La ronda de las generaciones

Los protagonistas de la Reforma y la Revolución Mexicana

Con el fin de no descaminar a nadie más de diez minutos, el autor le propone al posible lector no seguir la lectura de estas páginas; salvo que:

1) Coincida con don Wigberto Jiménez Moreno en que “el proceso de cambio sociocultural lo entendemos mejor si fijamos la vista en los hombres” responsables de mudanzas históricas, y no en estas mismas o en las circunstancias en que se producen los vuelcos históricos.

2) Convenga en la tesis siguiente: en el mundo capitalista ascendente, en el mundo de los tres últimos siglos, en la época de las naciones independientes, los auténticos responsables del cambio social son minorías rectoras, grupos de hombres egregios, asambleas de notables, no masas sin rostro ni adalides archidibujados.

3) Reconozca que las minorías dirigentes modernas no se constituyen con “detentadores de resecos pergaminos”, pero sí con magnates de la agricultura, la industria y el comercio; con funcionarios públicos que ostentan los cargos de presidentes y ministros de una república; con intelectuales de renombre; con héroes de la espada y el caballo y con personas de iglesia que en el orbe católico se dejan llamar excelentísimas y reverendísimas.

4) Acepte lo dicho por Ortega y Gasset en el sentido de que las “minorías dirigentes”, los cenáculos de vanguardia, “los pocos que vislumbran a lo lejos”, “forman cuerpos cuasibiológicos” que se distinguen claramente de las clases mayoritarias a quienes dominan, de los cuerpos masivos destinados a trabajar y obedecer, de las masas de trabajadores de un estado-nación, de la muchedumbre inmensa en usos y costumbres.

5) Esté de acuerdo también con Ortega en que las minorías rectoras, los cuerpos de dirigentes de una nación, “como las hojas de los árboles nacen y mueren”, están sujetas a un ritmo estacional (no tan breve como el de las hojas, claro), a un vaivén de vida media conocido con el nombre de generación, a un ritmo generacional. Los grupos minoritarios que dirigen a una mayoría nacional no duran más que las existencias individuales que los componen ni suelen mantener su hegemonía plena por un periodo mayor de quince años.

6) No rechace la idea de que la realidad biológica de cada generación de gerentes recorre, como la vida individual de las personas, seis etapas: infancia, desde el comienzo hasta los quince años; juventud, de los quince a los treinta; madurez incipiente, hasta los cuarenta y cinco; segunda madurez, hasta los sesenta; ageracia o vejez activa, hasta los setenta y cinco; y senilidad, de allí a la tumba. También, como las existencias de los individuos, las cohortes generacionales sólo cuentan públicamente desde que son adultas hasta que dejan de ser viejas dinámicas, hasta el chocheo.

7) Esté dispuesto a conceder que, más o menos durante cada quince años, surge en cada una de las naciones capitalistas del mundo occidental otra minoría dirigente, con otro modo de ver las cosas, con una sensibilidad distinta, con ganas de poner los muebles de la patria en orden diferente, con nuevos afanes de renovación, con metas y métodos que no coinciden con los de sus predecesores.

8) Deduzca de ese ritmo quindenial de las generaciones y de la ley de las edades el hecho de la convivencia de tres tandas de selectos en las cumbres de la economía, la sociedad y la cultura en cada quindenio. Mientras el coro de los viejos en actitud de irse entona la melodía “Nosotros hemos sido”, el coro de los cincuentones, plantado arriba, repite su cantinela “Nosotros somos” y el coro de los adultos jóvenes, que apenas va entrando, canta: “Nosotros seremos”. Según Julián Marías “las generaciones no se suceden en fila india, sino que se entrelazan, se solapan o empalman”.

9) Esté dispuesto a distinguir en cada hornada su voz característica, la altitud vital o la propensión íntima que pide Ortega; “el matiz de sensibilidad” o “la tonalidad del querer” de que habla Mentré; en definitiva, que las creencias y voliciones de cada generación de mandarines o dirigentes, de cada minoría concreta, sólo suelen agrupar, según los casos, pocas docenas o centenares de individuos.

10) Apruebe la aplicación de esta especie de entretenimiento histórico-matemático que es la teoría de las generaciones a la historia mexicana moderna y reciente, a la que va del nacimiento cierto y seguro de la nación-estado denominada República Mexicana, hasta la segunda mitad de este siglo en que la idea de nación comienza a hacer agua y la de autoridad también.

11) Dé su consentimiento al interrogatorio al que hemos sometido a seis minorías rectoras de la vida material, social y cultural de México entre 1856 y 1958, cuyas preguntas principales se refieren al número y a la nómina de miembros de cada una de esas minorías; a la oriundez temporal, geográfica, social y cultural; a la formación fuera y dentro de las aulas en la fase juvenil; al año, lugar, modo y bandera ideológica al entrar al escenario público y a sus manifestaciones sobresalientes durante la sesquidécada de noviciado; a las circunstancias de tiempo, espacio y manera ligadas a su arribo a las cumbres del poder, de la sabiduría, de la fama, de la fortuna y del influjo; a sus propensiones íntimas y actividades mayores durante el quindenio de predominio; a su lento abandono de la escena hasta el mutis final, y a su significado dentro de la época o drama histórico que les tocó representar.

12) Esté de acuerdo en que las élites mexicanas de la Independencia para acá, están construidas por individuos que recogen los diccionarios y las enciclopedias nacionales, por personas de reputación que suelen distinguirse de las demás por los honrosos cargos públicos que ocupan, los libros de fuste que escriben, la fama de que gozan y las notables empresas económicas que dirigen.

13) No le exija definitividad a esta obra sietemesina, hecha a base de diccionarios y enciclopedias no muy sólidas, con la colaboración de muchos libros poco resistentes, sin incursiones archivísticas y hemerográficas, sin una plataforma de erudición que haga decir “¡ah!, los bosquejos generacionales que se aducen enseguida son cojos, débiles, inseguros”. Es muy probable que en cada una de las minorías rectoras se mencionen algunos líderes que no lo fueron y se omitan figuras egregias. Quizá nuestros criterios de selección —buena fama y lustrosas chambas— no sean los óptimos aunque sí los más fáciles para determinar los miembros de los equipos rectores de cada estación de quince años.

14) No espere el lector ni pida demasiados hechos ni descripción de estructuras, sino gusto por ver gente, por asistir a un desfile de personas de alto nivel que aparecen y desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, sin dar tiempo a paladear personalidades, sin medición de estaturas y vigores, sin adentramientos íntimos en nadie. Este es un ensayo con poco argumento y muchos personajes; más parecido a un directorio que a una novela.

15) No se maree fácilmente con el paso incesante de personas, de nombres propios de políticos, intelectuales, sacerdotes, milites y empresarios que estuvieron al frente de la marcha de México en la segunda mitad del siglo pasado y en la primera del que ya se apaga. Lo que viene es una serie de seis danzas, de seis conjuntos de danzantes entremezclados que sólo cuentan como recuerdo y como nombre de calles y plazas, que ya no ocupan posiciones de fuste en la vida del país.

16) No quiera entender la vida nacional del México moderno y contemporáneo con el único instrumento proporcionado por estas páginas, con la vida y la obra sumarísimas de seis tandas de mexicanos selectos que hemos llamado “pléyade de la Reforma” o generación de Juárez, “generación tuxtepecadora” o compañeros de Porfirio Díaz, “los científicos” o camada de Limantour, “la centuria azul” o generación modernista, los “revolucionarios de entonces” al estilo Oregón y Vasconcelos, y los “revolucionarios de ahora”, o equipo generacional de 1915 al que pertenecen Cárdenas y Cosío. En la primera tanda toman parte ochenta y tantos hombres de vanguardia; en las tres siguientes, un ciento en cada uno; en la penúltima, dos centenares, y en la de la cola del desfile, trescientos individuos.

Se manejan personas de disímbola estatura como si fueran iguales. Se juntan gentes de muy distinta condición (políticos, intelectuales, curas, soldados y capitalistas) como si pertenecieran a la misma especie social. Se entremezclan decisiones políticas, libros, batallas, negocios y liturgias como nunca se había hecho. Se enumeran cerca de mil líderes y la acción estelar de cada uno de ellos; se insiste en la fuerza motriz de las seis minorías enumeradas; se apuntan algunas explicaciones y definiciones, pero en ninguna página del libro se pretende decir la última palabra, dar con la llave de la vida de México. Se trata de una contribución que tal vez sea novedosa, seguramente no definitiva. Se trata de un “arrancón” del que no soy el único responsable, para el que me dieron ánimos don Wigberto Jiménez Moreno y Enrique Krauze, en el que metió el lápiz remendador la señora Armida de la Vara González, y la máquina de escribir de la señora Aurora del Río de Valdivia.

La pléyade de la Reforma

se formó con ochenta individuos “que parecían gigantes”, pese a la corta alzada de casi todos. El más viejo y afamado nació en 1806. Siete más dieron su primer grito en vísperas del de Dolores. Treinta lo hicieron ente 1811 y 1815, durante la violenta rebelión de los curas contra el dominio español. Otros tantos, en el lustro 16-20, cuando proliferaban los asaltantes de caminos y los héroes de mogote. La docena menor comenzó en el ínterin no menos azaroso de la asonada de Iturbide, el primer imperio y la primera Constitución. Incluso los seis viejomundistas (Eugenio Landesio, Pelegrín Clavé, Lorenzo Hidalga, Anselmo de la Portilla, Niceto de Zamacois y José María Hernández) nacieron en época del ¡Jesús! para sus progenitores, en tiempos de las guerras napoleónicas, de las soliviantadas de signo liberal y del libertinaje en las costumbres.

De los 74 oriundos de la Nueva España o México, únicamente siete (Juan B. Ceballos, Juan Zuazúa, Juan Antonio de la Fuente, Ignacio Pesqueira, Francisco Gómez Palacio, Félix María Zuloaga y Antonio Martínez de Castro) provenían de la extensa zona situada al Norte de la línea tropical. Benito Juárez y José María Castillo Velasco eran de la. intendencia de Oaxaca; Ponciano Arriaga y Francisco González Bocanegra, de San Luis Potosí; Jesús González Ortega, Antonio Rosales y Trinidad García de la Cadena, de Zacatecas; Santos Degollado, Manuel Doblado, José María Diez de Sollano, Octaviano Muñoz Ledo, Ignacio Ramírez, Manuel Robles Pezuela y Ezequiel Montes, de la intendencia de Santa Fe de Guanajuato; Clemente de Jesús Munguía, Cenobio Paniagua, Ignacio Aguilar y Marocho, Melchor Ocampo, Pelagio Antonio de Labastida, Antonio del Castillo, Miguel F. Martínez y Longinos Banda, de Michoacán; Antonio de Haro, Ignacio Comonfort, Francisco Jiménez, Gabino Barreda, Luis Hidalgo, Juan N. Méndez, Alejandro Arango, Francisco Miranda, Juan Cordero y Miguel Negrete, de la intendencia de Puebla; Fernando Calderón, Ignacio Cumplido, José Eleuterio González, Leonardo Oliva, Mariano Otero, Juan José Baz y Agustín Rivera, de Jalisco. De la capital y sus aledaños eran José María Lacunza, José María Vértiz, Pascual Almazán, Manuel Payno, Luis G. Inclán, Manuel y Fernando Orozco y Berra, Ignacio Rodríguez Galván, Guillermo Prieto, Leonardo Márquez, León Guzmán, Juan N. Urquidi, José María Iglesias, José María Marroquí e Isidoro Olvera. Miguel Lerdo de Tejada nació en Veracruz y Sebastián, su hermano, en Jalapa, que también fue cuna de Rafael Lucio, José María Mata y Francisco de Garay. De las tierras bajas de Veracruz vinieron José María Esteva, Ignacio de la Llave, Manuel y Antonio Escandón y Manuel Gutiérrez Zamora; de la pizarra yucateca, Justo Sierra O’Reilly y Pedro Baranda, y del mosaico chiapaneco, Angel Albino Corzo. Como se ve, un 20% era de tierras bajas y de huracanes y un 70% provenía de la zona central, de la altiplanicie trepada a más de 1,500 metros de altura, en la región de los temblores.

En los años diez del siglo XIX, vivían en la Nueva España de seis a siete millones de personas, de las cuales menos de setecientas mil habitaban en ciudades y villas. Nueve individuos de cada diez eran vecinos de pueblos y rancherías con menos de dos mil habitantes. Con todo, únicamente la cuarta parte de los hombres decisivos de la Reforma tuvo origen rural. Más de la mitad nació en poblaciones con más de diez mil habitantes: doce en el mero México, seis en Guadalajara, otro tanto en Puebla y dieciocho en alguna de las ciudades siguientes: Guanajuato, Valladolid, San Luis, Jalapa, Oaxaca, Zacatecas, Veracruz y Durango. La élite de la Reforma fue urbana desde su nacimiento. Muy pocos campesinos de nacimiento lograron incorporarse a sus filas, y eso casi siempre después de haber sido alumnos de una escuela urbana.

Juárez y dos o tres más provenían de familias verdaderamente pobres. No menos de trece eran vástagos de una aristocracia poseedora de minas, latifundios y almacenes. Un 80% brotó en hogares de medio pelo, donde el paterfamilia gozaba del prestigio de ser oficial del ejército, abogado, burócrata, artesano de fuste, comerciante menor, médico, o pequeño propietario. Fuera de la figura máxima de la generación, ninguno era de la estirpe de bronce. Tampoco predominaron en esa espuma los mestizos. La mayoría de los ochenta notables de la Reforma pertenecían a la minoría blanca. Los más eran criollos, y algunos hijos de gente nacida en la Península. Los tiempos no eran aún propicios para darles alas a los humildes y a los descendientes de conquistados. Como quiera, ningún equipo generacional anterior había tenido gente de cuna humilde y tez oscura. La pléyade de la Reforma fue la primera que acogió a un notorio contingente de ceros sociales, llegados a la cumbre por las veredas del sacerdocio, la política, la cultura y la milicia.

Como muchos españoles volvieron en los veintes a su patria de origen por su voluntad o por fuerza, algunos de los señorones de la generación reformista se educaron en la patria madre; entre otros, el autor del himno de la patria nueva. Sin embargo, el grueso del grupo recibió crianza y educación elemental en villas y ciudades mexicanas. Aun los nacidos en pueblos o rancherías, acudieron a educarse con profesores citadinos; en plena infancia abandonaron las labores campestres y rara vez lo hicieron en compañía de sus padres. Así, aquella parte no urbana por nacimiento acabó siéndolo por educación. Ni siquiera a Juárez, que abandonó San Pablo en la adolescencia, le quedarán las costumbres y los gustos campesinos. A los rústicos, la cultura escolar los hizo urbanos hasta las cachas. Su experiencia y su conocimiento de la vida campestre, que era la de la gran mayoría de la nación, sería poco menos que nula Tampoco tenían por qué ser expertos en la existencia del peladaje citadino. No se trata de una espuma que haya sido asiento.

Ocho de cada diez hicieron estudios mayores. Aun los 17 generales del grupo superaron la ignorancia. Comonfort había suspendido la carrera de leyes al morir su padre; Degollado fue un exitoso autodidacta proclive al aprendizaje de idiomas; López, Robles y Zuloaga estudiaron ingeniería; Rosales, latines; Baranda, matemáticas, y Pesqueira no sé qué cosas en Madrid y París. De los artistas, únicamente Paniagua, que a los ocho años de edad ya tocaba con rara maestría, se hizo músico por sí mismo. Landesio, Cordero y Clavé aprendieron artes plásticas en ilustres academias y con maestros famosos de Roma. En suma, la gran mayoría frecuentó institutos y universidades de enseñanza superior. Más de veinte estuvieron inscritos en seminarios eclesiásticos con el fin de hacerse curas. Cinco acabaron en eso y los restantes en comecuras. Una mitad siguió la carrera de leyes en la Universidad Pontificia, en algún renombrado colegio capitalino, en los institutos de Oaxaca o Toluca, en San Nicolás de Morelia, en el Carolino de Puebla o en la Universidad tapatía. Más de la mitad, concentrados en México, ya eran amigos entre sí antes de cumplir los veinte años y ya empezaban a ser conocidos como

La juventud romántica

que, pese a sus diabluras, recibía títulos profesionales en rumbosas ceremonias. De los que llegarían a ilustres y eran de la misma camada, 32 recibieron la licenciatura de abogado, 11 la de médico, 5 la de ingeniero, 5 la de presbítero, 3 la de pintor, 3 la de militar y uno la de arquitecto. El 75% obtuvo la consagración profesional. Los de mayores recursos redondearon su título en Europa, como Barreda y Garay, y se volvieron temporalmente hombres de negocios, como Miguel Lerdo de Tejada, González Bocanegra, Comonfort, Urquidi, Pesqueira y los Escandón, aunque, fuera de los dos últimos, ninguno llegó a figurar como empresario agresivo, egoísta, ambicioso o ilimitadamente pesudo. La generación de la Reforma no llegaría a constituir la élite del dinero, aunque sí a formar las muy amplias de la cultura y la política.

La mayoría usó de sus mocedades para el ejercicio simultáneo de varias tareas de índole cultural. Casi ninguno se abstuvo de enseñar en las mismas escuelas donde había aprendido. Casi todos practicaron desaforadamente las tres oratorias: la judicial, la parlamentaría y la del 16 de Septiembre. Los más, fundaron periódicos de combate o escribieron en los ya conocidos. No se sabe de alguno que haya escapado a la tentación de hacer versos locuaces y grandilocuentes conforme al gusto oratorio, escandalosos para la poesía clásica por improvisados, subjetivos, pasionales, quejumbrosos y carentes de mitología grecolatina. Se trataba de un estilo nuevo, cuya agencia de propaganda fue un instituto fundado por Lacunza, profe anacoreta del colegio de San Juan de Letrán, y por Prieto, entonces tipo trotacalles. Un atardecer de junio de 1836 amaneció la Academia de Letrán con el firme propósito de “mexicanizar la literatura, emancipándola de toda otra”, esgrimiendo como insignia de combate la bandera romántica, de hechura no mexicana por cierto. Allí se acordó desprender la cultura nacional del oprobio de tres siglos coloniales. A los pocos reacios a la rebelión romántica y a la ruptura con el pasado español, se les motejó de muchas maneras. El mejor apodo no fue el de conservadores, ni el peor el de cangrejos.

Entre los de corbata roja, cinco se distinguieron como discípulos de Espronceda, Lamartine, Byron y el joven Hugo: Calderón con el “soldado de la libertad”; Prieto con sus primeras poesías patrióticas; José María Esteva con aquellos versos enaltecedores de su Medellín natal; el más atormentado, greñudo y autodidacta, Rodríguez Galván (al que nos arrebató el vómito prieto muy pronto), con la “profecía de Guatimoc”, considerada “la obra maestra del romanticismo mexicano”, muy recitada todavía en veladas culturales; y el más oscuro, González Bocanegra, con el poema para cantar de pie: el Himno Nacional, la voz de la poesía agresivamente patriótica.

Según González Peña, “mucho más inmediata que en la poesía —aunque por externo fugaz— fue la influencia del romanticismo en el teatro”. En 1827, antes de salir de Guadalajara, Calderón se dio a conocer como dramaturgo romántico, si bien sus dramas y comedias más conocidos (La vuelta del cruzado, Ana Bolena y A ninguna de las tres) son de la década de los cuarenta, un poco posteriores a los dos tremendísimos melodramas de Rodríguez, también histórico-románticos, pero éstos sí de asunto nacional: Muñoz y El privado del virrey. Tampoco la primera novela lacrimosa tardó mucho en aparecer. En 1832, Lafragua se ganó el derecho de figurar en las historias de la literatura por haber sido el primer habitante de México autor de una novela romántica. Dicen que las tres siguientes las perpetró Rodríguez Galván entre 1836 y 1837. El tercero fue Sierra, quien en La hija del judío mostró hasta dónde era injusto y sin pizca de corazón el tribunal del Santo Oficio. En El fistol del Diablo, Payno denunció los males del país contraídos en la época española. En La guerra de treinta años, Fernando Orozco aludió al descontento que le producía su mundo y, como sus coetáneos, dio en la manía de mezclar la novela con la política; o más claro, usó el género novelístico para difundir las ideas liberales y poner en ridículo a las conservadoras.

Cada vez más, la literatura se transformaba en una manera de actividad política y los literatos se volvían políticos militantes, amigos y compañeros de ruta de Juárez, Calderón, Arriaga, Cumplido, Ceballos, Aguilar, Almazán, Urquidi, De la Fuente, Olvera, De la Llave, Baz, Otero y otros, que en el periodo de 1832 a 1847 fueron una o más veces diputados; dos de ellos, gobernadores estatales y uno, así de joven, ministro del gabinete presidencial. Varios, aparte de Otero con su muy conocido libro sobre males y remedios del país, diseñaron con mucha fe e ímpetu tratados de felicidad pública. Si se quita a una media docena, inclinada a las soluciones propuestas por el vieja Alamán o por los liberales de corte ilustrado, todos trasuntaban un liberalismo a la moda: romántico, irracional y destructor. La única excepción a la regla no vivía en México; estudiaba en París y aprendía allá, de Augusto Comte, la fórmula del liberalismo positivista. El grueso de la pléyade política intelectual, que se había hecho una imagen exagerada del haber de México y cicatera del hombre y la cultura mexicanos, estaba seguro de que el único modo de conseguir la armonía era liberándose del fardo colonial, especialmente de sus sacerdotes, frailes y monjas.

Eran comecuras, que no irreligiosos. El romanticismo no se avenía con la irreligiosidad. Sólo Ramírez asustó a sus cofrades de la Academia con una declaración de ateísmo. Los otros se mantuvieron cristianos, aunque no estrictamente católicos. Muchos podían ser acusados de teístas. Los más, andaban tras una religión sin burocracia clerical, sin intolerancias, capaz de convivir con las libertades de trabajo, comercio, educación y letras; aspiraban a un catolicismo aprotestantado, sin aquella clericalla, como era la nuestra, negligente en la administración de los bienes del cielo por su demasiado apego a los bienes de la tierra. La gran mayoría del grupo acabó por aborrecer a “la multitud frailesca, ignorante, supersticiosa y corrompida”, y con razón quiso distraerla de la vida económica, social y política. Indudablemente su pluma de vomitar fue la gente de sotana. De ésta tuvo peor opinión que de la gente del sable al cinto, también mal vista.

Así andaban las cosas. Así cuando los baluartes de la tradición adujeron la prueba definitiva de su ineficacia. Los yanquis robatierras nos asaltaron. El ejército no supo ganarles una sola batalla. El clero no quiso ceder ni un adarme de sus riquezas para hacer frente al enemigo. La guerra se perdió, y con ella más de la mitad del territorio patrio. Eso en 1848, cuando los futuros prohombres de la generación se despedían de la juventud, que no del fuego de la agresividad, y entraban bien cargados de iracundia a una

Madurez combatiente,

a una lucha que hemos dado en decirle duelo de conservadores y liberales, a una “bola” que duró veinte años y que con toda justicia se puede llamar guerra de generaciones, pues generalmente pelearon por el bando conservador los cincuentones nacidos entre 1795 y 1809, y por el bando liberal los treintañeros oriundos del periodo 1810-1824. Los dirigentes conservadores que aún no llegaban a los cuarenta al principiar la trifulca, eran una nadería. De los líderes liberales, únicamente tres sobrepasaban la cifra de los cuarenta. Ambos bandos, aunque ninguno era buen entendedor del enigma de su patria, querían ponerle remedio al mal, tapar el pozo después del niño ahogado. Los viejos proponían la vuelta al origen, ser hijos pródigos. Los jóvenes insistían en la tesis de que entre los antecedentes históricos de México y su engrandecimiento futuro había un indomable antagonismo. Era necesaria la ruptura con el régimen colonial; con el mundo de los curas y las procesiones, de los militares y los desfiles, de los toreros y las corridas de toros. Según los moderados, el rompimiento con la tradición debía hacerse a paso que dure y no que madure, y según “los puros” a troche y moche.

Para empezar, la generación entrante a la edad adulta se escindía en puros y moderados, también conocidos con los nombres de rojos y rosas. En un primer momento llevó las de ganar el grupo reformista de tinte rosa. Durante el presidenciado de Herrera, asumieron funciones ministeriales tres reformadores: Otero, en Relaciones Interiores y Exteriores, y Lacunza y Ocampo, en Hacienda. Ocampo, en la gubernatura de Michoacán, había emprendido la reforma con energía “sosteniendo la libertad religiosa, atacando las obvenciones parroquiales y preparando atrevidos sistemas de nacionalización de la propiedad estancada”. También gobernaron, con prisa de impaciente, Urquidi en Chihuahua y Baz en el Distrito Federal. Otros reformistas fueron entonces representantes en la asamblea legislativa. Con Herrera le dieron vuelo a la hilacha y con Arista casi igual, en cuyo presidenciado, el apenas ruboroso Robles fue ministro de Guerra, los rosas Payno y Prieto, de Hacienda, y el rojo Arriaga, de Justicia y Negocios Eclesiásticos. Todavía más: el presidente de la Corte Suprema de Justicia de la nación, un juez íntegro, un jurisperito cabal, un temperamento bilioso, un liberal moderado, apenas cuarentón, sucede en la presidencia de la República al caído Arista. Ceballos, el primero de la pléyade reformadora en llegar a la primera magistratura, estuvo a punto de poner en marcha, sin alocada velocidad y con el menor ruido posible, los nuevos ideales. Ni el corto tiempo de su interinato ni la agitación en el país le fueron propicios. La reacción conservadora cayó como rayo.

Los adultos jóvenes eran ya casi dueños de la situación política cuando los adultos viejos los echaron a patadas de la vida pública en 1853. “La gente de orden, conciencia y seriedad”, amante de “sostener el culto religioso con esplendor”, de dormir a la sombra de un gobierno fuerte y centralizado y de mandar sin previo permiso del pueblo, tomó el poder, puso en la presidencia al general más farsante, al loco Santa Anna; acogió en su seno a uno que otro joven que no se había dejado seducir por la moda romántico-liberal, destituyó a los melenudos de corbata roja, les impidió por medio de la Ley Lares que chistaran, y mandó a un buen número de ellos a la prisión o a fregar a otras partes. Baz se fue a Europa, y otros (Juárez, Arriaga, Mata y Ocampo) a Estados Unidos. Pero aquello duró un sueño. Alamán murió y de los demás conservadores cultos se deshizo Santa Anna para favorecer a sus broncos compañeros de armas. En total, las dos inteligencias, la conservadora y la destructora, quedaron eliminadas del poder.

En 1854 el cacique de los “breñales del sur” inicia la rebelión de Ayuda. En seguida los destituidos por el dictador se apoderan de ella y la contagian al resto del país. Algunos que nunca habían disparado ni una resortera asumen jefaturas militares. Aparte de Comonfort, se levantan en armas el sacristán Degollado, el médico Mata, el periodista González Ortega, el abogado Doblado. Santa Arma huye y los miembros de la generación romántica y liberal ocupan la dirección política del país e inician a toda mecha la reforma de las instituciones. “Resuelta y definivamente —dice Justo Sierra— otro periodo histórico, otra generación” entra en escena. Comonfort asume el ministerio de las armas y luego la presidencia; Ocampo, el ministerio de Relaciones; Juárez, el de Justicia, y Prieto, el de Hacienda. El nuevo régimen, como principio suprime los fueros eclesiásticos en materia civil y excluye del voto electoral a los clérigos. Miguel Lerdo de Tejada, sucesor de Prieto en Hacienda, expide la ley de desamortización de bienes de corporaciones, que les da en el puro ombligo a las corporaciones eclesiásticas. Mientras aparecía una nueva Constitución, Lafragua y Payno redactan un Estatuto que prohibe al clero votar y ser votado.

Arriaga, Mata, Ocampo, Guzmán, Ramírez, Prieto, Degollado, Olvera, Ogazón, Baranda, Trías, Martínez de Castro, De la Fuente, Lafragua, Sierra O’Reilly, Castillo Velasco, Gómez del Palacio, Montes, Castañeda y Ruiz, son los principales autores de la Constitución de 1857. Aparentemente la nueva ley apenas modifica la de 1824. De hecho, amplía mucho el capítulo de las libertades y sus garantías; prohibe monopolios y estancos; rompe la intolerancia religiosa, e instituye y hace inviolable el derecho de pedir. Esto es, una veintena de ilustres fanáticos de la hornada nacida entre 1810 y 1824, se propone dar con la Constitución de 1857 una cachetada a las instituciones tradicionales, y especialmente al clero, que queda políticamente excomulgado y que, como era de esperarse, no pone la otra mejilla, y prende, junto con la mayor parte del ejército, la hornaza de la guerra civil durante la cual la generación de la Reforma vuelve a escindirse. Los reformistas color de rosa, los partidarios de hacer tragar la pócima del cambio a cuentagotas, encabezados por Comonfort, se alian temporal o definitivamente con las élites de la sotana y el sable.

De la cúspide de la generación, cosa de doce se abrazan al partido matusalénico y casi cinco docenas luchan por imponer la reforma con al espada o con la pluma. Ambos despliegan una energía sin precedentes; ambos se tiran a matar y a morir; ambos imponen la abominable costumbre de fusilar a los jefes prisioneros. Según Sierra, la inaugura el liberal Zuazúa en Zacatecas, y la prosigue el conservador Márquez en Tacubaya. Y en medio de la lucha a muerte, unos y otros se confiesan ante el público desde sus respectivas capitales: México y Veracruz. Los liberales, además, disparan leyes contra el clero: nacionalizan la riqueza eclesiástica, suprimen las comunidades religiosas masculinas, dan al matrimonio el carácter de contrato laico, fundan el registro civil, secularizan los cementerios, borran del calendario las festividades religiosas y establecen la libertad de cultos. Y a las leyes les siguen las muelles. En 1860 da principio la

Madurez triunfante

de los partidarios de la libertad y la novedad, tras las denotas sufridas por la vieja hornada en los llanos del Bajío. Los conservadores se esfuman. El equipo rojo asume la dirección política del país con la dureza de los creyentes y los convencidos. González Ortega destruye las bandas conservadoras aún insumisas, como quien mata pulgas. Ocampo dispone la deportación de los obispos. No pocos conventos se vienen “ruidosamente abajo al golpe rabioso de la piqueta”. Numerosas imágenes de santos sufren decapitación. Muchas iglesias son “despojadas de sus sagradas joyas con irreverencia brutal”. Con respecto a los bienes nacionalizados del clero, se coincide en que “hay necesidad de venderlos de cualquier modo”. Varias bibliotecas conventuales van a parar a coheterías y a tiendas de comistrajo, o simplemente a la calle. Los vencidos conservadores reaparecen en la escena. El tuerto Cajigas se hace de Ocampo y lo deshace sin mediar proceso alguno. Márquez fusila a Degollado. Según Justo Sierra “el partido reformista herido en el corazón, contesta a la muerte con la muerte, y el Congreso aprueba tremendas leyes de proscripción y de sangre”.

Como si todo eso fuera poco, la iracunda élite política se puso a pelear entre sí con motivo de las elecciones presidenciales. Un grupo quería que siguiera Juárez el impasible, el único capaz de no ser derrumbado por ningún aire; otro apetecía al gran organizador y hacendista Miguel Lerdo de Tejada, y el tercero, a González Ortega, el apóstol furibundo y cordial. Aunque Lerdo murió, y no de muerte sospechosa; aunque González Ortega obtuvo escasos votos en los colegios electorales de segundo grado, y aunque Juárez, tan respetado, se quedó con la batuta, la élite liberal siguió dividida en un momento francamente inoportuno, cuando las grandes potencias andaban alistándose para pescar en río revuelto, a la hora en que los viejos conservadores huidos o desterrados estaban mendigando apoyo a las testas coronadas de Europa, y una mitad de los Estados Unidos luchaba contra la otra y no podía ayudar a los liberales de México. Y, naturalmente, vino el manotazo que era de esperarse: la presencia belicosa de un ejército francés.

