Como Porfirio Díaz, que gobernó a México durante treinta años, Cárdenas, presidente durante seis, ha sido tema de muchas obras de tomo y lomo. Al contrario de Díaz, inspirador de abundantes y muy lisonjeros libros sobre él en los tiempos de su dictadura y de pocos y de censura después de ella, Cárdenas sirvió de asunto a dos o tres libros de reproche mientras fue presidente y a numerosos y elogiosos después de su presidenciado. La figura del dictador se achicó; la personalidad del gobernante y amigo del hombre común sigue creciendo. En vista de que los bonos de don Lázaro no han dejado de subir, en la década de los ochenta ya no es posible dibujar el conjunto de su obra sin caer en el pecado de culto a la personalidad. Ahora ningún habitante de México puede escribir sobre don Lázaro sin adjetivos calificativos.
Según consta en las enciclopedias, Lázaro Cárdenas nació en 1895. Su nacimiento se produce en el cénit del porfiriato pero muy lejos de la parte beneficiada por la dictadura de Díaz. Fue el primogénito en el hogar de una familia de clase media independiente, pero pueblerina y muy cercana a la porción más achacosa del país, la de los labradores del campo. Creció en un pueblo que ya había visto nacer un presidente de la República, al general Bustamante, y a un poeta ilustre, Diego José Abad, pero de cualquier modo pueblo corto y cercado por la hacienda de Guaracha, por un enorme latifundio chupasangre tan extenso como la provincia de Guipúzcoa.
En 1900, Jiquilpan era cabecera de distrito; sede de tres o cuatro oficinas gubernamentales, algunas rebocerías, una imprenta y un centro escolar. En éste cursó Lázaro Cárdenas parte de la educación primaria. Cuando enfermó su padre hubo que cerrar el pequeño negocio de rebocería y comercio, y conseguir para el primogénito un empleo en la oficina de rentas, y otro, en el taller de impresión. A la muerte de papá, una familia de once miembros subsiste con apreturas gracias a los dos salarios de Lázaro y a la máquina de coser de doña Felícitas. Como quiera, Lázaro pudo arrear la afición de la lectura (fue afecto al género literario de moda, la novela) y seguir de oídas el deterioro del Porfiriato: envejecimiento del dictador Porfirio Díaz, abusos de los colaboradores de la dictadura, crisis minera y agrícola, descontento de campesinos y obreros, críticas a Díaz y a su corte de parte de jóvenes maestros y estudiantes universitarios, campaña electoral del aspirante a presidente de la República Francisco I. Madero, aprehensión de éste, fraude en las urnas, Plan de San Luis, rebeliones en distintos rumbos a partir del 20 de noviembre de 1910, renuncia y exilio del dictador, corto presidenciado de Madero, Plan de Ayala que pide la reforma del régimen de propiedad de la tierra, caída de Madero y usurpación de Huerta.
Perseguidos por gente del usurpador, los trabajadores de la imprenta de Jiquilpan se incorporaron al proceso revolucionario en 1913. A los dieciocho años de edad, Lázaro se alista en las fuerzas revolucionarias como oficial de caballería. Durante sus andanzas de combatiente en el centro y en el norte de la República ve cómo se producen cada vez más refriegas; voladuras de trenes; fusilamiento de hombres; sacrificio indiscriminado de vacunos; quemazón de casas y sembradíos. La guerra incesante desde 1914 hasta 1920, reduce a la mitad la producción agropecuaria y a casi nada las exportaciones de metales preciosos. Eso sí, aumenta la importación de artefactos para matar. En aquel desbarajuste, sólo la industria petrolera, que se encontraba fuera de la zona de lucha, pudo mantener su desarrollo, como lo constató Cárdenas en 1919, cuando estuvo por primera vez en Tuxpan, Veracruz.
