Teoría de la microhistoria

Las tres historias

Quizá fuera más conecto decir las tres principales maneras de recobrar el pasado, o las tres especies que abundan más en el bosque de los recuerdos, o los tres vestidos de batalla de doña Clío, porque Clío tiene una percha sin fin, el bosque citado luce infinitas especies vegetales, y la recuperación de ayeres cabe hacerla de mil modos. Para acabar enseguida basta decir: el género histórico es múltiple. Supongo que nadie refutará lo dicho por Braudel: “No existe una historia, un oficio de historiador, que sí oficios, historias, una suma de curiosidades, de puntos de vista”. Tampoco es arduo convenir con Cervantes en las tres fundamentales funciones de Clío: testigo del pasado, ejemplo y aviso para el presente y advertencia para el porvenir. También es fácil aceptar de Nietzsche que esa triple función ha procreado tres historias: anticuaria, monumental y crítica.

La última es la más ambiciosa y campanuda. Nace en el piso más elevado del ser humano, surge de la cabeza. Reconoce como fundador a Tucídides. Es archiculta. Se propone llegar a las últimas causas del acontecer histórico para poder predecir y aun enderezar el rumbo de los sucesos. Uno de sus fines es libramos de la cadena. En la época medieval anduvo de la mano con la teología de San Agustín. Más tarde le negó a Dios el derecho y el poder de meterse en el quehacer humano y se escudó en la filosofía de la historia y las ciencias sistemáticas del hombre. Hoy exhibe como misiones principales las de ratificar o rectificar las leyes vislumbradas en el discurrir histórico por filósofos y científicos, y responde a la pregunta: “¿A dónde vamos?”. Ve el conjunto de lo acontecido y previene al hombre contemporáneo acerca del porvenir. Pretende ganar la presidencia del futuro que fue el premio ofrecido por Comte a la “doctrina que explique suficientemente el conjunto pasado”.

La historia monumental es menos pretenciosa. Mientras aquélla se mueve en el ancho mundo, ésta procura circunscribirse a la nación. Da explicaciones, pero no generaliza. Prefiere los hechos relampagueantes y no las opacas estructuras. Se queda en los tiempos cortos y persigue las hazañas de índole ejemplar. La guía una intención pragmático-ética. Ve en las cumbres de la existencia pasada un depósito de modelos para la acción futura. Es la historia que acaba en esculturas de bronce, la magister vitae, la escuela de la política. Sirve para la preparación del gobierno de las naciones. Es pilar del nacionalismo. Según Paul Valéry “es el producto más peligroso entre los elaborados por la química del intelecto. Sus propiedades son muy conocidas. Hace sofiar, embriaga a los pueblos, les engendra falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus antiguas llagas, los hace sufrir en el reposo, los conduce al delirio de grandeza o al de persecución, y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas… No enseña rigurosamente nada, porque engloba todo y da ejemplos de todo”. Un análisis magistral de la Clío de bronce se halla en don Edmundo O’Gorman, en Crisis y porvenir de la ciencia histórica.

La especie anticuaria es la Cenicienta del cuento. Fluye de manantial humilde; se origina en el corazón y en el instinto. Es la versión popular de la historia, obra de aficionados de tiempo parcial. La mueve una intención piadosa: salvar del olvido la parte del pasado propio que ya está fuera de uso. Busca mantener el árbol ligado a sus raíces. Es la que nos cuenta el pretérito de nuestra vida diaria, del hombre común, de nuestra familia y de nuestro terruño. No sirve para hacer, pero sí para restaurar el ser. No construye, instruye. Le falta el instinto adivinatorio. No ayuda a prever; simplemente a ver. Su manifestación más espontánea es la historia pueblerina o microhistoria o historia parroquial o historia matria.

Raíces vitales de la microhistoria

Sin temor a errar se puede decir que los historiadores matrios siempre han sido más numerosos que los monumentales y los críticos. Son más en la vida que no en la literatura. Son más aunque pesen menos. Dispersos en miles y miles de comunas ni se les nota, ni se les cuenta. Incluso, cabe decir, sin demasiada exageración, que todos los seres humanos son microhistoriadores. El rememorar las personas y los hechos del terruño y la estirpe es algo que todo mundo hace todos los días. No es concebible una familia, una tribu, una aldea y mil formas de minisociedad sin deslizamientos hacia el recuerdo. Cada grupo de gente unida por lazos naturales construye normalmente su historia. En otras palabras, la historia local o microhistoria apenas se distingue de la existencia local.