La intervención francesa dispersó a los hombres del equipo generacional, incluso a los de las élites armadas y religiosa y de signo conservador. Un puñado, con Juárez de jefe, se refugia en el desierto de Chihuahua. Otro, también liberal, le acepta chambas al emperador traído por los conservadores. Estos, o se autodestierran, como el obispo Munguía y el general Zuloaga, o son enviados por los invasores a resolver algún asuntito pendiente con el Viejo Mundo. Por ejemplo, al militarote de Márquez se le da la comisión de fundar un convento franciscano en Jerusalén; el músico Paniagua es recluido en Veracruz; Barreda se retira a ejercer la medicina en Guanajuato, y Mata a poner en orden su hacienda. Baz y Baranda huyen a Estados Unidos; Guzmán se vuelve ojo de hormiga; De la Llave y Comonfort caen en chirona. Aquél se fuga, y éste es pasado por las armas. Otros, incluso algunos de la pluma, combaten sin cesar a los franchutes, aunque no los vencen. Esa gloria corresponderá a la siguiente camada.

Una generación más joven repuso a los reformistas en el poder en 1867, cuando ya sus “notables” se habían reducido a la mitad: 20 habían muerto; diez andaban fuera, y ya no se ocupaban de cosas mexicanas, y otros se habían desinflado por sus veleidades monarquistas. De los 40 restantes, una veintena vuelve a tomar su sitio en la cumbre de la política y la otra se acoge al refugio de las letras, las ciencias y las artes. Los políticos se repartieron los puestos mayores de la administración pública, y con mucho menos intransigencia que en 1861, aunque siempre con el auxilio de su oratoria florida, encrespada e implacable en el epíteto, continuaron la demolición de las cosas y las acciones y las instituciones del antiguo régimen. El más viejo del grupo, el benemérito Juárez, sirvió a la causa liberal del país desde el puesto de presidente de la República. Sebastián Lerdo de Tejada, su sucesor en la presidencia desde 1872, tuvo a su cargo en el último cuatrienio juarista las ajetreadas secretarías de Relaciones y Gobernación y el arduo y prometedor puesto de presidente de la Suprema Corte de Justicia. Como presidente de la República se impuso la doble tarea de aniquilar a las fuerzas infra y supranacionales, a los regionalismos y los humanismos, a los caciques y al clero. En 1873 dejó sin vida a Lozada, incorporó a la Constitución de 1857 las Leyes de Reforma, y expulsó a las Hermanas de San Vicente de Paúl. José María Iglesias, el aspirante a sucesor de Lerdo, recompuso las secretarías de Justicia y Hacienda, así como la Suprema Corte. Antonio Martínez de Castro, con la ayuda de Barreda, reformó la enseñanza; hizo a la educación pública irreligiosa, gratuita, liberalizante y cientificista. Como la gran mayoría vivía apilada en la capital, pocos fueron gobernadores. En cambio, un buen número ocupó magistraturas en la Corte Suprema y curules en el Congreso de la Unión. En otros términos, una mitad de la generación fue, desde la capital y distante del pueblo, dueña del destino político de México desde la vuelta de Juárez en 1867 hasta la caída de Lerdo en 1876.

La otra mitad hizo importantes aportaciones de índole cultural. En ciencias naturales sobresalen los descubrimientos sobre el tumor hepático, de Jiménez; los estudios sobre la clínica, de González, y sobre la botánica, de Oliva. El Cuadro de la minería mexicana y el hallazgo de las especies minerales guanajuatita, livingstonita, guadalcazarita y medinita, se deben a las investigaciones de Castillo. En ciencias humanas, aparte de los códigos civil y de procedimientos civiles para el D.F., de Lafragua, y del penal, de Hidalgo, son dignos de recordarse la Geografía de las lenguas y casta etnográfica de México, de Manuel Orozco y Berra; las Lecciones de economía política, de Prieto; la enciclopedia mexicana, de Pérez Hernández; la Gramática hebrea, de Arango; y las Revistas históricas sobre la intervención francesa, de Iglesias. En arte, además de cátedras y cuadros, Landesio produce su libro sobre pintura; Cumplido prosigue la publicación de obras con exquisito gusto tipográfico; Hidalga remodela el Palacio Nacional, y Cordero pinta el primer mural laico en la historia de México, el mural filosófico de la Escuela Nacional Preparatoria, llamado El triunfo de la ciencia.

Pero no son las científicas ni la artísticas las actividades más frecuentadas por el racimo cultural en su periodo de mando. El mayor empeño se encamina a la perpetración de poesías y de prosas novelescas: Almazán, famoso e indigesto por sus exageraciones románticas, produce una novela histórica y un libro de rimas; Arango, que desde 1867 queda libre de la tentación del poder, además de traducciones poéticas, hace versos originales de corte clásico; Gómez Palacio traduce la Jerusalem libertada y el Orlando furioso; González Bocanegra, el Himno Nacional, y además lanza su autobiografía poética con el nombre de Vida del corazón. Menos subjetivos y más patrióticos, Esteva y Prieto se convierten en ídolos de la clase media gracias a sus trovas costumbristas. Inclán, con versos de tono popular y con Astucia, la novela auténticamente ranchera, consigue otra gloria: el amor de la gente sencilla. Los demás continúan dando batallas periodísticas y profiriendo arengas. En pleito con los fantasmas conservadores, los coge

La jubilación

que les impuso el ídolo de la siguiente hornada a partir de 1876. Con la victoria de Díaz, queda fuera el grueso de la élite política, y muy deteriorada la élite culta de la generación de la Reforma. El presidente Lerdo, que tanto gusto le había tomado al poder, supo irse con dignidad aristocrática a Lennox House. Iglesias, que apenas iba a saborear los placeres del mando supremo, también se fue a Estados Unidos, pero hasta después de sufrir varios descontones. Únicamente algunos militares de la generación siguen en el candelera. Méndez prueba la presidencia por unos días; enseguida, la gubernatura de Puebla, y desde 1885, preside la Suprema Corte Militar. Baranda, después de ser senador por Morelos y por Campeche, es designado Comandante Militar. Negrete y García de la Cadena tienen sus horas de amor con el nuevo régimen. Tampoco falta el político que, reconciliado con la generación triunfante, vuelve a la acción política: así Montes, ministro de Justicia en el cuatrienio de Manuel González; así Payno, que obtuvo la modesta chamba de agente de colonización en París; así el Nigromante, magistrado de la Suprema Corte.

Por otra parte, a ninguno de la élite reformista se le impide la actividad extrapolítica. El general Zuloaga “se entrega a la atención de un negocio de tabacos”, y el abogado Urquidi al cuidado de su latifundio. Gómez Palacio funda una empresa de tranvías. Y los demás también hubieran podido ser negociantes, pero no tenían panza de millonarios y no pudieron constituir una élite económica ni aun en la vejez activa. En cambio, la élite cultural…

La vena pedagógica de Banda se manifiesta en la agerasia con la producción de obras y opúsculos de historia, economía, cosmografía, geografía y estadística. El cura Rivera escribe sobre la filosofía de la Nueva España y sus Principios críticos del virreinato. El abogado Marroqui se vuelve un fecundo gramático y el médico González un erudito historiador. El novelista Zamacois resume en 20 tomos la Historia de México. El tipógrafo Cumplido escribe unas Impresiones de viaje y el abogado Almazán, ya de vuelta de la literatura, elabora un mapa de la diócesis de Puebla. El músico Paniagua sigue haciendo óperas, misas, oratorios, oberturas. El pintor Cordero decora la cúpula de Santa Teresa y retrata a don Gabino, el positivista. El ingeniero Garay continúa en su cuerda de escribir una obra sobre El Valle de México, así como Manuel Orozco y Berra en la suya, de hacer su magna Historia antigua y de la conquista de México, y Prieto, de rimar en Musa callejera el mundo abigarrado de la clase humilde de la capital y, en el Romancero nacional, las grandes epopeyas y los personajes sobresalientes de la vida mexicana a partir de la revolución de Independencia.

Únicamente trece de los ochenta líderes de la generación reformista logran trasponer la raya de los 75 años de edad y sólo cinco o seis siguen siendo noticia después de 1892. Payno fue en la senectud cónsul general en España y también senador, pero con lo que sostuvo su renombre fue con otra novela por entregas (Los bandidos de Río Frío), publicada de 1888 a 1891. Esteva logra acrecentar su prestigio al filo de sus 76 años con sus jocosos Tipos veracruzanos y su primera novela: La campana de la misión. También Marroqui se vuelve noticia de primera plana en la vejez por la obra en tres volúmenes consagrada a La Ciudad de México. En el caso del cura Rivera, son sus pleitos con la autoridad eclesiástica y los Anales mexicanos los que le permitieron seguir sonando hasta 1908. El más longevo de la generación demostró ampliamente que no todos los que a fierro matan a fierro mueren, y que las peores barbaridades se olvidan y perdonan a poco andar. Márquez, el tigre de Tacubaya, volvió de su destierro cubano en 1895; en 1904 pudo conmover a la opinión pública con la publicación de sus Manifiestos, y en 1910 retomó, con 90 años encima, el camino de La Habana en donde acabó tranquilamente en los tiempos en que imperaba en su patria alguien muy semejante a él, aunque de otra especie zoológica. El tigre Márquez hizo mutis allá cuando gobernaba acá el chacal Victoriano Huerta.

Sólo la pléyade insurgente es comparable en fama póstuma a la generación romántico-liberal. Ni aun las pequeñas y vencidas élites religiosa y militar, mayoritariamente conservadoras, han dejado de ser reconocidas por las generaciones siguientes. A Márquez y a Miranda se les ha puesto en las listas negras, pero no se les ha olvidado. Munguía goza aún de prestigio académico y no sólo en el círculo clerical, donde también Labastida y Díaz ocupan sitiales honrosos. Quizá las famas de José Eleuterio González, Rosales, Baranda, García de la Cadena, Corzo y De la Llave han quedado circunscritas a sus respectivos terruños. Los más del grupo liberal han pasado a la posteridad como glorias nacionales, están en efigie en el Paseo de la Reforma de la capital de la República y en muchos sitios públicos, han dado su nombre a calles y plazas, y algunos han trascendido las fronteras de México; ninguno, por supuesto, como Juárez. Toda población de México tiene calles con el nombre del Benemérito. Muchas poblaciones, populosas o minúsculas, antiguas o modernas, se llaman Juárez. En la capital mexicana, miles de esquinas exhiben el nombre de Juárez. El culto al epónimo de la generación, sólo es comparable en volumen e intensidad al que se rinde a Hidalgo y Morelos.

Los astros de la Reforma no únicamente han sido apasionantes; en vida fueron apasionados, es decir, más emotivos, más diligentes y más rencorosos que el común de la especie humana. La sobreemotividad empujó a la mayoría a abrazársele a la musa del romanticismo; la compulsividad los condujo a un liberalismo impetuoso, y la poca capacidad de olvido los hizo usar inmoderadamente la piqueta y el fusil contra las obras y los operarios de la tradición mexicana. Los grandes de la Reforma desempeñaron con encono y pasión dos funciones: la de demoledores y la de libertadores. Hubieran querido no dejar piedra sobre piedra. Fue un elenco furibundo y, por lo mismo, propulsor de las tres metas asignadas para México en la época nacionalista, liberal y romántica: las metas de la libertad, el orden y el progreso. El elenco de la Reforma le abrió cancha a golpes y porrazos a la despampanante figura de la libertad.

La generación tuxtepecadora

Al tomar Porfirio Díaz jefatura del país, en 1876, hace a un lado a los hombres de la Reforma y pone en su lugar a la gente coetánea suya, a los de su misma camada, a los lanzadores del célebre Plan de Tuxtepec. Por haberse hecho de las riendas de la República los abanderados del Plan de Tuxtepec, Cosío Villegas les puso a Díaz y a sus compañeros el apodo de “tuxte-pecadores”. Aquí vamos a usar el término generación tuxtepecadora para designar al conjunto de próceres mexicanos, al centenar de notables con que se cobijó la presidencia imperial de Porfirio Díaz, a los cien astros nacidos en la zona temporal 1825-1840, en el periodo que corre del presidente Guadalupe Victoria, pasando por el presidente Antonio López de Santa Anna, hasta el presidente Anastasio Bustamante. La centuria del centurión Díaz nació en un clima borrascoso, que no fecundante como el clima originario de la pléyade de la Reforma; en un clima estérilmente borrascoso.

De los miembros de la generación tuxtepecadora o porfiriana, uno nació en Cuba y tres en Europa. Los 96 restantes nacieron en México. Quince en las más áridas zonas del país, en las vacías inmensidades norteñas. El número de nórdicos es excesivo si se compara con la media docena que militó en la camada de la Reforma; no es demasiado si se mira a la población nórdica, que conformaba el 11% de la gente del país hacia 1830. En cambio, la cifra de capitalinos sí se excedió. La capital, con sólo el 3% de la población de la República, produjo el 26% de las personalidades porfíricas; Guanajuato, con siete; Oaxaca, con seis; Yucatán, con cuatro; Zacatecas, con cinco; Tlaxcala, con una, y Tabasco con otra. Estuvieron infrarrepresentados México, Michoacán y Puebla. Porfirio Díaz, el más notable de los cien, vino al mundo en una casucha pobre de la ciudad de Oaxaca. Aunque hubo más de origen rústico que en la generación anterior, sólo un tercio nació en el campo, donde seguían viviendo las nueve décimas partes de la población mexicana.

Aumenta también un poco, con respecto a la camada precedente, el porcentaje de los que lloraron en cuna pobre. Así lo hizo el jefe del grupo. Los indios mixtecos, padres de Díaz, eran dinámicos y pobres. Con todo, forman gran mayoría los hijos de la clase media. Aparte de Porfirio, que nunca ocultó su bigote de ixtle, otros tres indios de la misma pléyade representaron la mitad india de la población y no menos de treinta al tercio mestizo. Como quiera, la mayoría porfírica provino de la minoría criolla. Aún no pudieron los del linaje cruzado conseguir la magnitud alcanzada poco después. La escuela anterior a la Reforma aún ponía peros al meztizaje e iba contra cualquier cultura que no fuese la occidental. Incluso los indios de sangre, para poder sobresalir, se volvían blancos de espíritu. Los papás de Díaz iniciaron el blanqueamiento espiritual de su hijo.

Ciertamente, la camada porfírica no fue tan culta como la de Juárez. Tres ilustres porfirianos no conocieron ni la “o” por lo redondo. Once más no terminaron la educación primaria. Cosa de veinticinco hicieron estudios medios en alguno de los seminarios eclesiásticos, pero una docena no fue más allá del latín. Sirva de ejemplo el epónimo de la generación: Porfirio Díaz, huérfano desde los tres años de edad, aprendió, gracias a las diligencias de su madre, muchos oficios y pocas letras. Desde la más tierna infancia pudo leer, escribir, contar y rezar, pero sobre todo hacer cosas manuales. Llegó a la adolescencia armado de los oficios de carpintero, zapatero y armero. Porfirio fue una criatura que hizo honor a su nombre. La palabra porfirio alude a una piedra ígnea pariente del granito. El máximo dictador de México tuvo la niñez pétrea y taciturna que era común entre los indios y los mestizos pobres ansiosos de sobresalir. Ellos no podían obtener nada por herencia. Si querían algo superior a su condición de pobres, humildes, obedientes e ignorantes, debían ganárselo a pulso, a fuera de oficios minúsculos y de saberes eclesiásticos. Porfirio Díaz, al cumplir los trece años, ingresó al seminario de Oaxaca. No por eso abandonó las artesanías. Simultáneamente estudiaba latines y componía mesas, bancas, zapatos y escopetas. Entonces, como otros muchos de aquel equipo tuxtepecador, Díaz fue un terco aprendiz de todo, que corría el riesgo de ser oficial de nada. De ser mal estudiante en el seminario pasó a ser, a causa de la invasión norteamericana en 1847, un valiente y patriota soldado, un niño héroe que sobrevivió a las balas del invasor. En sus Memorias Díaz escribe: “Me incliné por la carrera eclesiástica… en tanto no divisé horizontes más amplios”. Desde que tomó las armas, no volvió a acordarse de libros. Cosas parecidas pueden decirse de Luis Terrazas, Ignacio Zaragoza, Alatorre y Félix Díaz. De hecho, sólo una mitad hizo estudios superiores y únicamente 40 recibieron título profesional. Es digna de nota la disminución de abogados. Esta generación tuvo 21 contra 32 de la precedente. Aumenta un poco el número, a seis en cada caso, de médicos, ingenieros y sacerdotes. Sube muchísimo la cifra de militares que en guarismos absolutos se duplica y en relativos se triplica. Baja la proporción de artistas, que se reduce a un par de músicos y crece la de negociantes hasta ser el 8% en lugar del 3%. Nadie le puede negar a la hornada porfírica su tufo militar, su penetrante aroma a polvo, sudor y sangre. Desde los

Años mozos

un tercio de aquella gente se distinguiría por sus arrestos militares. Después de todo, pasó la niñez de 1832 a 1847 jugando a los soldadnos y viendo cómo los soldadotes pro Santa Anna y contra Santa Anna partían el pan en medio de la chamusca. Después de todo, crecieron entre cuartelazos y bochinches. Además, les tocó hacer frente a dos invasiones extranjeras. Algunos se inician en el oficio de las armas al oponerse a la invasión norteamericana. Por lo menos quince de los que llegaron a ser generales de fuste empezaron a pelear en el funesto 47. Otros diez aprendieron la bravura y las mañas bélicas peleando contra los apaches y comanches que les dio por venir a México desde que los empezaron a moler los gringos. Para no hacer el cuento largo, al estallar la Revolución de Ayuda en 1854, 25 guerreros de la generación se arrojarán a la lucha lanza en ristre: veinte contra Santa Anna; cinco, entre ellos algunos niños héroes de Chapultepec, en favor de Santa Anna. Porfirio Díaz fue de la oposición. Como muchos de su camada, desde muy temprano hizo buenas migas con Benito Juárez. Díaz escribió en sus Memorias: “Me entusiasmé por los principios liberales cuando supe de ellos”. Su entusiasmo llegó al punto de hacerlo realizar algunas acrobacias.

En 1855, Díaz pasó a ocupar el cargo de jefe político en Ixtlán, donde organizó la milicia que lo haría famoso como militar en los años siguientes. Desde entonces el jefe Díaz se hizo acreedor a los adjetivos de infatigable, dueño de sí mismo, hábil en el uso del palo y el pan, autosuficiente, frío, diplomático, trotamundos y previsor. Durante las guerras de Reforma, en combates ganados a los conservadores supo ganarse la jefatura política de Tehuantepec, las estrellas de coronel y una diputación en el Congreso Federal. A las andanzas por caminos deplorables de Porfirio y sus compañeros, se atribuye el interés de la élite porfírica por las modernas vías de comunicación y transporte. Al papel deslucido de Díaz en el Congreso de la Unión y a la costumbre de él y sus amigos de tener el mando absoluto, se achaca el desprecio del grupo tuxtepecador por los procedimientos legislativos. La minoría dirigente que habrá de suceder a los hombres de la Reforma fue de ideas liberales pero no de praxis liberal.

La decisiva “Guerra de tres años” estuvo en sus momentos estelares desempeñada por jefes jóvenes, que no por el puñado de militares reformistas ni por la momiza conservadora. La juventud que movió la trifulca no debe confundirse con la gente que la promovió. Aunque los jóvenes se alistaron en uno de los partidos existentes, fueron muchísimos los seguidores del estandarte liberal y muy pocos los amigos del ala conservadora. Sin embargo, esos jóvenes no tenían agudas convicciones ideológicas como la gente a la cual servían. De ahí que encontremos a Rocha y a Manuel González peleando algunas veces en favor de los mochos o conservadores y algunas en contra. De ahí que el “Joven Macabeo”, Miguel Miramón, llegara a general para poder convertir a la señorita Lombardo en la señora Miramón, que no por ser un conservador fanático. A los 27 que pelearon a favor de la Reforma; a los 4 que pelearon por el regreso al mundo colonial, y a los luchadores por ambos ideales les gustaba sobre todo pelear y en segundo término pelear por esto o aquello. La parte armada de la promoción porfirista, con pocas excepciones, tuvo verdadera vocación bélica en su juventud, y no es de extrañar que de 1858 a 1861 hayan ascendido tantos a generales, siendo tan jóvenes. Sus águilas se las ganaron a pulso, a fuerza de combatir con ganas, a fuerza de despacharle enemigos a San Pedro. Tres o cuatro murieron en aras del ideal de la muerte. Así le pasó a Osollo, el bravísimo general conservador. Así le pasó a Valle, el bravísimo general liberal. Este fue aprehendido en una emboscada y se dio orden de fusilarlo, y entre ambos sucesos apenas tuvo tiempo para escribir la carta donde se lee: “voy a morir porque esta es la suerte de la guerra, y no se hace conmigo más de lo que yo hubiera hecho en igual caso… nada de odios”. Desde joven, el grupo que se arremolinará en torno a Porfirio Díaz se ganó el apodo de generación del machete.

Lo que no sabe uno es cómo algunos, en medio de aquel festín de balas, machetes y espadines, pudieron dedicarse a los blandos recreos de la creación literaria. La generación del machete tuvo una élite intelectual tan nutrida como la bélica, aunque no menos belicosa. Está claro que la literatura escrita por aquellos jóvenes en el sesquidecenio 1848-1863 rara vez se limitó a arrancarle lágrimas al vecino con el cuento de los dolores propios, como lo hacían los románticos de verdad: las Poesías eróticas, publicadas por Luis G. Ortiz en 1856, las Páginas del corazón de Juan Díaz Covarrubias, impresas en 1857, y las Poesías líricas expedidas por José María Roa en 1859, fueron meras excepciones. Las obras dramáticas (Los misterios del corazón, de Pantaleón Tovar; los Dolores, de José María Vigil, y los Deberes y sacrificios, de José T. Cuéllar) ya dejan entrever un espíritu marcial. Y las novelas lo dejan ver sin tapujos. Florencio Castillo peleó por la baja clase media en seis relatos novelescos. En Ironías de la vida, Tovar describió agresivamente las cosas terribles de los hogares misérrimos. Nicolás Pizarro, “uno de los más fervientes defensores de la Reforma”, desenfundó la pluma en El monedero en defensa del indio, y en La coqueta en pro de la Constitución del 57. Otros agredieron al clero a plumazos novelísticos que pagó el padre Cresencio Carrillo con la misma moneda.

Muchos, además de autores líricos, dramáticos, épicos, fueron oradores y periodistas, y en la oratoria y el periodismo se manifestó plenamente su aptitud para el combate, su propensión belicosa. Francisco Zarco, además de hombre de talento y patriota, fue orador y periodista temible en el más acreditado periódico de entonces, El Siglo XIX. Otro tanto puede decirse de Arias, colaborador de La Orquesta y de La Sombra. Otros periodistas de garra durante las luchas reformistas y contra la intervención fueron el conservador Roa Bárcena y los liberales Vigil, Mateos, Cuéllar, Paz, Del Castillo y Zamacona. A éste sólo bastaba verlo para emprender la carrera. “Flaco, flaco, flaquísimo… capaz de seguir de largo sin saludar siquiera a sus más cercanos amigos… tenía una enorme nariz, encorvada y filosa; cuando alguna vez sonreía, lo hacía convulsivamente, como si fuera a devorar a su interlocutor”, según palabras de don Daniel Cosío Villegas. En fin, los hombres que se arremolinarán alrededor de Díaz pelearon en el teatro mexicano de la guerra, ora a balazos, ora a plumazos, o bien a ladridos oratorios en el periodo entre ambas invasiones. Pese a su corta edad, varios fueron pleitistas distinguidos (Zarco, Vallarta, Mariscal, Arias, Romero Rubio) en el Congreso Constituyente de 1856, Miramón fue presidente de la República, a los 28 años de edad; Zamacona, secretario de Relaciones Exteriores a los 35; Balcárcel, secretario de Fomento a los 32; y Terrazas, gobernador de Chihuahua a los 28. De una u otra manera, la gran mayoría intervino desde joven como combatiente en los negocios públicos, más por neurosis que por convicción ideológica. Se trata de una juventud andante, sanguínea, sin tiempo para pensar, sin horas de reposo, que entra a pleno galope a la

Primera edad adulta

o madurez incipiente durante la intervención francesa y el segundo Imperio. Treinta y uno de los 35 del sector militar se baten como leones contra los franceses. Aun los de filiación conservadora se alzan contra los invasores. Miramón, el brazo fuerte de los simpatizantes del protectorado francés, después de mucho cavilar se inclina por el partido antinacionalista. Lozada también se deja querer por el Imperio. Corona en el occidente, Escobedo en el norte, Díaz en el oriente, y Rocha dondequiera, no dejan un solo día de moler al emperador barbas de oro y a quienes lo apoyan. Ignacio Mejía y Epitacio Huerta, prisioneros de los franceses, se fugan de las cárceles de Francia para volver a pelear por la segunda independencia de su país. Jerónimo Treviño se hace famoso por su participación en 35 acciones importantes. Donato Guerra, al comienzo capitán de caballería a las órdenes de Corona, acaba por ser uno de los jefes más renombrados del ejército oriental. Arteaga hace maravillas en los breñales del sur hasta que, en 1865, lo convierte Méndez en mártir de Uruapan. También Ángel Trías, por desafección a la reelección de Juárez, depone las armas en 1865. Alatorre, presente en todo campo de batalla, se gana a pulso el membrete de segunda figura del ejército antiimperialista. Manuel González, prófugo del conservadurismo, llega a jefe del Estado Mayor de Porfirio Díaz. Vélez, retirado a la vida privada desde 1861, reaparece feroz en 1866. Felipe Berriozábal dirige la defensa de los intereses nacionales desde la alta investidura de Secretario de Guerra. ¿Quién no sabe que Zaragoza es el héroe del cinco de mayo? Galván pierde una pierna en la lucha. Naranjo, Pacheco, Corella y González de Cossío conocen la humillación de la cárcel y el gozo de la fuga; y ¿quién ignora que Vicente Riva Palacio recibe la espada del emperador vencido en Querétaro? En suma, la guerra contra los franceses produjo dos docenas de generales con aureola de héroes y cuatro con corona de mártires. Arteaga, Castillo, Zepeda y Miramón no salieron con vida de la refriega. Los demás volvieron de ella con un pegue como no lo había tenido ninguna de las grandes figuras liberales de la generación juarista. Los vencedores de Francia se transformaron en una élite militar muy influyente.

En cambio, el sector de los cultos se opacó en el periodo 1862-1867, pese a sus manifestaciones patrióticas. La segunda promoción romántica no se dejó atraer por Maximiliano: el canónigo Alarcón desconoció al Imperio; los abogados Mariscal y Romero fueron embajadores de Juárez en Washington. Vigil y Zarco, desde Estados Unidos, escribieron artículo tras artículo contra el Imperio y los imperialistas; Blas Balcárcel se unió al grupo del Paso del Norte; Ignacio L. Vallarta fue gobernador sin gobierno en Jalisco; Francisco Díaz Covarrubias se perdió en Tamaulipas; Justo Benítez huyó a Estados Unidos; Antonio Plaza fue gravemente herido mientras peleaba contra los franceses; el poeta Ortiz emigró a Europa; Ignacio Manuel Altamirano anduvo a salto de mata; De la Peña se dio a estudiar a fondo el griego y el latín; Melesio Morales compuso un par de óperas; Ruiz le sirvió de secretario particular a Riva Palacio y de auditor de guerra a Régules; Baranda estuvo preso en Sisal, y el poeta Flores en no sé qué sitio; Carrillo fundó el El Repertorio Pintoresco, allá en Mérida; Castera estuvo en el sitio de Querétaro, pero según las malas lenguas, dedicado a buscar tesoros ocultos mientras la patria estaba en un tris de sucumbir; Morales se fue con su música a Europa; Liceaga recibió el diploma de médico con el añadido de una medalla de oro; Pagaza fue cura en Taxco, y Plancarte se fue de visita a los lugares santos. No fue, pues, muy lucida la actuación de los intelectuales en tiempos de la guerra contra Francia.

A la caída del Imperio, por voluntad de la generación, los papeles se trastocan: los héroes entran en penumbra y los sabios y los políticos, hechos una, pasan a ocupar un sitio decoroso ya en el deslumbrante escenario de la política nacional, ya en la república de las letras. Porfirio Díaz, el héroe del dos de abril y de no sé cuántas fechas más, se retira a cultivar su rancho de la Noria, vuelve a la metrópoli como diputado, hace un papel deslucidísimo en el Congreso, se declara enemigo de la verborrea y amigo de la acción, se levanta contra el gobierno de Juárez, se rinde sin condiciones y se va con la cola entre las patas a poner carpinterías en un oscuro pueblo de Veracruz. Sólo el general Mejía, como secretario de Guerra de los gabinetes de Juárez y Lerdo, es nacionalmente poderoso durante la década de la República Restaurada. Ni los que juegan el papel de insurrectos como Treviño, González, Mier, Naranjo, Lozada, Leyva, Trías, Galván y Guerra, ni los apagadores de insurrecciones como Rocha, Corona, Escobedo, Régules, Terrazas, Antillón y Alatorre, deslumbran a nadie. Vicente Riva Palacio se pone a escribir novelas históricas. Entre 1868 y 1869 ejecuta seis. El general y abogado se pasa con armas y bagaje al grupo intelectual.

Altamirano es proclamado líder del renacimiento artístico literario: funda las veladas literarias y la revista El Renacimiento, rehace el Liceo Hidalgo y la Sociedad de Geografía y Estadística, estimula la organización de sociedades cultas en la capital y en los estados, con tal éxito, que para 1875 suman 31. Él también es el alma de casi todas las revistas científico-literarias cuyo número alcanza la impresionante cifra de 35. También está presente en alguna forma en la hechura de obras colectivas: El libro rojo (1871) sobre los crímenes de la Inquisición, y Hombres ilustres mexicanos (1873-1874) sobre la vida de tales hombres. El personalmente escribe entre 1867 y 1876 cinco novelas romántico-patrióticas que van de Clemencia a Beatriz. Juan A. Mateos produce El cerro de las campanas y otros relatos relativos al pasado reciente. Cuéllar se inicia como novelista con El pecado del siglo, del siglo XVIII. Ireneo Paz también se estrena en el género con La piedra del sacrificio. Arias, Vigil y Paz historian sucesos militares recién perpetrados. Plaza, con su Album del corazón, y Ortiz con sus Ayes del alma, se vuelven los poetas de moda de una clase media cada vez mayor. Por último, el director de la casa de Maternidad, el médico Aniceto Ortega, se hace músico y, entre la atención de parto y parto, compone marchas a Zaragoza, a San Luis Potosí y a la República.

Como quiera, la mayor parte de la joven minoría aspiraba sobre todo al poder político para conseguir la paz. Resulta que los profesionales de la matanza, conocedores del anhelo generalizado de tranquilidad, se erigen en defensores de la paz. En otros términos, la élite militar se hace aparecer como la única capacitada para imponer el orden. ¿Quién si no Porfirio Díaz y sus amigos eran capaces de resucitar la paz que llevaba más de medio siglo muerta? Al grito de yo les devuelvo la paz, la minoría porfírica asumió la

Plenitud del mando

en el periodo 1877-1892 y en la totalidad de las carreras humanas. La carrera de los honores (la política) se la reparten como presidentes de la República Díaz y González; como ministros del gabinete presidencial Landeros, Mariscal, Dublán, Vallarta, Sánchez Mármol, Baranda, García, Riva Palacio, González, Benítez, los Romero, Pérez de Tagle, Naranjo, Pacheco, etcétera; como ministros de la Suprema Corte de Justicia, otros tantos; como gobernadores Huerta, Fernández, Trías, Terrazas, Buelna, Ceballos, González, Galván, Ancona, Mier, Corona, Pacheco, Robelo, etcétera. En fin, de los 88 próceres de la generación que aún vivían en 1877, cosa de 80 disfrutaron de los placeres del poder, y sin apartarse de la política ejercieron la dirección de las demás carreras, con excepción de la eclesiástica.