Entonces adquiere conciencia de las servidumbres que le imponían a México y los mexicanos las compañías petroleras manejadas por ingleses, yanquis y otros extranjeros. También desde Veracruz ve cómo la serie de ascensos y caídas de jefes de Estado, de intromisiones en México de tropas norteamericanas y de planes subversivos culmina con el Plan de Agua Prieta, el asesinato del presidente constitucional Venustiano Carranza, el arribo al poder de los generales sonorenses y el desconocimiento de los nuevos mandatarios por parte de Estados Unidos. Sin embargo, el desenlace de 1920 no obstruye la carrera pública de Lázaro Cárdenas, quien recibe el águila de general antes de cumplir los veinticinco años de vida. Tampoco el asesinato de los líderes populares Zapata y Villa lo aparta de la línea agrarista de los difuntos. El Cárdenas que colabora con tres presidentes de la República poco respetuosos de la constitución revolucionaria y de los caudillos populares, se mantiene adicto a la ley y a las causas de los ídolos del pueblo, especialmente a los ideales de Zapata.
Después de combatir contra algunos cuartelazos, recurre a la región petrolera como comandante militar. Estando allá, pese a su bien conocida aptitud para encubrir sus emociones, para no dejar entrever lo que pensaba, sentía y quería, algunos de sus amigos percibieron su devoción por los preceptos más revolucionarios de la Carta Magna de 1917, su inclín a las labores constructivas y su deseo de desenvolverse ya no como milite y sí como político. En 1925 le confiesa a un compañero de armas: “Es tiempo de que las promesas de la Revolución se conviertan en realidades, en hechos tangibles. Todos nosotros… debemos dedicarnos con ahínco a que estos ideales se transmuten en acciones constructivas”.
Siendo jefe militar de la región petrolera, Lázaro Cárdenas se da de alta como
Gobernante y reformador social
Junto a sus quehaceres militares pone en marcha la entrega de un fondo de su propiedad a los peones, y abre una Escuela para Hijos del Ejército, primera de una serie. Enseguida consigue un cargo político de importancia. A partir de 1928 es gobernador de su provincia natal, de un estado que ardía en la lucha cristera. Como es bien sabido, al presidente Calles le daba por perseguir a los católicos; es decir, a la gran mayoría de los mexicanos. De las ocho zonas en que se divide México, seis respondieron a la persecución sin salirse de la legalidad, pero la del Occidente armó un levantamiento campesino de vastas proporciones.
En la gubernatura, Cárdenas demuestra ampliamente su respeto a las creencias populares. Sin prescindir de la actitud anticlerical propia del presidente, el gobernador actúa con indulgencia en el caso de los católicos militantes; abandona la costumbre de entregar los caseríos a las llamas; procura dialogar con los cabecillas de Michoacán y el cariño de los pacificados. Uno de los modos de atraer a los campesinos a la vida de paz y de trabajo, consiste en el reparto de tierras. Contra la idea del general Calles, que en 1930 se declara enemigo de la redistribución de la tierra, el general-gobernador, sin ofender a su jefe, pone en marcha un amplio proyecto agrarista. También se mencionan entre sus buenas acciones como gobernador la campaña contra el alcoholismo, la forja de la Confederación Michoacana del Trabajo, la apertura de más de cien escuelas para obreros y campesinos, el rescate de los bosques de Michoacán de manos extranjeras y la construcción de embalses (allá presas) y caminos carreteros.
A diez días del fin de la gubernatura michoacana, don Lázaro apunta en su Diario: “A las diez horas de hoy verifiqué mi enlace civil con Amalia, en su casa de Tacámbaro… Por la tarde seguimos a la Eréndira” desde la que se contempla la laguna de Pátzcuaro, famosa por sus islas y sus colores. De allí pasa a cubrir un breve interinato como jefe de operaciones de Puebla y a ocupar el puesto entonces antesala de la presidencia de la República. A comienzos de 1933 rinde la protesta como Secretario de Guerra y Marina, donde sólo estuvo cuatro meses, pues por haberse “iniciado en distintos sectores del país un movimiento muy sensible de opinión en pro de su candidatura a la presidencia y en vista de que ese movimiento le exigía todo su tiempo”, renuncia a la Secretaría y se convierte en candidato del Partido Nacional Revolucionario para la presidencia de la República en el sexenio 1934-1940.