Por lo mismo, este modo de historiar pertenece al reino del folklore; es de la estirpe de Marsyas, el sátiro de la flauta desollado vivo por Apolo, el aristócrata de la cítara. Las historias locales ocupan en la república de la historia un lugar análogo al ocupado por corridos y romances en la república de las letras. A la microhistoria hay que verla como expresión popular. Sólo así se comprende que sus practicantes sean generalmente aficionados y no profesionales. No es obra de escribas anónimos, como pasa con los corridos, pero sí de escritores de la plaza pública que no de la torre de marfil. Por regla general los microhistoriadores son ya admitidos en la casa de la cultura, pero su hogar es aún la casa del pueblo. No importa de qué grupo social sean, pero sí que no sean únicamente intelectuales. Casi nunca laboran en instituciones universitarias, aunque es frecuente su adscripción a un mecenas rico y poderoso. Reciben los motes de amateur, paniagudo y bohemio. No mantienen un contacto regular con sus historiadores, aunque en cafés y cantinas se mezclan con sus paisanos, con gente de pocas luces, poco leída y escribida. Rara vez comparten la vida de una sociedad cultural o escriben en publicaciones científicas. No es insólito que pertenezcan a una bohemia donde se intercambien productos intelectuales de valía ordinaria y no culta. Por lo demás, es difícil definirlos porque a la mies microhistórica acude gente de muy distinta condición: abogados, sacerdotes, médicos, poetas, políticos y personas que apenas saben leer y escribir. Y sin embargo, es posible rastrear en ellos algunos rasgos comunes; así, la actitud romántica.

Emociones que no razones son las que inducen al quehacer microhistórico. Las microhistorias manan normalmente del amor (a veces feroz, a veces melancólico) a las raíces, como aquel de Manuel Machado:

Me siento a veces triste…

Mi pensamiento entonces

Vaga junto a las tumbas de los muertos,

Y en torno a los cipreses y los sauces

Que abatidos se inclinan… y me acuerdo.

En Herodoto se lee que Hipias, de haberse soñado acostado con su madre, deduce que regresará a su tierra natal, la ciudad de Atenas. El amor a la patria chica es del mismo orden que el amor a la madre. Sin mayores obstáculos, el pequeño mundo que nos nutre y nos sostiene se transfigura en la imagen de la madre, de una madre ensanchada. A la llamada patria chica le viene bien el nombre de matria, y a sus vecinos, matriotas. Y a la narrativa que reconstruye su dimensión temporal podría llamársele, en vez de microhistoria, historia, historia matria para recordar su raíz.

La psicología profunda encuentra en la microhistoria una manifestación del deseo de volver al receptáculo original. Cabe ligar el impulso a la quietud con la vocación microhistórica. Nietzsche asegura: “La historia anticuaria sólo tiende a conservar la vida; no a engendrar otra nueva". Casi siempre el cronista de pueblos y ciudades pequeñas es un anticuario asido a su tradición, deseoso de mantener en el recuerdo, que no necesariamente en la vida, lo que no tiene futuro por “pequeño, restringido, envejecido y en trance de caer hecho polvo”. La intención del microhistoriador es sin duda conservadora; salvar del olvido el trabajo, el ocio, la costumbre, la religión y las creencias de nuestros mayores. Puede ser simultáneamente revolucionaria: hacer consciente al lugareño de su pasado propio a fin de vigorizar su espíritu y hacerlo resistente al imperialismo metropolitano o colonialismo interno, como también se le llama.

Sería iluso pensar que la microhistoria únicamente nace del pueblo promovida por sentimientos nostálgicos y edípicos o por fines ya conservadores, ya revolucionarios. No todo aquí es hijo de la pasión o de la necesidad vital. Cada vez son más los no vocados, los ociosos que hallan quehacer en la microhistoria, los pobres que con ella obtienen lucro, los desconocidos a quien les da nombre, los meros repetidores de un oficio más viejo que el atole blanco, dueño de su propio conjunto de problemas, de un método peculiar y de un círculo de lectores.

El fundo microhistórico

La microhistoria reconoce un espacio, un tiempo, una sociedad y un conjunto de vicisitudes que le pertenecen. En la historia crítica lo básico es el tiempo, la oposición entre unas épocas y otras. En la historia local es muy importante el espacio.

