Si la existencia de Benito Juárez no hubiera rebasado los veintisiete años, su nombre no aparecería en ninguna historia por más local que fuese. Si su vida hubiera sido de cuarenta y ocho años, habría ocupado un sitio, que no el primero, en la historia de Oaxaca. Él entró a la escena nacional casi cincuentón y se mantuvo allí, en plan de primera figura, los diecisiete últimos años de su curriculum vitae. Ninguna historia de México, ni la más breve y compendiada, ha dejado de incluir su nombre. Ningún historiador, incluso el más acérrimo enemigo de la Reforma, se ha atrevido a rebatir el rótulo de Era de Juárez para designar a la etapa de México que va de 1854 a 1876, desde que don Benito depuso su actitud provinciana en el destierro de Nueva Orleáns hasta que murió de veras, cuatro años después de su muerte física.
Cuando amigos ocupados nos obligan a que les encapsulemos en una docena de palabras la Era de Juárez, decimos que aquello fue un agarre entre el imperialismo europeo y el norteamericano por la posesión de las materias primas latinoamericanas, o que fue la batalla decisiva de México para hacer desistir a los europeos de la obsesión de reconquistamos, o que fue la lucha entre la clase privilegiada que lo tenía todo y una clase media deseosa de tener más, o que fue la separación de la pareja Iglesia y Estado, o que fue un combate para ponemos a la altura de los tiempos, o que fue un triunfo de la razón contra la fe, o de la ciencia contra la religión, o de la libertad contra la servidumbre, o de la democracia contra la aristocracia, o de muchos explotados contra algunos explotadores, o de mestizos contra criollos e indígenas, o de las regiones contra la metrópoli, o de la persona contra el rebaño, o de los federalistas contra los centralistas, o de los republicanos contra los monárquicos, o de los liberales contra los conservadores, o de los afrancesados contra los pochos, o simplemente nos limitamos a decir que la Era de Juárez fue una pugna cívico-extranjera o una revolución democrático-burguesa o la segunda independencia de México o la Reforma o la Chinaca.
Cuando un historiador se topa con amigos dispuestos a concederle sesenta minutos al conocimiento de la Era de Juárez, deja de lado definiciones, epítetos y rubros y se pone a contar historias, a referir acciones, a exponer momentos cumbres. El historiador no está hecho para las épocas de prisa. Esto no quiere decir que no haya historiadores que en casos de apuro envuelvan partículas de su mercancía en las cápsulas fabricadas por economistas, sociólogos, politólogos y filósofos. Tampoco quiere decir que haya historiador capaz de contar algo sin envolverlo en conceptos, pues de otro modo serian eternas e inaguantables sus descripciones y narraciones, aun en la más pachorruda de las épocas.
Aquí se ofrece, antes de referir con brevedad y sin lujo lo más típico, influyente y durador de la Era de Juárez, una somera descripción de
México en 1850
que por los Tratados de Guadalupe perdió dos millones de kilómetros cuadrados de superficie, pero se quedó con los mismos ocho millones de gente que tenía desde antes de la trifulca. Esto no quiere decir que la mitad retenida estuviera bien poblada. La República retuvo una docena de paisajes sin gente: Península de California, desembocadura del Colorado, medio Sonora, vastísimo norte, noreste tamaulipeco, ciénagas de Tabasco, jungla de Chiapas, Soconusco, costas de Nayarit y Jalisco, tierra caliente de Michoacán, costas grande y chica de Guerrero y Oaxaca. Cinco de los ocho millones de mexicanos vivían en la altiplanicie central. El 90% se repartía en varios millares de aldeas y ranchos inconexos; sólo una décima parte se apretujaba en 25 ciudades pequeñas. México, la mayor, hospedaba a doscientas mil personas. Puebla, Guanajuato, Guadalajara y Querétaro tenían alrededor de cincuenta mil cada una. El promedio de vida humana era de 24 años. Los recién nacidos morían a montones. En la altiplanicie y las sierras hacían su agosto las pulmonías; en las regiones próximas al mar, el paludismo y la fiebre amarilla. A pesar de que la tasa de natalidad era de cuarenta por millar al año, como anualmente se morían no menos de treinta por cada mil, el crecimiento natural de la población era lento. Tampoco existía entonces la costumbre de entrar al país o salir de él. En los veintitantos años que llevaba México de ser independiente había atraído a su territorio a unos quince mil extranjeros. Una cifra semejante de mexicanos abandonó a México al descubrirse el oro de California en 1848.