Para conocer los problemas del país y hacerse querible al hombre del pueblo, el joven general de 38 años recorre en siete meses 28 mil kilómetros; doce mil en avión; catorce mil en tren y automóvil; setecientos en barco y quinientos a caballo. Por primera vez en una contienda presidencial, el candidato estuvo en poblaciones minúsculas y aisladas. No prescindió de los mítines masivos en las ciudades, de las peroratas pomposas frente a las muchedumbres, de los baños de confeti y demás adornos de este género de giras, pero añadió a esa liturgia los sones del mariachi, el diálogo con gente humilde y apolítica, el conocimiento de visu de problemas locales y la prédica de un credo socialista individualizadora y del comunismo del estado.
El 30 de noviembre de 1934, el general Cárdenas recibió la banda tricolor que lo acreditaba como presidente de la República. Pasó a residir a la casa de Los Pinos, entonces todavía sin alfombras, sin cuadros, sin esculturas y con poco ajuar. El nuevo rector del país conservó la costumbre de levantarse al alba, nadar en una alberca de agua fría, montar a caballo y desayunarse con frutas, huevos y café. El joven y robusto presidente adoptó como nuevas costumbres la de leer los periódicos de prisa y marcharse al Palacio Nacional donde recibía, hora tras hora, comisiones de encopetados como era costumbre y, contra la costumbre, comisiones de gente humilde. En la tarde, después de comer en la residencia presidencial con la esposa y el recién nacido Cuauhtémoc, volvía al Palacio y allí se quedaba hasta muy noche. Todo esto cuando estaba en la capital, cosa poco frecuente. El general Cárdenas fue un mandatario itinerante.
Estuvo sin salir de la metrópoli las primeras diez semanas de su presidenciado. Sus excursiones de acercamiento al pueblo raso fueron constantes. Casi todo lo dispuso en el tren olivo o mientras recorría a caballo los miles de lugares y lugarejos de la República. Cárdenas se enfrentó al marasmo económico dejado por la gran crisis de 1929-1933. Sobre la marcha propuso la Ley de Crédito Agrícola y las fundaciones del Banco de Crédito Ejidal, del Departamento para proteger la fauna y la flora del país, de la Comisión Federal de Electricidad y de otras instituciones de interés económico. Estando de viaje, enfrentó la agitación religiosa promovida por los jacobinos de Calles y a Calles mismo, quien había dejado de ser presidente en 1928 pero no había perdido la costumbre de dar órdenes presidenciales. Como es bien sabido, Cárdenas se vio en la necesidad de proporcionar un tour por Estados Unidos a su viejo protector y amigo para conseguir que una sola fuerza política sobresaliera en México: “La del presidente de la República”.
Liberado de la tutela de Calles, el gobierno dejó de ser asustacuras y verdugo de católicos para convertirse, primero, en redentor de campesinos y trabajadores de la industria; enseguida, en líder del nacionalismo y las nacionalizaciones, y en el último tercio del presidenciado, en renovador de la cultura mexicana a través de un hispanismo de carne y hueso y de un intenso indigenismo.
De la labor social de Cárdenas destacan los siguientes episodios: la guerra a la embriaguez; el reparto de la hacienda de Guaracha, coco de su región de origen; el apoyo oficial a las huelgas y las manifestaciones multitudinarias; los catorce puntos leídos a los díscolos industriales de Monterrey donde se dice que el gobierno “es el árbitro y regulador de la vida social mexicana”; la hechura de la Confederación de Trabajadores Mexicanos (CTM) que aspiraba a defender al gobierno, mejorar a la clase trabajadora y conseguir la instauración del régimen socialista; el reparto entre peones de las fértiles tierras de La Laguna, en Torreón; la forja de comunidades agrarias con la doble responsabilidad de conducir al campesino a su plena liberación y de proveer de alimentos a la República, y este apunte en su Diario: “El ejido hará que se cultiven más tierras con mayor éxito… En 1937 extenderemos la acción agraria a la región del Yaqui… Pasaremos a resolver integralmente el problema agrario de Yucatán para salvar de la miseria a la raza indígena. En este mismo año apresuraré el fraccionamiento del Valle de Mexicali”. Y así fue.