La carrera de las armas (la milicia) fue lo más lucido del quindenio 77-92, de la dictadura del machete. Los pacificadores Treviño y Escobedo, Rocha y García de la Cadena, esgrimieron con una mano el sable y con la otra el bastón. Desde esa doble calidad se ganaron, unos el título de héroes de la paz, y otros, el de villanos del desorden. En el trienio 1877-1879 estuvo de moda el levantarse en armas para exigir la vuelta de Sebastián Lerdo. Y no bien se habían extinguido la sediciones lerdistas, ciertas y presuntas, cuando hubo que hacer frente a las rebeldías locales. Así, en 1879, la de los llaneros poblanos al grito de ¡Muera Porfirio Díaz! ¡Muera la Sierra! Así las insurrecciones periódicas del general Negrete. Así las asonadas campesinas en Tepic, Tamazunchale, Papantla, etcétera. Así la oscura y discutible rebelión del general García de la Cadena, concluida con el fusilamiento del famoso cacique de Zacatecas. Simultáneamente a las asonadas lerdistas y locales, se puso un hasta aquí a las incursiones de apaches y comanches en los estados fronterizos del Norte. En 1885, yaquis y mayos se levantan hechos unas fieras, y un año más tarde, el general Martínez toma la fortaleza de Buatachibe y aprehende y deja como cedazo al famosísimo Cajeme. En los ochentas, también la generación porfírica o del machete aplicó sin miramientos el rifle sanitario contra las gavillas de ladrones en montes y caminos reales. A bandoleros que habían conquistado a pulso una modesta celebridad, en las barrancas de Río Frío, en el Monte de las Cruces, en las llanuras sinaloenses y en otros muchos sitios, les fue impuesta una lucha que dejó sin sus mejores asesinos y cacos a muchas comarcas del país, deshizo a un ladrón tan ducho como Chucho el Roto y apagó para siempre al Rayo de Sinaloa, el célebre Heraclio Bernal.

Durante la gestión de los tuxtepecadores, el máximo timbre de gloria para ellos fue el de haber extinguido el caos y restablecido el orden a fuerza de balas, bayonetas y machetes. La generación tuxtepecadora recobró la paz para la República; ganó para su epónimo el título de “héroe de la paz”; acortó las distancias entre liberales y conservadores; acabó con la guerra de raíz, y oronda, propuso a las masas ciudadanas, según el verso anónimo:

Pueden hacer sus propuestas

para mejorar un gobierno,

y hacer sus observaciones

si no les parece bueno,

pero nunca emplear la fuerza,

pues esto sólo produce

consecuencias lamentables

que a morir nomás conducen

… y que por añadidura impiden el progreso. El plan por el que peleaban los coetáneos de Díaz tenía tres puntos muy mentados con otras tres palabras: libertad, orden y progreso. Por la libertad pelearon en la juventud y en la primera madurez; por el orden desde que subió Díaz al poder; y por el progreso, sobre todo si se trataba del personal, desde que a Manuel González se le hizo la primera magistratura. Conviene recordar que los compañeros de Díaz no eran tan fanáticos de la honradez como los juaristas. Si no a Porfirio Díaz, sí a mucha de su gente le gustaba la acumulación de capital.

La carrera del lucro (el negocio) tuvo más oficiantes que cualquier periodo anterior de la historia de México. Ciertamente, los más, ni eran mexicanos ni habitaban entre éstos; movían sus negocios ferrocarrileros, mineros, manufactureros y aun agrícolas desde Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Con todo, no estuvieron ausentes en los inicios de nuestro progreso económico compatriotas ilustres de la misma camada de los presidentes Díaz y González. Ramón Guzmán fue un activo empresario ferrocarrilero, así como político. Felipe Berriozábal dividió su tiempo entre la política, la milicia y la desecación de tierras. Luis Terrazas mató apaches, gobernó Chihuahua y fundó el negocio ganadero más grande de la República. Trinidad García fue gobernador, ministro y próspero beneficiador de minas de oro, plata y cobre. Manuel González de Cossío también compartió gobernaturas y ministerios con negocios bancarios. Jerónimo Treviño, el general y político neoleonés, tuvo ferrocarriles, plantaciones e industrias. El senador Mancera construyó vías férreas y la fábrica de hilados La Esperanza… y ¿para qué seguir con Delfín Sánchez, el español; con Torres Adalid, el rey del pulque, y con mi general Carlos Pacheco?

Durante los quince años de gestión de los tuxtepecadores, el segundo timbre de gloria para ellos, después de sus hazañas como pacificadores, fue el del progreso económico.

México avanzó económicamente, aunque no en forma pareja. Casi no hubo aumento en la producción de alimentos de consumo nacional, en la cosecha de maíz, frijol, chile y trigo; pero en la agricultura de exportación los progresos no fueron desdeñables. El volumen de la producción de henequén creció a un ritmo de 20% al año, entre 1877 y 1892. La producción de café, de ocho mil toneladas en 1877, se triplicó. El precio de los productos agrícolas exportados en aquel quindenio se duplicó. Como quiera, el progreso no es vertiginoso en ninguna de las cuatro ramas mayores de la industria: la minería, el azúcar, los textiles y el tabaco. La economía de autoconsumo cede frente a la economía mercantil gracias sobre todo a los ferrocarriles. Los tuxtepecadores pusieron particular atención en la hechura de vías férreas. El presidenciado de Díaz y de González recibió una red ferroviaria de 640 kilómetros que, ya para 1892, sobrepasaba los 10 000 kilómetros. La red telegráfica pasó de nueve mil kilómetros a 50 000. También se dio una manita a los caminos carreteros y a los transportes marítimos.

La carrera de las letras también se ejerció en compadrazgo con la política y los ideales del orden y del progreso. En muy buenas relaciones con el poder, cinco científicos nos trajeron las novedades de la ciencia europea: Carmona en el latifundio de la medicina general; Lavista, naturalmente, en oftalmología; Liceaga, en higiene; Peñafiel en aguas potables, y Díaz Covarrubias en geodesia y astronomía. Otros tantos historiadores suplieron con creces el desamor de la generación de la Reforma por el pasado. Riva Palacio, Vigil, Arias y compañía, hicieron el clásico México a través de los siglos; García Cubas produjo el descomunal Diccionario de la República Mexicana; García Icazbalceta la ingente Bibliografía del siglo XVI; Carrillo, Ancona y Buelna sendas historias de sus entidades federativas. Paz se puso a hacer historias noveladas que trajo desde Doña Marina hasta las Leyendas históricas de la Independencia. Otros novelistas, también rayados de políticos, prefirieron la hechura de cuadros de costumbres. Desde luego Cuéllar, el de la andante e infatigable Linterna mágica; Altamirano, el de Atenas y El Zarco, y Ancona, autor de La Mestiza. Castera publicó en 1882 una novela romántico-sentimental, una especie de María con el nombre de Carmen, y otra, Los maduros, primera novela mexicana de asunto clara y específicamente laboral, donde los protagonistas pertenecen a la clase trabajadora. El dramaturgo de mayor notoriedad fue el fecundísimo y truculento Mateos, y el más pasable, Rosas Moreno, nuestro primer autor de teatro infantil. Quién sabe por qué las sonoras lamentaciones de los de la onda romántica no tuvieron gran acogida. Lo cierto es que la sesquidécada 1877-1892 fue de poetas clásicos que estaban poco al margen por su tinte conservador como Roa, el lírico de inspiración indígena y greco-latina, o por sacerdotes como Pagaza, intérprete de Virgilio y Horacio, y Montes de Oca, Ipandro Acaico, entre los árcades de Roma, traductor de Píndaro. Fuera de Vigil, los poetas humanistas fueron los únicos intelectuales del porfiriato distantes del poder porfírico, sujetos a una transnacional, empleados de la iglesia.

A la carrera eclesiástica, ya a punto de caer en las redes de la política de conciliación, ya en vías de darse la mano con el poder civil, le dieron lustre desde un segundo plano, además de los dos obispos poetas, Alarcón, sucesivamente deán, vicario y arzobispo de México; Arciga, arzobispo de Michoacán obstinado en la fabricación de sacerdotes; Cázares, obispo de Zamora y activo moralizador de clérigos; Díez, obispo de León dedicado a la ilustración del sacerdocio; Camacho, obispo de Querétaro, interesado en el reciclaje de los fieles a través de peregrinaciones multitudinarias al adoratorio del Tepeyac; Plancarte, también entusiasta guadalupanista, fundador de la orden Hijas de Guadalupe, abad de la Colegiata Guadalupana, quien no descansó hasta ponerle corona a la Virgen nacional; y el padre Vilaseca, inventor de los misioneros josefinos, que según la propaganda clerical, rápidamente se volvieron muchos.

La carrera de las diversiones (el ocio), tan necesaria después de tantos años de sustos y carreras, tuvo como figura mayor a Cantolla, un excadete del Colegio Militar que en 1863 intentó escapársele por arriba a los invasores de su patria. Entonces hizo el globo “Moctezuma”, y por medio siglo, otros muchos globos en los que se elevaba como nube a la vista de multitudes envidiosas que le aplaudían las caídas, a resultas de las cuales quedó hecho santo de vitral, todo parchado y tuerto. En esas condiciones entró a la

Postrera edad

que no a la jubilación a la que fueron tan alérgicos los de la camada de Díaz. Éste, como todo mundo sabe, se pegó a la silla presidencial hasta los ochenta años, hasta que se la quitaron a la viva fuerza. Justino y Manuel Fernández, Mariscal, el suegrísimo Romero Rubio, Dublán y Matías Romero se apochotaron en sus sillones ministeriales hasta que la muerte los arrancó de ellos. Y lo mismo puede decirse de los que sólo disfrutaron de alguna embajada, gubernatura, comandancia o diputación. Quienes no alcanzaron a morirse antes de 1910, fueron metidos al bote, como Próspero Cahuantzi, el eterno gobernador de Tlaxcala, o les pasó igual que a don Porfirio; los despidieron del país con "Las golondrinas". Ciertamente, desde 1892, tuvieron que ceder algunos puestos de mandos aunque no por voluntad propia, simplemente porque no sabían mandar civiles y se iban haciendo pocos. En 1892 ya sólo quedaban con vida sesenta y seis, y al cambio de siglo únicamente cincuenta.

En la jurisdicción eclesiástica, los porfirianos sólo cedieron al siguiente equipo generacional contadísimas diócesis. Don Próspero Alarcón se apeó de la principal silla episcopal a los 83 años, en 1908; Camacho siguió emprendiendo peregrinaciones de queretanos a Guadalupe hasta los 82, hasta su muerte, acaecida también en 1908. Cázares continuó metiendo sacerdotes en cintura hasta que acabó completamente loco. Pagaza, obispo de Veracruz, se mantuvo en plena actividad virgiliana hasta 1918; y Montes de Oca, el obispo de San Luis siguió haciendo visitas pastorales a los clásicos hasta 1921, cuando murió en Nueva York, en una de sus múltiples vueltas de Europa. Con todo, Díez a los 51, Plancarte a los 48 y Arciga a los 70, tuvieron que cederles el lugar a otros antes de que se acabara el siglo.

A los de la jurisdicción militar les tocó la peor vejez, ya sin contrincante al frente, aunque cargados de medallas y cordones, muy decorativos en los desfiles militares. A los cultos les fue mejor. El liderazgo médico de Carmona y Liceaga traspuso el siglo XIX. La oratoria deslumbrante de Zamacona se apagó en 1904. Vigil, el constante director de la Biblioteca Nacional, a los 80 años de edad produjo aún una Reseña histórica de la literatura mexicana. García Cubas, otro que llegó a octogenario, fue muy aplaudido por El libro de mis recuerdos. De la Peña cedió su puesto de primer mantenedor del brillo del idioma castellano hasta 1906, y Robelo el suyo de nahuatlato hasta diez años más tarde. “En su encantadora decadencia, al viejo y amado maestro Sánchez Mármol” le dio por escribir novelas, costumbre en la que perduraron hasta bien entrada la Revolución Ireneo Paz, quien alcanzó a novelar a la majestad entrante, y Juan A. Mateos, que hizo la novela de La Majestad caída. Cantolla todavía pudo divertir a los revolucionarios con sus estrepitosas caídas aeronáuticas hasta 1914, año en que murió como resultado de una caída en la escalera de su casa.

En promedio, la generación del machete tuvo una existencia terrenal seis años más larga que la pléyade de la Reforma, pero vida postmortem mucho más breve que las dos reformistas. Fuera de los que murieron a muy temprana edad y no militaron en el partido conservador; es decir, fuera de Zaragoza y Díaz Covarrubias, tan epónimos de calles, escuelas y pueblos, y tan esculturados, los demás no han hecho brecha en la buena fama, especialmente los de profesión política. ¿Quién no sabe lo mal que le ha ido a don Porfi con la posteridad? Algunos de los literatos como Vigil, Cuéllar, Riva Palacio, Altamirano, Pagaza y Flores no dejan de ser piropeados en las historias de la literatura. Otros como Plaza y Castera son aún leídos por la gente humilde. Por lo que respecta a los hombres de sotana, la iglesia ha tenido buen cuidado de renovar su prestigio y de mantenerles encendida una veladora, pero nada más.

Con todo, la pléyade porfírica, o segunda promoción liberal y romántica, no se merece el purgatorio en que vive postmórtem. No cabe duda que instauró en su madurez la dictadura del machete, pero como remate de un juventud muy patriótica. Es cierto que fue genocida, que mató a muchos gringos, franchutes y paisanos, pero obtuvo que la gente dejara de matarse, impuso tras el desorden el orden, suprimió a los eternos simpatizantes de asonadas y pronunciamientos, instituyó la paz después de hacer la guerra. Conforme en que no fue tan liberal, pura y jacobina como la pléyade de la Reforma, pues no tuvo filósofos y era de modestos niveles cogitantes, pero en cuanto a dinamismo ninguna la superó. También es cierto que su sector intelectual no supo sacarle raja al clima romántico, pero debe concedérsele que no dejó morir la tradición helénica ni el sabor de las culturas prehispánicas. Seguramente no fue la honradez pecuniaria una de sus virtudes, pero gracias al espíritu de lucro de su sector empresarial llegó a ser la pionera del progreso económico, la iniciadora de la modernización económica. Hizo ferrocarriles y puertos como nunca se han vuelto a hacer. Fue poco afecta a la justicia distributiva en todos los órdenes, pero no tanto como la minoría rectora de los científicos o “cien tísicos”.

Los científicos

Se da el nombre de científicos a los capitanes de la sociedad mexicana en el ocaso del XIX y la aurora del XX. Algunos se inclinan por reservar tal denominación sólo para los amigos de Limantour, pues ellos se autollamaron así. Hay quien prefiere el apodo de “cien tísicos” a sabiendas de que es hechura de la mala leche del vulgo. La cifra de cien es correcta, corresponde al número de notables que orquestó el atardecer de la época liberal mexicana. El nombre de tísico lo usaron los griegos y lo usa la gente humilde de habla española para señalar al que se extingue, al decadente, al flacucho, al tosijoso, al ya reclamado por la tierra. Y ése fue el caso de los prohombres del otoño del porfiriato. A ellos les tocó representar la decadencia del estilo de vida romántico y liberal. Ellos fueron la tisis del antiguo régimen. Así lo reconoce el maestro Jiménez Moreno al denomiar a esa generación con los pulquérrimos adjetivos de “post-reformista” y “post-romántica”. Por otra parte, fue una generación de eminentes figuras intelectuales. Quizá por eso mismo, Germán Posada, un colombiano perteneciente a la secta de los devotos del enfoque generacional de la historia, la denomina “Generación ilustrada de 1875”

El asunto del nombre es lo de menos. La cuestión de quiénes pertenecieron a ese grupo es más importante. Posada asegura que la generación de 1875 comprende a los nacidos entre 1840 y 1855. Jiménez Moreno excluye a los oriundos de los años cuarenta e incluye en él a todos los del decenio siguiente. Con los excluidos forma una generación “epi-romántica” muy difícil de deslindar, pues nunca se aglutinó ni tuvo cara propia. Lo cierto es que la mayoría de los dichos epirománticos se consideraban “científicos” y fueron amigos y compañeros de viaje del jefe Limantour, el epónimo de la tanda. Los que en alguna forma llegaron a ostentar la marca científica nacieron generalmente en el marco temporal 1841-1856. Como quiera, Jiménez Moreno tiene razón al incluir en el equipo a algunos con fecha de nacimiento posterior a 1857 ó 1858.

La gran mayoría brotó en un quindenio de desbarajuste nacional y en la zona de la república más desgarrada por las guerras civiles e internacionales. Ocho de cada diez nacieron en la altiplanicie. Sin embargo, hay un mayor número de abajeños que en las dos generaciones precedentes. En Yucatán y en horas de suma turbulencia para la Península, durante la crudelísima guerra de castas, nacieron cinco de la hornada científica. En las tierras bajas de Veracruz y Tabasco, y en tiempos poco tranquilos, dominados por las guerras de invasión norteamericana y de Ayuda, nacieron otros diez. Sólo hubo dos oriundos del noreste y apenas uno del noroeste. La altiplanicie, situada al norte del trópico, formada por los estados de Chihuahua, Coahuila, Durango y Zacatecas, fue cuna de doce, mientras Jalisco sólo de media docena y Guanajuato de tres. En Michoacán, y en un quindenio muy revoltoso, dieron su primer grito cinco de la élite científica; en San Luis Potosí, tres, y en Aguascalientes, dos. Las serranías del sur, o sea los agitados territorios de Chiapas, Oaxaca y el futuro Guerrero, acunaron a seis. Los estados próximos a la capital, es decir, México, Puebla y Querétaro, fueron la patria chica de siete científicos. Los veintisiete restantes del ciento se consideraban naturales de la capital de la República, de la mera metrópoli. Ninguna generación anterior había tenido un porcentaje tan alto de gente oriunda de la capital. Más de la cuarta parte de los científicos nació en una ciudad donde sólo vivía 3% de los mexicanos y en una hora muy agitada por el robo gringo de la mitad del suelo patrio, la última dictadura de don Antonio López de Santa Anna y las primeras reformas de los liberales.

A los científicos se les atribuye sangre azul y cunas de oro. Si no, ¿cómo se explican sus buenos modales? Sepa Dios, pero la verdad es que aquellos figurines de la última moda de París no fueron generalmente vástagos de la aristocracia. Los nacidos fuera de México, con excepción de Francisco Cosmes y José Negrete, hijos de diplomáticos, se dice que llegaron a su patria adoptiva con humos pero sin otros síntomas de alcurnia. Así los españoles Telésforo García, Enrique de Olavarría y Ferrari e Iñigo Noriega; los germanos Miguel Schultz y Enrique Rébsamen, el gringo Tomás Braniff y el francés Ernesto Pugibet. De los aborígenes de México únicamente once provenían de familia opulenta y quizás otros tantos de hogar humilde. Sesenta y pico tenían un origen modesto de clase media y una fisonomía mestiza. El nombre de siete denunciaba su extracción sajona. Quizás el doble podía alegar su pureza de sangre latina. Rosendo Pineda era tan indio como Juárez. La mayoría, por primera vez en una élite mexicana, fue producto de la junta trisecular de genes indios y españoles.

Muy pocos de los científicos eran hombres de campo. Sólo veinte nacieron en congregaciones sin aires urbanos. Más de la cuarta parte, como se acaba de decir, nació en una capital que sólo albergaba a doscientas mil personas. En centros de 50 mil a 75 mil habitantes, en Puebla, en Guadalajara, en Guanajuato o en León, comenzaron diez; en ciudades de 25 mil a 40 mil, únicamente cuatro; en ciudades de 10 mil a 25 mil, once, y en villas de 5 mil a 10 mil, unos quince. Olavarría vino de Madrid, Negrete, de Bruselas, Cosmes, de Hannover y Braniff, de Nueva York. En pueblos, rancherías o ranchos no nacieron arriba de veinte, y sobre todo no pasaron su niñez en localidad rústica arriba de ocho. Con motivo de los estudios se alejó a los pocos de oriundez ranchera del medio rural.

Los “cien tísicos” llegaron a constituir una aristocracia urbana y preponderantemente política, económica e intelectual. Quizá sólo Mariano Bárcena, Elías Amador, Rovirosa, Ramón Corral y Aguilera aprendieron a leer y escribir antes de urbanizarse. Los demás asistieron a planteles citadinos, y cosa de un tercio a escuelas metropolitanas. De los nacidos dentro del territorio mexicano, Eulogio Gillow se educó desde la más tierna infancia en Inglaterra. Sólo diez no tuvieron educación formal que la primaria. La mayoría estuvo en ilustres y antiguos colegios de México, Mérida, Guadalajara, Oaxaca, Puebla o Morelia, y quince, muy influyentes, estrenaron la calientita Escuela Nacional Preparatoria, fundada por Barreda en 1868 con la intención de conducir a la

Juventud

a un puerto seguro, “al puerto de lo comprobado, de la verdad positiva”, mediante un programa de cursos que partía de las matemáticas y paraba en las lucubraciones sociales tras de hacer estaciones en astronomía, física, química y biología. Esto es: en el periodo de los quince a los treinta años, en la sesquidécada en que, según Ortega y Gasset, “se recibe del contorno: se ve, se oye, se lee y se aprende”, quince futuros grandes de la generación recibieron una sabiduría muy diferente a la de los seminarios eclesiásticos, muy moderna y científica. En cambio muy pocos, y no los mejores, fueron instruidos en las humanidades eclesiásticas. La generación científica fue escasamente católica y menos alatinada desde la juventud; ya no conoció de milagros ni de mitologías; se educó en el repudio de toda metafísica y cultura clásica; se formó en el culto a la ciencia.

Por otra parte, los jóvenes que pronto llegarán a ser eminencias eran el polo opuesto de la juventud henchida de inconformidad individualista, de la gente de la Reforma. Los jóvenes educados en el positivismo filosófico constituyentes del elenco científico, se caracterizaron por sus modales de sumisión, por su obediencia ciega a lecciones, usos, costumbres y modas. Ochenta ingresaron a una o más de las pocas escuelas de nivel universitario que ofrecía el medio. Un buen número no pudo o no quiso romper con la costumbre de ser abogado, pues la opinión lo esperaba todo de los leguleyos. Treinta (el 43% de los miembros de la hornada que llevaron sus estudios hasta la obtención de un título) recibieron patente de abogacía. Como no había sucedido en las dos pléyades anteriores, en la científica hubo un alto porcentaje de médicos (13, el 19%) y de ingenieros (14, el 20%). La cifra de sacerdotes se redujo a 4 y la de maestros de carrera subió a 4. Dos recibieron diploma de arquitectura; dos, de pintura, y dos, de música. Algunos ganaron la consagración profesional en universidades de gran renombre. Leopoldo Batres, Antonio Rivas y Eduardo Tamariz, en París; Eulogio Gillow, Francisco Plancarte y José Mora, en Roma; e Ignacio del Villar, en Oxford. Algunos adornaron su profesión con conocimientos adquiridos en otras profesiones. Por ejemplo, el ingeniero Santiago Ramírez estudió además pintura; el ingeniero Mariano Bárcena, pintura y música; el arquitecto Tamariz agricultura; el antropólogo Batres, milicia, etc. Es digna de nota la propensión enciclopédica. Hubo gusto por el profesionalismo, que no por la especialización. En ésta se vio un peligro, una forma de empobrecimiento del ser humano.

Antes de despedirse de la juventud, y todos en mayor o menor grado, aparte de las profesiones avaladas por un papel, ejercieron las de poeta, orador, profesor, periodista y político. Como de costumbre, la literatura fue la máxima devoción juvenil. Como en las generaciones previas, los primeros entusiasmos fueron poéticos, no obstante el clarísimo desdén que les manifestaban las musas y ellos a las musas. Si hemos de creer a los críticos de los poemas juveniles y románticos de la grey científica, sólo se salvan los de Manuel Acuña quien, como es bien sabido, desde Saltillo dio el salto a México para ser preparatoriano, médico, dramaturgo, periodista, poeta, enamorado y suicida antes de cumplir dos docenas de agostos, en 1873. También se consideran memorables las Horas de pasión de Juan de Dios Peza, pero la verdad es que la grey científica no fue apta para el romanticismo y sí para ridiculizar la poesía romántica como parece demostrarlo un poema de 1874:

¿Por qué te vas, mi bien, por qué motivo

sin razón te separas de mi lado,

dejándome de pena contristado

y sumergido en el dolor más vivo?

¿Por qué apartas de mí tu rostro esquivo

y a otra parte lo vuelves enojado?

¿Qué causa dio rigor tan impensado

y a furor tan cruel e intempestivo?

¿Por qué te vas? No sabes, ángel mío,

que con tu ausencia el alma me asesinas,

que extasiado de amor yo me extasío

contemplando tus gracias peregrinas?

¿Por qué te vas, por qué tanto desvío?

—Voy a echarles maíz a las gallinas.

Otras tres aficiones juveniles de los científicos se pueden despachar en un párrafo. Quien más quien menos, todos le tomaron gusto a la enseñanza y enseñaron generalmente en la Prepa, en centros profesionales o en colegios civiles de la provincia. El médico Parra tomó tan en serio su afición a impartir filosofía que apenas hizo otra cosa. El abogado Limantour enseñó economía en la Escuela Nacional de Comercio, y el ingeniero Bulnes sentó cátedra de todo y en todos los planteles a su alcance. La mayoría estaba integrada por jóvenes periodistas. Según costumbre del siglo XIX, no se limitaron a enviar colaboraciones a la multitud de los periódicos en circulación; agregaron más nombres al gran número de publicaciones periódicas. “Desde la Constitución de 1857, el culto a la oratoria había sido muy vivo en México” y es muy comprensible que la juventud de la República Restaurada, regida por los grandes tribunos de la Reforma, quisiera ser pico de oro. Muchos de aquellos jóvenes llegaron a las cumbres de la elocuencia. A Chinto Pallares “ni siquiera le faltó —según Alfonso Reyes— el gran recurso de los oradores románticos: la heroica y desaliñada fealdad”.

De la oratoria a la política sólo había un paso y la gran mayoría lo dio. Antes de cumplir los treinta, los científicos ya andaban en los tormentosos rejuegos de la política, salvo el cuarteto de sacerdotes, un quinteto de empresarios incipientes y quizás una docena de intelectuales. Antes de ser oficialmente adulto, Díaz Covarrubias fue ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos. A los jóvenes “cien tísicos” nunca se les dio pie para quejas contra la generación de la Reforma, pues ésta los presentó en sociedad y los dejó hacerse su aureola política antes de la hora de la

Iniciación

que para la hornada científica debió haber comenzado en 1877, a raíz de la revuelta de Tuxtepec, de la quitada de mandos a los reformistas y del ascenso al trono de Porfirio y los de su camada. Como quiera, 1877 es un año clave, es el año de la irrupción tumultuosa de nueva gente en la vida pública. Entonces los más fueron admitidos como principiantes en alguna de las élites y comenzaron a dar color, el color gris de los científicos.

Instalada la mayoría en los grandes escenarios de la capital o en media docena de ciudades mayores, los científicos que sólo habían sufrido una baja (la del médico-poeta Acuña) y que daban la impresión de tener muy pocos disidentes, se manifestaron en su verdadera esencia, en sus íntimas propensiones a partir del triunfo de Díaz. El grueso se manifestó mayoritariamente positivista a las maneras de Comte, Taine, Mill y Spencer. Declaró su fe en el destino triunfal del más apto. Gritó su inconformidad con la edad teológica recomendada por los conservadores, y con ello se ganó el aplauso de los jacobinos de la pléyade de la Reforma. Gritó su inconformidad con el liberalismo anárquico de los reformadores que sólo había servido para destruir el antiguo régimen y no para edificar uno nuevo, y con ese grito obtuvo el placet de la generación ordenadora o porfírica. Además, propuso una nueva imagen de México que destruía los mitos del cuerno de la abundancia y la criollidad. Por lo que toca a los recursos naturales de México, la promoción científica difunde el estribillo de que sólo contamos con “maravillas que encantan a la vista”. Pablo Macedo dictamina: “Nuestro suelo es fabulosamente rico en la leyenda; difícil y pobre en la realidad”. Justo Sierra escribe: “Las condiciones meteorológicas no son propicias por la ausencia de nieves en invierno”. Francisco Bulnes declara: “es una gran maldición nacional el tener medio cuerpo en el trópico.” Todos a una corean: “No reportan ningún beneficio al progreso de la patria el mazacote indígena ni la aristocracia criolla”. Todos a una le declaran su amor (amor propio) a la clase media mestiza que por ser todavía tan débil, necesita el refuerzo de la inmigración europea. Creel aseguró: “Cien mil inmigrantes europeos valen más que medio millón de indios pelados, léperos, rotos, holgazanes”.

Y más importante que lo dicho es lo hecho en la temporada 1877-1892. En el orden de las artes, José María Velasco se puso a retratar con espíritu realista el valle de México, y en 1889 se fue a Europa; Félix Parra, el pintor de la historia mexicana, estuvo empapándose de la nueva pintura europea desde 1878 hasta 1892; el músico Ernesto Elorduy tampoco se dejó ver porque también anduvo limándose en los países europeos, mientras Félix María Alcérreca dirigía El Cronista Musical, fundaba la orquesta del Conservatorio y componía algunas obras, y el pobre José Guadalupe Posada se daba a querer en El Jicote como grabador. En el orden de la cultura literaria, donde también se hizo sentir la influencia parisiense y el tránsito del romanticismo al realismo, la pizca fue caudalosa. Hubo tres dramaturgos fecundísimos: el malucón Alfredo Chavero, el buen José Peón Contreras y el “cochino” Alberto Bianchi, quien por ponerse demasiado realista en Los martirios del pueblo y los Vampiros sociales cayó en el bote. Hubo seis poetas de poca estatura: el incurable romántico Rafael Cisneros, el bucólico Justo Sierra, el elegante Agustín Cuenca en viaje de la literatura romántica a la realista, el tropical Rafael de Zayas que se mantuvo indeciso entre ambas aguas, el erótico y sentimental Agapito Silva, y Juan de Dios Peza, cursilón en sus Cantos del hogar y grandilocuente en sus poesías patrióticas. Hubo cinco novelistas renovadores: Enrique de Olavarría, malhecho autor de 36 volúmenes de Episodios Nacionales Mexicanos: Arcadio Zentella, proto-realista; Rafael Delgado, realista con muchos resabios románticos; Negrete que murió joven y escribía novelas pornográficas con personajes que coincidían con los de la realidad, y Emilio Rabasa, que con su tetralogía (La Bola, La gran ciencia, El Cuarto Poder y El monedero falso) se convierte en el indiscutido padre de un realismo de buen humor. En el orden de la cultura histórica, gracias a Chavero, al cura Andrade, a Olavarría, a Elías Amador, a Pancho Sosa, a Juan Francisco Molina, a Batres, a Plancarte, a Villar y a Francisco del Paso, se impuso el culto al monumento y al documento en una veintena de obras. En el orden de la cultura jurídica hicieron ilustres tratados José Díaz Covarrubias, Agustín Rodríguez, Jacinto Pallares y Pablo Miguel Macedo. En el orden de la cultura pedagógica levantaron polvareda con sus innovaciones Díaz Covarrubias, Monterola, Flores, Miguel F. Martínez, Schultz y Rébsamen. En el quindenio 1877-1892, Telésforo García, Francisco Cosmes y Porfirio Parra, con artículos, con libros y con una Oda a las matemáticas, le dieron vasta difusión a la filosofía positivista. Muy pocos se abstuvieron del periodismo y muchos tomaron esa actividad con gusto y de tiempo completo: Filomeno Mata, el aguafiestas; Elías Amador, apóstol del protestantismo; Rafael Rebollar, el del Diario Oficial; Victoriano Agüeros, abogado del catolicismo; José María Villasana, caricaturista devoto del dictador; Telésforo García, ligado a La Libertad; Pascual García y José Guadalupe Posada, que se vino a la metrópoli en 1888 y empezó en seguida a ilustrar corridos y ejemplos y varias publicaciones periódicas.

