin haber transmitido la espléndida sabiduría acumulada durante su existencia. Son legión los que no le han hecho caso al aforismo de Leonardo da Vinci: “Huye del estudio en el cual la obra resultante muere conjuntamente con el que la realiza”. También abundan los que se contentan con escribir para sí o sólo para sus muy allegados. Si es cierto que hay deberes para con la sociedad, ni los ágrafos ni los que únicamente escriben para ellos mismos, los cumplen. Éstos son también en buena medida responsables de otra de las dolencias de la situación microhistoriográfica: la soledad.
Soledad
Según Bertrand Russell, “un cierto grado de soledad en espacio y tiempo es indispensable para producir la independencia necesaria que requiere un trabajo importante”. Según Ariès no es soledad lo que suele faltarles a los historiadores provincianos. Él atribuye las deficiencias en la historiografía lugareña a “ausencia de comunicación con los otros historiadores”. En fin, “la proporción de soledad y compañía, que tanto convienen a la producción de las obras del espíritu”, según Paul Valéry, no se da habitualmente en nuestros cronistas provincianos. “Somos ermitaños”, nos dijo aquí en el Primer Encuentro el presidente de nuestra asociación. El licenciado Pedraza añadió: “Producimos casi siempre en la soledad… A veces sentimos la indiferencia, sufrimos el menosprecio oficial y particular y puede ser que en dolorosas ocasiones hasta el familiar”. La sensación de aislamiento es muy común en los intelectuales de provincia, y no sólo en las ratas de biblioteca, también en los bohemios. Unos y otros creen que no cuentan con el ojo, el oído y la mano de nadie; tienen la corazonada de no ser noticia.
En las ciudades mayores del interior hay una o más academias, juntas, sociedades donde suelen reunirse de vez en vez los cronistas de la ciudad. En algunas villas existen clubes que agrupan a los interesados en ciencias, letras y artes. En la mayoría de los centros urbanos brilla por su ausencia la necesaria sociedad de sabios. Desde hace poco se puso en camino una Asociación de Historiadores Regionales. Los congresos de Historia que sesionaban anualmente en distintos puntos de la República han prescindido de esa buena costumbre. No funciona hoy ningún organismo que permita e impulse el contacto entre historiadores particulares y generales. Se echan de menos también lazos que unan al microhistoriador mexicano con el extranjero. Escasean los mecanismos especializados en poner al habla, a nivel local, nacional e internacional, al erudito provinciano con sus cofrades.
La publicidad endeble es otro factor de aislamiento. Con justa razón dice el licenciado Pedraza: “No logramos publicar nuestro libro; inéditas también quedan nuestras notas y apuntes, nuestros artículos, nuestras investigaciones”. Algunos diarios de provincia hospedan en su página editorial un corto número de notas históricas. En pocos sitios hay importantes revistas de cultura que le hagan lugar a la historia y publicaciones periódicas como Roel, Revista de Estudios Históricos, Teotlalpan, Boletín del Archivo Histórico de León y diversos boletines. Como quiera, todavía se siente la escasez en este género de publicaciones. Y por lo que mira a libros, sólo se me ocurre repetir. “Lo común en el medio microhistórico es que el autor publique sus libros en ediciones de corto tiraje, mal diseñadas y bien surtidas de errores tipográficos”.
La circulación no aventaja a las ediciones. Recuérdese lo que dijo el padre Montejano para la gente reunida en Monterrey, en aquel Congreso de Historia del Noreste: “cuanto se escribe y publica en el interior es obra inédita o semi inédita que muchas veces no llega siquiera a los especialistas”. Es rara la obra que va a las librerías distantes del contorno donde se produjo; son muy pocos los libros de nuestra provincia que reciben hospedaje en las bibliotecas públicas; más raros aún son los que despiertan la atención de la crítica especializada o de la común y corriente. Lo que no se difunde en calidad de regalo nomás no circula.