Si el gobierno aquel hubiese cesado a fines de 1937 Cárdenas se habría hecho acreedor al mote de gobernante agrarista. Como a partir de 1938 se enfrentó a los enemigos de México, expropió negocios extranjeros y fomentó lo mexicano, cabe decirle también
Gobernante nacionalista
cuyas principales jornadas nacionalizadoras fueron la nacionalización de los ferrocarriles, del petróleo y de los latifundios en poder de personas con ciudadanía estadunidense, alemana e italiana. También fue de índole nacionalista la repatriación de mexicanos mal vistos por los ojiazules de Norteamérica. Del mismo carácter adoleció aquel lema inscrito en muchas paredes de México (“Produce lo que el país consume; consume lo que el país produce”) y aquel párrafo de la “Declaración de principios” del Partido Nacional Revolucionario reorganizado en 1938 con el nombre de Partido de la Revolución Mexicana: “El PRM trabajará por la progresiva nacionalización de la gran industria, como base de la independencia integral de México y de la transformación del régimen social”.
El mote de Don Valor conquistado por el torero Luis Freg y el presidente Lázaro Cárdenas se debe, en lo que toca a Cárdenas, a la manera como se acercó a los pitones de imperios tan fuertes y agresivos como el yanqui y el británico. Aunque la nacionalización de los ferrocarriles la había iniciado Porfirio Díaz, fue Cárdenas quien le dio la puntilla. Todavía más: la compra de los ferrocarriles fue coronada con la administración obrera de los mismos, que no con el éxito de una medida tan audaz. Nadie ignora que los trenes mexicanos se volvieron los más “chocantes” del mundo a raíz de su obrerización.
Hay diez u once temas difícilmente prescindibles para cualquier historiador mexicano. Al que me voy a referir, con ser tan reciente, ya ha seducido a mil y un autores. La nacionalización de los bienes de dieciséis compañías extranjeras explotadoras de petróleo en México es uno de los pocos combates ganados por la República Mexicana en la arena internacional. La expropiación petrolera, que saca por un momento a mis compatriotas de la actitud de “no puedo”, de la sensación de ser inferiores o ineficientes, estuvo a punto de conducimos a delirios de grandeza. Fue de una temeridad increíble. Por conductas más tibias que la célebre de Cárdenas con las compañías petroleras, México había sufrido la acometida de los pescados grandes en diferentes ocasiones. Francia mandó a nuestros puertos una expedición punitiva para cobrarse unos pastelillos que le habían robado a un pastelero francés residente en México. Inglaterra estuvo en un bis de invadimos por una deuda minúscula y aceptada. Estados Unidos se nos colaba a la menor provocación desde 1846, desde que se hizo de la mitad del territorio mexicano. En 1938 México no podía fiarse de la bien probada fórmula FIE, sigla salida de los nombres de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, dos de cuyos componentes eran dueños del petróleo mexicano a través de compañías muy vigorosas y agresivas.
Aunque la lucha por sacudirse a las empresas petroleras había comenzado en 1912, no se hizo nada en serio antes de la huelga del Sindicato de Petroleros, que estalló en 1937 para obtener alza de salarios y del laudo pro huelguista de la Suprema Corte de Justicia. El laudo de los jueces supremos no fue obedecido por los patronos. Entonces Cárdenas, durante un paseo campestre, reflexiona: “El conflicto que se avecina (la segunda guerra mundial) impedirá que Estados Unidos y la Gran Bretaña se metan en México si éste decide el camino de la expropiación”. Al regresar del paseo supo que el abogado de las petroleras había dicho: “Cárdenas no se atreverá a expropiamos”. A las diez de la noche de ese día 18 de marzo, en el salón amarillo del Palacio Nacional, radiodifunde las razones que lo obligan a decretar la nacionalización del petróleo. Enseguida asienta en su Diario: “Con un acto así, México contribuye con los demás países de Hispanoamérica para que se sacudan un tanto la dictadura económica del capitalismo imperialista”.