Los científicos del sector culto, como era de esperarse, dieron muchas pruebas de devoción científica: Santiago Ramírez, con tratados mineralógicos; Manuel Villada con la hechura permanente de La naturaleza (1869- 1914); Mariano Bárcena con la fundación del Observatorio Meteorológico y una Geología; Domingo Orvañanos, en el Museo Nacional; José Rovirosa, con asiduas exploraciones de plantas y nombres tabasqueños; Francisco de Flores, con sus estudios del himen en México; Gaviño, al fundar el primer laboratorio de Bacteriología que hubo aquí; Guadalupe Aguilera, al hacer la primera carta geológica de la República; y Daniel Muñoz Lumbier, al inquirir sobre la tisis, la enfermedad epónima de la generación.

En el orden económico, los científicos formaron una élite de mercaderes e industriosos como nunca se había visto antes: numerosa, sin ningunas aficiones por la agricultura señorial y consuntiva, poco inclinada al lucro agrícola, proclive a la industria, maniática de la minería ya no sólo de metales preciosos, adicta a los ferrocarriles, la banda, la construcción, el comercio de exportaciones e importaciones, verdaderamente empresarial, que hizo célebres los nombres de Mena, Molina, García Granados, Braniff, Aguilar, Noriega, Creel, Pugibet, Gayol, Castellot, etc. Desde antes de tomar el poder, la pléyade científica demostró con creces sus habilidades económicas, tan escasas en las generaciones de la Reforma y del machete. Desde su primera madurez demostró su aptitud para poner en práctica el progreso económico, aunque no siempre dentro de los cauces del nacionalismo, pues fue muy respetuosa de los interés norteamericanos y europeos.

También demostró que podía, sin disminuir el poder Díaz, dar al gobierno mayor eficacia y brillo, aplicándole la ciencia “de las leyes y relaciones naturales”, adecuándolo al modo de ser nacional, conviniéndolo en una tecnocracia. El realismo en la política fue puesto de moda por Alejandro Prieto, desde 1888, en el gobierno de Tamaulipas; por Bernardo Reyes, en Nuevo León, a partir de 1885; por Ramón Corral en Sonora de 1887 a 1891; por Rafael Pimentel, en el gobierno interino de Chihuahua, y por Rosendo Pineda en la secretaría particular del ministro Romero Rubio. Por otra pane, los adultos jóvenes de la camada 1841-1856 ya no sentían en 1888 ninguna aversión a la dictadura, como lo dijo el diputado Bulnes aquel año: “El dictador bueno es un animal tan exótico, que la nación que posee uno debe de prolongarle no sólo el poder, sino hasta la vida”. Las reformas políticas propuestas por la pléyade encumbrada por Romero Rubio constan en el manifiesto de la Unión Liberal: reajuste del ramo de guerra; sustitución del sistema tributario meramente empírico por otro sustentado en catastro y estadística; exterminio de las aduanas interiores y reducción de las tarifas arancelarias; política comercial apetitosa para capitales de fuera; asistencia preferente y asidua a la educación pública; mejoramiento de la justicia mediante la inamovilidad de ciertos jueces y, “para evitar peligros graves” y poder prevenir el tránsito del gobierno unipersonal y lírico del gobierno oligárquico y técnico, reforma del sistema de sustitución del presidente. Por otra parte Díaz, para imponer su anhelo de “poca política y mucha administración” necesitaba de un “estado mayor intelectual” que no podía constituir con el grupo de sus amigos y coetáneos tan broncos, torpes, escasos, heterogéneos y bastante desnudos de experiencia político-administrativa, y para colmo, con tendencias disgregatorias. Así pues, por necesidad y decisión de la dictadura, de la siempre renovada presidencia de Díaz, desde 1892 la hornada científica empieza su

Gestión

sin ningún contratiempo, sin armar revueltas como era costumbre, Sin siquiera meterle zancadilla a nadie. La muerte saca a don Manuel Dublán del ministerio de Hacienda, y esto permite poner a prueba al muy viajado y culto profesor de economía política don José Ives Limantour, que desde 1893 recibe la consagración de ministro de Hacienda y el apoyo para conducir las finanzas públicas del nivel empírico al científico. La situación era crítica en 1893 por la devaluación de la plata y por la pérdida de las cosechas. El secretario científico, en vez de suspender pagos en el exterior, como solía hacerse en casos de apuro, suprimió empleos, redujo sueldos de la burocracia y reorganizó las recaudaciones. De tiempo atrás las cuentas del gobierno cerraban con déficit de millones. En 1895 se obtuvo el equilibrio de ingresos y egresos, y a partir de 1896, el superávit creciente. Además, el ministro laborioso pudo colocar en Europa un empréstito de tres millones de libras esterlinas y obtuvo la conversión de las deudas contraídas en 1888, 1889, 1890 y 1893 en una sola clases de títulos con interés del 5%. En 1896, Limantour se apuntó otra sonada victoria: la abolición de alcabalas, el exterminio de las aduanas interiores que entorpecían el tráfico mercantil. Por último, en los primeros doce años de su gestión, los ingresos federales se triplicaron.

El dictador, después de decirle en público: “General Reyes, así se gobierna”, lo sustrajo de la gubernatura de Nuevo León para que, desde el Ministerio de Guerra, le reorganizara al ejército. Este, ya sin enemigos al frente, padecía los estragos patológicos de la paz, en el que se daban con frecuencia fraudes, abusos e indisciplinas. Reyes lo recompuso todo. Aumentó los salarios de la tropa, y con oficialidad extraída de familias decentes y tropa arrebatada por la fuerza al proletariado —pues el vicio de la leva se mantuvo en pie—, dotó a México de una musculatura muy presentable, de un ejército bien vestido, bien alimentado, con buenas armas, capaz de lucirse en maniobras y desfiles y de ser temido sin tener apariencia brutal.

Y alrededor de los dos ministros reorganizadores (pues Sierra lo será hasta bien tarde) se acomodaron otros muchos miembros de la generación, y los fieles a uno de los ministros dieron en ver de reojo a los fieles del otro, y se produjo el desgaje del racimo que el zorro de Díaz dejó prosperar para no perder ni un ápice de su poderío. Los alineados con Limantour se quedan con el nombre de Partido Científico y serían a poco andar los más próximos al poder, que no el poder mismo. Limantour escribe:

No obstante que los “Científicos" limanturistas le dieron a don Porfirio numerosas pruebas de su adhesión, así como del vivo deseo que les animaba de no crearle dificultad alguna con su colaboración en el desarrollo de las instituciones y prácticas democráticas, el señor general Díaz abrigaba cierto recelo de que tomando el grupo mayor impulso, podía adquirir una influencia tal en la gestión pública, que le permitiera seguir algún día una línea de conducta distinta de la oficial.

Díaz, según Rabasa, procuró “siempre en una forma exquisita el conservar buenas relaciones” con los científicos de Limantour, pero les puso un hasta aquí cuantas veces pretendieron tratarle en plática “cuestiones de orden público”. Con todo, aunque tan tarde como 1904, consiguen que se restaure la vicepresidencia y que sea vicepresidente uno de los suyos, don Ramón Corral. Por otra parte, el grupo era tan capitalino que el poder cedido por el dictador no lo podían proyectar sino a los muy pocos estados donde tenían gobernadores suyos: Pimentel en Oaxaca, Creel en Chihuahua y Molina en Yucatán.

En suma, la pléyade científica, por culpa de su división interna, por culpa de su concentración en la capital y por culpa del amo todo poderoso, jamás ejerce en plenitud el mando político, que sí el económico y el cultural. En la última década del siglo XIX y primera del XX, un tercio de la hornada se dedica preferentemente a los negocios públicos; otros, a los ocios de la cultura; y el tercero, a los negocios privados. Éste, según sus admiradores, le da a su patria una época honorable, próspera, feliz y una vida adinerada, palaciega, bien surtida de lujos y refinamientos importados de Francia. Según José López Portillo y Rojas los científicos negociantes, que casi se confundían con los políticos “fueron hombres de labor fecunda, por lo que a las cosas de la comunidad se refiere, y a la vez, esencialmente prácticos para la formación y el incremento de sus capitales privados”. Según Rabasa, como eran inteligentes y sabelotodo “medraban naturalmente en el ejercicio de sus profesiones”. Según decires de pósteros, salieron de pobres mediante los recursos de servir de enlace entre el gobierno y el capital de fuera y de asesorar a la banca y al fisco. En opinión del vulgo, eran una punta de cacos. En opinión de todos, dos excepciones fueron Bulnes y Sierra.

Don Alfonso Reyes se extraña de que

aquellos creadores de grandes negocios nacionales no se hayan esforzado por llenar materialmente al país de escuelas industriales y técnicas para el pueblo, ni tampoco de centros abundantes donde difundir la moderna agricultura.

Reconoce la gigantesca labor de Sierra al fíente del Ministerio de Educación Pública y no desconoce la labor personal de una docena de sabios de la generación: el descubrimiento de especies vegetales y animales que hizo Bárcena, la Pteridografía del sureste de México de Rovirosa, los trabajos bacteriológicos de Gaviño, los Fermentos oxidantes de Muñoz, la Sinopsis de geología mexicana de Aguilera, los estudios médicos de Vértiz, el ensayo sobre geografía de las enfermedades de Orvañanos, la invención de una hélice para navegantes, de un anemómetro, de una máquina separadora de fibras y de un arado metálico de Agustín Manuél Chávez, y aún los frutos de la observación de ajolotes emprendida por el pintor Velasco.

También sorprende a don Alfonso Reyes que “los científicos no hayan discurrido siquiera el organizar una facultad de estudios económicos, una escuela de finanzas”. Y no sólo eso. Únicamente Bulnes, los García Granados, Casasús y los Macedo, que eran unos desaforados todistas, escribieron esporádicamente sobre asuntos económicos. La venerada sociología tuvo aún menos ejercitantes. En cambio el derecho y la historia contaron con los mejores. La historia, despejada generalmente de sus humos artísticos, rebajada a ciencia, produjo montones de mamotretos y más de una obra clásica. Chavero, arqueólogo e historiador improvisado de la era prehispánica, siguió tan fecundo como en la sesquidécada anterior. Batres, arqueólogo e historiador profesional esparció muchas noticias acerca de toda clase de ruinas mexicanas; Del Paso, compilador insaciable de documentos referentes al crepúsculo de la edad precortesiana y al amanecer de la española, jamás hizo la historia de la medicina en México que iba a dejar a De Flores hecho una basura y a él todo un señor médico; Andrade compuso una bibliografía mexicana del siglo XVII y varias biografías, microhistorias y travesuras; Molina, Gillow, Martínez, Prieto, Amador, Sosa y Corral escribieron historias locales; Villar compuso genealogías; Ramírez, una crónica de la minería; Flores, otra de la medicina; Olavarría fue reseñador de teatro; Iglesias se especializó en rectificaciones históricas; Zárate, como historiador general del mundo y particularmente del siglo XIX mexicano; Cosmes, con Los últimos 33 años de México, añadió cinco volúmenes al multivoluminoso Zamacois; y en la cumbre Justo Sierra, y en colinas aledañas, los demás autores de México. Su evolución social, el ingente legado historiográfico de la hornada científica, el monumento que todavía adorna muchas salas de aristócratas, la obra digna de verse.

En la época de predominio, algunos hicieron literatura en ratos robados a la política y a los negocios. Casasús, embajador en Washington y brillante banquero, produjo múltiples y muy bien cotizadas traducciones de Horacio, Virgilio, Cátulo, Tíbulo, Propercio y de algunos poetas del clasicismo moderno. Como quiera, los más escriben o pintan dentro de la estética del realismo. La pintura y la literatura también se vuelven positivistas. El activo diputado Parra, el célebre doctor Parra de las familias bien, el filósofo Parra profesor asiduo de la Prepa, hizo la novela realista Pacotillas; el rijoso diputado Díaz Mirón, entre uno y otro homicidio, produjo obras tan fundamentales como Lascas; el hogareño embajador Peza, después de una Arpa del amor, compuso unos Recuerdos y esperanzas; Delgado escribió la novela de Los parientes ricos; López Portillo, atareadísimo político, abogado, poeta e historiador, fue autor de verdaderas rebanadas de vida en un par de relatos novelísticos: La parcela y Los precursores. Fuera de Chavero y Olavarría no hubo teatro, pues Peón se retiró de él en 1895, y mucho antes Esteva, “el ciego partidario del antirreeleccionismo”. Y la retahila debe concluir con el pintor Velasco, que reproduce directamente cuanto paisaje contempla, so pena de hacer una nómina insufrible que puede redundar en detrimento de una pléyade tan mal vista desde que sobrevino aquella crisis de 1906, desde el lustro anterior a su fuga, desde unos años antes de recibir la

Jubilación

forzada que les impuso la revolufia. Según Bulnes, el apodo de científico llegó a significar para la plebe “enemigo jurado del pueblo, más que un parricida, que un asesino de niños inocentes, o un traidor”. Fue malquerido por los latifundistas a causa de la ley de instituciones de crédito de 1903; por los comerciantes, debido a la batalla científica contra el contrabando; y por el obrero, por ser la representación del patrono. Todavía más: en los últimos años de la dictadura, “el deleite supremo del general Díaz —un deleite mayor que todo deleite humano y divino— era escuchar calumnias sobre los científicos”. Se les echaba en cara, en los mentideros de la clase media, su desmedido amor al mando, su afán de lucro, sus crecientes concesiones a los extranjeros, su ciencia sosa, su insensibilidad para el misterio y la religión, su monotonía solemne y aburrida, su alarde de mármoles, maderas finas, escudos y joyas. Las acusaciones de monarquismo, capitalismo, extranjerismo, positivismo, ateísmo, aburrimiento, orgullo y mal gusto se hacían principalmente a los limanturistas.

Al hacer ¡cuás! la dictadura, todavía estaban vivas y coleando las tres cuartas partes de las famas científicas. Landa, Sierra, Macedo, Corral, Limantour y otros se van a su querida Francia. Sierra, Peza, Delgado, Corral, Velasco, Rebollar, Mata, Parra, Agüeros, Pugibet, Casasús, Pineda y Posada, tan robustos y saludables en vísperas de la caída de su majestad Porfirio I, mueren poco después del derrumbe. Nadie los toca ni con el pétalo de una rosa, y con todo, se deshielan. Sólo Reyes y Alberto García Granados sufren golpes mortales; aquél, frente a Palacio Nacional, y el otro no sé dónde, pero sí por causa de su huertismo.

Como se sabe, en 1913 el general Victoriano Huerta decide compartir el poder político con su camada. El escoge para sí el cargo de presidente de la República. Le concede a García Granados el Ministerio de Gobernación; a José López Portillo y Rojas, el de Relaciones; y a los demás coetáneos que se dejan engatusar, otras importantes chambas. En 1914 y 1915, por haber colaborado con Huerta, sale otro grupo de “cien tísicos” al destierro, aunque ya no a Europa, que estaba en llamas. En 1916 quedaban vivos y en su patria menos de la cuarta parte de las notabilidades de la promoción de Limantour y Reyes. Ciertamente, no todos los transterrados lo fueron a la fuerza. Ciertamente, ni los idos ni los quedados se dieron a la tristeza infecunda. La obra de los científicos, siempre bajo el signo filosófico y positivista, siempre pareja, es muy importante entre 1911 y 1920, y nada desdeñable del 21 para acá, cuando ya estaban fuera de circulación.

Treinta y cuatro de los “cien tísicos” sobrepasan la edad de 75 años. Rodríguez entra a la chochez como director de la Escuela Libre de Derecho; Olegario Molina como desterrado en Cuba; Emilio Pimentel, agonizante; Bulnes escribiendo sobre El verdadero Díaz; Dehesa recién desempacado de su destierro en Cuba; Landa preparándose para morir en Cannes, en plena Costa Azul; Francisco Molina dándole fin a la monumental Historia de Yucatán; Ricardo García Granados en plena hechura de una Historia de México de 1867 a 1915 y preguntándose ¿Por qué y cómo cayó Porfirio Díaz? Díaz Mirón a punto de entregar su equipo a la Rotonda de los Hombres Ilustres; Limantour en París, sin esperanzas de volver a México, memorioso, en plena actividad autopanegírica.

A ninguna de las doce élites que han regido sucesivamente la vida mexicana en la dos últimas dos centurias le ha ido tan mal con la posteridad como a ésta. Nadie la quiso desde que se apochotó en los puestos de mando más allá de la cuenta y quizá desde que asumió una actitud de desdén hacia la multitud. Su altivez fue en perjuicio de su fama. A la hora de la muerte, que en el conjunto de la generación fue a los 68 años, algunos científicos recibieron perdón y aun honores como Justo Sierra y como Salvador Díaz Mirón. Sesenta murieron en la capital mexicana sin mayor ruido; seis en Francia y en el más absoluto silencio; cinco como perros en Estados Unidos; siete más en diversos países; y también con sordina, 19 en las provincias de su patria. Los más de los difuntos después de 1911 cayeron sin pompas fúnebres. Algunos hombres de letras han sido rescatados por los manuales de literatura mexicana. Velasco permanece en el altar mayor de la capilla de los pintores. Los políticos, casi sin excepción, le resultan muy apestosos a la posteridad revolucionaria.

Con ánimo de definirla, que no de defenderla, de la generación de los “cien tísicos” cabe decir que fue una pléyade de metropolitanos ya por nacimiento, ya por naturalización, producto de la clase media, formada en el positivismo y los modales parisienses, más conocedora de las teorías y las modas del Viejo Mundo que de la realidad de su propio país, crecida a la sombra de la “dictadura del machete”. A partir de 1893 compartió la dirección de México con el presidente-rey Porfirio Díaz y pudo, con sus gestiones, darle figura de tecnocracia al gobierno porfírico, de capitalismo moderno a la economía porfiriana, de ciencia a los estudios sobre la naturaleza y el hombre, y de realismo a la literatura y al arte. Según sesudas opiniones, si en 1907 los científicos le hubieran cedido el bastón de mando a los modernistas y si no hubiesen vivido tan distantes del pueblo, otra suerte les habría tocado que no la del desalojo a patadas. La historia de los “cien tísicos” no tiene buen comienzo ni happy end, pero sí un periodo de buena disipada vida. La gente de aquella aristocracia fue de gesto majestuoso y pausado, de baja emotividad, de mucha acción y poco sensible a las vueltas del tiempo; hombres de textura flemática y distante; figurines de levita y sombrero hongo.

La centuria azul

Le llamo de entrada centuria azul y no generación modernista porque es un conjunto de cien personas que dieron con su cauce en 1888 al leer el libro Azul de Darío e hicieron su primera comunión literaria en la Revista Azul. Con todo, nadie le ha dicho ni le dice ni le dirá como se debe. Se le identifica con el ambiguo y confuso mote de generación modernista por culpa del ricachón Jesús Valenzuela, quien a raíz de la muerte del Duque Job y su Revista Azul, juntó a sus compatriotas coetáneos distinguidos en las páginas de la Revista Moderna, sostenida por él de 1898 a 1911. Aunque quizás el verdadero culpable fue José Juan Tablada, autor de la idea de hacer una revista de cenáculo, “exclusivamente literaria y artística… y que proclamando su espíritu innovador, debería llamarse Revista Moderna”; y aún cabe la sospecha de que el mal nombre brotó de Rubén Darío, pues en Azul usa el término modernismo para designar la obra de simbolistas y parnasianos, o quizá de Baudelaire, que habló de la modernité literaria desde mil ochocientos sesenta y pico.

Según Anderson y Posada, los modernistas comenzaron a vivir en la zona temporal 1855-1870. Don Wigberto Jiménez corre hacia acá las fechas límites propuestas por Anderson y Posada. Ninguno de los modernistas parece haber comenzado a vivir antes de la Constitución de 1857 ni después de la muerte de Juárez en 1872. Les tocó asomar la cabeza cuando reventaba aquel tumor que salpica de pus al país, en lo crudo de la guerra civil. Ignacio Bonillas, Manuel José Othón, Carranza y Manuel Gutiérrez Nájera dieron su primer grito en plena trifulca de tres arios; Emilio y Francisco Vázquez Gómez, Federico Gamboa y Luis G. Urbina, durante las mortíferas guerras de Intervención, y Juventino Rosas, Felipe Ángeles, Amado Nervo y José Juan Tablada en el lustro de oro de los pronunciamientos, el bandolerismo y las incursiones apaches. Los azules nacieron en un quindenio rojo, lo cual no significa que únicamente de tal trauma haya provenido el gusto de su élite por tender “el vuelo en pos de atmósferas serenas”. El amor a lo azul les nació también por la náusea que les produjo el negrísimo hollín de los trenes que prodigó don Manuel González cuando fue el mandamás de México. Por otra parte, el color azul fue el preferido de Rubén Darío, el mayor de los modernistas de la América Hispánica. Como quiera, no parece ser muy importante el color generacional y quizá tampoco las condiciones en que vivía México cuando la élite azul o modernista dio su primer grito. Quizá sea de mayor interés la averiguación sobre el origen geopolítico de cada uno de los señores del cenáculo modernista o azul.

Por los tratados de Guadalupe, México perdió la mitad de su patrimonio territorial, pero únicamente una centésima parte de su población. Retenía, pues, a mediados del siglo XIX, cuando se cocinó la hornada modernista, sus ocho millones de habitantes: ochocientos mil (el 10%) en el Norte, o sea, en el 53% de la superficie toda del país; algo más de seiscientos mil (el 8%) en Transtehuania (Tabasco, Chiapas y la península yucateca), que cubre el 12% de la superficie de la República, y poco más de seis millones y medio (el 82%) en sólo el 35% del suelo nacional. No es, pues, aberrante que el vastísimo norte únicamente haya aportado el 12% de las famas de la generación azul; Transtehuania, el 5%, y la zona troncal, el 81%. En cambio sí es absurdo que únicamente el 17% de las luminarias azules hayan nacido en el campo, siendo que en la República de entonces todavía el 80% de la población era campesina, y más aberrante aún que ningún insigne de aquel grupo fuera indio en un país en que el 38% de sus habitantes ignoraba el español y se entendían, según el caso, en una de las cien lenguas aborígenes. Como las generaciones de la Reforma, porfiriana y científica, la pléyade azul no fue representativa de la población mayoritaria del país.

El cenáculo modernista, más aún que los tres antecedentes, representó a la minoría urbana y a la aún más minoritaria clase media; esto es, sólo representaba a la trigésima parte de la población. De hecho, sólo representó a una delgada espuma. Además de haber nacido en urbe, adentro de una familia de idioma español y en un grupo sin acosos de hambre, salud y alfabeto, debe añadirse que los azules recibieron una educación refinada en las mayores ciudades del país, y cuando se pudo, en planteles de Europa y de lo mejorcito. Es obvio que, fuera del torero Ponciano Díaz y el clown Ricardo Bell, la gente de lustre de aquella generación recibió una cultura chic, llena de moños y cintas. Sólo uno de cada diez se salió del aula prematuramente, que no del carril cultural. El Duque Job obtuvo por su propia cuenta una sabiduría de primerísimo orden y de varia índole. Nueve de cada diez estudiaron en algunas de las instituciones nacionales donde se impartía la enseñanza media, o en otros países. Algunos botones de muestra son Ignacio Bonillas, estudiante en Tucson; Federico Gamboa, en Nueva York; Manuel Puga, en Juilly, y Carlos Díaz Dufoó, en París.

De los instruidos en México, quince, generalmente provincianos, reciben altas dosis de humanidades y poca ciencia en los centros para la formación de sacerdotes; treinta adolescentes modernistas cursan más ciencias que humanidades en la Escuela Nacional Preparatoria; ocho se forman en el Liceo de Varones de Guadalajara, y otros tantos en instituciones similares de provinca. Un trío incurre en el Colegio Militar y otro en la Escuela Normal para Maestros. Una docena entra a la

Jeunesse doré

lejos del suelo donde nació, en el ombligo de aquel mundo, en la capital francesa, y las otras docenas, con la mente transportada a París, fuente de toda cultura, madre del saber vivir, Roma de la inteligencia. Casi todos, deslumbrados por la capital de Francia, aprenden el idioma francés, leen revistas francesas y le hacen poco caso a las lecciones católicas o positivistas impartidas en el Semi o en la Prepa, no obstante que la mayoría de esas lecciones eran también afrancesadas. En los científicos, la nordomanía atemperó el afrancesamiento. Los modernistas son afrancesados del pe al pa. De algún modo se las arreglan para rodearse de una atmósfera parisina, para respirar los aires literarios venidos de la capital de Francia.

Los jóvenes azules traen de París niños, virtudes y vicios. Mientras estudian en la Escuela Nacional de Jurisprudencia o en la Escuela Nacional de Medicina, tratan de asumir el esprit de Francia yendo con asiduidad a burdeles y cantinas, mediante el consumo del alcohol y drogas, en íntima amistad con una ilusa Duquesa Job que “de tal manera trasciende a Francia que no la igualan en elegancia ni la clientes de Hélene Kossut”. Según Tablada, buscan normar la vida del espíritu y la vida de la carne en las doctrinas disolventes de Baudelaire. Se rebelan contra la tranquilidad ricachona de su casa; sienten un “sincero desprecio hacia el burgués”; andan tras una “sociedad ideal, integrada y regida por poetas más o menos baudelarianos o en salmuera de ajenjo como Verlaine, o doctorados en el claroscuro satánico del acuarelista Rops o escenógrafo de misas negras como Huysmans”.

El galicismo mental, aunque usted no lo crea, los aparta del positivismo francés y, en general, de toda filosofía racionalista peleada con el misterio y el buen gusto. El positivismo de la Prepa les entra por un oído y les sale por el otro. Rara vez se toman el trabajo de rebatir la filosofía de los burgueses. Sin gritos, desisten de esa tradición. Tampoco retoman, con muy pocas excepciones (Emeterio Valverde, Francisco Banegas, Ruiz), la filosofía escolástica. Se hunden en la lectura de los autores ocultistas y acaban creyendo en mesas parlantes y en amenazas del zodiaco. Octavio Paz escribe:

La influencia de la tradición ocultista entre los modernistas hispanoamericanos no fue menos profunda que entre los románticos alemanes y los simbolistas franceses… Sí, es escandaloso pero cierto… El modernismo se inició como una búsqueda del ritmo verbal y culminó en una visión del universo como ritmo.

No obstante la parranda, el gusto por la vida inútil y los fenómenos metapsíquicos, setenta y dos de la centuria azul, con gran beneplácito de sus padres, recibieron un diploma profesional de alta escuela. Treinta y siete (el 51% de los recibidos) ganaron el título de abogado; catorce (el 19%) el de médico; ocho, el de ingeniero; seis, el de sacerdote; tres, el de maestro; tres, el de artista plástico o músico, y sólo dos, el de oficial del ejército. De los 37 abogados, únicamente tres ejercieron la abogacía como Dios manda; de los catorce médicos, una docena abrió consultorio o puso botica; de los ocho ingenieros, una mitad construyó puentes y edificios; de los seis sacerdotes y de los dos militares, ninguno se “jerró” en la juventud, y además de los tres artistas con título, otros seis ejercieron el arte sin estar titulados.

Desde el decenio de los setenta empezó a difundirse la fama de los cinco músicos de la generación, además del pintor, del escultor, del payaso y del torero. Desde 1879 se supo que en Puebla (uno de los pocos lugares donde no se habían prohibido las corridas de toros) el Díaz torero resultaba tan buen lidiador como el presidente Díaz. En 1867, con el circo Chiarini, Ricardo Bell llegó a México en plan de niño payaso, y a partir de 1881, en el circo Orrín, se hizo famoso por su pantomima de Napoleón. De los músicos, el autodidacta Felipe Villanueva fue tan bienquisto de las musas que a los diez años le compuso una cantata a Miguel Hidalgo; y antes de cumplir los treinta, edad en que murió, hizo óperas, danzas, habaneras, valses y misas. Juventino Rosas ya era músico callejero a los siete años, segundo adorno de la Compañía del Ruiseñor Mexicano a los quince, aplaudido autor bohemio de La cantinera a los veinte, popularísimo borrachín que compuso Sobre las olas a los veinticinco, y cadáver de basurero a los veintiséis. En la Compañía de Angela Peralta se dio a querer Carlos Meneses, quien desde 1892 fue un buen director de la Orquesta de los amigos de la buena música.

No menos precoz fue el numen de los treinta y siete llamados por la literatura. Ocho poetas azules antes de cumplir los treinta años de edad dieron a la luz pública escandalosos poemas: Rafael Delgado, Juveniles; Manuel Gutiérrez Nájera, la Duquesa Job; Enrique Fernández Granados; Mirtos y Margaritas; Manuel Puga, versos en francés, y José Juan Tablada, su Misa Negra, de la que supo doña Carmelita por el chisme de un científico, e hizo a su autor pasar las de Caín. Tablada, en compensación, se dio el gusto de condenar por escrito la hipocresía de un público que toleraba garitos y prostíbulos y se alarmaba ante un poema erótico. Tres novelistas ya eran notables antes de 1892; el ejemplar sacerdote Atenógenes Segale y dos escandalosos que por la ruta del realismo descendían al fondo de la inmundicia en pos de lo natural: Federico Gamboa, autor Del natural, Ángel del Campos Micros, autor de La Rumba, donde describe aquella parte de la sociedad urbana que podía en cualquier rato mancharle a don Porfi su título de “héroe de la paz”. En la década de los ochenta fueron periodistas, con algún nombre y con no poca irreverencia, Victoriano Salado Álvarez en Juan Panadero; Luis G. Urbina y Chucho Urueta en El Siglo XIX; Carlos Díaz Dufoó en periódicos de España y México; Feliciano Velázquez en La Voz de San Luis y en El Estandarte Potosino; Manuel José Othón en varias publicaciones periódicas de provincia; Cabrera, en El Hijo del Ahuizote; Salvador Quevedo en El Lunes; Trinidad Sánchez en La Voz de España, El Tiempo y El Nacional; Rafael Reyes y Tablada en El Universal; Heriberto Frías en El Demócrata; Carlos Pereyra en El Pueblo y Gutiérrez Nájera en casi todos, con diversos seudónimos y con sobra de imaginación para componer reportajes, crónicas y artículos cuya frivolidad contrastaba con las colaboraciones tan conceptuosas de los viejos reformistas, de los adultos porfirianos y de los aún juveniles científicos. En los modernistas alientan desde muy temprano la antisolemnidad, el individualismo, el afán de ser originales y otras rarezas de buen sabor.

Aun los científicos sociales del modernismo fueron raros desde muy jóvenes. Les dio mucho por la historia anticuaria, anecdótica y local. Con México Viejo, González Obregón le devuelve al arte de Clío el carácter artístico que le regateaban los de la onda científica. Les dio mucho también por la crítica literaria de tipo impresionista. Incurrieron, incluso, en la crítica del sistema. Emilio Vázquez Gómez lanzó un folleto que hizo roncha sobre La reelección indefinida.

“El folleto, muy tersamente escrito —dice Cosío Villegas—, le da derecho a su autor para figurar como uno de los primeros precursores de la Revolución Mexicana, si es que no el primero de todos”.