La esperanza que habían abrigado los héroes de la Independencia de que este país, al hacerse independiente, se convertiría en el más rico, poderoso, igualitario y próspero del mundo, cada vez estaba más lejos de cumplirse. De 1821 en adelante se menguó la fortuna y la fuerza y se acentuó la desigualdad. En las ciudades, fuera de una minoría de mineros, mercaderes y hacendados que manejaban al sector económico de importaciones y exportaciones, un clero casateniente y prestamista que acaparaba un quinto de la riqueza nacional y una escasa clase media, la gente vivía en la mugre, la inopia, las cuchilladas, los robos y la holgazanería. En el campo, la gran masa del pueblo empobrecido se encerraba sin cesar en multitud de pequeñas zonas aisladas, en endebles y numerosas economías de autoconsumo. La vida rural, por razones económicas y de diversa índole, era el vivo retrato del infortunio. Dentro de la nación pobre y dividida el peor papel lo jugaba el campesino.
Treinta años de vida doliente habían retenido a muchos en formas de economía primitiva y no habían conquistado para la sociedad industrial a ningún labriego. Los nómadas del norte (comanches, apaches y seris) vivían de la recolección, la caza y el robo. Los semibárbaros norteños (pápagos, pimas, ópatas, yumas, seris, yaquis, mayos, tarahumaras, tepehuanes, coras y huicholes) practicaban la agricultura, pero eran principalmente recolectores y cazadores, y no sólo de flora silvestre y fauna montaraz. A veces recolectaban en milpas ajenas y cazaban animales domésticos. Algunos indios del centro y del sureste vivían exclusivamente de la pesca. Con todo, la mayoría cultivaba la tierra “según el método más primitivo que se pueda imaginar”.
Ocho de cada diez mexicanos gastaban su vida en la agricultura. El estómago, que no el apetito de lucro, decidía los cultivos: maíz, frijol, trigo y chile para la comida de todos; caña de azúcar, café, tabaco para los postres del beau monde, y maguey para aperitivos y digestivos de la gran masa del pueblo. La excepción a la costumbre eran algunas haciendas de ganado, los cultivos de algodón, añil y vainilla y las explotaciones forestales en algunos sitios de Veracruz, Tabasco y Campeche. Poquísimos agricultores regaban y abonaban sus tierras. Al atraso del regadío y la labranza se unía la escasez de capital. Las tareas agropecuarias no permitían la capitalización. Cada empresa agrícola producía lo estrictamente necesario para satisfacer el consumo local. Trasponer este punto era exponerse a los riesgos de la superproducción.
Sólo en las minas y en algunas manufacturas la economía no era de autoconsumo y estaba al día en cuanto a técnica. El valor de la producción minera se había triplicado de 1821 para acá, pero no alcanzaba aún el nivel que tuvo en 1810. El comercio exterior era la rama más frondosa de la economía nacional. El valor de exportaciones e importaciones se había doblado de la Independencia para acá. Se compraba y se vendía a USA y Europa. Con todo, la importación de artículos de lujo a cambio de oro y plata no era movida de provecho. La escasez creciente de caminos, la carestía del transporte a lomo de mula y el riesgo de trasladarse de un lugar a otro ocasionado por las partidas de ladrones, habían reducido a su mínima expresión el comercio interregional del país. Se creía que México era potencialmente muy rico, pero lo cierto es que producía muy poco, y el escaso producto estaba muy mal distribuido. A pesar de la igualdad de derechos garantizada por las constituciones, México seguía siendo el país de la desigualdad.