En términos generales, el ámbito microhistórico es el terruño: lo que vemos de una sola mirada o lo que no se extiende más allá de nuestro horizonte sensible. Es casi siempre la pequeña región nativa que nos da el ser en contraposición a la patria donadora de poder y honra. Es el terruño por el cual los hombres están dispuestos a hacer voluntariamente lo que no hacen sin compulsión por la patria: arriesgarse, sufrir y derramar sangre. Es la matria, que las más de las veces posee fronteras naturales, pero nunca deja de tener fronteras sentimentales. Puede ser un pequeño cuerpo político perfectamente delimitado por accidentes naturales, pero también una multitud de islotes familiares muy alejados entre sí, sólo oriundos de la misma comunidad; por ejemplo, las familias emigradas de San José de Gracia a una docena de ciudades de México y Estados Unidos.

La unidad social actuante en la microhistoria es generalmente un puñado de hombres que se conocen entre sí, cuyas relaciones son concretas y únicas. El actor colectivo es el círculo familiar, la gran familia. El solista es el hombre poco importante, no el egregio en el país y en el mundo; el inventor desconocido más allá de su terruño, el héroe de alguna emboscada, el bandido generoso, el bravucón, el mártir olvidado por la curia romana, el deportista que no aparece en los fastos del deporte, el mentiroso del pueblo, el cacique, el cura, el alcalde, el benefactor que regala una de las bancas del templo o del jardín, el curandero, la bruja, la comadrona, el comisario ejidal y otras cabezas de ratón; es decir, los hombres de estatura cotidiana capaces de ser profetas en su tierra.

¿Cuáles son los hechos historiables y cuáles los no historiables para el microhistoriador? Los historiadores locales parecen pecar por exceso. Pueblan sus libros con pequeñeces. Creen a pie juntillas que en las cosas pequeñas está la cifra de las mayores. La especie microhistórica es muchas veces todista, porque el espíritu anticuario rara vez distingue entre lo importante y lo insignificante, entre lo que influye, trasciende o personifica y lo que es mera banalidad. Las miciohistorias muy a menudo son acumulaciones de todos los vestigios del terruño, movidas por el afán de ver a los ancestros en toda su redondez. Son raras las historias locales sin polvo y paja. Lo común es que se descubran las raíces con la costra del suelo donde estaban inmersas, sin limpiarlas de lo que traen pegado. Esto no se contradice con el hecho de que la microhistoria busque sobre todo lo cotidiano, el menester de la vida diaria, la vida vivida por todos, los quehaceres comunales sin teoría y las creencias comunes sin doctrina.

La microhistoria no puede evitar ser un poco geografía y un poco biología; le da cabida a hechos del mundo histórico natural. Los pueblerinos, al decir del maestro José Miranda, se integran profundamente con la tierra y de dicha integración derivan su personalidad y su función. La microhistoria rara vez prescinde de dar noticia del relieve, clima, suelo, agua, flora, fauna, sismos, inundaciones, sequías, endemias, epidemias y otros temas de la misma índole. También es frecuente en nuestros días que, por contagio de las ciencias antropológicas, se traten aspectos raciales: índices encefálicos, tipos sanguíneos, color de piel y otras cosas por el estilo.

La historia local no es insensible a la moda de los temas. Por muchos años, como a sus hermanas, le obsesionó el poder y la política. En otros momentos tuvo especial cariño por las batallas y los soldados. Como las sociedades modernas son esencialmente económicas, hoy la preferencia la tiene el tema económico. Los “micros” de hoy en día admiten la primacía de los negocios. También les obsesionan las vicisitudes demográficas y la organización social. Todo sin menoscabo de los asuntos de siempre, del religioso por ejemplo. En la microhistoria siguen ocupando un sitio prominente creencias, ideas, devociones, sentimientos y conductas religiosas. Lo mismo cabe decir de ocios, fiestas, y otras costumbres sistematizadas.

Viaje de ida y vuelta

Como las demás ciencias históricas, la micro no puede prescindir del rigor, de la prueba, de la aproximación a lo real. Con todo, las crónicas locales gozan la triste fama de estar colmadas de amor al terruño y ayunas de auténtica investigación científica. Los teóricos encuentran la raíz del fenómeno en la falta de profesionalismo de los cronistas locales, lo cual no es del todo exacto. Casi todo microhistoriador sabe que la vida que busca sólo la encontrará en restos y testimonios tras de someterlos a un riguroso análisis, a una serie de complejas operaciones heurísticas, críticas y hermenéuticas. Si la microhistoria no ha alcanzado el nivel científico de sus hermanas, no es únicamente por el candor de algunos historiadores pueblerinos.