El panfleto de Emilio Vázquez no debe hacemos pensar que la juventud modernista estaba muy interesada en asuntos políticos. A casi todos los jóvenes azules los temas “políticos, sociales y económicos les parecían muy secundarios”, según refiere Tablada. Entre ellos hubo pocos políticos militantes, como Luis Pérez Verdía, joven diputado federal y gobernador de Jalisco; Camilo Arriaga, dos veces legislador; Venustiano Carranza, que en 1888 obtuvo por primera vez la presidencia municipal de su terruño. Se cuentan con los dedos de una mano los atraídos por los negocios. Nicolás Rangel fue agente viajero, no por espíritu de lucro, sino simplemente porque no tenía otra manera de ganarse la vida. Pero sí fueron hombres de negocios de verdad los inmigrantes Adolfo Prieto, Arturo Mundet, José Garci-Crespo y Frank Sanborn. Los mexicanos Francisco G. Sada, Abraham González e Ignacio Pesqueira sí tenían alguna vocación de agricultores. En general, los modernistas traspusieron la juventud y penetraron en la

Primera madurez

sin sentar cabeza, lejos de ser hombres de provecho, sin mayores preocupaciones de orden práctico, con la extraña obsesión de rodearse de cosas bellas e inútiles. Según Marías, al llegar a los treinta años “el hombre empieza a actuar, a tratar de modificar el mundo”, a darse de golpes con la generación gobernante, a querer desplazarla del poder político, a decirle “quítate tú para ponerme yo”. Eso es lo normal, pero los modernistas, o eran anormales o veían la autoridad tan bien asida por el viejo dictador y su corte de científicos, que no hicieron gran cosa por volverse poderosos.

De 1893 a 1907 sólo la sexta parte de la centuria azul coqueteó con el poder, si es que se puede llamar así al hecho de que seis hayan aceptado ser legisladores de un Congreso que sólo despertaba cada cuatro años con motivo de la reelección de Díaz. Que Sodi fuera magistrado de la Suprema Corte; Francisco León de la Barra, Federico Gamboa, Balbino Dávalos y Antonio de la Peña fueran cónsules o diplomáticos en Estados Unidos o Europa; Manuel José Othón desempeñara juzgados pueblerinos, y Luis G. Urbina la secretaría particular de don Justo, es pura excepción a la regla. Tampoco fueron ejército los hacedores de política opositora. Después de 1888, Emilio Vázquez cerró el pico en espera de mejor oportunidad. En 1900, Ponciano Arriaga, a propósito de unas declaraciones del señorial obispo Montes de Oca, invitó a los liberales de México a formar clubes que enviaran delegados al Congreso Liberal de San Luis Potosí que se celebraría en 1901. Como es bien sabido, en ese Congreso se acordó robustecer la conciencia liberal, reprimir los excesos clericales, denunciar a los malos funcionarios públicos y hacer el Club Liberal Ponciano Arriaga. Este Club expidió un manifiesto, en 1901, donde acusa a Díaz de haberse rodeado de maniquíes sin carácter ni energía, cuya conducta era “inicuamente arbitraria y sospechosamente productiva” para Díaz y su séquito. En 1903, Arriaga esparce otra declaración donde ratifica el propósito de combatir al clero, y añade el propósito de luchar contra el militarismo y el capitalismo y en pro de los trabajadores de la ciudad y el campo. Ese mismo año de 1903, Arriaga y sus jóvenes secuaces se ven obligados a huir a Estados Unidos, donde aquél se pelea con sus discípulos. En 1904, Arriaga vuelve a México.

Tal vez por apolíticos, los modernistas no se distinguen como oradores, naturalmente con la excepción de Chucho Urueta, “uno de los más perfectos espectáculos del hombre parlante”. Tal vez porque consideraban que su público natural era la clase media “leída y escribida” se preocupan más por el periodismo que por la oratoria. Seis hacen periodismo de índole artística e irreverente, que no sólo Valenzuela, director del vocero literario de los modernistas; Gutiérrez Nájera desarrolla una actividad periodística sin paralelo en la historia del periodismo mexicano; también Reyes Spíndola, fundador de El Imparcial, nuestro primer periódico moderno, rápidamente acaparado por los “cien tísicos”; y Sánchez Santos, el más próximo competidor de Reyes, trabaja incesantemente en El País, del que se llegaron a vender hasta doscientos mil ejemplares al día. Quizá porque más que todo les interesaba a los modernistas el trato entre sí, el género al que le conceden mayor cantidad de horas es a “la dulce charla de sobremesa”. La pléyade azul fue un equipo excepcionalmente bien dotado de conversadores, de charlistas amenos e ingeniosos.

La manifestación superior de cultura durante la primera madurez de la centuria azul es la obra poética: Poemas rústicos, de Othón; Poemas de los árboles, de Delgado; la tupida selva de pensamientos franceses en versos españoles de Gutiérrez Nájera; la grave emoción lírica de Francisco A. Icaza; las poesías ingenuas y sentimentales de Urbina; Preludios y lirismos, de Enrique González Martínez; Perlas Negras, Místicas y Jardines interiores, de Amado Nervo; primeros comerciales a la vida provinciana de Francisco González León; Del fondo del alma, de Segale; Florilegio, de Tablada; Exóticas, vertidas del italiano y del francés al español por Fernández, y muchos poemarios más de esos y otros poetas muy distintos entre sí pero con algunas cualidades comunes que Reyes resume en dos: “cierto sentimiento agudo de la técnica —técnica valiente, innovadora— y cierto aire familiar de diabolismo poético que acusa una reciprocidad de influencias entre ellos y su dibujante Julio Ruelas”. No será así después; pero entonces, en el ocaso del XIX y el amanecer del XX, según Max Henríquez, “el culto preciosista de la forma favorece el desarrollo de una voluntad de estilo que culmina en refinamiento artificioso y en inevitable amaneramiento”. Tampoco la instalación del diablo en el cuerpo será duradera, pero mientras dura, desteje a más de cuatro. El Duque Job, el músico del vals romántico, el novelista de las “Semanas alegres”, el dibujante de la mujer y el escultor de malgré tout se extinguen entre los treinta y los cuarenta años de edad.

La exquisitez y el diabolismo de los modernistas no se limitó a la poesía. Sus novelas describieron refinadamente el cariz pecaminoso de la vida que para los conservadores y para los liberales lo formaban la sexualidad y el erotismo. En El bachiller, un seminarista con más tentaciones que las de San Antonio, se castra. En Pascual Aguilera se habla sin tapujos de la sexualidad, pero con preciosimo. En la otra novela de Nervo, El donador de almas, el relato corre de lo natural a lo sobrenatural. También Gamboa expresó elegantemente lo malo en Suprema Ley, en Metamorfosis y en Santa, la campesina sucesivamente deshonrada, amante de un torero, esposa de un cualquiera, y prostituta. Aun el soldado Heriberto Frías, autor de Tomóchic, Naufragio y El último duelo, junta el buen decir del novelista con el mal obrar de sus personajes. Los escritores azules trajeron la moda de poner el dedo en la llaga. Ni siquiera los historiadores prescinden de los temas repugnantes. Así la vida desequilibrada y el rostizamiento de Don Guillén de Lampart, contados por González Obregón; las Mutilaciones dentarias de los tarascos, de Nicolás León; y la crueldad de La conquista española, tan minuciosamente narrada por Genaro García. Uno de los sociólogos del grupo, Julio Guerrero, investiga La génesis del crimen en México. José Terrés se especializa en patología interna y escribe un manual de su oficio; Toussaint funda la cátedra de Anatomía Patológica, y González Ureña escoge entre todos sus enfermos a los leprosos para extraer de su deformidad artículos apolíneos.

Todo por repulsa a lo feo, a lo atroz y a lo maloliente. Si hubieran podido permanecer en su torre de marfil, los modernistas no habrían envuelto en bellas frases las fealdades del contorno ni habrían logrado hacer tan acerada crítica de todos los tipos y de todos los tonos: de susurro, de café, de cantina, de ensayo corto, y aun de mamotreto como los de Puga contra sus colegas o de Molina Enríquez contra la sociedad. Por estetizantes, que no por precursores del antiimperialismo, criticaron a Estados Unidos; por lo mismo, que no por abrir calle a los revolucionarios, criticaron con voces solapadas al dictador; sobre todo desde que su majestad dio a entenderles que ellos serían los de

Arriba

pues él iba con todo y su corte de científicos a un rincón. A James Creelman se lo dijo con todas sus letras: “Me retiraré al concluir este periodo constitucional… Acogeré gustoso un partido de oposición en México”. A raíz de esa declaración se descubren modernistas con voluntad de poder, aunque la mayoría sigue en su torre de marfil, alejada de las preocupaciones del servicio público. Los políticos entran a escena haciendo ruido. Molina escribe Los grandes problemas nacionales. Calero, Batalla y otros forman un Partido Democrático pro escuela gratuita y obligatoria, sufragio efectivo, municipio libre, inamovilidad judicial, libertad de imprenta, inversión fecunda de las reservas del tesoro público, ley agraria, ley obrerista. Aragón y Carranza se enchufan en el partido formado por la fracción disidente de la pléyade científica, por el partido de Bernardo Reyes y José López Portillo. Los Vázquez Gómez y una docena más se juntan al partido de la juventud alentado por Francisco Madero desde que publicó La sucesión presidencial en 1910. Demetrio Sodi, Chávez, Prida, Carvajal…, los modernistas a sueldo de los científicos, se declaran ardientes defensores del reeleccionismo y le piden a Dios que les conserve “al que en la presidencia está sentado” para que siga allí sentado eternamente. Los azules no concordaban en política.

La juventud de la hornada siguiente a la modernista no aguanta el fraude electoral de 1910 y se pone en pie de lucha. Comienza la revolución apenas pasadas las grandes fiestas del Centenario. Los azules politiqueros oscilan entre la abyección y la rebelión. Quizá los más conocidos, presa de grandes indecisiones, optan por tenderse de tapete debajo de los botines del general Díaz. Mientras en unos gana la obediencia, en otros sobresale el desacato. Maytorena en Sonora, Abraham González en Chihuahua, Carranza en Coahuila, Luis Moya en Zacatecas, los Vázquez Gómez y José María Pino, aquí y allá promueven la rebelión contra el Dictador que ya parecía árbol navideño por tanta corcholata como le habían pegado en su traje militar. El árbol, para no caer por la embestida del huracán, se adorna con ramas modernistas, hace a Demetrio Sodi ministro de Justicia, a Norberto Domínguez, de Comunicaciones y a León de la Barra, de Relaciones. Ni por ésas logra mantenerse en pie. León de la Barra asume interinamente la presidencia con un gabinete azul: los Vázquez, Calero, De la Peña. Irrumpe la diáspora. Dos se van con Díaz al Viejo Mundo. Madero sube. Pino lo copilotea. Calero, Abraham González y Díaz Lombardo lo sirven en el gabinete. Cosa de una docena de modernistas toma curules, gubernaturas, subsecretarías. Garza Aldape se alía en aventura de sedicioso con Reyes. Emilio Vázquez se pone a las órdenes del rebelde Pascual Orozco. Angeles combate contra los insurrectos del sur. Lascuráin sucede a Calero en Relaciones. Tablada, con sus poemas satíricos y obscenos, contribuye al desplome de Madero. Continúa la diáspora. Madero, Pino, Abraham González y Belisario Domínguez, por úcase de Huerta, pasan al otro mundo. Otros nomás cambian de continente. Huerta restaura a los ancianos científicos e instaura a unos quince modernistas en el poder; Lascuráin gobierna el país el 19 de febrero de 1913 mientras se mete el sol. Esquivel, Gamboa, Tablada, Chávez, González Martínez, Alcocer, Pereyra, Garza, De la Lama, Aragón y Carbajal caen en la abyección huertista, sirven al generalote matachín. Ocho optan por la rebelión armada contra Huerta y su régimen. El vecino del Norte vuelve a inmiscuirse en la casa del vecino del Sur. Huerta se viene abajo. La generación azul sigue fraccionándose. La dispersión crece adentro y afuera. Pérez Verdía, Valenzuela, Ruiz, Sánchez Santos, Núñez, Batalla y Cabrera se despiden de la vida. Silva, los Vázquez Gómez, Orozco y Jiménez, Urbina, Balbino Dávalos, Maytorena, Nervo, Banegas, Salado, Calero, Aragón, González Martínez, Tablada, Urueta, Pereyra, Santibañez y algunos más se despiden de México, se van a recorrer mundo, a entrar en contactos efímeros con otros desterrados de la misma camada.

Para 1915, la mitad de la centuria azul sobreviviente vive con apuros fuera de su patria. El destierro los transfigura. Por una parte, como dice José Emilio Pacheco, la generación “pierde las ilusiones del europeísmo, adquiere una perspectiva continental, siente que pertenece a una nacionalidad única formada por todos los países” hispanohablantes. Por otra, vigoriza su pálido antiimperialismo. Algunos libros de muestra: Los capitales extranjeros, de Díaz Dufoó; México y los Estados Unidos ante el derecho internacional, de Esquivel Obregón; El mito de Monroe, Bolívar y Washington, La obra de España en América y la monumental Historia de América Española, de Pereyra. El destierro, además, los limpia de preciosismos y de actitudes diabólicas y los conduce a la reflexión metafísica. Basten como botones demostrativos Serenidad, Elevación y Plenitud, de Nervo; La muerte del cisne, El libro de la fuerza y Parábolas, de González Martínez. Los desterrados de la onda política generalmente se hunden en el escepticismo y en el silencio.

También los que se quedan cambian a fuerza de ver atrocidades cometidas por una “multitud estólida, semidesnuda y pestilente”. En Pacheco se lee: “Los zapatistas irrumpen en el jardín japonés que Tablada cultivaba en Coyoacán… se van en seguida pero no sin dejar su huella, brutal y verdadera”. Los libros de muchas colecciones famosas son arrojados de sus anaqueles; los archivos locales, entregados a las llamas; las obras de arte, destruidas o vendidas a vil precio. En 1915 y 1916, México subsiste en un vivo ardor. Carranza no consigue imperar sobre tantos ejércitos combatientes. Los modernistas adictos a la abyecta política andan cada uno por su lado. Angeles apoya a Villa. Pesqueira, Martínez Solórzano, Aguirre y Rojas contribuyen al Congreso Constituyente de 1916. Serratos se hunde con los convencionistas. A Carranza, contra su voluntad, le hacen una nueva constitución, no lo dejan imponer a Bonillas y lo dejan frío en Tlaxcalantongo. En medio de la trifulca, Salinas se esconde para hacer sus Ejercicios lexicográficos; Rougier funda la orden de Misioneros del Espíritu Santo; Revilla escribe En pro del casticismo; Valverde, obispo de León, construye templos y escuelas católicas; García sigue publicando colecciones documentales y emprende las biografías de Palafox y Leona Vicario; Ruiz, arzobispo de Morelia, impulsa la instrucción católica; Fernández Granados expide Odas, madrigales y sonetos; Salado confiesa: “Por mi prosa comprenderán que no soy el mismo Voltaire de marras”; Marcelino Dávalos publica Carne de cañón; Gedovius y Clausell pintan día tras día; Puga, el coco de los escritores, se convierte al catolicismo; Miguel Ángel de Quevedo planta religiosamente árboles en las calles de la capital; las conversiones religiosas de los modernistas ya no sorprenden a nadie. Los jóvenes descarriados de finales del siglo XIX son los mismos adultos que a principios del XX se encarrilan en las más añejas tradiciones del país.

Desde que empezaron a difundir en 1920 aquellos versitos que dicen:

Si vas a Tlaxcalantongo

procura ponerte chango,

porque allí a Barbastenango

le sacaron el mondongo,

los modernistas abandonan los deberes públicos; dejan la carrera de los honores; se olvidan de la política; le dan el adiós a las armas; poquísimos siguen en los negocios; los más se recluyen en la vida intelectual. De los setenta sobrevivientes en 1921, once entran a la

Agerasia

en plan de creadores literarios; tres, de artistas; veintitrés, de científicos humanos; tres, de científicos naturales; cuatro de apóstoles religiosos; y los demás, en plan de descanso. Los versificadores se renuevan incesantemente. Dice José Emilio Pacheco que transforman el modernismo “en todas las corrientes poéticas que llegan hasta nuestros días”. González León, con Campanas de la tarde, incurre en el lopezvelardismo. José Juan Tablada se mete en vericuetos vanguardistas en El Jarro de las flores y La Feria; Enrique González Martínez no hace tantas piruetas como Tablada, pero tampoco pierde el paso desde El diluvio de fuego hasta su último Narciso. Díaz Dufoó atrae a los jóvenes ya no únicamente por ser el mejor economista del país y un hombre de buen humor, sino también por media docena de obras de teatro de vanguardia. Los letrados de la minoría modernista no sólo siguen aportando novedades en su vejez; también “anticipaciones”.

Docena y media, la mitad de las plumas modernistas en activo, distrae su vejez en investigaciones históricas. Doce producen libros, además de gordos, clásicos. Velázquez escribe una historia de San Luis Potosí; Salinas, otra de Toluca; Toribio Esquivel Obregón, los Apuntes para la historia del Derecho en México; Aguirre, sus Memorias de campaña; Nicolás Rangel, la Historia del toreo en México; Luis González Obregón, numerosas evocaciones de la Nueva España; Valverde, las biobibliografías de eclesiásticos; Banegas, una Historia de México; Galindo y Villa, la historia de la capital; Ordóñez, la del petróleo mexicano; Torres Quintero, el Final del virreinato español; Alcocer, unos Apuntes… de México-Tenochtitlán; Santibáñez, su Historia Nacional de México; Tablada, la Historia del Arte en México, y Pereyra, que se fue a España para no volver jamás, no sólo su Hernán Cortés. Chávez ahora publica una Psicología de la adolescencia, mañana un tratado sobre Dios, el universo y la libertad y al otro día las vidas de Fray Pedro de Gante, Hidalgo y Morelos. También Aragón salta de un asunto a otro con gran agilidad; se lanza a la filosofía de la historia; hace Composiciones poéticas; define a Porfirio Díaz, y se ocupa de La vida y obra de Luis Pasteur. También se lanzan, en este mismo inclín por la historia, a escribir sus memorias Salado, Tablada y Ceballos.

La generación azul fue imaginativa, proteica, comunicativa y aun longeva. León mantuvo sus costumbres de saquear bibliotecas públicas y escribir de todo hasta los setenta años. Castañeda no cesó de hacer tratados clínicos hasta los ochenta. González Ureña vivió hasta los noventa sin parar como médico y como escritor. A partir de 1940, veinticinco correosos modernistas, a quienes ya se les habían perdonado sus veleidades públicas, y casi todos de vuelta de la dispersión geográfica, otra vez en la metrópoli de su país, empiezan a recoger reconocimientos oficiales, oficiosos y populares. A tres se les acomoda en El Colegio Nacional, recién fundado en 1943. A don Ángel Pola se le declara decano del periodismo en ceremonia vistosísima. Desde que se le planta el letrero del apóstol del árbol, Miguel Ángel de Quevedo es una presencia indispensable del ritual público. Valverde, promotor del monumento a Cristo Rey en el Cubilete, suple la ausencia de la palmadita presidencial con la veneración de sus diocesanos. Dos personas tan diferentes como Lascuráin y González León viven en el olvido. A Carlos Pereyra, tan claridoso acerca de la conducta de algunos sectores revolucionarios, se le deja pudrir en España en medio del más absoluto silencio. En cambio, a Tablada, quien dijo de Madero que “le faltaban lo que ponen las gallinas” y en vida cometió varios desacatos de índole revolucionaria, quizá por ignorancia, se le conduce en cadáver desde Nueva York para ser depositado en la Rotonda de los Hombres Ilustres, donde ya estaban Amado Nervo y Urbina y adonde llega poco después González Martínez. Allí se juntan algunos dioses mayores de la poesía modernista, quienes, además del reconocimiento oficial, llegarán a tener el del pueblo raso o por lo menos el de la clase media en su conjunto. En ellos se cumple el dicho de Max Nardau: “La originalidad de ayer es la vulgaridad de hoy”. La supervivencia del más destacado político modernista en centenares de estatuas, en infinidad de calles que llevan el nombre de Carranza, en docenas de localidades Venustiano Carranza, es otra cosa que no precisamente popularidad.

Quizás a la generación azul o modernista le venga el adjetivo de sentimental, así como le vino el de apasionada a la pléyade de la Reforma, el de sanguínea a la gente de don Porfirio y el de flemático a los científicos. También en grandes rasgos simplificadores, se puede decir del equipo “moderno” que fue una aristocracia intelectual lúcida, curiosa, irónica y escéptica, de oriundez urbana y mesocrática, de juventud etilítica y drogadicta, de madurez sin fe ni rumbo fijo y de senectud cordial y católica. El amasiato permanente con la crítica, el contubernio primaveral con la poesía y la propensión otoñal a la historia, son otras de sus modalidades. Los historiadores de la cultura insisten en que los modernistas vitalizaron el idioma al barrer con el desaliño a que nos habían acostumbrado los románticos. En las historias de la economía no figuran, pues fue notable su incapacidad para el lucro y para la reflexión sobre la vida practica. Los historiadores sociales suelen declararlos precursores del agrarismo y del laborismo de la Revolución Mexicana, no obstante que vivieron hasta el límite de lo posible alejados de la turbamulta. La historia política salva a unos cuantos y condena al conjunto por su falta de energía, por su despiste. Su antiimperialismo —dice Octavio Paz— no “estaba fundado en una ideología política y económica, sino en la idea de que la América Latina y la América de lengua inglesa representan dos versiones distintas y probablemente inconciliables de la civilización de occidente”. Fue una generación nepantli, entre dos aguas, que tuvo que cerrar la época nacionalista, liberal y romántica, habitada por tres generaciones precursoras y por ella misma, y abrir la época nacionalista, socializante, pragmática que conocemos con el nombre de Revolución Mexicana y que la tanda azul construyó parcialmente y habitó a sobresaltos.

Revolucionarios de entonces

Los hombres decisivos de la etapa destructiva de la Revolución Mexicana no bajaron de ciento cincuenta; quizá se acercan más al número de doscientos. Son dos centenares los que conforman la élite de la generación revolucionaria o generación del centenario o generación de 1910 o generación de los nacidos entre 1873 y 1888, en la franja temporal que va de la muerte de Juárez a la segunda reelección de Díaz. Esta generación surgió en los tiempos en que salía del Palacio la pléyade de la Reforma y entraba al poder la hornada del orden, cuando ya habían concluido las atrocidades de la lucha de tres años y la Intervención, y don Porfirio empezaba a esculpirse el tratamiento de héroe de la paz mediante las guerras que auspició y ganó contra los pronunciados, bandoleros, apaches e indios rebeldes. Cuando estuvo de moda la palabra orden, nació la cría del desorden y la lucha revolucionaria, sólo comparable en furor destructivo a la de los reformistas de la época del Benemérito.

Entre 1873-1888, la población de la República era aproximadamente de diez millones de habitantes. Un 12% vivía en los estado del Sur (Oaxaca, Chiapas y Guerrero), de donde provino únicamente el 3% de la élite revolucionaria. Un 26% de la gente de 1880 vivía en los estados occidentales (Guanajuato, Michoacán, Jalisco, Nayarit, Colima y Aguascalientes). En el Occidente nació también el 26% de la pléyade revolucionaria. Sin contar la metrópoli, de los estados del Centro, donde vivía la cuarta parte de los mexicanos, sólo salió la décima parte de las famas de la Revolución. Otro décimo fue oriundo del D.F.; un octavo, de la región media del Golfo; un trigésimo, de la península de Yucatán. El Sur y el Sureste aportaron muy pocos próceres a la Revolución; el Noreste, un 4%, pero el Norte y el Noroeste, poco menos de la mitad. En la zona denominada Centro Norte, donde vivía la décima parte de la población de la República, nació el 14% de la gruesa revolucionaria. El mero Norte, donde moraba una vigésima parte de los mexicanos, dio el 24% de la élite de la Revolución. El Noroeste, con sólo el 2% de la gente del país, produjo el 10% de los peces gordos de la generación responsable del México donde todavía vivimos.

Por primera vez en la historia de este país, fue mayor el número de protagonistas de la vida mexicana nacidos en la periferia y no en el núcleo de la República. Por vez primera, sólo un décimo de las notabilidades fue metropolitano. Más de la mitad de la hornada comenzó en sitios que distaban de diez a cuarenta días de la capital a buen paso y en buen potro. La mitad de la élite revolucionaria fue oriunda de las estepas del Norte y casi las tres cuartas partes de la misma élite criada allá, pues en los años ochenta se puso de moda la emigración al Norte, atraída por el cuento del oro, de la plata y de las tierras baldías. El directorio revolucionario fue, en gran medida, norteño por nacimiento o por naturalización. Cuantitativamente fue también más rural que las minorías rectoras anteriores. La generación de la Reforma tuvo el 25% de nacidos rústicos; la porfírica, el 32%; la de los científicos, el 20%; la modernista, el 17; y la revolucionaria, el 38% de hombres de oriundez campesina y, cosa nunca vista antes, de crianza rural. La mayoría de los rudos eran del Norte, y por eso, bastante desteñidos y altos. Con todo, el grueso de la gruesa revolucionaria no se distinguiría por su largura ni tampoco por su palidez y eso quiere decir mestizaje.

Desde otro punto de vista, tal hornada difería apenas de las hacedoras de la etapa liberal de México. Escaseaban los de estirpe millonaria. No más de una docena nació en chozas campesinas o en vecindades obreras. Por lo que parece, ochenta de cada cien le llamaron papá, desde su más tierna infancia, a señores de chaqueta y barbita que asistían a dolintes, o enmarañaban pleitos, o removían hojas en una oficina pública, o estaban detrás de un mostrador o cuidaban un rancho. Los más, como en las hornadas anteriores, eran retoños de la clase media, hijos de padres ansiosos de tener hijos que fueran más que ellos, con más dinero, sabiduría y poder que sus progenitores.

Cosa de veinte de los futuros protagonistas de la Revolución no conocieron las aulas escolares, si bien algunos de esa veintena iletrada llegaron a escribir garabatos y a leer entrecortadamente. Otros quince sólo estuvieron en escuelas de enseñanza elemental y quizá quince más únicamente pudieron anteponer a su nombre el título de bachiller. En el instante de entrar a sus quince, a la

Edad de la diablura

sólo siete de cada diez siguieron calentando los pupitres de algún plantel educativo. De dos a tres docenas estudiaron en institutos para formar sacerdotes; una docena, en los colegios de religiosos reabiertos durante la paz porfírica; otra, en las escuelas normales de profesores hechas por el porfiriato; y lo gordo de la cantidad restante, en la aún famosa, pero ya no digna de su fama, Escuela Nacional Preparatoria, pues allí la herencia de Barreda se había ido “secando en los mecanismos del método… No había nada más pobre que la historia natural, la historia humana o la literatura que se estudiaban en aquella escuela por los días del centenario…”. Alfonso Reyes escribe:

No alcanzamos ya la vieja guardia, los maestros eminentes de que todavía disfrutó la generación inmediata [la modernista], o sólo los alcanzamos en sus postrimerías seniles, fatigados y algo automáticos. La mata del positivismo se había convertido en una rutina pedagógica y perdía crédito a nuestros ojos… Además, lamentábamos la paulatina decadencia de las humanidades en nuestros programas de estudio.

Al final de los cursos, los preparatorianos, en su mayoría, cruzaban rápidamente la calle y se inscribían para las carreras. No pocos optaban por la de abogado, la más ostensible entonces, asiento de preferencia para el espectáculo de la inminente transformación social, asiento que permitía fácilmente saltar al escenario.

El 28% de la pléyade revolucionaria llegó a tener patente de abogacía, y por ende, de orador. Sólo un 7% terminó sus estudios en el seminario y fue ungido y conocido como sacerdote. Algunos obtuvieron su consagración sacerdotal en Europa o en Estados Unidos. Algunos también redondearon su destreza artística, su trato con las musas, en Europa. Por lo pronto los pintores Diego Rivera, Atl y Goitia, y los músicos Manuel Ponce y Julián Carrillo. También los ingenieros y otros profesionistas de alguna rama técnica estudiaron fuera, aunque ya no sólo en París, también en Alemania y muy a menudo en Estados Unidos: en la Universidad de Notre Dame, donde estudió Eduardo Hay, o en la de Columbia por la que pasó Manuel Gamio, o en los colegios de Baltimore y San Francisco, de los que fue alumno Pancho Madero. La parte instruida de la generación del centenario fue bastante menos afrancesada y mucho más pocha que las generaciones anteriores, y no sólo por la vía del estudio; también por vía de destierros. Fue pocha y a la vez antiyanqui.

Un 66% de la pléyade revolucionaria obtuvo título. Como de costumbre, la mitad de abogado. Contra lo usual, abundan en la nueva cría los maestros de instrucción primaria. El 7% del conjunto de la generación lo constituyen profesores de escuela que, con el tiempo, serán consejeros de jefes militares o burócratas de alto nivel. Los casos más conocidos son los de Plutarco Elías Calles y Otilio Montaño, maestros en Guaymas y Cuautla, respectivamente. También abundan, si se compara con las generaciones de la era liberal, los ensotanados. La oncena de profesores y la oncena de curas estarán, en los inicios de la Revolución, en los polos opuestos de ésta, en plan de enemigos irreconciliables.

Muy pocos de los leguleyos llegan a tener bufete y a enredar pleitos judiciales. Los más se consagran desde su juventud al periodismo de combate: Miguel Ángel Menéndez, Flores Magón, los Luises Lara y Cabrera, los Rafaeles López, Sánchez y Martínez, y Rodolfo Reyes, el primogénito del secretario de Guerra, empeñado en llevar a su ilustre progenitor a la silla presidencial. No son menos los abogados metidos a poetas (Alfonso Cravioto, Julio Torri, Efrén Rebolledo, Antonio Mediz Bolio, Alfonso Reyes y López Velarde), o a novelistas (Carlos González Peña, Martín Luis Guzmán y Artemio de Valle-Arizpe) o a dramaturgos y comediógrafos (José Elizondo, el de Chin-Chun-Chan y Joaquín Gamboa, el del drama de La carne y la zarzuela de La soledad).

Como los maestros de la centuria azul, los jóvenes del ala intelectual de la generación revolucionaria casi desde niños fueron muy sensibles a la opresión de la dictadura. Henríquez Ureña escribe:

Sentíamos la opresión intelectual junto con la opresión política y económica. Veíamos que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse. Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos… Tomamos en serio a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce… Leimos a los griegos, que fueron nuestra pasión. Ensayamos la literatura inglesa. Volvimos a la literatura española. Atacamos y desacreditamos las tendencias de todo arte “pompier”.

Con la exposición promovida por el Dr. Atl en 1906, donde por primera vez se exhibieron obras de Rivera, la pintura académica fue atajada de repente. Un año más tarde, en un ciclo de conferencias sobre temas helénicos, se discutieron asuntos escabrosos, de sabor democrático. En 1908, en una manifestación en memoria de Barreda, la juventud revolucionaria declaró su amor y solidaridad a la juventud de la Reforma. En 1909, los descendientes intelectuales de la pléyade reformista decidieron organizar su primera guerrilla desde el Ateneo de la Juventud, desde donde José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Carlos González Peña, Alfonso Cravioto, Antonio Caso, Alfonso Reyes, Isidro Fabela, Nemesio García Naranjo, Mariano Silva, y para no hacer un catálogo que pase de las dos docenas, casi todos los miembros de la generación de 1910 avecindados en la metrópoli, la emprendieron abiertamente contra esa cerrazón intelectual llamada positivismo, y también contra el magisterio único de Francia.