Los grupos económicos dominantes aspiraban a poseerlo todo, y especialmente querían ser señores de tierras y rebaños, poseer haciendas de vastas proporciones y administrarlas desde palacios capitalinos con muchas recámaras y esculturas griegas. En el México que nos legó Iturbide creció una a una de las haciendas y aumentó el número de haciendas hasta llegar a 6000. Ocho de cada diez eran de particulares y las demás eclesiásticas. El tamaño de las tierras de los pueblos se redujo. Como es sabido, casi todos los pueblos tenían un fundo legal, ocupado por casas y calles; un ejido para el disfrute de los animales domésticos del vecindario; tierras de repartimiento, trabajadas y usufructuadas individualmente por los hombres del pueblo; propios y cofradías, trabajados comunalmente para bien común; y montes y aguas para leñadores, recolectores, cazadores y agricultores. Los hombres que se enriquecían con las exportaciones y las importaciones le habían puesto el ojo a las tierras de los pueblos, aunque no sólo a ellas. También les gustaban las del clero y los inmensos baldíos en poder del Estado. Los ricos mineros y comerciantes compartían ese amor por la tierra con la gente de medio pelo; pequeños propietarios, tenderos y profesionistas. Ricos y clase media pedían que salieran al comercio las vastas propiedades de indios, Iglesia y Estado.
A mitad del siglo XIX el interés puesto en la propiedad rústica traía a la greña a muchos compatriotas. Los agresores eran generalmente blancos y mestizos contra quienes peleaban con abogados y papeles los indios mansísimos del centro, y con arcos, flechas y lanzas, los indios bravos del sureste y norte. En 1847 estalló la guerra de castas en Yucatán, que todavía en 1850 mataba, robaba y quemaba sin tregua ni piedad. Desde 1848, las tribus comanches y apaches, perseguidas y azuzadas por los farwesteros, invadían las haciendas ganaderas del norte. Habilísimos en el manejo de caballo, lanza, flechas y carabina, los indios, en grupos de diez a veinte, caían sobre caravanas, rebaños y aldeas. Su eficacia en el ejercicio de la devastación estaba dejando despobladas y sin uso las llanuras del vastísimo norte. En el occidente, Manuel Lozada, al frente de un ejército de coras, exigía la devolución de las tierras a los pueblos de Nayarit. En el sur, desde 1843, hubo brotes revolucionarios de tinte campesino como aquel de Michoacán contra los latifundistas que “habían usurpado las tierras a los pueblos”, como el de Morelos que quemó los cañaverales de algunas haciendas, como el de Juchitán cuando Juárez era gobernador y como tantos otros.
Mientras la gran mayoría se disputaba la posesión del suelo, grupos minoritarios peleaban por el poder político. La Revolución de Independencia produjo muchos héroes militares que quedaron ociosos desde 1821 y se consideraban obligados a salvar al país. Numerosos salvadores vivían en perpetuo pronunciamiento o cuartelazo o asonada militar. Todo salvador, después de seducir a una parte de la tropa con promesas de grados, chambas y botín, lanzaba su plan revolucionario que no era otro sino el de sustituir un gobernador o un presidente que sin duda era malo, por él, que sin duda no era mejor. Para hacerse de más tropa, el salvador pronunciado o rebelde, por medio de una comisión de leva, caía en pueblos y ranchos, acorralaba a los labradores, seleccionaba a los más robustos y se lanzaba con ellos y la tropa vieja a la conquista del poder regional o nacional. Obtenida la victoria, se cubrían los cuadros burocráticos con tinterillos, lambiscones de clase media y más de algún intelectual. La gran masa del pueblo era pasiva en política.