En reuniones, en charlas, en voz baja y a gritos los sabios de provincia se quejan de los escasos medios de que disponen para ponerse en contacto con sus difuntos. La gente y los hechos de fuste, materia de las otras historias, dejan muchas huellas a su paso. No así la gente humilde y su vida cotidiana. Cicatrices terrestres, lógicos papeles de familia, registros parroquiales, libros de notarios, crónicas de viaje, censos, informes de autoridades locales, estatutos, leyes, periódicos y tradición oral, los testimonios más frecuentados por el microhistoriador son mínimos. Y, para colmo de males, de difícil acceso en la mayoría de los casos. En muchos lugares no hay biblioteca ni archivo, y la recopilación de pruebas es muy ardua. La tradición oral ayuda, pero no suple la ausencia del documento y del monumento.

Con excepción de algunas tribus preliterarias donde existe un encargado de aprender la relación de los hechos transmitida por memoriosos anteriores, de añadirle nuevas noticias y pasarla aumentada al memorizador que le sucederá, la tradición oral se reduce a rumores cortos y versátiles sobre hechos y personas recientes, con una antigüedad máxima de dos siglos. Por otra parte, las rememoraciones son cada vez más escasas, quizá porque la escuela ha dado en desdeñar el cultivo de la memoria o quizá por el atiborramiento de noticias de la radio y la tele. La tradición transmitida oralmente está perdiéndose. Es necesario apresurarse para recoger sus últimas voces.

Con pocos testimonios, sin equipo suficiente y sin auxilio humano para obtener el máximo provecho de las pruebas, el historiador parroquial las pasa duras y está en gran desventaja con respecto a los profesionales de la historia crítica y de la historia de bronce. El macrohistoriador se sirve de un numeroso ejército de archiveros, bibliógrafos, numismáticos, arqueólogos, sigilógrafos, lingüistas, filólogos, cronólogos y otros muchos profesionales de las disciplinas auxiliares de la historia. Aquél se tiene que rascar con sus propias uñas, necesita hacer muchos papeles, se ve obligado a convertirse en un detective general con escasas y borrosas huellas y sin laboratorio ni laboratoristas.

Muchos aspirantes a microhistoriadores naufragan en la etapa recolectora de pruebas. Otros se pierden en las operaciones críticas por carecer de recursos instintivos o aprendidos, por falta de olfato o de oficio. No hay manuales para microhistoriadores. Las reglas generales para establecer la autoría, la integridad, la sinceridad y la competencia de documentos y monumentos no siempre son útiles en la práctica microhistórica. “Los historiadores de provincia”, según dice don Rafael Montejano, “somos ermitaños reclusos en las cavernas de una problemática muy compleja… En nosotros se ha hecho verdad lo que cantó Machado:

caminante: no hay camino,

se hace camino al andar…

En ninguna especie historiográfica se dan tantos abortos como en ésta. Aquí abundan las obras a medio hacer: simples compilaciones documentales sin aparato crítico, o sumas críticas de documentos ayunas de interpretaciones, o retahilas de hechos en desorden. Aunque según Nietzsche el espíritu anticuario “no puede percibir las generalidades”, y según Trevelyan en la anticuaria interesan más “los hechos particulares” que sus relaciones de causa, el historiador pueblerino no puede dispensarse de la tarea interpretativa, de la interpretación teleológica por lo menos, la recomendada por Collingwood.

La piedad por lo que ha sido exige un gran esfuerzo hermenéutico. El historiador monumental cumple si explica los hechos por causalidad eficiente, y el historiador crítico por la vía de la causalidad formal. Pero el que quiere revivir intelectualmente la tradición olvidada necesita comprender, ligar los acontecimientos a sus autores, acudir al expediente etiológico de móviles y motivos. Tengo para mí que el entendimiento de las personas es la estación más importante del quehacer microhistórico, y también la más difícil y menos fecunda. La resurrección de los difuntos requiere recubrir sus huesos de carne y espíritu, tarea en la que, aparte de la psicología, las ciencias ayudan muy poco.

Al tratar de comprender entra uno en el camino misterioso de la inspiración, y por él camina durante todo el viaje de vuelta. Para los últimos tramos del camino no sirven las reglas. La anticuaria es ciencia en las etapas recolectora, depuradora y hermenéutica, e intuición en las siguientes. Strachey solía decir: “Los hechos, si son reunidos sin arte, son meras compilaciones, y las compilaciones sin duda pueden ser útiles, pero no son historia, así como la simple adición de mantequilla, huevos, patatas y perejil no es una omelette”.