Mientras los jóvenes cultos combatían por la apertura cultural, los sin letras, los futuros héroes revolucionarios, peleaban entonces únicamente por ganarse el sustento. Treinta y seis de la futura minoría ilustre eran jovencitos que obtenían el pan a golpe de pala: catorce agricultores, en su mayoría, pequeños e independientes; diez, comerciantes al menudeo; cinco, empleados en los ferrocarriles; y otros cinco, obreros de las minas. Los más no se trataban entre sí, vivían en terruños distintos y distantes pero próximos a la vida popular, especialmente a la vida del campo. Ellos conocieron de visu y experimentalmente los rigores de la condición vital de los de abajo, sabiduría que no les fue concedida a ninguna de las élites anteriores. Quizá, por lo mismo, llegan a ser sensibles al ideal de la justicia social, que no sólo al ideal de la libertad, a la literatura roja —y no únicamente a la literatura azul—, al principio del bien social como superior al bien individual.

Y mientras los exquisitos de la metrópoli trabajan con su mente y los broncos del Norte laboran con sus manos, los semicultos de la misma cría, muy atraídos por el quehacer público, dieron en juntarse en clubes revolucionarios aspirantes a derrocar al dictador. Antonio Díaz Soto, Pascual Ortiz Rubio, Pablo González, Antonio Villarreal, Eulalio Gutiérrez, Manuel Diéguez, Enrique Estrada, Adolfo de la Huerta, Práxedis Guerrero y Pascual Orozco, se afilian desde antes de la crisis de 1908 a los clubes liberales promovidos desde San Luis Potosí por Camilo Arriaga. Algunos de ellos huyen a Estados Unidos antes de la fecha clave y allá se ponen al habla con anarquistas, ideólogos de la revolución total, trabajadores violentos, fuerzas proletarias en pie de lucha y sindicatos. Desde San Luis Missouri, en julio de 1906, lanzan un programa de acción que admite los adjetivos de antirreeleccionista, antimilitarista, librepensador, xenófobo, anticlerical, laborista y agrarista. El plan del Partido Liberal exige 50 reformas, a cuya realización acuden los huelguistas mineros de Cananea en 1906, y a fines de ese mismo año y todo el siguiente, los trabajadores textiles de Puebla, Tlaxcala y Veracruz, mediante una explosión popular conocida con el nombre de huelga de Río Blanco.

Desde los años pintos de 1908 y 1909, cuando en algunos puntos llovió más de la cuenta y en otros menos de lo necesario, y la producción de maíz, ya de por sí deficiente, se redujo; desde que don Porfi le dijo a Creelman: “No aceptaré una nueva reelección y vería con gusto la formación de un partido oposicionista en la República”; desde entonces se forman varios grupos políticos, con gente de la generación revolucionaria la cual por esos días llega a la

Etapa de madurez juvenil

unida como no lo había estado antes con algunos de sus mayores en la empresa común de tirar al tirano por las buenas o por las malas. “David” Madero, elegido por los modernistas y revolucionarios para derrumbar a “Goliat” Díaz, antes de arrojarle la primera piedra le advierte: “Si usted permite el fraude electoral y quiere apoyar ese fraude con la fuerza… la fuerza será repelida por la fuerza, por el pueblo resuelto ya a hacer respetar su soberanía y ansioso de ser gobernado por la ley”.

El “gigante” quiso seguir con la batuta, y ansioso como estaba de que no le fuesen a aguar las fiestas conmemorativas del primer centenario de la Independencia, mete al bote al retador y a buen número de sus seguidores; preside, vestido de gala y entre cañonazos, discursos, marchas triunfales, verbenas, cohetes y luces de bengala, un sinnúmero de inauguraciones, desfiles, repiques campaneros, exposiciones y demás componentes de las fiestas en honor a los padres de la patria, y dispone que lo declaren presidente reelecto para el periodo 1910-1916. Por su lado, los del Partido Antireeleccionista, hechura de la pléyade azul y sobre todo de la juventud que en esos días comenzaba a sonar, ganosos de deshacer los abusos del porfiriato, que no todavía la organización liberal, expiden desde San Antonio de Texas, adonde había ido Madero tras su encarcelamiento y fuga, el Plan de San Luis mediante el cual se le niega al orondo dictador el triunfo en las elecciones, se le acusa de abusivo y se le avisa que a partir de las seis de la tarde del 20 de noviembre de 1910 retumbará la revolución.

Como todo el mundo sabe, los del poder se permiten el lujo, tan avisados como estaban, de perpetrar arrestos, detenciones y desapariciones de los bienconocidos secuaces cultos y semicultos del apóstol Madero, pues ya era gente de nota, pero no pescan a los conjurados incultos que todavía no eran personas notables. Serán pues, los rancheros chihuahuenses Pancho Villa y Pascual Orozco, los de Coahuila, Eulalio Gutiérrez y Lucio Blanco, los ya sonorenses Benjamín Hill y Salvador Alvarado, los duranguenses Domingo Arrieta y Agustín Castro, el neoleonés Antonio Villarreal, el guerrerense Andrés Figueroa y el michoacano Rafael Sánchez Tapia, quienes con pobres ejércitos anhelantes de haber y de botín y armados con pistolas, con escopetas, con fusiles de otros tiempos, en menos de un semestre derrumban a don Porfirio y su corte de científicos y lo despachan con todo y corte al Viejo Mundo. Enseguida conducen a uno de los suyos, a Francisco Madero, a la primera magistratura del país, aún muy cuates entre sí, dispuestos a tocar en la nueva orquesta el instrumento que cada uno conoce. Los del Ateneo de la Juventud se apoderan de la Universidad recién fundada por el científico Sierra, y no contentos con esa única victoria, fundan la Universidad Popular en 1912 para ir en busca del “pueblo en sus talleres y en sus centros, para llevar, a quienes no podían costearse estudios superiores ni tenían tiempo de concurrir a las escuelas, aquellos conocimientos ya indispensables” para cualquiera. Los más picados por la araña de la política repelan porque a Madero le da por gobernar con viejos reaccionarios de la camada científica y con hombres indecisos de la generación modernista. También los caudillos del rifle se sienten defraudados con el nuevo régimen pues Madero se deshace de las tropas revolucionarias, desoye a los milites improvisados y se desentiende del cumplimiento de algunas promesas de reforma contenidas en el Plan de San Luis.

Varios de los incultos de la pléyade revolucionaria, acaudillados por Pascual Orozco o Emiliano Zapata, se insurgen contra sus coetáneos en el poder porque, según el Plan de Ayala, hechura del profesor Otilio Montaño, el pueblo “fue a derramar su sangre para reconquistar libertades… y no para que un hombre se adueñara del poder”, porque ese hombre eludía el cumplimiento de las promesas hechas a la nación en el Plan de San Luis Potosí, y porque “ha hecho del sufragio efectivo una sangrienta burla”. Aunque las insurrecciones de los héroes no triunfan, le dan pretexto a un científico para deponer a Madero mediante un cuartelazo, para ponerse él como autoridad suprema y disponer el fusilamiento del apóstol de la democracia. Como reacción al asesinato de Madero y de Pino Suárez, los jóvenes rectores de la Revolución vuelven a unificarse para derruir al intruso, salvo pocas excepciones. Entre los que se dejan engatusar por Huerta están los picos de oro (Querido Moheno, Nemesio García, José María Lozano), un dúo de jefes populares (Pascual Orozco y Benjamín Argumedo) y un trío de políticos: Jorge Vera Estañol, Rodolfo Reyes y Eduardo Tamariz.

Huerta cae. Varios factores se confabulan contra él, que no sólo la intromisión de Estados Unidos. Los constitucionalistas, encabezados por Carranza, lo hacen salir del país con sus secuaces. A causa del huertismo la generación del centenario sufre: cinco mueren por órdenes del usurpador y diez abandonan el país, culpables de complicidad con Huerta. En los restantes aparecen contradicciones y malos entendidos. Se rompe la unidad. Entran en conflicto el águila y la serpiente. El bienio 1915-1916 tiene un nombre justo: “La gran escisión revolucionaria”. Las denominaciones de carrancismo, villismo, zapatismo y bandolerismo aluden a la ausencia de mando unificado, al desbarajuste, a hordas, caos, cargas de caballería a lo Villa, voladura de trenes a lo Orozco, presidencias efímeras como las de Eulalio Gutiérrez, González Garza y Lagos Cházaro, jefatura nominal de Carranza, desconcierto, sangrienta restitución, por parte de los zapatistas, de tierras, montes y aguas a los pueblos; leyes carrancistas del municipio libre, el divorcio, las relaciones familiares, el reparto de tierras y la protección a los trabajadores; fusilamientos masivos desempeñados por la puntería de Fierro; incorporación revolucionaria de los del martillo organizados en batallones rojos; asesinato de algunas luminarias de la generación nomás porque sí. El profesor Berlanga, muerto por los villistas; el profesor Palafox, muerto por sus excompañeros zapatistas; el profesor Montano, también víctima de Zapata; Argumedo, “El león de la Laguna”, fusilado por los carrancistas, y Gertrudis Sánchez, herido en una acción de guerra y rematado por alguien de los suyos.

A la hora de hacer una nueva Constitución, las claras cabezas de la camada estaban de profesores universitarios en Estados Unidos o en Europa, o habían sido muertos. Al Congreso Constituyente acudieron pocos de la espuma intelectual mexicana. Al revés de lo acontecido en la Reforma, cuando la gente de más pensamiento hizo la Carta Magna de 1857, la Revolución estuvo mediocremente representada en la asamblea hacedora de la Constitución de 1917. Como quiera, ese documento lleva la marca de la generación revolucionaria, es nacionalista y socializante. A la plataforma democrático-liberal de la carta de 1857 se añaden prolijas disposiciones (artículos 27 y 123) de sabor popular (reparto de tierras, ajuste de relaciones entre capital y trabajo mediante la vigilancia oficiosa de los contratos, los derechos de organización sindical, la huelga y las garantías sobre el salario y la jornada de trabajo) y del gusto de tales o cuales sectores medios (planificación económica por parte del Estado y exilio del clero de los ámbitos de la política, de la economía y de la distribución de la cultura).

Durante la etapa de noviciado 1908-1910, la élite revolucionaria realizó durísimas proezas corporales que cuando no se pagaron con la vida, valieron una extremidad como la del ilustre manco de Sonora, o un ojo de la cara como el del general Hay, o cicatrices como las de casi todos. En cambio, realizó pocas proezas culturales, o tal vez muchas, dado el adverso clima. Según Pedro Henríquez Ureña, las atrocidades revolucionarias “hubieran dado fin a toda vida intelectual a no ser por la persistencia en el amor de la cultura que es inherente a la tradición latina”. De hecho, no sólo no murió la vida del espíritu; antes bien, produjo una renovación intelectual de tipo nacionalista cuyas máximas manifestaciones fueron: en el orden artístico, las Disertaciones de Jesús T. Acevedo y La patria y la arquitectura nacional de Ignacio Mariscal en pro de una arquitectura nuestra, la colección de pinturas sobre la vida revolucionaria que expuso Orozco en 1916, la etapa cubista de Rivera, toda la obra de costumbres mexicanas del gran pintor y dibujante Saturnino Herrán, las numerosas “vistas” de la trifulca filmadas por Toscano, El baile de la Revolución de Goitia, las finas transcripciones de música popular marca Ponce, y la tenacidad de Julián Carrillo, director de la Orquesta Sinfónica de México, para mantener el gusto por la buena música. En el orden de la literatura, la novela de la Revolución que inaugura Azuela con Andrés Pérez, maderista y Los de abajo, los poemas aún modernistas de Olaguíbel, Rebolledo y Rafael Cabrera y los ya francamente nuestros de López Velarde, los irónicos Ensayos y poemas de Torri, y la espléndida Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes; y en orden de la filosofía, dos libros de pensamiento innovador; El monismo estético, de José Vasconcelos, y La existencia como economía, como desinterés y como caridad, de Antonio Caso.

Algunas de estas frutas se producen en el exilio; otras en medio de una revolución a caballo, cruel, caótica, represiva, anticlerical, antiempresarial que no deja títere con cabeza, que se prolonga más allá de la Constitución de 1917, que aniquila a Zapata, que expide el Plan de Agua Prieta, que deja hecho un harnero a Carranza y que da el

Predominio

total y absoluto, sin compartirlo con los modernistas, a una fracción del grupo revolucionario, pues otra continúa en el destierro, otra acaba de desterrarse por fidelidad al jefe caído y otra ya no vive. En 1921 queda en México la mitad de la élite revolucionaria, casi toda entregada al disfrute de los negocios públicos.

Si se compara el elenco de la Revolución con la pléyade de la Reforma no deja de advertirse un rasgo común (el gusto por el ejercicio del poder con un propósito nacionalista), y una diferencia, pues los revolucionarios no asumen el mando con un fin enteramente liberal, que sí socializante. Revolucionarios y reformistas difieren también en el cómo remodelar a México. Juárez y su gente apoyan la tesis del “borrón y cuenta nueva”, del desahije, de la ruptura con las raíces. La hornada revolucionaria, según dicho de Octavio Paz, no concibe a México “como un futuro que realizar, sino como un regreso a los orígenes”. Aquéllos y éstos concuerdan en la pasión y el irracionalismo como vías de hecho para rehacer a la patria, pero la filosofía romántica de los antiguos reformadores no es de la misma especie de las filosofías de la intuición y de la vida. Ambas promociones esgrimen filosofías beligerantes pero de signo diferente y aun opuesto. El protestantismo revolucionario fue pasatista. Del pretérito sólo se propuso remover el inmediato.

Entre 1921 y 1934, los cultos de la generación revolucionaria frecuentan seis caminos para devolvernos a nuestras tradiciones. Alfonso Reyes acaudilla, desde los países a que lo conduce su vida diplomática, el estudio del legado español que es “lo que más se nos parece”. En el movimiento de retorno a la cultura helénica figuran Vasconcelos, quien desde la Universidad difunde a los clásicos; el mismo Reyes, que estudia la sabiduría griega en toda su redondez, y el padre Escobedo, traductor de muchas Flores del huerto clásico. El antropólogo Gamio, presidente de una obra magna sobre la población del Valle de Teotihuacan, el pintor Rivera y el poeta Mediz Bolio —éste, autor de La tierra del faisán y del venado—, encabezan la corriente indigenista. Desde que Cravioto descubre en 1921 El alma nueva de las cosas viejas, se impone la moda del desenterramiento del pasado colonial. Según Genaro Estrada, “Desentiérranse prelados y monjas, cerámica de China, galeones españoles, oidores y virreyes, palaciegos y truhanes palanquines, tafetanes, juegos de cañas, quemadores inquisitoriales, hechiceras, cordobanes, escudos de armas”, gacetas de 17,000, pendones, especiería, sillas de coro, marmajeras, retratos de cera y la fabla del “habedes”. Se distinguen como desenterradores de la Nueva España: el novelista Valle-Arizpe; los historiadores Castillo Ledón, Cuevas, Toro, Carreño y Romero de Teneros, y el poeta Genaro Estrada, quien descubre en sus incursiones por las colonias y los barrios pobres que la tradición de México es “realmente bella y profundamente humana.”

Azuela es también el principal responsable de la llamada “Novela de la Revolución”… o ¿será Guzmán? Para José Luis Martínez ambos son poco menos que los fundadores de una auténtica literatura nacional que “adopta diferentes formas, ya el relato episódico que sigue la figura central de un caudillo, o bien la narración cuyo protagonista es el pueblo” o la autobiografía, tal El Aguila y la Serpiente, “o con menos frecuencia, los relatos objetivos y testimoniales”. Ambos producen un género en prosa tan sabroso y optimista como lo es el corrido en verso. Como lo dice Elsa Frost, el pueblo de Azuela y Guzmán es “un pueblo inculto, casi salvaje en su furia, que se lanza a la lucha movido por instintos turbios, aunque nobles” y no trata, pues, de novelas de gente de mal corazón. Por otra parte, como el corrido, la novela revolucionaria es moralizadora; describe la injusticia social para ver si por allí se gana la justicia social. Se trata, por supuesto, de una descripción de ojos, muy próxima a esa arquitectura visual que no fue más allá de recubrir los muros de tezontle rojo oscuro o de chiluca gris o de azulejos, y a esa pintura conocida universalmente con el nombre de muralismo mexicano.

Leo en Villoro: «El Doctor Atl redescubre la luz y la amplitud del paisaje, Diego Rivera y José Clemente Orozco (en su primera época) reproducen la vida desbordante del pueblo. El drama que vive el país se percibe y describe» con notas de júbilo. Los frescos de Orozco y de Rivera traslucen «vitalidad y fuerza y sobre todo, una ingenua confianza en la vida», y especialmente en la redención. En toda obra de esta latitud vital de la camada revolucionaria se aúna a la contemplación de la naturaleza y el hombre concretos «un sentimiento de piedad, un llamado a la caridad real… Recordemos por ejemplo, los “Franciscanos” de Orozco, la “Muerte del peón” de Rivera, el “Tata Jesucristo” de Goitia…». Se trata de una pintura plena de humanismo, patrocinada en sus comienzos por quien la vuelve hecho, por la máxima figura de la hornada, por José Vasconcelos, secretario de Educación Pública en quien se juntan todas las modalidades del equipo revolucionario mexicano: contemplación, pasión, acción; provincialismo, nacionalismo, hispanismo y universalismo; vuelta a los tatas indígenas y coloniales para partir desde el fondo, con la bendición paterna, al futuro de

La raza cósmica

Vasconcelos, apoyado por el presidente Obregón, y secundado por una buena parte del grupo generacional, puso en marcha con espíritu incontenible y con pasión apostólica, la cruzada del nuevo orden. A partir de 1921, según dice Cosío Villegas, “la educación no se entendió ya como una educación para una clase media urbana, sino como una misión religiosa (apostólica), que se lanza y va a todos los rincones del país llevando la buena nueva de que México se levanta de su letargo, se yergue”, y tras de equiparse con alfabeto, pan y jabón, camina hacia un futuro que la inteligencia revolucionaria vislumbra color de rosa y la semicultura política simplemente como una nueva tierra que conquistar. Calles, el presidente enemigo de Vasconcelos y de la inteligencia en general, procura reducir la obra de éste a aquello que escupe sonoramente en Guadalajara. “Debemos entrar y apoderarnos de las conciencias de la juventud, porque la juventud y la niñez pertenecen a la Revolución”, y no al contrario como lo entendía don Pepe.

Calles no es, por supuesto, el único revolucionario que cae en la tentación fascista pero sí el que, en nombre de la Revolución, restaura el fraude electoral en 1929 para impedir a Vasconcelos el ejercicio de la presidencia, y desde 1926, por medio de comecuras, provoca una rebelión del sacerdocio y del campesinado occidentales, causante de la noche de noventa mil combatientes. De hecho, mientras gobernaron los de la generación revolucionaria no hubo paz. Como la reformista, fue una hornada henchida de agitación destructora. Combatió a dos manos contra los vetustos porfíricos y entre sí. ¿Quién no conoce la buena cantidad de héroes populares que fueron suprimidos por orden de otros ídolos del pueblo y de la misma camada? Quizá ni Hill ni Flores murieron enyerbados, pero seguramente Villa sí fue muerto por orden suprema. Tampoco murieron de muerte natural los delahuertistas Alvarado y Diéguez y el antidelahuertista Carrillo Puerto. Lucio Banco fue sumergido en el río Grande del Norte y al compadre Serrano lo atravesó una bala en la ruta de Morelos a la capital. Los que no perecieron violentamente es porque se expatriaron antes de. Así los sacerdotes de la pléyade, De la Huerta y sus amigos, Vasconcelos y sus amigos, los periodistas Zubarán, Sánchez Azcona, Elguero, Barba Jacob y Cabrera. Es innegable que quienes gobernaron en los veinte hicieron mucho por remover los obstáculos que se oponían a la práctica de los preceptos innovadores de la Constitución de 1917, y también por remover a sus antiguos camaradas. En muy poco tiempo, la élite de 1910 se volvió muy débil a fuerza de rivalidades, defecciones, malacaras, pleitos, asesinatos y cismas. En 1934 ya era tan escasa y estaba tan dividida, que hubo de cederle la chamba suprema al joven Cárdenas, quien en un bienio, y antes de la hora, arregló, calladamente, el boleto de pase a la

Etapa descendente

a la que todavía no era momiza revolucionaria, pues aún no cumplía en promedio los sesenta años de edad. Según la ley de las generaciones, a Calles se le debió mandar a volar en 1940 y no en 1936. Hasta resulta ridículo que una pléyade tan bronca como fue la revolucionaria, haya sido arrojada del poder político tan pacíficamente, sin mayor estruendo, como quien barre basura, como quien se deshace de los zapatos que ya no le gustan, como quien tira colillas de cigarro o escupe o se quita un bicho o se sacude el polvo con los dedos.

Después de que Cárdenas se sacudió a Calles, sólo una docena de veteranos de la Revolución mantuvo puestos administrativos de nota. Cárdenas conservó en su gabinete a Múgica como secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, a Hay como secretario de Relaciones Exteriores, a Sánchez Tapia como secretario de Economía y a Hinojosa en el gobierno del Distrito Federal. En ese mismo cuatrenio del sexenio cardenista, Siurob estuvo al frente del Departamento de Salubridad; Tejada desempeñó embajadas de México en París y Madrid; Castillo Nájera, en Washington, y Fabela, en la Liga de las Naciones. En 1930, Múgica y Sánchez Tapia se levantaron de sus respectivas sillas ministeriales para ir en busca del sillón presidencial. Y se quedaron sin asiento. Como quiera, Cárdenas no fue irrespetuoso con la minoría rectora revolucionaria. Es de recordarse, entre sus gestos de simpatía hacia sus mayores, la apertura de las puertas del país a los compatriotas revoltosos exiliados. En tiempos de Cárdenas, aunque algunos políticos no se repatriaron, la mayoría de los cien protagonistas sobrevivientes de la Revolución volvieron a reunirse y a gruñirse en la capital mexicana.

A su regreso, los revolucionarios eran otros. Regresaron con las pistolas enfundadas y las plumas en ristre. Algunos de los expulsados de la política se pasaron a la cultura. Desde que fue consumado el fraude electoral de 1929, Vasconcelos no quiso saber más de politiquerías y produjo un trío de tratados filosóficos geniales (Metafísica, Ética y Estética), un cuarteto de estupendas obras autobiográficas (Ulises Criollo, La Tormenta, El Desastre y El Preconsulado) y una Breve historia de México, «bestseller» en el decenio de los cuarenta. Desde que la política los abandona, Luis Lara y Roque Estrada se vuelven rememoradores de la Revolución «de entonces», y García Naranjo, Menéndez, Soto y Gama y Elorduy, agrios comentaristas de la Revolución «de ahora».

Valle-Arizpe sigue hasta su muerte en la órbita de La Nueva España y en tratos con Gregorio López y La Güera Rodríguez, el padre Escobedo continúa propinando Poesía Nova et Vetera; González Peña, el inevitable historiador de la literatura mexicana, evoca El patio bajo la luna; Torri no olvida lo que le tocó vivir De fusilamientos y reúne sus Prosas dispersas; Azuela rememora Cien años de novela mexicana; Quintana transita de los Ensayos monetarios y la Economía social a la historia de Puebla; Fernández McGregor recoge la Mies tardía; Mediz Bolio incursiona como guionista en el cine y como autor teatral, y Alfonso Reyes sigue de príncipe de las letras mexicanas, galardón que confirma en 1941 con un lúcido análisis del Pasado inmediato, en 1944, con El deslinde, prolegómenos a la teoría literaria, y en 1948 con un buen resumen de las Letras de la Nueva España.

En cuanto a artes no fue menos fecunda la vejez de la generación del centenario. Diego Rivera, aparte de hacer viajes a la URSS y retratos al óleo de ricos, decora los muros del Palacio Nacional con indios bellos y buenos y conquistadores horribles y villanos; Clemente Orozco pinta contra todo; Julián Carrillo insiste en su «Sonido Trece» y otras técnicas revolucionario-musicales.

Sesenta protagonistas de la Revolución sobrevivían aún en 1950; todos entre 65 y 80 años de edad; todos muy respetados; algunos, que no únicamente Vasconcelos, Soto y Cabrera, en plena crisis mística; muchos muy ricos; más de una docena todavía con puestos públicos de relieve; dos docenas entretenidísimos en hacer el recuento de sus virtudes, hazañas e influencias. Fueron autobiógrafos notables, además de Vasconcelos, Ocaranza, Ortiz, Rubio, Fabela, Rodolfo y Alfonso Reyes, Pani, García Naranjo, Fernández McGregor, Adolfo de la Huerta, Abelardo Rodríguez, Vera Estañol, Miguel Alessio Robles y Artemio de Valle-Arizpe.

Pero no se crea que por haber hecho su autopanegírico, los ilustres de la Revolución han gozado post mortem de un prestigio que se empareja con el de insurgentes y reformistas. Tampoco se debe del todo al hecho de no haber habido ninguna ruptura mayor en lo establecido por la pléyade de 1910. Aquí interviene el culto mexicano a los mártires, a los destructores y a los broncos. Los tres poderes, presididos por el presidente López Mateos, llevaron a José Vasconcelos a su última morada. Badillo, Alfonso Reyes, Azuela, Caso, Ponce, Orozco, Rivera y algunos más reposan en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Unos nueve de cada diez son epónimos de una calle por lo menos. La mayoría ya tiene estatua pública y cosa de un tercio es mentado en los discursos oficiales. En fin, pese a que fueron tan agresivos y varios corruptos, la mayoría obtuvo y mantiene prestigio. Un dúo, Villa y Zapata, sigue gozando de una enorme popularidad, sigue viviendo entre pecho y espalda de la gente menuda.

Seguramente por el carácter apasionado de sus miembros, las pléyades de la Reforma y la Revolución se emparientan. En otras cosas difieren algo. La pléyade revolucionaria tuvo mayor número de egregios de extracción rural y humilde; también acogió a un porcentaje mayor de incultos. Los reformistas emplearon la fuerza para destruir cosas y gente de un pasado aborrecido. La destructividad de los revolucionarios se ejerció en forma de suicidio. El 15% de la minoría rectora de la Revolución fue mandada al otro mundo por el resto de la minoría rectora de la Revolución. En ninguna minoría del siglo XIX se dio tan alta dosis de lucha de unos contra otros como en el equipo revolucionario en sus etapas de gestación y gestión. Por otra parte, no hubo pléyade anterior tan cercana a las mayorías como la revolucionaria. Algunos de sus protagonistas eran puro pueblo como Villa y Zapata; otros, más o menos populistas, como Madero y Obregón, y aun los aristócratas de la cultura, como Vasconcelos y Caso tenían arrastre popular. Fue una minoría humana, demasiado humana, con escasísimos ideólogos. Tuvo muchos personajes de novela y buenos novelistas. Tuvo mucha presencia y excelentes pintores capaces de conservarla. Le pertenece el primer cineasta habido en México, lo que permite volver a verla en ires y venires. Inaugura un nuevo talante de México, otra época que admite los adjetivos de nacionalista, modernizadora, algunas veces campesina, normalmente urbana. Dentro del nuevo clima, a la hornada de la Revolución le tocó jugar el papel de barbechadora.

Revolucionarios de ahora

La generación de 1915, bautizada así por Manuel Gómez Morín, o generación epirrevolucionaria, según Jiménez Moreno, o generación de los revolucionarios de ahora, conforme a la estimativa de Luis Cabrera, o generación de Cárdenas si nos atenemos a la voz popular, fue la minoría recorta de México desde 1934, año en que el apóstol del agrarismo asume la presidencia de la República, hasta 1958 en que Ruiz Cortines le pone la banda presidencial a López Mateos. El directorio revolucionario de la etapa constructiva de la Revolución estuvo formado por cosa de trescientos individuos que se mantuvieron en el poder durante veinticuatro años. Esa gente nació con el cine, el avión, la teoría de la relatividad y otros ruidos. Menos los cincuenta nacidos en Europa, todos comenzaron en el reino de la paz porfírica. Ninguno nació antes de 1889; ninguno, después de 1905.

Por primera vez en la historia del México independiente, en la generación epirrevolucionaria figura un buen número de nativos del país del que se independizó México. Algunos son transterrados de las universidades españolas a las mexicanas por las gestiones de Daniel Cosío Villegas, los cuales se suman a la rectoría intelectual de acá a partir de 1938. Otros, llegados en fechas anteriores, figurarán en el sector de los empresarios. De éstos, sólo seis son españoles; seis, yanquis; cuatro, franceses, un italiano, un libanés y un sueco. Alrededor de cincuenta nacieron y se formaron en otros países, pero los demás son oriundos de acá y de formación mexicana en su gran mayoría. De los nacidos mexicanos, dos tercios provenían de la faja central. Hubo muy poca gente del norte.

Al contrario de la élite revolucionaria, la de 1915 no acogió a muchos del medio rural. No obstante que las cuatro quintas partes de la sociedad mexicana del fin del siglo XIX vivía en ranchos y pueblos que no llegaban a los 2,500 habitantes, sólo un quinto de la minoría rectora de los treintas, cuarentas y cincuentas nació en el campo. Aunque en 1900 la capital sólo albergaba la trigésima parte de la población de la República, parió la cuarta parte de los directores de la segunda etapa del México Revolucionario.

La gran mayoría de los trescientos epirrevolucionarios provino de horas más o menos felices. Muy pocos nacieron en ambientes incómodos o de zozobra. De los de oriundez mexicana, algunos tenían padres prófugos de la pobreza del Viejo Mundo. Por su apellido se pueden reconocer: Andreu, Bailleres, Best, Bodet, Foucher, Leduc, List, Lombardo, Maples, Maugard, Michel, Owen, Rosenblueth, Trouyet, Usigli, etcétera. Como de costumbre, en una sociedad donde nueve de cada diez de familias recibían el mote de humilde, sólo uno de cada diez los grandes de la generación cardenista provenían de familias humildes o pobretonas. Esto no quiere decir que los de 1915 hayan venido de la aristocracia o de hogares nadando en dinero. Los más reconocían orígenes pequeño burgueses. Los más tuvieron una primera infancia relativamente dichosa, incluso el epónimo de la generación.

Casi todos los epirrevolucionarios aprendieron a leer y escribir en su terruño, no siempre sin sacrificios. Marte R. Gómez dice: «No había escuelas en Reynosa. Mi padre le encargó a mi madre que ella organizara una escuela particular… Después tuve ocasión de hacer mis estudios en diversas ciudades… Terminé mi instrucción primaria en la capital en la Escuela anexa a la Normal de Maestros». Manuel Gómez Morín recordaba: «Empecé a aprender las primeras letras de mi madre. Después, al llegar a Parral, asistí a una escuela llamada Progreso, protestante… Estuve en Chihuahua en el colegio Palmore. Más tarde fuimos a vivir a León. Allí estudié el resto de la escuela primaria». Jesús Silva Herzog rememora: «Aprendí primero en una escuela de párvulos, me pusieron en seguida en el Seminario de San Luis Potosí… en él, terminé la instrucción primaria». Según Vicente Lombardo Toledano, su aprendizaje de primeras letras lo hizo con una tía de su madre y el silabario de San Miguel. El líder de los obreros añadía: «Cuando cumplí los seis años ingresé al Liceo Teziuteco», donde se enseñaba al último grito de la moda.

La mayoría de los futuros dirigentes de la Revolución constructiva hizo los seis años de la primaria, que no el epónimo. Este apunta: «A la edad de seis años ingresé a la escuela que atendía Merceditas Vargas. Concurríamos doce alumnos con cuota de dos pesos mensuales. Dos años después ingresé a la escuela oficial de don Hilario Jesús Fajardo, en la que llegué al cuarto año». Como quiera, eso no fue lo común. Los compañeros de Cárdenas en la minoría rectora de 1915 se quemaron las pestañas en el estudio por un buen tiempo en las ciudades mayores de la república. La lucha desencadenada a partir de 1910 produjo fugas de familias de clase media y copetonas hacia las urbes más habitadas y sobre todo hacia la capital del país. Desde los inicios de la Revolución, la metrópoli, Guadalajara, Monterrey, Puebla y San Luis Potosí se volvieron ciudades de refugiados. A una de estas urbes vinieron a parar, antes del desahije, todavía niños o adolescentes, muchos de los directores de la futura patria.