“Todo mexicano que haya vivido el año de 1938 —escribe José Fuentes Mares— recordará cómo la expropiación petrolera llegó a unificar moralmente al país. Las tumultuosas manifestaciones de apoyo al régimen, las emotivas colectas populares para el pago de la enorme deuda… comprobaban que el arrogante gesto del presidente nos había tocado algo dentro del pecho”. Las multitudes se lanzaron a las calles para aclamar a Cárdenas. Aun la gente muy pobre se apresuró a contribuir para el pago de la deuda que nos echábamos encima. “Vi —recuerda Rafael Solana— las colas de mujeres pobres que se formaban para depositar el único oro que habían conocido en su vida, el de su anillo de bodas”. Enfaldadas de todas las clases sociales acudieron a doña Amalia Solórzano de Cárdenas a deponer joyas, billetes, alcancías de barro repletas de cobres y aun pollos y puercos.
La nacionalización del oro negro le atrajo a Cárdenas una popularidad entusiasta dentro de su país y una inquina colérica en las cimas sociales de los países poderosos. La enemistad internacional acarrea la fuga de capitales, el colapso de las exportaciones de petróleo y de plata, la devaluación del peso, la carestía de artículos de primera necesidad, pero no logra conseguir que Cárdenas eche marcha atrás y ni siquiera que parara en seco la política nacionalizadora. Aunque con menos vigor, se continúa el reparto entre peones de latifundios pertenecientes a compañías y personas extranjeras. Sin mayores miramientos se reparten fundos yanquis en el Norte, italianos en Michoacán y alemanes en Soconusco. Como quiera, las nuevas expropiaciones fueron noticia menor, noticia opacada por las aventuras internacionales de nuestro presidente, en especial por la noticia de que después de muchos años volvíamos a tener un
Gobernante hispanista
soterrador de las campañas hispanófobas de oriundez norteamericana que venían apoderándose de la conciencia nacional de México desde los días del primer embajador estadunidense, del nefasto embajador Poinsett. Por supuesto, Cárdenas fue profundamente indigenista. Desde antes de asumir la presidencia, dijo: “Debemos de poner mucha atención” en los indígenas “que no hablan nuestro idioma”, dominados por el alcohol y el fanatismo, tan pobres como ignorantes y que constituyen un tercio del haber demográfico de la República. Con justa razón Townsend lo llama “primer presidente de los indios”. Él dispone en 1936 la fundación del Departamento de Asuntos Indígenas y trata de ofrecer servicios de comunicación, de educación y de salud a los pueblos aislados. Sobre las frecuentes incursiones de Cárdenas en tierras de indios corrieron toda clase de chistes. Unos afumaban que el presidente había sustituido la indumentaria presidencial por el taparrabos; otros, que volvería de indolandia en plan de emperador azteca con penacho de plumas. El presidente de indios era capaz de quedarse horas escuchando las voces bajas, lentas, repetitivas y corteses de un indio. En muchas fotografías lo vemos en actitud de escucha incansable. Como quiera, su indigenismo jamás se peleó con su hispanismo.
Pese al despotrique de algunos textos escolares contra una España esclavizadora de México, la mayoría mexicana y su presidente reconocían la maternidad española. Nadie ignora que el drama español de los años treinta penetró muy hondo en el ánimo de México y condujo a conductas presidenciales bien conocidas. El gobierno mexicano, después de surtir aquel pedido de armas y municiones hecho por la República, remite a España algo de lo poco que había en nuestra despensa nacional, y acoge con gusto el tránsito a México de una nueva planta de españoles legítimos. Arranca la rehispanización física de México con los famosos niños de Morelia. Algunas familias opulentas quieren adoptar criaturas de la península en llamas. Algunos líderes obreros se oponen a esa pretensión porque, según ellos, los huérfanos de la tragedia española debían ser educados proletariamente. Cárdenas decide que el gobierno tome “bajo su cuidado a estos niños”. Después del recibimiento en la capital con copia de confeti, flores, vítores, abrazos, discursos, fotografías, besos y músicas, fueron trasladados a Morelia. Todo mundo opinó como Novo: “Es una obra trascendente la realizada por el gobierno al incorporar a estos futuros padres de más de cuatro mestizos”. Algún conservador hasta llegó a proponer: “La importación de 500 infantes españoles debe multiplicarse por mil”.