La única esperanza era la gente culta y refinada que solía copilotear a los generales. A pesar del caos político, económico y social, la educación pública no se había estancado del todo. La Compañía Lancasteriana extendía sus escuelas y sus métodos a la vida urbana. En las capitales de los estados prosperaban institutos de ciencias que promovían la educación media y superior. Estaban en proceso de reacción las escuelas superiores de agricultura y comercio. Sobrevivían, además, universidades y seminarios eclesiásticos de la época española. Y aunque sólo uno de cada diez niños recibía enseñanza básica y uno de cada mil jóvenes llegaba a tener un título profesional, el cultivo de las humanidades era lo mejor del cuerpo enfermo. En punto a ciencias la situación era de atraso casi completo fuera de la Escuela de Medicina y la Sociedad de Geografía y Estadística. En literatura las modas neoclásica y romántica se disputaban los campos de la novela, el drama y la lírica. Entre los poetas figuraban Manuel Carpio, José Joaquín Pesado e Ignacio Ramírez (clásicos) y Guillermo Prieto, José María Lafragua, Pantaleón Tovar, José de Jesús Díaz, Juan Valle y José María Esteva (románticos). Ejercían la novela lacrimosa Fernando Orozco y Berra, Manuel Payno y Florencio M. del Castillo. Manuel Eduardo de Gorostiza era el dramaturgo de fuste. Gozaban de prestigio, por estar armados de importantes conocimientos teóricos, Clemente de Jesús Munguía, Melchor Ocampo, Luis G. Cuevas, Francisco Zarco, Ignacio Aguilar y Marocho y Ponciano Arriaga. Los géneros más cultivados eran la historia y el periodismo. En aquélla sobresalía el grupo del Diccionario: Lucas Alamán, José Gómez de la Cortina, Miguel Lerdo de Tejada, Manuel Orozco y Berra, Joaquín García Icazbalceta, José Fernando Ramírez y José Bernardo Couto. En el periodismo lo sobresaliente era la abundancia de periódicos. Cada ciudad tenía por lo menos una publicación periódica. En México había muchas aparte de las tres famosas: El Universal, de los conservadores, El Siglo XIX y El Monitor Republicano, de los liberales, pues entonces los intelectuales se dividían en
Conservadores y Liberales
Al promediar el siglo XIX, la clase intelectual de la nación, alarmada por la pérdida de medio territorio patrio, el caos económico, la guerra intestina y el desbarajuste en la administración pública decidió poner remedio al mal tomando en sus manos las riendas de la patria padeciente. Los miembros de la clase culta eran pocos, se habían educado en las ciudades; los más en seminarios eclesiásticos. Unos eran sacerdotes; otros, abogados; otros, médicos. Unos ejercían el periodismo, la oratoria y la versificación; otros, la milicia. A pesar de ser tan pocos estaban profundamente divididos en dos clubes: liberal y conservador. La mayoría del club liberal era gente de modestos recursos económicos, profesión jurídica, corta edad y espíritu romántico; la mayoría de conservadores eran tildados de ricos, curas, cuarteleros, poco o nada juveniles y de espíritu neoclásico. Unos y otros compartían dos creencias: la de la grandeza natural de México y la de la pequeñez humana de los mexicanos. Ambos concordaban en la idea de que la sociedad mexicana no tenía el suficiente vigor para salvarse por sí misma. Los dos clubes eran pesimistas, pero la índole de su pesimismo era diferente.
La facción conservadora se dio como jefe a un hombre extraordinariamente lúcido, pero ya viejo. Don Lucas Alamán poseía la virtudes necesarias para ser el líder de los intelectuales aristócratas. Había nacido en la opulencia en 1792. Hizo estudios en Europa y se distinguió por su buen gusto literario. Lo hacían sobresalir aún más su presencia y “su cabeza hermosa y completamente cana”. Era solemne y muy religioso. Según don Arturo Arnaiz y Freg, por su habilidad “para penetrar en el alma de las gentes” y por “sobrio y reservado, lo vieron con respeto sus mismos adversarios… A pesar de su crecida ambición de poderío, fue retraído… medroso y pacifista”. “Sabía adaptarse con delicada flexibilidad a las circunstancias, [pero vivía] con angustiada inquietud la noción de la debilidad interna de México.” Contaba con la minoría intelectual más numerosa, que no la más dinámica. Lo seguían las sotanas y las charreteras de México, dos grupos soberbios que no activos.
Los conservadores, quizá porque tenían mucho que perder, no querían aventurar al país por caminos ignotos y sin guía; suspiraban por la vuelta al orden español y por la sombra de las grandes monarquías del viejo mundo. Por tradicionalistas, retrógrados y europeizantes, sus enemigos les pusieron los apodos de verdes, cangrejos y traidores. Su ideario lo sintetizó Alamán en siete puntos: 1o Queremos “conservar la religión católica… sostener el culto con esplendor… impedir por la autoridad pública la circulación de obras impías e inmorales”. 2° “Deseamos que el gobierno tenga la fuerza necesaria… aunque sujeto a principios y responsabilidades que eviten los abusos”. 3o “Estamos decididos contra él [régimen federal], contra el sistema representativo por el orden de elecciones… y contra todo lo que se llama elección popular…” 4o “Creemos necesaria una nueva división territorial que confunda la actual forma de Estados y facilite la buena administración”. 5o “Pensamos que debe de haber una fuerza armada en número suficiente para las necesidades del país”. 6o “No queremos más congresos… sólo algunos consejeros planificadores.” 7° “Perdidos somos sin remedio si la Europa no viene pronto en nuestro auxilio”.