Hacia 1914, lo más de la pléyade de 1915 se había juntado en la ciudad de México; la mayoría en plan de alumnos sedentes y no pocos en funciones de revoltosos andantes. Caso se acordaba de cómo sus maestros «tenían que festinar los exámenes de fin de curso porque se anunciaba la toma de México por alguno de los grupos revolucionarios». Más de alguna vez, según decía Daniel Cosío Villegas «el ruido y el estruendo fue de tal naturaleza que los profesores se ausentaron de las aulas. Alguna vez se vieron en la necesidad de dar el pase al siguiente ciclo sin examen previo. “Fue la época —dice Manuel Gómez Morín— en que los salones servían de caballeriza; en que se disparaba sobre retratos de ilustres matronas y la disputa por la posesión de un piano quedaba resuelta con partirlo a hachazos entre los disputantes, lo más equitativamente posible». Aun los que andaban metidos en la bola, como Lázaro Cárdenas, recordarían después con estremecimientos de desaprobación lo que pasaba en 1914 y 1915 en la capital; alegrías altamente alcohólicas, juergas prostibularias, aprehensiones injustas, plagios, fusilamientos y robos al por mayor. En el mismísimo carro del general Villa, del ilustre jefe de la División del Norte, la oficialidad se repartía los anillos, relojes y carteras de los fusilados la noche anterior. Para los futuros mandamases de México, aquello fue una dura y larga pesadilla; ninguno olvidaría el famoso

Año de 1915

por haber sido un año de hambre y desorden extremos. Ese año los trescientos componentes de lo que será a partir de 1934 la generación del quince todavía no formaba cuerpo. Cosa de treinta eran revolucionarios. Un par se decía villista; un cuarteto, zapatista, y los demás, seguidores de Carranza. No obstante que los tiempos no eran propicios para los negocios, unas cincuenta personas de las trescientas consideradas aquí y ahora ya daban muestra de que serían empresarios notables. También apuntaba desde entonces el grupo de los cuarenta eclesiásticos de la generación. La mitad de los futuros curas ya estudiaba para eso.

El sector intelectual, un tercio de la élite epirrevolucionaria, pues por algo se le llamó «generación de los siete sabios», todavía en 1915 tenía a la casi totalidad de sus miembros en la clausura de primarias, preparatorias y universidades. La mayoría del futuro pelotón intelectual estudiaba en la metrópoli, casi todos en la Escuela Nacional Preparatoria o en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Un tercio de los cien intelectuales decisivos de 1915 obtuvo el diploma de abogado; dieciocho, el de médico; doce, el de ingeniero. Unos veinte de los intelectuales de la generación sin título universitario porque entonces era difícil hacerse de un título. Enrique Krauze cuenta que muchos de los antiguos e ilustres maestros de la universidad se habían ido del país, algunos por la fama de porfiristas, otros «por haber tenido puestos en el gabinete de Huerta, o por haberse sumado a una fracción derrotada de la Revolución», y los demás simplemente porque le escabullían el cuerpo al hambre, los balazos y las cárceles. En 1915, los institutos de alta cultura retenían a muy pocos catedráticos de las generaciones científica, azul y de la revolucionaria. Esto priva a los jóvenes de la vista y la palabra de Justo Sierra y otros egregios y les permite ser pedagogos en plena inmadurez. La Universidad acude a chavales lúcidos como Antonio Castro Leal, Manuel Gómez Morín, Vázquez del Mercado, Lombardo y Cosío para mantener la docencia universitaria. De los grandes sólo enseñarán Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña. Los jóvenes suplen la falta de maestros con la lectura de Bernard Shaw, G.K. Chesterton, Bertrand Russell, Henri Bergson, Jacques Maritain, André Gide, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, Azorín, Antonio Machado, John Dewey, William James, Karl Marx, Oswald Spengler, Sigmund Freud, Max Scheler, Edmund Husser y Benedetto Croce, que les permitieron estar al día en los ismos filosóficos de los veinte (historicismo, materialismo, neotomismo, pragmatismo, raciovitalismo y otros), en las corrientes literarias y artísticas en boga y en algunas novedades de las ciencias sociales, especialmente en sociología y economía. Además, no pocos de aquellos alumnos-catedráticos llegaron a saber lenguas. Como de costumbre, el idioma francés, pero además la lengua inglesa y aun la alemana.

El sector político de la minoría rectora que nos ocupa superaría en cultura a sus predecesores. Los más de los grandes de la política mexicana entre 1934 y 1958 fueron alumnos universitarios. En esa generación hubo muchos «lics» en los principales puestos de la administración pública: Lic. Miguel Alemán, Lic. Agustín Arroyo Ch., Lic. Silvano Barba González, Lic. Ramón Beteta, Lic. Rodolfo Brito Foucher, Lic. José Angel Ceniceros, Lic. Ignacio García Téllez, Lic. Jesús González Gallo, Lic. Efraín González Luna, Lic. Tomás Garrido Canabal, Lic. Xavier Rojo Gómez, Lic. Vicente Lombardo Toledano y algunas docenas más. Aunque no tuvieran la licenciatura en derecho, a muchos políticos de aquella camada generacional se les decía licenciados para no faltarles al respeto. Para la generación de 1915 fue más importante el título de licenciado que el de general aunque en

Los pininos

del grupo sonaron los nombres de algunos jefes militares. La mayoría de los milites de la generación de 1915 ya ostentaba ese año grado de jefes mayor, coronel o general. Así Francisco L. Urquizo, Matías Ramos, Pablo Macías, Celestino Gasca, Gustavo Baz, Francisco Carrera Torres, Marcelino García Barragán, Juan Andrew Almazán, Rubén García, Lázaro Cárdenas, los hermanos Ávila Camacho, Agustín Olachea, Miguel Henríquez, Roberto Gómez Maqueo y muchos otros. Cárdenas fue general a ios veinticinco años y algunos de sus compañeros, antes de cumplir esa edad. Varios militares de veintiún años o poco más desempeñaron puestos políticos de nota en los regímenes de Carranza y de la Convención. Con apenas la mayoridad de los veintiuno, inician su militancia política Tomás Garrido Canabal, desde muy joven, gobernador de Tabasco; Antonio Villalobos, como diputado federal por Oaxaca; Ramón F. Iturbe, como gobernador de ese estado y Alberto Salinas en plan de director del Departamento de Aeronáutica.

Al triunfo de la revolución de Agua Prieta, los jóvenes políticos y militares de 1915, todavía veinteañeros, desempeñaron altísimos puestos públicos: Aarón Sáenz (29 años), gobernador de Nuevo León; Lázaro Cárdenas (25 años), gobernador de Michoacán; Froylán Manjarrez (28 años), gobernador de Puebla; otra vez Tomás Garrido (25 años), gobernador de Tabasco; Vicente Lombardo Toledano (29 años), gobernador de Puebla; José Parrés (30 años), gobernador de Morelos y algún otro. Antes de los treinta y cinco cumpleaños, estuvieron en el gabinete presidencial Aarón Sáenz, Genaro Vázquez, Romero Ortega, Francisco Serrano, Luis Montes de Oca y Gonzalo Vázquez Vela.

También los intelectuales de la generación comenzaron a pontificar y a hacerse oír desde muy jóvenes. Jaime Torres Bodet da a luz su primer Fervor poético a los 18 años; cumple los 21 como secretario particular del secretario de Educación Pública, y llega a los 30 con la fama de ser autor de nueve poemarios, dos novelas y dos libros de crítica. La fama de Gilberto Owen comenzó con La llama fría, encendida a los veinte años de edad. Desde esa edad, Salvador Novo se da a conocer como uno de los más fecundos y feroces críticos de México. Antes de cumplir cinco lustros, Carlos Gutiérrez Cruz versifica su Sangre roja; Carlos Pellicer da cuenta de los Colores en el mar, José Gorostiza compone Canciones para cantar en las barcas; Bernardo Ortiz de Montellano manifestó su Avidez poética; y Manuel Maples Arce, con sus Andamios interiores, dio lugar a que los enemigos de los estridentistas, como se autonombraron Maples Arce y compañía, dijeran de ellos: «Andamos inferiores». Desde muy chavales, Francisco Monterde, Julio Jiménez Rueda y Alfonso Junco recibieron burlas por su afán de escribir al modo de la Nueva España.

Los hombres de empresa de 1915 no fueron menos precoces, quizá porque el río revuelto de la Revolución se prestaba a buenas ganancias de toda clase de pescadores. También los ensotanados, cuya aparición en público suele ser tardía, asomaron la cabeza muy pronto, especialmente los jesuitas Agustín Pro, Jaime Castillo, Joaquín Sáenz, Julio Vértiz y Eduardo Iglesias, y los futuros obispos Manuel Pío López, Miguel Darío Miranda, Manuel Martín del Campo y Fernando Ruiz Solórzano.

En los veinte, la minoría rectora epirrevolucionaria asume perfiles propios que servirán para distinguirla de la minoría en el poder. En lo físico, los epi son de tez más clara que los revolucionarios. La nueva hornada procura vestir como en Europa y Estados Unidos; es gente de chaqueta, chaleco y pantalones planchados. Esconde la pistola, pero no deja de portarla. Se cubren con sombreros de ala corta y ya muy pocos usan la texana. En la nueva minoría sobresalen los hombres de índole sanguínea: laboriosos, prácticos, extrovertidos, deportivos, observadores, conciliadores, vanidosos y golosos. Las pugnas existentes en la hornada de 1915 son una nadería al lado de los pleitos entre revolucionarios. Sus odios rara vez llegan a la aniquilación del enemigo. Es gente juiciosa por «haber visto —según Margarito Ledesma— cosas muy duras en nuestras revoluciones, estropicios, quemazones, golpizas y colgaduras». A los jóvenes del 15 les repugna el desorden revolucionario, la improvisación de la vida pública, el conocimiento superficial de las realidades de México, la poca consistencia de los propósitos y los métodos de salvación pública, y el ningún interés en los últimos gritos de la técnica.

La rama intelectual de la minoría rectora epirrevolucionaria asume plenamente el aforismo de Ortega: «Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo». Se sienten destinados a «hacer algo por México», a «hacer una cosa mejor» que la hecha por los revolucionarios, a construir una sociedad habitable con la puesta en práctica de los principios de la razón, con apoyo en el conocimiento, de acuerdo con la técnica. Se afierran a «la decisión de convertirse en hacedores de un México nuevo», pero con un espíritu tranquilo. La impaciencia por conquistar el paraíso los condece a errores tácticos. Todos quieren hacerlo todo; conocer la realidad mexicana, diseñar planes salvadores, poner en práctica las soluciones halladas. Todos quieren hacerlo a la vez: el diagnóstico, la medicina y la aplicación del remedio. Al unísono tratan de asir simultáneamente el binocular, la pluma y la pala.

Los de 1915 elaboran desde muy jóvenes una nueva imagen de México hecha a las volandas y con poco trabajo de campo. Sus autores (Daniel Cosío Villegas, Jesús Silva Herzog, Samuel Ramos, Manuel Gómez Morín, Gilberto Loyo, Xavier Icaza, Jorge Cuesta, Alfonso Teja Zabre, Luis Chávez Orozco, Lucio Mendieta y Núñez) no obraron, por los apuros del momento, tan minuciosa y científicamente como hubieran querido. Cosío publica en 1924 las versiones taquigráficas de algunas de sus lecciones en la Facultad de Jurisprudencia con el nombre de Sociología mexicana, donde rechaza «la idea de que México es país de extraordinaria riqueza natural», y la sustituye con la tesis: «Somos pobres no sólo económica sino naturalmente». Gómez Morín da a luz en 1927 su ensayo 1915, que es una autognosis de su propio grupo con algunas referencias a México en general. Cinco años más tarde, Ramos, con el aprovechamiento metódico de las teorías psicológicas de Adler, traza El perfil del hombre y la cultura en México, descubre un mexicano fantasioso, susceptible, apasionado, y con fuertes sentimientos de inferioridad. Ramos analiza tres tipos (el pelado, la clase media y el burgués), en los que encuentra rasgos psíquicos comunes a los tres: inconciencia de «la realidad de su vida, es decir, de las limitaciones que la historia, la raza, las condiciones biológicas imponen a su porvenir»; recelo «de cualquier gesto, de cualquier movimiento, de cualquier palabra, impulsividad o naturaleza explosiva. Ramos ve, no sólo en la minoría rectora de la Revolución sino también en la mayoría dirigida, que la pasión ha llegado a convertirse en una necesidad. Esto obliga a todo el que quiere atraer la atención sobre lo que hace o lo que dice, a subir la voz, a extremar los gestos, a violentar las expresiones para impresionar al auditorio. Ramos asegura que los gestos apasionados, las susceptibilidades y las fantasías son «ardides instintivos», máscaras disimuladoras del verdadero sentir del mexicano, de su sentimiento de inferioridad o de minusvalía que ha contraído en el curso de la historia a causa de una serie de reveses: la conquista española, la supeditación de los criollos a los peninsulares en el virreinato, la discordia social que siguió a la independencia, la derrota de 1848 infligida por los yanquis, la invasión francesa, el estereotipo que hicieron del mexicano las naciones extranjeras en el siglo XIX, y otras desventuras. Por ser el sentimiento de minusvalía producto de la historia, Ramos lo ve superable. Cuando el mexicano «escape del dominio de las fuerzas inconscientes […] comenzará una segunda independencia, tal vez más trascendente que la primera, porque dejará el espíritu en libertad para la conquista de su destino».

Aunque el cenáculo de 1915 se hizo una idea pesimista de México, nunca dejó de creer en la posibilidad de redimirlo. Cosío, después de adornar el territorio mexicano con las máximas limitaciones, propuso la superación de tal inconveniente mediante «el esfuerzo del trabajo y la educación del pueblo». Xavier Icaza, en Magnavoz 1926, clasificó las ideas que se disputaban la salvación nacional en cuatro tendencias: mística, conservadora, comunista y nacionalista. Las soluciones propuestas por los hombres de negocios fueron de corte liberal, pero no libres de inquietudes sociales. Los Garza Sada creían que «el lucro no es renta para satisfacciones agiotistas, sino instrumento de reinversión para el progreso económico y social». Por lo general, las soluciones propuestas entonces por intelectuales, soldados, políticos y aun hombres de negocios y gente de sotana eran de inspiración socialista. Los de la élite sacerdotal y algunos pensadores muy adictos a ella, como Alfonso Junco, bebieron en la Rerum Novarum de León XIII y en diversas obras de Maritain. Las del sector intelectual laico, con no pocas excepciones, fueron deudoras cercanas del marxismo. Hubo un momento en que la Revolución Rusa atrajo la devoción de los jóvenes intelectuales de 1915. En 1919, Gómez Morín le confesó a un amigo que «la organización, tendencias y procedimientos de la República Federal Socialista de los Soviéts le había cautivado». Durante los veinte, Arqueles Vela, José C. Valadés, Manuel Maples Arce, Ramos Pedrueza, José Mancisidor, Miguel Othón de Mendizábal, Juan de la Cabada y muchos más proponen caminos de renovación de tinte rojo y ruso. En general, los máximos líderes obreros, aunque no se suman a las filas del Partido Comunista e incluso las combaten, usan pensamiento de tinte socialista.

De hecho, el plan salvador más reiterado por la mayoría de los protagonistas de la generación de 1915 podría llamarse nacional socialista si ese nombre no tuviera, por culpa de los nazis, una nota infamante. Se trata de una fórmula hecha con fragmentos de varias ideologías aparentemente contradictorias, que acepta las tendencias liberales y socialistas de la Constitución de 1917, que hace caber en el mismo jarrito la libertad y la justicia social, la iniciativa privada y la intervención del Estado en la actividad económica, el nacionalismo económico y las inversiones extranjeras, el fundo colectivo y la pequeña propiedad privada, el fomento de la industrialización y de las organizaciones obreras, la democracia y la dictadura, la división de poderes y la supremacía del poder ejecutivo, el régimen federal y la centralización política, la integración racial y el indigenismo, la tolerancia religiosa y las restricciones al culto católico, la libre expresión y el control estatal de los planteles educativos, la mala y buena vecindad con el poderoso imperio de Estados Unidos.

Pese a las divergencias en el diagnóstico y en los planes salvadores, todos los de 1915 coinciden en que la patria está enferma de una enfermedad curable y que el remedio requerido para conseguir la salud es fácilmente accesible y de fácil aplicación. También creen que la hornada revolucionaria, por su incultura, por sus disensiones internas, por su creciente impopularidad, por su falta de ideas, no es capaz de conducir a México por el buen camino. Esto no quiere decir que deploren todo lo hecho por la generación anterior ni que se malquisten con ella. Los de 1915 se llevan muy bien aparentemente con sus predecesores. Los revolucionarios, violentos por naturaleza, no encuentran contrincantes en los epirrevolucionarios. Éstos, enemigos de toda ruptura, suceden en el poder a aquéllos, parcialmente a partir de la muerte de Obregón en 1928, y del todo en 1936, con motivo de la fuga aérea de Calles.

Desde 1928 se puso de moda el arribo a la cúspide del poder y de la influencia de personas de la generación de 1915 que apenas tenían en promedio una edad de 30 años, pues ninguna era mayor de cuarenta y no faltaba la de sólo veinticinco. El presidente Emilio Portes Gil se rodea de un gabinete presidencial de treintañeros. Luis Montes de Oca, Marte R. Gómez, Ezequiel Padilla y José Aguilar y Maya. En 1929 sube a la presidencia Pascual Ortiz Rubio y escoge un ministerio de muy jóvenes: Carlos Riva Palacio, Juan Andreu Almazán, Lázaro Cárdenas, Narciso Bassols y otra vez Montes de Oca. Durante la jefatura del general Rodríguez (1932-1934) aumentó el número de secretarios, subsecretarios, oficiales mayores y gobernadores treintañeros. Sirvan de botón de muestra: los secretarios de Gobernación, Eduardo Vasconcelos; de Industria y Comercio, Primo Villa Michel; de Guerra, Lázaro Cárdenas; de Hacienda, Marte R. Gómez, y otros.

La mayoría de los políticos de 1915 navegaban entonces con la bandera roja. De hecho, casi todos eran partidarios del reparto de tierras en forma de ejidos. Quizás eran menos los aspirantes a una ejidización de las fábricas parecida a la de los latifundios, pero seguramente todos pugnaban por el alza de salarios fabriles, por la mejoría de condiciones de trabajo en talleres y fábricas y por la hechura de vigorosas confederaciones obreras. Al comenzar los treinta, los líderes obreros, salvo dos, eran de la generación epirrevolucionaria: Vicente Lombardo, artífice de la CROM depurada; Fidel Velázquez, Fernando Amilpa… También desde los días del Maximato empiezan a sonar los nombres de un nuevo tipo de empresario laborioso, perseverante, ahorrador, enamorado de la técnica y el éxito, los nombres de Máximo Michel, promotor de las compañías de seguros; Ángel Urraza, rey del hule; Raúl Bailleres, banquero, lo mismo que Bernabé del Valle, Leopoldo Plazuelos y Eloy Vallina; los industriales Gunnar Hugo Beekman, Emilio Azcárraga, Carlos Prieto, José Domingo Lavín, Eugenio y Roberto Garza Sada, Miguel Elías Abed y tres docenas más. Pero el mayor ruido lo hizo el nombre de un hombre de la serie política que en 1934, con sólo 39 años encima, sube a la presidencia de la República e instaura el

Imperio epirrevolucionario,

la era de los lanzadores de la revolución institucionalizada, de quienes en el segundo lustro de los treinta, todos los cuarenta y los cincuenta, lanza montones de lemas: «Produzca lo que el país cosume; consuma lo que el país produce», «Unidad nacional», «Concordia internacional», «Máquinas y escuelas», «Estabilidad y progreso», etcétera. La élite epirrevolucionaria se entrega afanosamente a la tarea de construir moldes que permitan el desarrollo armónico de la nacionalidad. Se confeccionan cauces para los ríos de la política, la economía, el cambio social y la marcha de la cultura.

Por lo que mira a lo político, los de 1915 en el poder, toman muy en serio lo del Estado «papá». Los nuevos grandes rediseñan en 1935 y 1946 un partido fundado en 1929 que jamás debía perder. Gómez Morín y González Luna inventan el PAN para los afectos a la oposición de derecha. Lombardo confecciona el PP para los proclives a la oposición de izquierda. Los tres poderes aprueban la hegemonía del ejecutivo para no perder la forma de pirámide que nos legaran nuestros antepasados. El poder ejecutivo se entrega todopoderoso y paternal a la hechura de secretarías de Estado que hagan eficaces a la Marina Nacional, el Trabajo, el Patrimonio Nacional, los servicios de salud y los recursos hidráulicos. Se fundan también unas presecretarías llamadas departamentos autónomos, hechas con el fin de atender apetencias de agraristas, turistas y otras especies humanas de nueva creación. Se crean institutos del Seguro Social y de esto y de aquello. Se inicia una etapa francamente institucional en la que cada quien toma su derecha por no interferir el tránsito a los demás. Al «Instituto Armado» se le constriñe a volver a sus funciones. Dejan de verse militares al frente de gubernaturas y ministerios. El gobierno policiaco es sustituido por el gobierno paternal, regulador de las actividades productivas, reglamentador de la higiene y la salud, árbitro de los grupos sociales antagónicos, generador y controlador de los partidos políticos, educador, moralizador, enfermero, profiláctico y salutífero.

Para el logro del orden y el avance económico, que desde 1938 se vuelve la máxima meta nacional gracias a la élite de 1915, gobierno e iniciativa privada, a dúo y a solas, erigen instituciones muy fuertes y de toda índole: Nacional Financiera, Banco Nacional de Comercio Exterior, Banco Nacional de Crédito Ejidal, ANDSA, UNPASA, FINASA, BNC, BI, DAF, parques nacionales, ley forestal, ley de caza, leyes industriales, Departamento Técnico de Minería, Consejo de Recursos Naturales no Renovables, Comisión de Fomento Minero, Comisión Nacional de Energía Nuclear, Comisión Federal de Electricidad, Altos Hornos de México, Hojalata y Lámina, Petróleos Mexicanos, Comisión del Maíz, Comisión del Café, comisiones de las cuencas de tal y cual, multitud de empresas del gobierno y de particulares emprendedores y pesudos: Palazuelos (Cámara Nacional de Comercio), Bailleres (Crédito Minero y Mercantil, Crédito Hipotecario y Crédito Afianzador), Sáenz (Azúcar, S.A.), Galas (negocios de litografía), Larín (industrias metálicas), Urraza (Goodrich Euzkadi), Vallina (Banco Comercial Mexicano), Rodolfo Elías Calles, Carlos Trouyet y tantos contratistas, constructores y fraccionadores. Políticos, empresarios y aun intelectuales utilizan la coyuntura de la Guerra Mundial para poner en acción el despegue y la modernización de México. Como en tiempos de don Porfirio, la meta del progreso (ahora con el nombre de desarrollo) se vuelve la obsesión de la élite de 1915. En los decenios de los años cuarenta y cincuenta todo fue búsqueda de modos para salir de pobres.

Con todo, el mayor vuelco se dio en asuntos religiosos. Los de 1915 lograron el pase de una campaña antirreligiosa dura y cruel a una tolerancia de credos no indigna de los países nórdicos del Occidente. La élite epirrevolucionaria fue más incrédula, incluso en su sector clerical, que ninguna de las anteriores. La indiferencia religiosa de los prohombres de 1915 es quizá su principal característica. La mayoría, desde la juventud dejó de creer, sentir y practicar la religión católica. Algunos siguieron confesándose católicos y más de alguno protestante, pero muy pocos, incluso los sacerdotes, son comparables por su intolerancia y fervor religioso a aquellos obispos tan beligerantes de la generación revolucionaria. Lo mismo puede decirse de los que abandonaron las prácticas religiosas. Ninguno padeció el virus antirreligioso de un Calles y de varios de sus compañeros de tanda. Habría que decir que ésta fue la primera minoría claramente inmanentista de la historia de México, lo que no excluye que las siguientes hayan sido aún menos trascendentalistas o más irreligiosas. Fue una hornada que por ser más proclive a la razón que a la fe, no obstante su actitud populista, nunca llegará a ser verdaderamente popular, siempre se mantendrá distante del pueblo. Ni la reforma agraria ni el fomento del sindicalismo conseguirán unir a las masas creyentes con su minoría rectora descreída.

No menos notable fue la acción estrictamente intelectual de los de 1915, reforzada por la pléyade de intelectuales españoles, sobre todo por los de la misma camada: Pedro Boch Gimpera, Manuel Martínez Pedrozo, José Bergantín, Joaquín Xirau, Enrique Rioja, José María Gallegos Rocafull, Luis Buñuel, Juan Comas, José Gaos, Eugenio Imaz, Pedro Garfias, Luis Cernuda, Max Aub, Wenceslao Roces, Faustino y Francisco Miranda, Juan Rejano, José Medina Echeverría y Ramón Iglesia. Con la ayuda de los transterrados españoles, los epirrevolucionarios de acá se dieron a la fundación de institutos culturales que debían profesionalizar la cultura mexicana, que debían substraérsela a la intuición y dársela al método y a la técnica. Entre los muchos sabios de la generación de 1915, fundadores de albergues de sabiduría, se acostumbra citar a Jesús Silva Herzog (Cuadernos Americanos, Escuela de Economía), Lucio Mendieta (Instituto de Investigaciones Sociales), Ignacio Chávez (Instituto Nacional de Cardiología), Luis Enrique Erro (Observatorio Astronómico de Tonanzintla), Manuel Martínez Báez (Instituto de Enfermedades Tropicales), Ramón Martínez Silva (Universidad Iberoamericana), Jesús Guisa (Lectura y Polis), Vicente T. Mendoza (Sociedad Folcklórica de México), Eugenio Garza Sada (Instituto Tecnológico de Monterrey), Antonio Castro Leal (Colección de Escritores Mexicanos), Gabriel Méndez Plancarte (Abside), Manuel Gómez Morín (Jus), Alfonso Caso (INAH e INA), Lázaro Cárdenas (Instituto Politécnico Nacional), Manuel Ávila Camacho (Escuela Normal Superior), Daniel Cosío Villegas (Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, Historia Mexicana, El Trimestre Económico y Foro Internacional).

La autognosis de México sigue su marcha. Los indigenistas continúan asidos al prejuicio de que la esencia de la mexicanidad es la indianidad. Caso, con técnicas de arqueólogo y de historiador, recobra las civilizaciones de mixtécos y aztecas. Mendizábal da con los modos de producción de algunas comunidades del antiguo México. Barrera Vázquez descubre aspectos olvidados de la civilización maya. Garibay ahonda en la filosofía espiritual (historia de la literatura náhuatl), mientras García Granados compila un Diccionario biográfico de historia antigua de México. Los mantenedores del prejuicio hispanista, de que los buenos y los malos modos nos vienen de la colonización española tricentenaria, emprenden sesudas investigaciones acerca de un mexicano muy representativo por crepuscular como lo es Juan Ruiz de Alarcón visto por Castro Leal, o sobre El arte colonial y especialmente el barroco, donde don Manuel Toussaint encuentra el meollo de lo mexicano. Junco, colonialista desmesurado, hace una Inquisición sobre la Inquisición para demostrar que el león hispano fue menos fiero de como lo pintan. Chávez Orozco, hispanófobo hasta las cachas, inquiere acerca de la lucha de clase y los modos de producir de los españoles de la era colonial.

Los más de los epirrevolucionarios en busca del alma propia siguen pensando que no hace falta remontarse a la época de dominio de los hombres blancos y barbados, ni a la edad de los hombres morenos y lampiños para tomar el pulso y los demás signos vitales a su México. El abogado Martínez Báez descubre en la trama de la independencia la prefiguración del México actual. Valadés explora el siglo XIX a través de sus periodos y personas sobresalientes: etapa santánica, Alamán, Ocampo, Juárez, El Porfirismo. Desde 1948 Cosío Villegas inicia la mayor hazaña intelectual de la generación: la Historia moderna de México, publicada en diez altos y rechonchos volúmenes. Cosío, con la técnica de investigación mejor cotizada en el mercado científico de ahora y con el material más resistente de bibliotecas y archivos de aquí y de fuera, emprende una vasta imagen de la vida nacional moderna en la que retaca lo que puede sin ofensa para el arte y los lectores: lo capitalino y lo provinciano, la vida de ritmo lento y la relampagueante, las actividades encaminadas a conseguir el pan y las que dirigen sus pasos a la consecución del poder y del saber.

La generación de 1915, en su etapa de gestión se esmeró en lo inmediato y el presente, en el conocimiento del siglo XIX y en lo que va de la actual centuria. El general Urquizo acaba en fácil y ameno cronista de la vida airada de los años 1910-1920. Taracena reúne en La Verdadera Revolución Mexicana la efemérides más vastas que se han hecho hasta ahora sobre cualquier época de la historia de México. Mancisidor, biógrafo de Marx y Lenin, aplica su enfoque marxista a la Historia de la Revolución Mexicana, negocio en que lo precede Teja Zabre.

Merecen otro párrafo las aportaciones al conocimiento de nuestro pasado nacional debidas a transterrados españoles. Con rigor metódico y pasión nacionalista, Agustín Millares Carlo labra tres instrumentos indispensables para la investigación de lo mexicano: Bibliografía de Bibliografías Mexicanas, Album de paleografía hispanoamericano y Repertorio bibliográfico de los archivos mexicanos; Ramón Iglesia revive a Los cronistas e historiadores de la conquista; José Miranda explora El tributo indígena en Nueva España, España y Nueva España en la época de Felipe II y Las ideas e instituciones políticas del mundo colonial, y José Gaos promueve la máxima revolución en el campo de los estudios históricos, con las exploraciones suyas y de sus alumnos acerca de la mentalidad mexicana desde que se vuelve nacionalista y moderna en el siglo de las luces.

Otros españoles incorporados a la generación reconstructora en 1940 prefirieron desde su llegada incorporarse al movimiento de investigación del presente nacional. Así Medina Echeverría, inteligente divulgador de Weber, Mannheim y Freyer, que enriquece las investigaciones sociales en las que ya estaban Mendieta y Núñez, Lombardo, Mendizábal, Silva Herzog, Caso y el folclorista Mendoza. Otros españoles coadyuvan a la investigación de los problemas económicos de México junto a los mexicanos por nacimiento Silva Herzog, Cosío Villegas, Bassols, Villaseñor, etc. Otros más, aunque de manera menos ostentosa, ayudan a la comprensión del sistema político mexicano, preocupación temprana de Gómez Morín, González Luna, Cosío y Lombardo. También españoles y mexicanos al unísono se ponen a estudiar las instituciones jurídicas contemporáneas de su patria. En suma, la generación epirrevolucionaria supera a la inmediatamente anterior en su afán de conocer a México en toda su redondez, desde las raíces hasta el copete y desde la cáscara hasta el hueso. Y además, pone un particular empeño en difundir la imagen del México nuevo y de sus proyecciones inmediatas.