Ciertamente la idea de transterrar temporalmente de España a México a ilustres profesores hispanos fue de don Daniel Cosío Villegas, pero la gloria de haber aceptado la sugestión y ponerla en obra corresponde al presidente Cárdenas, quien había fundado poco antes agencias promotoras de la alta cultura como el Consejo Nacional de Educación Superior e Investigación Científica y el Instituto Politécnico Nacional. Las lumbreras de la madre patria fueron llegando a la patria hija de uno en uno o en grupos pequeños. Quizás el primero en llegar haya sido el poeta José Moreno Villa y el segundo el filósofo y rector José Gaos. Enseguida un notable número de distinguidísimos hombres de ciencia, de científicos sociales, de humanistas, de poetas, de pintores y de arquitectos, traspuso el Atlántico. La pléyade de intelectuales españoles fue recibida con los brazos abiertos por una intelectualidad mexicana que venía sintiéndose urgida de ayuda delante de una milicia demasiado gorda, una familia de políticos no menos floreciente y una élite económica cada día más robusta.
Para recibir a la intelectualidad española se fundó la Casa de España en México, presidida por Alfonso Reyes. La Casa distribuyó a la mayoría de los intelectuales entre los mayores centros universitarios de la República, pero mantuvo a no pocos científicos sociales y humanistas que serían los fundadores de El Colegio de México, donde tuve el honor de adquirir el oficio de historiar con maestros tan ilustres como José Gaos, José Miranda, Rafael Altamira, Adolfo Salazar, Agustín Millares, Francisco Barnés, Javier Malagón y Ramón Iglesia.
Para acoger a los treinta mil españoles que llegaron al final de la contienda se abrieron numerosas cafeterías en la ciudad de México, que no todas necesarias. Don Lázaro quería españoles con sapiencia y gustos campesinos, pero los llegados prefirieron residir en la urbe grande. Casi todos se pusieron a trabajar poco después de su llegada. Con excepción de los viejos residentes españoles, la metrópoli les abrió sus brazos. Aunque se supo que lo que entraba a México era “un río español de sangre roja”, aún algunos ultraconservadores lo vieron venir esperanzados. Alfonso Junco escribe: “Ninguna inmigración mejor para México que la que traiga sangre y espíritu español. Ninguna de más fácil y profunda incorporación a nuestro medio. Ninguna que así fortifique lo nuestro, prosiga nuestra historia y tradición, ensanche la espontánea hermandad, prolongue el generoso mestizaje que vivifica nuestra cultura. La caudalosa inmigración española tiene fundamentalmente la simpatía mexicana (y más que ninguna), la gente de bien y trabajo que restañando sus heridas, se ha puesto a trabajar a nuestro lado, ha fecundado nuestra tierra en el orden intelectual o material”.
Durante algunos meses, los españoles del exilio fueron las figuras sobresalientes en la vida nacional de México. Luego los desplazaron del sitial mayor los aspirantes a suceder a Cárdenas en el puesto de presidente de la República y los hombres de empresa que acudían al llamado del Presidente de poner en obra la revolución industrial mexicana que sólo podía producirse en una época tan cruel como la Segunda Guerra Mundial. A un mes de haberse iniciado los horrores de la lucha en Europa, el gobierno de México reglamenta la exportación de materias de interés para la industrialización del país; para atraer inversores de fuera suprime el gravamen a la exportación de ganancias; cancela el impuesto del ausentismo y promulga un decreto para fomentar industrias novedosas. Las huelgas, el coco mayor de los industriales de casa, reciben un hasta aquí de los líderes. La dirección de la CTM dispone que los enfrentamientos obrero-patronales se resuelvan por conciliación. El vocabulario de la gente política deja de tener el color rojo tan común antes de la guerra. Se pone en práctica una industrialización a dúo, mixta, en la que el gobierno se comprometía a poner la infraestructura (medios de comunicación y transporte, energía eléctrica y obreros preparados) y los capitalistas a construir talleres y fábricas. Así se pone en órbita el capitalismo a la mexicana.