Los liberales no tenían a mediados del siglo un jefe, pero ya asomaban entre ellos algunas eminencias cuarentonas como la de don Benito Juárez, hombre de acción fuerte, tenaz y decidido, de origen rural, nacido el 21 de marzo de 1806, educado en el Seminario eclesiástico y en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, diputado al congreso oaxaqueño de 1832 a 1834 y al federal diez años después, y gobernador de 1847 a 1852; o menores de cuarenta años, como el eminente filósofo y naturalista don Melchor Ocampo, nacido en 1814, estudiante en el seminario eclesiástico de Morelia, rico en bienes materiales, lúcido, intransigente, satírico, ingenioso y gobernador de Michoacán entre 1846 y 1853; el dinámico don Miguel Lerdo de Tejada, nacido en el puerto de Veracruz en 1812, poseedor de un “raciocinio de acero”, inclinado al estudio de la historia y la economía, autor de varias obras, presidente de la Compañía Lancasteriana y ministro de Fomento, y el general don Ignacio Comonfort, de la misma edad que Lerdo, pero al contrario de éste, dado a la moderación y a las componendas, sin asomos de jacobismo y fanático de la honradez.
Al contrario de los conservadores, los liberales negaban la tradición hispánica, indígena y católica; creían en la existencia de un indomable antagonismo entre los antecedentes históricos de México y su engrandecimiento futuro, y en la necesidad de conducir a la patria por las vías del todo nuevas de las libertades de trabajo, comercio, educación y letras, la tolerancia de cultos, la supeditación de la Iglesia al Estado, la democracia representativa, la independencia de los poderes, el federalismo, el debilitamiento de las fuerzas armadas, la colonización con extranjeros de las tierras vírgenes, la pequeña propiedad, la laicización de la sociedad, el cultivo de la ciencia, la difusión de la escuela y el padrinazgo de los Estados Unidos del Norte. Según uno de sus ideólogos, el vecino norteño, “no sólo en sus instituciones, sino en sus prácticas civiles” debía ser el guía de los destinos de México. Todos los liberales coincidían en las metas, que no en los métodos. Unos querían “ir de prisa”, querían implantar las aspiraciones del liberalismo a toda costa y en el menor tiempo posible; otros querían “ir despacio”, querían imponer los mismos ideales al menor costo y sin prisas. Aquéllos fueron llamados “puros” o “rojos” y éstos “moderados”, y mientras puros y moderados disputaban entre sí, los conservadores que contaban con el clero, es decir, con una corporación poderosa y organizada, se hicieron del poder cuando gobernaba el rechoncho general Arista.
José María Blancarte, un robusto tapatío fabricante de sombreros, se divertía en la casa de la Tuerta Ruperta cuando cometió el delito de asesinar a un policía y se hizo sucesivamente prófugo de la justicia, responsable de la caída de un gobernador jalisciense y lanzador de tres planes revolucionarios. El último, el Plan del Hospicio pedía tres cosas: “destitución del presidente Arista, Constitución Federal y llamamiento de Santa Anna”, y con tales peticiones se ganó la adhesión de numerosos rebeldes locales, la altas jerarquías eclesiásticas, los propietarios y el jefe del partido conservador, en esos días muy comentado a causa de haber salido a la luz pública el postrer tomo de su Historia de México, donde sostenía la tesis de que Antonio López de Santa Anna, indefendible como soldado, tenía “energía y valor para gobernar” y podía fundar un gobierno duradero y sólido. “La gente de orden, de conciencia y seriedad” llama del destierro a Santa Anna, quien el primero de abril de 1853 llega al puerto de Veracruz y el día 20 es recibido en la capital con balcones adornados, repique campanero, poemas y numerosas manifestaciones de júbilo. Al otro día forma un gabinete presidido por don Lucas Alamán. El 22, Alamán suprime con la mano derecha las legislaturas provinciales y funda con la mano izquierda una flamante Secretaría de Fomento, Colonización, Industria y Comercio. El 25, la “Ley Lares” prohíbe la impresión de “escritos subversivos, sediciosos, inmorales, injuriosos y calumniosos” y los liberales empiezan a ser víctimas de destituciones, destierros y cárcel. El 2 de junio muere don Lucas Alamán cuando se ponía de moda aquella canción de la Tierra Caliente:
Ay, capire de mi vida
¿cuándo reverdecerás?