Hay otros estorbos para el intercambio entre los espíritus aún más difíciles de remover. Entre el microhistoriador de un terruño y el de otro se interpone la falta de comunidad temática. Lo común es que cada uno se apasione por la trayectoria de su patria chica y le sean indiferentes los sucesos de la ajena. Un vigoroso etnocentrismo impide la unión de los sabios provincianos entre sí. Para la comunicación de éstos con los historiadores monumentales y científicos de la capital, la máxima traba la ponen los capitalinos por desconfiados y desdeñosos. En Francia, en Inglaterra, en Estados Unidos es frecuente oír expresiones de reconocimiento para las monografías históricas locales. En nuestra capital, si se quita a don Wigberto y media docena más de simpatizadores de la sabiduría provinciana, no se oyen piropos para la intelectualidad extracapitalina. Al contrario, se le desconfía dizque por pasional y desprovista de método, y se le desprecia, y aun se le combate y estigmatiza por no estar a la última moda en asuntos y técnicas. El intelectual académico tiene una idea monstruosa de su importancia y no le gusta mezclarse con gente amateur. A ésta, por su lado, le da por exhibir las omisiones en que incurre el profesional.
La comunión con los legos tampoco es nada fácil. Los microhistoriadores quisieran un intercambio regular con un numeroso público, pero éste no parece corresponder a sus guiños. Sin salirse del contorno local la cosa es diferente. Aquí es más o menos común que estimuladas por el café o el licor, las relaciones entre el erudito y sus coterráneos lleguen a ser hasta calurosas, aunque no tanto ni de manera muy general si se vive en un sitio con fiebre de transformación. Son de recordarse las expresiones de dos ilustres intelectuales oriundos de zonas en pleno desarrollo. El aquicalidense Alejandro Topete señaló que sus coterráneos “se olvidan de lo que no sea apandar pesos y centavos”. El leonés Eduardo Salceda afirmó: “vivimos en una sociedad que es evidentemente pragmática”. Como quiera, cada microhistoriador recluta un público en su propia tierra. En cambio, apenas lo consigue más allá de su contorno; entre otras causas, por una culpable. Hay que convenir en que no tenemos consideraciones para el lector. Las formas de efemérides, diccionario, monografía, geoestadística en que muy a menudo se vierten los descubrimientos de la investigación local, no son nada fascinantes para el común de los lectores. Tampoco los estilos más frecuentados por la crónica lugareña son de mucho pegue. El estilo solemne, camp, de la escuela de la facundia no es el más ducho para comunicar la vida y la obra de gente de estatura cotidiana, no egregia. El acostumbrado por el microhistoriador con humos de hombre de ciencia, con pretensiones de conseguir la fría objetividad, tampoco es el ropaje que le queda a una materia histórica necesariamente emotiva. Ni el lenguaje perfumado y altisonante ni el ramplón e insípido son capaces de conquistar lectores.
La sabiduría provinciana también se queja del poco aprecio que recibe de la sociedad oficial, lo que es parcialmente cierto y no sólo achacable al poder público. Muchos colegas han obtenido el reconocimiento de los poderosos incluso más allá de lo deseable; han sido presidentes, diputados, senadores, jueces, burócratas de alcurnia. Quizás algunos no han conocido las delicias del poder por su espíritu estrechamente conservador. Quizás otros no han llegado a funciones directivas porque no las apetecen. Quizás en la mayoría haya una cierta actitud de desprecio hacia el político que recibe como correspondencia un “váyase al diablo”. Debemos convenir en que el intelectual es muy a menudo irritante por criticón, por curioso y porque piensa de modo distinto al común de los humanos. Por supuesto que así debe ser, pero el ser así tiene su costo. Si no somos agraciados, no hay que esperar que las víctimas de nuestro mal humor nos colmen de atenciones así como así. El intelectual que conquista el apoyo del poder público para sus esfuerzos consigue ese apoyo porque logra despertar en el poder público miedo o espíritu revolucionario.
Por desgracia he tenido que hablar de cosas desagradables que apenas vislumbro. Mis comentaristas, infinitamente más conocedores que yo de los problemas de la historia regional, dirán la palabra justa sobre lo que es aquí y ahora la tarea microhistoriográfica. A los demás ponentes les tocará decir lo que debe ser.
Muchas gracias por su paciencia.