Se abrían carreteras hacia todos los rumbos del país, planteles escolares capacitadores de las masas, centros que promovieran el despegue científico-técnico, plantas generadoras de energía eléctrica cuando el general Lázaro Cárdenas le pasa el oficio de presidir a México al general Manuel Avila Camacho. Como quiera, Cárdenas no abandona del todo la vida pública. Su sucesor le pide que se encargue de la Secretaría de la Defensa Nacional. Miguel Alemán, presidente de 1946 a 1952, lo hace vocal ejecutivo de la Comisión que hizo fértiles las llanuras del Tepalcatepec. El presidente Adolfo López Mateos lo nombra vocal ejecutivo de la Comisión del río Balsas. En 1969, en vísperas de la muerte, pone en marcha el proyecto siderúrgico de la costa de Michoacán conocido con el nombre de Las Truchas.
Seguramente después del sexenio presidencial de Cárdenas ha habido cambios notables en la vida de México. En vez de fomentarse el crecimiento de la población, se le ponen trabas. El reparto de latifundios y baldíos ha perdido intensidad. En lugar de atraer compatriotas que trabajen fuera, se despide día a día a un creciente número de compatriotas que se van con su música más allá de las fronteras nacionales. Con todo,
El estilo cardenista,
el viraje que le impuso a México el general Cárdenas en el sexenio 1934- 1940 se ha mantenido en su mayor parte. La personalidad misma del presidente de la República reconoce como modelo a la persona de don Lázaro. Éste estatuye el perfil del presidente robusto, deportivo e itinerante. También pone el ejemplo del adalid silencioso, de pocas palabras, aunque no todos sus sucesores lo hayan seguido en esa costumbre. En la vida de Cárdenas, el círculo familiar jugó un papel de primer orden, tan protagónico como en los presidentes que vinieron después. Es obvio que los gobernantes de ahora se han bajado del caballo, pero ninguno ha vuelto a las vestiduras de etiqueta. La ropa común y corriente que adoptó Cárdenas para todas las ocasiones, ha mantenido su vigencia. También a partir del hombre que derrumba al Jefe Máximo de la Revolución, el presidencialismo mexicano asume el perfil que todavía presenta ahora, el del gobernante muy poderoso. Desde entonces, ningún poder sobrepasa al presidencial.
No todos los historiadores han querido ver que la reciente industrialización de México recibe el “hágase” del mismo gobernante que regañó en 1936 a los industriosos regiomontanos. No cabe duda de que fue promotor de movimientos laborales contra el capital, pero enseguida dio cuerda, con apoyos fiscales y otros estímulos, a los que anhelaban lanzar al país por la senda de la industrialización. También hizo costumbre el papel rector del Estado en la vida económica nacional, pero no se ha respetado suficientemente la recomendación escrita por Cárdenas el último día de su gobierno donde se lee: “Entretanto no haya una declaración categórica del gobierno de Norteamérica no deben aceptarse aquí a nuevos inversionistas de la nación vecina”. Como quiera, los negocios nacionalizados por aquel gobierno no han recaído en manos extranjeras.
La reforma agraria no comenzó en el sexenio cardenista, aunque entonces obtuvo un desarrollo nunca visto y novedosas modalidades. El reparto de tierras se agilizó con la entrega de las mismas antes de concluir los trámites de ley. Así se pudieron distribuir alrededor de veinte millones de hectáreas. Con esa superficie laboral se formaron ejidos ya no transitorios, sino formas permanentes de usufructo agrícola. Desde entonces la propiedad ejidal de la tierra, según la justa observación de Arnaldo Córdova, se transforma en “palanca y continente del nuevo orden rural, brazo poderoso que garantiza la acción y la vigilancia en el campo, y fragua en la que se forjan la paz y la tranquilidad”.