Ya se fue quien te regaba
agora te secarás.
Muerto Alamán, Santa Anna se resecó. Tras una conferencia con el esclavista Gadsden, enviado por su gobierno para adquirir territorios en la zona norte, vendió la Mesilla. Pero esa no fue la peor de sus locuras: se autonombró Alteza Serenísima; impuso impuestos a coches, caballos, perros y ventanas; propició banquetes con príncipes importados, bailes de gran gala, comitivas y ceremonias de felicitación y vastas orgías. En medio de tanto escándalo es natural que se haya popularizado aquella adivinanza que dice:
Es Santa sin ser mujer
es rey sin cetro real,
es hombre, mas no cabal,
y sultán al parecer.
Enloquecido, el presidente cojo no tenía por qué darse cuenta de las borrascas interiores y exteriores que se levantaban en su contra. Un aventurero francés, el conde Rousset de Boulbon, invadió a Sonora con el propósito de convertirla en el paraíso perdido. Parece que el pirata Walker no esperaba menos cuando se metió en Baja California. Las depredaciones de apaches y comanches se recrudecieron. Una nueva epidemia de peste bubónica se esparció sobre el país. Muchos jefes locales, descontentos con ciertas medidas centralizadoras, se dieron a fraguar conspiraciones. El caudillo se ensordecía cada vez más, rodeado por un ejército que llegó a tener noventa mil hombres, adulado por una multitud creciente de burócratas, metido en peleas de gallos y fiestas ostentosas.
El gobierno personal de Santa Anna desprestigió ante la opinión pública los principios y los hombres del partido conservador y le dio fuerza al programa y al equipo del partido liberal que esperaba en Nueva Orleáns y en Brownsville el momento propicio de volver a la patria asantanada y a punto de asatanarse. La ocasión se presentó a principios de 1854.
Se encontraba el presidente Santa Anna en un gran baile cuando recibió la noticia de que el coronel Florencio Villarreal había lanzado en el villorio de Ayutla, el primero de marzo de 1854, un plan que exigía el derrocamiento del dictador y la convocatoria a un congreso constituyente. Al frente de la realización del plan se puso don Juan Álvarez, cacique “de los breñales del sur”, viejo y prestigiado caudillo local. El coronel Ignacio Comonfort secundó y reformó el plan en Acapulco. Al texto primitivo le agregó un párrafo que demostraba la presencia en el movimiento rebelde no sólo del grupo moderado sino también de los rojos que estaban en el exilio en Brownsville y Nueva Orleáns. El presidente, “con el aparato de un rey, la pompa de un conquistador” y un ejército de cinco mil hombres salió a combatir a los rebeldes del sur.
Caballo de pita,
caballo de lana,
vamos a la guerra
del cojo Santa Anna,
guerra que fracasó ante Acapulco, y el cojo con la cola entre las patas, volvió a la capital donde se mantuvo informado de la creciente magnitud del movimiento, y de la ayuda que se le prestaba en los Estados Unidos.