El cine, desde que se vuelve sonoro en 1930 hasta mitad del siglo, propala, por obras de los directores Fernando de Fuentes, Juan Bustillo Oro, Arcady Boytler, el genial Luis Buñel y varios más, las características de la emulsión revolucionaria: charrería, valor a toda prueba, uso inmoderado de la pistola, madrecitas santas, galimatías, amores eternos, prostitución, hacendados y capataces adictos al derecho de pernada y al azote, matrimonios rumbosos, esposas sumisas, machismo, religiosidad litúrgica, desigualdad social, miseria y riqueza, héroes revolucionarios, bandidos generosos, paisajes, como El Tigre de Yautepec, El héroe de Nacozari, La mujer del puerto, El compadre Mendoza, Chucho el Roto, Rebelión, ¡Viva México!, Janitzio, Vámonos con Pancho Villa, El Tesoro de Pancho Villa, Juan Pistolas, El calvario de una esposa, Cielito Lindo, Allá en el Rancho Grande, Las cuatro milpas, Bajo el cielo de México, Así es mi tierra, Huapango, La Adelita, Abnegación, Tierra Brava, México lindo, Padre de más de cuatro, Hambre, El indio, A lo macho, Juan sin miedo, Mujeres y toros, Los de abajo, El Charro Negro, Allá en el Rancho Chico, El jefe máximo, Ay Jalisco no te rajes, Del rancho a la capital, Allá en el trópico, La abuelita, Soy puro mexicano, ¡Qué lindo Michoacán!, La Virgen Morena, Santa, El Rayo del Sur, Allá en el Bajío, La china poblana, La vida inútil de Pito Pérez, Porfirio Díaz, El Mexicano, Las abandonadas, Como México no hay dos, Hasta que perdió Jalisco, ¡Ay qué rechulo es Puebla!, Enamorada, Ahí está el detalle, Nosotros los pobres, Juan Charrasqueado, Ustedes los ricos, Sólo Veracruz es bello, Arriba el Norte, Los olvidados, El Siete Machos, Madre Querida, El señor Gobernador, Las mujeres de mi General, El gendarme desconocido, Tacos joven, Acá las tortas, Subida al cielo, Si yo fuera diputado, Ni pobres ni ricos, De ranchero a empresario, Los orgullosos, Las cariñosas. Ella, Él, Nosotros, Memorias de un mexicano y numerosos churros, típicos, violentos, dulces, nostálgicos, anhelantes, dramáticos, cómicos, chovinistas, malinchistas, rurales, urbanos, de izquierda, de derecha, con mensaje lopezvelardiano: «Patria, te doy de tu dicha la clave: sé siempre igual, fiel a tu espejo diario». La élite política e intelectual bautizada por Jiménez Moreno con el nombre de epirrevolucionaria, accede a los cuarenta años a la hegemonía y la cede a los sesenta y dos; la disfruta por cuatro lustros y medio, por más tiempo que los científicos y con mejor ventura. En 1958 el epirrevolucionario Ruiz Cortines le pasa los trastos de la presidencia a un hombre de la generación siguiente, al neocientífico López Mateos, y emprende de inmediato la

Retirada

a los cuarteles del dominó. Y aunque no todos los inmiscuidos en la vida pública siguen el ejemplo de Ruiz Cortines, pues en los gobiernos de López Mateos y Díaz Ordaz más de algún sesentón consigue acomodo en el Congreso, o un sitial en la Suprema Corte, o las secretarías de la Defensa y Educación, o una embajada, o un liderazgo en partido de oposición, la gran mayoría orgullosa por haber dejado institucionalizada a la Revolución y en manos de gente tan pulcra y razonable cómo son los neocientíficos, se marcha de los negocios públicos, ya para disfrutar los ahorritos obtenidos mientras fueron servidores de la nación, ya para aplicar su experiencia en la dirección de negocios privados y casi siempre propios, ya para recibir homenajes de sus agradecidos sucesores, ya para ponerse a escribir su autopanegírico.

En 1958 vivían aún dos de cada tres epirrevolucionarios de la élite. Muy pocos habían muerto de muerte violenta; muy pocos por decisión de un homicida, y un número apreciable por accidente automovilístico. De los que se jubilaron con alma y cuerpo en buenas relaciones, cuatro murieron al otro día de la jubilación generacional. De los restantes, un quinto se vuelve ojo de hormiga; un tercio, noticia en la sección de sociales de los periódicos; y la mitad, elemento activo de la república de las letras o del gremio de los artistas. De los que dedican su agerasia a labores culturales, tres lo hacen en el coto de la reflexión filosófica; ocho en el de las ciencias exactas y naturales; siete en el de las ciencias sistemáticas del hombre y la cultura; treinta en el ámbito de las investigaciones históricas; siete en los múltiples recovecos de la comunicación masiva; cinco en la creación literaria y otros tantos en el mundo de las bellas artes. Entre 1958 y 1970 los epirrevolucionarios producen dos docenas de obras memorables; cinco filosóficas (De la filosofía, Del hombre e Historia de nuestra idea del mundo, de Gaos; Cerebro y mente, una filosofía de la ciencia, de Rosenblueth, y Estudios estéticos, de Ramos); dos de ciencias humanas (El problema educativo en México, de García Téllez; La reforma agraria de la América Latina, de Mendieta y Núñez); numerosos artículos científicos; doce obras historiográficas (Historia sucinta de Michoacán, de Bravo Ugarte; Humboldt y México, de Miranda; Autobiografía de la Revolución Mexicana, de Portes Gil; Siete años con Carranza, de Urquizo; Panorama literario de los pueblos nahuas, de Garibay; Ramón López Velarde, de Monterde; El tesoro de Montealbán, de Caso y de otros; Camino a Tlaxcalantongo, de Beteta; Historia general de la Revolución, de Silva Herzog; alguna de las biografías de Torres Bodet y la segunda mitad de la diezvoluminosa Historia moderna de México, de Daniel Cosío Villegas); ocho libros de creaciones literarias (La creación, La tierra pródiga y Las tierras flacas, de Yáñez; Fábulas y poemas, de Renato Leduc; El laurel de San Lorenzo, de Castro Leal; A la orilla de este río, de Maples Arce; Material poético, de Pellicer y La patrona, de Icaza); cinco películas de Buñuel (Nazarín, El ángel exterminador, Viridiana, Simón del desierto, La Vía Láctea); varias composiciones de Chávez, los carísimos lienzos de Tamayo, murales y más murales de Siqueiros, grabados de Méndez, caricaturas de Cabral y últimas canciones de Agustín Lara.

Doce años después, en 1970, aún vivían 75 de los prohombres de 1915; muchos ya entre signos de admiración: Chávez, premio nacional de Música; el poeta y museógrafo Pellicer, premio nacional de Literatura; el pintor Rufino Tamayo, premio nacional de Arte; el expresidente Miguel Alemán, presidente del Consejo Nacional de Turismo; el músico poeta Agustín Lara, también premio nacional de algo; Garibi Rivera, primer cardenal mexicano; Luis Buñuel, con premios nacionales e internacionales; José Gorostiza, archiaplaudido; Monterde y Torres Bodet, premios nacionales de Letras; Siqueiros, pintor del Polyforum; Rosenblueth, premio nacional de Ciencias; el todista Novo, chirrión de todos; el novelista Yáñez, presidente de la Academia de la Lengua y premio nacional de Letras; Padilla, excanciller de América; Ruiz Cortines, expresidente de México que por fin no resultó tan correoso como su colega Portes Gil; Silva Herzog, con varios homenajes multitudinarios pero de cultos; el doctor Chávez, el cardiólogo Chávez, premio nacional de esto y aquello; el sonriente Manuel Gómez Morín, sin premios nacionales, naturalmente, y para no seguir sin parar: Daniel Cosío Villegas, premio y «bestseller» con tres obras: El sistema político mexicano, El estilo personal de gobernar y La sucesión presidencial.

Aunque en 1983 la décima parte de los constituyentes de la élite generacional de 1915 aún respiraba, pensaba lúcidamente, quizás escriba aún obras memorables y haga cosas de fuste, es casi seguro que no modificará lo ya hecho. Ya se puede predicar sin temor a equivocarse que la minoría rectora epirrevolucionaria no sólo vistió mejor que la revolucionaria. Por principio de cuentas, sólo un 11% de ese grupo se puso uniforme militar, y en cambio, el 15% fue famoso como empresario. El número de sacerdotes se reduce al 8% mientras el de intelectuales sube al 35%. Casi un tercio de epirrevolucionarios se hizo acreedor al título de estadista.

Ninguna de las anteriores minorías rectoras había contado con tanta gente oriunda de otros países, sobre todo en los cenáculos de la inteligencia y el negocio. Tampoco ninguna había tenido tan alta dosis de urbanidad. Fue una generación clasemediera de citadinos. La mayoría recibió la crianza de tipo autoritario y religioso que se estilaba en gente de tono medio. Padeció entre la infancia y la primera juventud los sustos, las carreras, las penurias por culpa de la ronca etapa de los años diez. Pocos pelearon; los más sólo fueron víctimas del desgarriate. Casi ninguno llegó a simpatizar con aquel caos de matanzas, violaciones, robos y discursos incendiarios de la gesta revolucionaria.

La minoría rectora de 1915 se distingue también de las anteriores por su mayor cultura. Como de costumbre, una tercera parte de los protagonistas de la Revolución institucionalizada estudió Derecho, pero alrededor de una cuarta parte, lo que era inusitado, tomó rumbos más acordes con la modernidad, hizo carreras científico-técnicas. Un alto número estudió en universidades de Europa y Estados Unidos y manejó con soltura el inglés, el francés y el alemán. Su actitud, indudablemente nacionalista, se combina con una clara recepción de los aires forasteros. En general, su gusto por el desarrollo productivo estuvo ligado con actitudes socializantes. Muy pocos permanecieron fieles a la tradición mexicana; quizá ninguno fue capitalista descarado; algunos entregaron todo su amor al marxismo-leninismo, pero los más asumieron una actitud ecléctica que ahora se le reconoce con el calificativo de populista. La mayoría de los 15 se dijo reivindicadora del pueblo, abanderada de la justicia social, muy atenta a la satisfacción de los anhelos populares.

Los protagonistas de la generación de 1915 se hacen una idea triste de su patria; destruyen el mito de la riqueza natural de México; ven los componentes poco agraciados de la sociedad mexicana; consideran abatidos, aunque redimibles, a los hombres del campo y de las barriadas citadinas. No ocultan su nacionalismo pesimista ni tampoco su escasa dosis de xenofobia. Excluyen de su lista de odios a chinos, alemanes, rusos y aun a españoles. Comparten la yanquifobia popular pero sin el ímpetu de la época revolucionaria. Es un nacionalismo frecuentemente tomado por sentimientos cosmopolitas, aunque entre éstos no figuran los de la democracia al modo anglosajón. Los mandamases de la onda epirrevolucionaria nunca abjuraron del autoritarismo mexicano, siempre insistieron en las virtudes del régimen patriarcal. Al Estado le corresponde el papel de principal promotor del bienestar material y moral de la nación. Es clarísima su inclinación por el Estado activo, metiche, enfermero, profiláctico, salutífero, reglamentador, moralizante, artífice de organizaciones populares y partidos políticos, prefecto de la gran mayoría de las escuelas, tutor de la vida nacional.

Según la caracterología de Le Senne, la pléyade epirrevolucionaria de ahora, como la pléyade epirrevolucionaria de los tiempos de don Porfirio, se ajusta al tipo nervioso: esclavo del presente, impulsivo, de humor desigual, violento, susceptible, ni objetivo ni tesonero ni disciplinado, que sí vanidoso y cordial. También cabe decir que una y otra pléyade desempeñan una misión histórica análoga, aunque en distinto clima. A la élite porfírica le corresponde encauzar las aguas broncas de un nacionalismo liberal y romántico. A la élite de 1915 le toca reponer los platos rotos por un nacionalismo socializante y vitalista. Ambas impusieron la paz en sus respectivas épocas, que no la mesura, y el afán continuado que entonces se llamó progreso y ahora desarrollo. Por lo demás, aquélla fue una generación menos educada que ésta; aquélla usó desmedidamente el machete para imponer el orden; ésta, de la pluma y la pala. Quizá lo más sobresaliente de la fisonomía del elenco de 1915 sea su afán constructivo, su febril actividad a la hora de hacer instituciones. A lo largo de veintitrés años puso de moda ese modo de infelicidad que son las prisas, el atarearse, el ir al trote, el tomar muy en serio del despegue nacional.

Para cerrar

los seis bosquejos biográficos de las seis sucesivas cohortes rectoras de la nación mexicana en la segunda parte del siglo XIX y primera del nuestro se podrían desprender, sin exceso de cavilación, a la ligera, quince corolarios de disímbola validez, importancia y novedad.

Uno

Las minorías que se sucedieron en la dirección de la República de 1857 a 1958 son minúsculas y masculinas. Quizás una investigación más minuciosa autorice a agregar algunos nombres a los catálogos anteriormente propuestos. Por lo pronto, según esta selección interina, la pléyade que nos introdujo a un clima liberal y romántico se hizo con ochenta y cinco personas; las tres siguientes se constituyeron con poco más de cien cada una. La que nos trajo a la época actual tuvo doscientos ilustres; y la última del desfile, cosa de tres centenares. Quizá ciertas damas fueron lo suficientemente decisivas como para merecer su inclusión en algunas de las nóminas, aunque hasta años recentísimos las minorías rectoras de México fueron clubes de hombres en los que estaba prohibido, como en los bares y pulquerías, la entrada a mujeres.

Dos

La gran mayoría de los novecientos hombres repartidos en media docena de directorios, nació en el ámbito espacial de México, en la zona del centro y altiplana del país, en localidad citadina y en familia de clase media. Ninguno de los elencos, fuera del epirrevolucionario que acogió a la élite de la República Española, tuvo un contingente importante de extranjeros. Ninguna minoría, aparte de la revolucionaria, tan bien surtida de caudillos norteños, asumió un grupo cuantioso de personas de la periferia nacional. Ninguna, salvo la que impuso a don Porfirio y la que lo depuso, consintió en su seno más de una cuarta parte de rancheros y pueblerinos, pese a la muy mayoritaria rusticidad del país. Ninguna, sin excepción, admite más de un décimo de retoños de familia de condición humilde a pesar de que en el siglo diecinueve, fecha de nacimiento de los protagonistas tratados aquí, nueve hogares de cada diez pertenecían al mundo de la miseria. Por su oriundez, ninguna de nuestras élites rectoras pudo aspirar a ser llamada «imagen auténtica de México». Todas tuvieron un aire de familia citadina y mesocrática. En la cúspide, no menudearon las muestras de la mayoría nacional.

Tres

El paseo por la galería de glorias mexicanas del último siglo y medio muestra que muy pocos entre sus integrantes compartieron la ignorancia con la gran mayoría de sus compatriotas. Casi todos nuestros proceres se apartaron de niños de la enorme muchedumbre iletrada del país, y desde la juventud hicieron migas con el cenáculo de gente con título universitario. Ni siquiera la revolucionaria, que fue la más popular de las minorías rectoras, consintió un porcentaje notorio de incultos. Únicamente el elenco de Díaz estuvo formado con una mitad de gargantones sin título de escuela superior. En los demás, nunca bajó de dos tercios la cifra de graduados, de los cuales el grupo mayor siguió carrera humanística, sobre todo la carrera del Derecho. En ninguna de las cohortes figuró una cifra cuantiosa de médicos, ingenieros, y demás gente de la rama científico-técnica; en todas, hubo abundancia de abogados, historiadores, periodistas, novelistas y poetas; en todas, hubo muy pocos educados en el extranjero. En la época liberal algunos famosos siguieron estudios en universidades de Francia, y en la época revolucionaria, en colegios estadunidenses.

Cuatro

Normalmente, desde los días de la escuela se forma la comunidad personal de cada una de las minorías rectoras. Aun los pocos nacidos en rancherías y pueblos conocen a los demás niños que serán insignes a la hora de avecindarse como alumnos en algún centro urbano. Además, muchos de los provenientes de la provincia siguen su enseñanza media en la capital de la República. Más del 50% de los futuros socios de las minorías científica, azul y de 1915, ya convivían en la metrópoli antes de su mayoridad, antes de cumplir los 21 años. Únicamente los hombres decisivos de las tandas de la Reforma y de Díaz se mantuvieron mayoritariamente en provincia y sin frecuentarse mucho entre sí hasta bien entrados en la edad adulta, hasta volverse cuarentones. Como quiera, casi todos en su etapa de actuación histórica ya eran vecinos de los barrios de la gente bien de la metrópoli, y aunque no se hubieran reunido en cenáculos literarios, en logias masónicas, en clubes de esto y aquello, habrían acabado frecuentándose. Sólo algunos sacerdotes y algunos guerreros, por razón de su oficio, se mantuvieron provincianos y distantes del círculo de insignes que operaba en la ciudad de México. Tampoco deben olvidarse los dos periodos de desparramamiento geográfico y aun afectivo por culpa de las guerras de Reforma, Intervención Francesa y Revolución Mexicana.

Cinco

La comunidad personal capitalina de los miembros de cada una de las minorías, se vio afectada parcialmente por la existencia de grupos profesionales que sólo esporádicamente se fundieron. En cada grupúsculo rector se distinguen cinco especies: política, militar, intelectual, económica y religiosa. En la hornada de la Reforma no hizo ningún bulto el trío de hombres de negocios; el de los jerarcas eclesiásticos representó el papel de voz opositora. La especie militar se alió primero y en seguido se opuso a las élites de intelectuales y políticos, quienes se hicieron una en el poder hasta la llegada belicosa de la minoría porfírica. En ésta, los grupos militar y político se unen en la cumbre del poder; el intelectual se echa un poco atrás; el económico, todavía escaso, se acerca al poderoso; el eclesiástico acude tímidamente hacia un abrazo de Acatempan con los de mero arriba y adelante. El elenco de los científicos se divide. Pese a la presencia del general Díaz en la cúspide del poderío, los militares comienzan a desprenderse de los negocios públicos y a entrar en la zona de penumbra del escenario político; los cultos, los hombres de negocios y los políticos se funden en torno al dictador hecho estatua viva, y los dignatarios eclesiásticos parecen abrigar la esperanza de ser algún día del círculo íntimo del poder todopoderoso. En la centuria azul, la gente de letras es la más numerosa y lúcida; los pocos y versátiles políticos no hallan su lugar; sin orden ni concierto van, vienen, suben y bajan. Los clérigos y empresarios del modernismo apenas se distinguen, por ser pocos y opacos. Durante el predominio de la minoría rectora de la Revolución, los sectores militar y político se reparten fraternalmente el Palacio Nacional; los sacerdotes se apartan para hacer su propia revolución y alboroto; los intelectuales entran y salen del palacio por la puerta del lado izquierdo, y los empresarios cuchichean, en el portal de la derecha, con los poderosos. Durante la gerencia de los 1915, los de armas tomar inician la retirada de la zona de las candilejas; el proscenio se cubre de políticos puros que saludan y sonríen al pelotón intelectual situado en la parte izquierda, miran cordialmente al grupito de curas de la derecha, y se entienden por la puerta de atrás con los magnates de la agricultura, la industria y el comercio.

Seis

La distinta profesión pública de los eminentes de las generaciones no ha sido, por lo regular, un elemento de cohesión interna. En cambio, por razones misteriosas, los caracteres individuales han contribuido en cada minoría a estrechar los lazos de amistad entre sus miembros. Los militantes de las pléyades de ruptura (reformista y revolucionaria) pertenecieron generalmente al tipo apasionado que suele distinguirse por violento, terco, perseverante, honorable, autoritario, canario, patriótico, ambicioso, vindicativo, superactivo, sentimental y veraz. En las promociones reencauzadoras (porfírica y epirrevolucionaria) abundaron los sanguíneos que son, como usted sabe, rápidos, prácticos, extrovertidos, deportistas, observadores, realistas, vanidosos, optimistas, conciliadores y gastrónomos. En la camada estabilizadora de los científicos, los de arriba fueron flemáticos, es decir, fríos, económicos, perseverantes, tolerantes, circunspectos, derechos, dinámicos y utilitarios. En la centuria azul predominó el carácter sentimental que se manifiesta cálido, resignado, imaginativo, inactivo, vacilante, honorable, memorioso y religioso. En ninguna de las minorías rectoras ha habido suficiente sitio para los coléricos, los nerviosos, los amorfos y los apáticos.

Siete

Por lo que mira a las relaciones entre las minorías dirigentes de las diversas hornadas, no sobresale la uniformidad. En la puesta en escena de cada drama y sainete (cuya duración ha sido en promedio de dieciséis años) han participado por lo menos tres equipos dirigentes: uno de adultos jóvenes; otro de adultos añosos, y el tercero de viejos sesentones. En el drama de la Reforma (1857-1875) hubo un lucha encarnizada, primero entre los maduros de Juárez y los prematuros de Díaz contra los viejos conservadores, y hacia el final, entre la camada de Díaz y la camada de Juárez. En la comedia del Porfiriato temprano (1876-1892) lo característico fue un distanciamiento rencoroso de los ya viejos juaristas y una relación paternal y casi siempre dulce de los porfiristas hacia los recién llegados científicos. Durante la representación de éstos (1892-1910), predominó el entendimiento entre los pelotones de diversa edad, pese a las puyas verbales de los jóvenes e irreverentes modernistas. En el cortometraje (1911-1919) en que les correspondió protagonizar a los azules, nadie se entendió con nadie. En el drama (1920-1934) tampoco predominaron las buenas relaciones entre edades distintas. Estas volvieron a ser buenas durante la larga pieza (1935-1958) en que fue «vedette» la minoría epirrevolucionaria, quizá porque los viejos revolucionarios se volvieron en un santiamén muy pocos y los jóvenes neocientíficos resultaron unos hijos modelos por la obediencia y por la actitud respetuosa hacia sus mayores.

Ocho

Las relaciones entre las minorías dirigentes y sus respectivas mayorías dirigidas jamás fueron estrechas, porque no cabe estrechura de relación entre desconocidos. En la era de la Reforma el pueblo no se enteró suficientemente del plan que peleaban los liberales, ni éstos (hombres de urbe y de universidad) llegaron a tener una imagen clara y justa del pueblo que aspiraban a redimir, lo que explica las decisiones impopulares tomadas por los líderes de la libertad y algunas contracorrientes violentas (como las de los indios) contra sus bienintencionados y malinformados libertadores. El elenco de Díaz (menos culto y más andante que el anterior) tuvo mayor contacto, que no excesivo, con las masas, y éstas lo conocieron un poquito. Entre los científicos y el pueblo se abrió inicialmente un abismo de ignorancia e indiferencia que se fue cerrando poco a poco por el miedo y la hostilidad que desde la clase media empezó a surgir contra la distante y desdeñosa minoría científica. Con pocas excepciones, los azules se paseaban por el cielo mientras la gente habitaba la tierra. Es indudable que los líderes revolucionarios, aunque de oriundez limitadamente popular, se ponen al tú por tú con el común durante la trifulca, lanzan una Constitución a gusto del pueblo y ya en el poder asumen una doble y contradictoria conducta hacia la muchedumbre. En los de 1915 se dio una mayor preocupación por el conocimiento y la salud de los recursos humanos de su patria. Como quiera (la burra no era arisca pero la hicieron), la mayoría de la masa se mantuvo distante, desconfiada e indiferente a los actos de sus rectores entre 1935 y 1958.

Nueve

Cada una de las seis minorías biografiadas aquí se hizo a pulso. Ningún mexicano de las épocas moderna y contemporánea ha llegado a una junta directiva por haber nacido con sangre azul. Quizás alguno ha podido pertenecer al directorio de la economía nacional por provenir de la opulencia. Los más llegan a los cenáculos cimeros si cumplen los requisitos de ser retoños de la ciudad y de la clase media, adquirir una buena dosis de cultura, habitar en la metrópoli o de perdida en un centro urbano mayor de la zona provinciana, tener capacidades expresivas o ejecutivas según el caso, conseguir amistades y padrinos ad hoc y demostrar ser bueno para lo que se ofrezca. Nunca, ni para hacerse de la élite política, le ha hecho falta la popularidad. En ninguna de las seis minorías analizadas se obtuvo el cargo de presidente de la República por la voluntad manifiesta de la mayoría de la población. La era liberal no consiguió que las elecciones fueran algo más que forma. Quizás algún guerrero obtuvo el generalato por decisión de la gente. Quizás algún intelectual pudo ser de la minoría porque sus lectores lo metieron a la fuerza. Seguramente ningún obispo y ningún empresario de fuste obtuvo el permiso de las mayorías dirigidas para ser dirigente de ellas. Esto no quiere decir que las minorías se hayan hecho contra la voluntad de las mayorías, pero sí sin la venia o beneplático de las masas.

Diez

Lo que no se ve claro en ninguna de las pléyades vistas en la figura reinante, el guía, el caudillo, el duce, el führer, el chef de file, el epónimo indiscutible. Ciertamente, no todos los integrantes de las distintas minorías rectoras fueron, en sus respectivas gestiones, parejamente decisivos, poderosos, insignes e importantes. Algunos llegaron a valer tanto (los Lerdo, Juárez, Ramírez, Altamirano, Porfirio Díaz, Sierra, Limantour, Bernardo Reyes, Rabasa, Bulnes, Carranza, Madero, Obregón, Calles, Vasconcelos, Antonio Caso, Orozco, Rivera, López Velarde, Cárdenas, Alemán, Lombardo, Daniel Cosío, Torres Bodet, Gorostiza, Novo, etc.) que consiguieron jefaturar, o casi, algunas élite de las minorías, que no la totalidad de éstas. Entre los novecientos de nuestras nóminas se distinguen muchos gigantes pero ningún gigantón que haya acabado por imponerse a todos sus coetáneos, que haya sido jefe máximo. Tampoco se ve por ninguna parte un guía único de oriundez extranjera o extrahumana. Es indudable la veneración que en diversos periodos han gozado Víctor Hugo, Augusto Comte, Herbert Spencer, Emile Zolá, Charles Darwin, Baudelaire, Alain Kardec, Henri Bergson, Bertrand Russell, José Ortega y Gasset, Carlos Marx, Sigmund Freud, Nietzsche, William James, John Dewey y otros. Como quiera, de ninguno de ésos ni de otros se puede decir que se hayan posesionado totalmente del alma de los protagonistas nacionales.

Once

No todas las minorías tienen una actuación histórica similar. Hay dos armadas de vigoroso ímpetu renovador: reformista y revolucionaria: dos que abren zanjas y ponen diques a la inundación de los impetuosos: porfírica y epirrevolucionaria; una que consolida las instituciones liberales, y otra que las pone en entredicho: científica y azul, respectivamente. La generación de la Reforma lanza el nuevo tema del liberalismo romántico y, a nombre de él, con áspera combatividad extermina cosas, hombres, grupos, instituciones y todo lo que pudo del antiguo régimen. La generación del sable o porfírica, después de servir eficazmente a la revolución de Juárez y sus amigos, se impuso una modesta pero indispensable tarea histórica: devolver a México a un régimen de calma o, mejor dicho, encauzarlo en el estilo propuesto por la hornada anterior, cuyo lema fue: libertad, orden y progreso. Tampoco la generación científica se propuso cambios estructurales. Su máxima aspiración y su conducta habitual no se sale de los moldes de la Reforma. Su gusto y tarea fue conducir a México hacia una era próspera, acompasada, de obras públicas, de inversión de capitales extranjeros, de hechura de fábricas, de promoción de comunicaciones y transportes y de buenas relaciones con el mundo. La generación modernista fue a la vez continuadora y de ruptura. Jamás rompió el molde liberal, pero atrajo su derrumbe con palabras, gestos y acciones imprudentes. Si la élite modernista fue un crepúsculo, la revolucionaria fue una rayada de sol; impuso una nueva filosofía a fuerza de demoliciones y de sangre. Contra el caos y la dictadura desatados por el elenco revolucionario, la tanda de 1915, sin llegar a insubordinaciones, con dinamismo innegable, puso orden en el desbarajuste y el capricho y sentó los cimientos de eso que se llama «el milagro mexicano». Al equipo de 1915 se debió el despegue de un jet llamado Revolución y del cual ya se vislumbra un aterrizaje que quizá sólo sea técnico.

Doce

Pese al temor que algunas veces invadió a los jóvenes, ninguna de las seis minorías rectoras repasadas pudo retener el predomino más de cinco lustros. A todas les falló pronto la maquinaria del poder. Una a una se jubiló, se anquilosó y se murió, aunque por causas ajenas a su voluntad. La reformista, si no hubiera ido Díaz a sacarla del Palacio Nacional, se habría quedado en él, pero no por mucho tiempo. El promedio de los reformadores abandona la vida a la temprana edad de 65 años. También el grueso de la tanda porfírica tuvo que separarse de la hegemonía a los 16 años de haberla obtenido y se despidió de este mundo apenas sesentona. Ni siquiera los calmosos de la generación científica pudieron partir el pan más de cuatro lustros ni vivir más de siete decenios. El equipo modernista dura tanto como el científico, pero manda poco tiempo. A los hombres de la Revolución ya les toca el uso de antibióticos y hormonas, pero no logran escapar del abuso de las balas. Su promedio de vida no parece notariamente mayor que el de las generaciones precursoras. El promedio hegemónico fue de quince años, pero los de 1915 sí se dieron el lujo de retener el timón poco más de veinte años y han sido hasta ahora los más correosos de la serie. Como quiera, por lo que ya se ha visto no conseguirán escabullirle el bulto al pronóstico de Homero: “Y las generaciones de los hombres así son: ésta nace, aquélla muere”. Ni modo, la historia es una carrera de relevos.

Trece

Todas las minorías mentadas han tenido, después de la vida terrenal, la vida de la fama; que no siempre de la buena fama. No obstante la persistente difamación de los hombres de la Reforma por parte de los curas, el prestigio de Juárez y los suyos no ha conocido eclipse. De aquella gente, sólo la mínima parte que luchó contra el liberalismo no sigue en el altar mayor de la patria. Los demás son epónimos de cuanto hay, santos con día de fiesta, héroes a la altura del arte de multitud de pintores y escultores, fuente de inspiración de los poetas cívicos, tema de miles de discursos altisonantes y cantatas. Ciertamente Porfirio Díaz y la élite porfírica han gozado más de la veneración pública que de la oficial. Para los gobiernos de 1911 a la fecha, los porfirianos no dan para ponerle nombre ni a las plazuelas de barriada, menos a villas y ciudades. El grupo político de la élite siguiente no dejó buena fama ni en la gente poderosa ni en la muchedumbre impotente. En cambio, a la vacilante pléyade azul le ha ido bastante bien con la posteridad, aunque desde luego no tan a todo dar como a la pléyade revolucionaria. En vida, cada uno de sus miembros puso como lazo de cochino a los demás. Una vez difuntos, la mayor parte alcanzaron los más entusiastas piropos de la minoría rectora siguiente y algunos han conseguido la veneración de las mayorías nacionales.

Catorce

Ninguna de las minorías rectoras del México moderno ha alcanzado rango internacional ni como grupo ni individualmente. Se han hecho esfuerzos para conseguir la exportación de estadistas mayúsculos como Juárez y Cárdenas; de gente de pluma como Alfonso Reyes o de pincel como Diego Rivera; de sacerdotes muertos en olor de santidad; de militares que no dejaban títere con cabeza, y de reyes de la banca, del tomate, del acero, del pulque… Como quiera, no se han conseguido figuras estelares en la arena internacional; ni seguidores en otros países de la política de este o aquel mexicano; ni premios Nobel para poetas y científicos de casa (que sí para un intemacionalista), ni canonizaciones para nuestros santos y mártires, ni biógrafos y cineastas para los numerosos generales que tuvo México desde mil ochocientos cincuenta hasta cien años después. Los líderes de toda una centuria de México no han sido invitados al banquete de la historia universal a pesar de la insinuación de Alfonso Reyes. La talla gigantesca de los prohombres de la Reforma liberal, del Porfiriato, de la más antigua agitación revolucionaria del siglo XX, no es reconocida en los foros internacionales.

Quince

Quizá también en la estimativa mexicana del futuro próximo, dejarán de ser esos seis regimientos los más grandes, como lo han sido hasta ahora, del desfile histórico de México; pero agregar a las flaquezas del análisis anterior las escualideces del pronóstico, la predicción o la profecía, es ya demasiado. El camino de la previsión es aún más engañoso que el de la simple ojeada, cuando anda uno metido y hecho bolas en la jungla tejida por miles de generaciones de seres dotados de cabezas de las cuales cada una es un mundo distinto.