La política indigenista tampoco ha cambiado mucho de Cárdenas para acá. Él reestablece como uno de los fines primordiales del estado mexicano la tutela del indio que quedó en desuso al sobrevenir el régimen liberal y ser considerada herencia del régimen español. Tata Lázaro, como fue conocido por los purépecha, puso como deber del gobierno la elevación del estado de las cien etnias mexicanas en los órdenes económico, político y cultural sin menoscabo de las propias costumbres económicas, de los típicos modos de organización social y de los valores culturales de esas etnias.
En los años recientes y en los círculos de izquierda ha cundido la moda de criticar la organización obrera dejada por el sexenio de don Lázaro. Recuérdese que su gobierno se propuso sindicalizar a todos los trabajadores y unificarlos. El cardenismo acuña a la Confederación de Trabajadores de México que en 1940 agrupaba un millón de obreros, y es hoy la central obrera más nutrida y poderosa de la República Mexicana. De entonces provienen estas y otras costumbres laboristas: la actitud benévola del gobierno hacia el trabajador en los casos de conflicto obrero-patronal, los contratos laborales colectivos, las concentraciones obreras para apoyar acciones del gobierno, los mítines contra el imperialismo y el desfile interminable y multicolor del primero de mayo.
Se dice que en materia educativa el cardenismo no trascendió a su sexenio pues la enseñanza socialista fue suprimida en la Constitución de la República en el sexenio siguiente al de Cárdenas. Pero hay que tomar en cuenta que lo conocido por escuela socialista sólo fue un episodio breve y poco generalizado de la obra de Cárdenas. Lo típico de aquel régimen fue, por una parte, la educación rural que ahora ha renacido con gran éxito en las escuelas agropecuarias y, por otra, la enseñanza para capacitar trabajadores de la industria. Se fundaron numerosas escuelas de nivel medio que conducían al espléndido remate del IPN, escuelas que se han multiplicado recientemente. También se dio y se sigue dando gran impulso a la educación física y todo género de deportes.
La educación de índole humanística también inaugura entonces nuevos modos de abordar el tema del individuo y la sociedad. El broche de oro con que se clausura la política cultural del presidente Cárdenas fue El Colegio de México, hecho por profesores transterrados por la guerra civil española. El Colegio de México, que ha crecido mucho y que ya tiene imitadores en las provincias mexicanas, introdujo nuevas miras y métodos en la investigación del hombre que todavía se consideran válidos, que aún se emplean con éxito por nuestros filósofos, antropólogos, economistas, científicos sociales y políticos e historiadores.
Desde los días de Cárdenas la cultura de los agachados es vista con buenos ojos en las esferas sociales. Con el pretexto de modernizar al pueblo se hacían periódicamente campañas antirreligiosas. Don Lázaro las paró. De entonces para acá se permite a todo el mundo la creencia en Dios, los santos, los demonios y las ánimas; la observancia de la moral católica y la asistencia sin cortapisas a ejercicios religiosos, fiestas patronales, bodas y demás golosinas del rito. Por lo demás se impuso el hábito oficial de proteger las artes plásticas, los bailes, la música, la cocina y demás creaciones del cacumen proletario. Desde aquel régimen la cultura llamada superior ha sido influida por la cultura plebeya. Ahora ya es un lugar común incluir en las antologías poéticas poemas populares; adobar con refranes y dichos del pueblo, relatos y conversaciones de salón; injertar en el texto gratuito, cuentos y fábulas del vulgo; poner al alcance de los universitarios el cancionero folclórico de México; oír en gente educada insultos verbales antes sólo permitidos a la plebe; ver a personas de buenas maneras que se ponen a bailar zandunga y jarabe; a aristócratas del saber, del poder y del dinero que se divierten como enanos en fiestas pueblerinas; a mujeres de las mejores familias que visten el huipil y el quechquémel y a los frecuentadores de la alta gastronomía europea que comen con gusto tacos, pozole, moles, huitlacoche, chilaquiles y chiles en nogada.
En verdad y sin exageración, Lázaro Cárdenas es el padre del México moderno.