En palabras de Eric Dardel, la micro “pertenece a la narración como el cuento y la epopeya. Exponer la historia concreta es siempre de algún modo contar historias”, narrar sucedidos dispuestos en su orden cronológico. Por lo mismo son injustificables algunas arquitecturas deformes, como la de diccionario, donde cae a menudo la narrativa local. Tampoco es justo dejarse seducir, al ponerse a escribir, por el estilo oratorio que le viene bien a la historia monumental, o el estilo insípido que aguanta sin sobresaltos la especie crítica. Lo bueno en microhistoria es la expresión inspirada en el lenguaje común. Ni la pompa del pico de oro ni la desnuda monserga del científico. Sí el habla de los buenos conversadores, el encanto de los cuenteros. Sin encanto, no hay microhistoria que valga.

Uso público de la microhistoria

No obstante que la literatura microhistórica circula normalmente en ediciones de corto tiraje, mal diseñadas y bien surtidas de erratas, como a la Cenicienta del cuento, le ha acontecido el reconocimiento de sus virtudes. Lo que fue burla de cultos, es hoy fuente de regocijo. A todo santo se le llega su fiesta. Aquí en México, la llamada de atención se debe a don Alfonso Reyes en carta escrita a don Daniel Cosío Villegas, donde se lee: “Es tiempo de volver los ojos hacia nuestros cronistas e historiadores locales…[en ellos] están las aguas vivas, los gérmenes palpitantes. Muchos casos nacionales se entenderían mejor procediendo a la síntesis de los conflictos y sucesos registrados en cada región”.

Don Alfonso Reyes le concede un valor sólo ancilar a la historia matria, la ve únicamente como auxiliar de la historia patria. Lo mismo piensan Lucien Febvre y la mayoría de los colegas monumentales y críticos. También le reconocen virtudes de criada (no siempre dulce y sumisa), sociólogos, economistas y antropólogos. Algunos profesionales de las ciencias del hombre creen que si llegamos a conocer la vida cotidiana de algunos átomos o células de la sociedad podremos conseguir una imagen redonda de la grey humana en su conjunto. Creen que lo pequeño es cifra de lo grande.

Previamente los pedagogos le habían atribuido la virtud de ser un buen aperitivo para las criaturas con inapetencia histórica monumental. Como el amor a la patria chica está hincado en el corazón, la historia de su terruño les entra a los niños sin sangre, incluso les gusta y quizá los domestique para el estudio de la vida patria. La escuela activa le concede un atributo más: la microhistoria permite enseñar historia haciéndola. También se recomienda para la enseñanza universitaria. El profesor Finberg dice que es un estupendo gimnasio donde se robustecen los músculos intelectuales de los aprendices de historia porque en la práctica microhistórica se echa mano de todos los pormenores del método.

También en el círculo popular gana cada vez mayor clientela. En primer término el turista ha dado en consumir microhistorias con el mismo entusiasmo que lo induce a zambullirse en una alberca de aguas tibias o en un paisaje bucólico. Es comprensible que los burgueses sientan las narraciones históricas intercaladas en las guías turísticas como jardines terapéuticos. La microhistoria es indicada para los hombres ajetreados. Con ella, los enloquecidos por el hacer y los débiles de ser se desenajenan y robustecen. La lectura de microhistorias puede ser un pasatiempo divertido y saludable.

Los moralistas se dejan seducir por las microhistorias, pues en su lectura suelen encontrar valores y virtudes humanas arrojadas por las ciudades al basurero del olvido. En todas las congregaciones pequeñas, en todos los Jerez del mundo, y no sólo en el de López Velarde, se puede espigar una luminosa pureza de costumbres, el sentido del humor respetuoso de las grandes tradiciones, el gozo de vivir en salto de trancas, la cordialidad, el regocijo sin cruda y el espíritu de independencia sin estruendos de rebeldía.

Si no me importara aburrirlos le concedería diez páginas más al catálogo de los usos y virtudes de la historia pueblerina. Como quiera, el temor de cansarlos no me va a impedir una última parrafada donde diga que la historia recobrada de una localidad presta grandes servicios a esa localidad. Al hacerla consciente de su tradición la sustrae de ella, la libera, le permite continuar la marcha. Ya lo dijo Goethe: “Escribir historia es un modo de deshacerse del pasado". Sobre todo si es un poco crítica, la historia realiza una auténtica catarsis. La microhistoria puede convertirse en el saber disruptivo que libere a los lugareños del peso de su pasado.