A fines de 1854, Ignacio Comonfort saca la revolución del sur “y la lleva triunfante y amenazadora” por los estados de occidente. Mientras Su Alteza estrenaba el Himno Nacional en el teatro al que había puesto su nombre, en el Teatro Santa Anna, y mientras en los templos, las plazas y las calles de la capital se celebraban con misas, peleas de gallos, cohetes y música las festividades del 16 y del 27 de septiembre, los generales del santanato se pasaban al campo enemigo o retrocedían ante el empuje de los rebeldes Comonfort, Santos Degollado, Epitacio Huerta, García Pueblita, Plutarco González y Santiago Vidaurri, el cacique del noreste. Poco después de que en la capital de la República se hicieron rumbosas fiestas y procesiones con motivo de la publicación de la bula de Pío IX que declaraba dogma de fe la Inmaculada Concepción, los jacobinos liberales, con la ayuda de algunos estadunidenses y de viejos caciques ninguneados o avergonzados por el cojo Santa Anna, ganaron victoria tras victoria. El 22 de junio el general Comonfort obtuvo una muy sonada en Zapotlán el Grande, Jalisco. El 3 de agosto, a las 3 de la madrugada, el dictador sale furtivamente de la capital cuando todavía dominaba militarmente la mayor parte del país. El populacho capitalino, que dos años antes le hizo recibimiento de rey, hace quemas públicas de los retratos del fugitivo y pulveriza la estatua de la plaza del Volador. El eterno retorno de la política mexicana (recuérdese que fue 11 veces presidente) se embarcó en el puerto de Veracruz con rumbo a La Habana el 16 de agosto de 1855, en una nave que tenía el nombre del emperador derrocado por él treinta años atrás.
Todavía tres pronunciamientos militares trataron de impedir la victoria de los rojos: el del general Díaz de la Vega se produjo en mero México y fue obra del ejército santanista; el del general Haro y Tamaríz, en San Luis Potosí, era de tinte conservador y el del general Manuel Doblado, en Guanajuato, buscaba el triunfo de los liberales rosas, casi albinos. A los tres los venció Comonfort con mucha maña y poca fuerza. El general Juan Álvarez fue elegido presidente interino por una junta de representantes de los departamentos que se reunió en Cuernavaca. El recién electo gobernó dos meses (4 de octubre a 11 de diciembre) con un ministerio de cinco rojos (Melchor Ocampo, Ponciano Arriaga, Guillermo Prieto, Benito Juárez y Miguel Lerdo de Tejada) y un rosa (Ignacio Comonfort). Desde Cuernavaca convocó a un congreso constituyente del que se excluía a los eclesiásticos. La entrada a la capital, escoltado por sus rancheros pintos, en medio del júbilo de la muchedumbre, la hizo el 14 de noviembre. La escolta ve primero con asombro y luego con apetito el esplendor de la capital. “Anteayer —escribe el embajador de Francia— en la plaza mayor de México, dos surianos apetecieron cierta cosa de la tienda de una mujer. Como no podían pagarla, simplemente se la robaron. La vendedora pidió socorro a gritos. A los gritos acudió el marido que salió corriendo tras los ladrones. Uno de éstos, volviéndose con toda calma, le rajó el estómago; luego, tras de haber limpiado el machete asesino en la camisa, siguió apaciblemente rumbo al Palacio”. Los capitalinos miran sucesivamente con curiosidad, con asco y con temor a los rústicos soldados de los breñales del sur. Su jefe, viejo, achacoso y mal avenido con la sociedad capitalina, empezó a tramar el regreso. El 8 de diciembre, don Juan, después de restringir los fueros de soldados y gente de iglesia mediante la ley confeccionada por don Benito Juárez, deja la presidencia en poder de Ignacio Comonfort y, una semana más tarde, toma, con su gente, el camino de las quiebras y asperezas del sur. Con la retirada del cacique, los intelectuales del sector liberal quedan dueños únicos del poder que no indiscutidos dueños.
Aunque Comonfort se propuso emprender con prudencia las reformas reclamadas por la opinión liberal, los conservadores se encargaron de hacerlo imprudente. No hubo día de su gobierno sin motín, asonada o revuelta de signo reaccionario. El general los combatió, los venció y tomó la ofensiva: se hizo de los bienes del obispo de Puebla, se puso al tú por tú con los teólogos, y promulgó las leyes Lerdo e Iglesias. Aquélla, para privar de su poder al clero y conseguir la difusión de los bienes de manos muertas, prohibió a las corporaciones civiles y eclesiásticas adquirir o poseer bienes raíces, y ésta, para desprestigiar a los clérigos e indicar que el liberalismo se convertía en padre de los pobres, prohibió el cobro de derechos parroquiales a la gente humilde. Ambas leyes unificaron a todo el grupo conservador en su contra. Desde los púlpitos se lanzaron más anatemas y en las sacristías se fraguaron nuevas insurrecciones, pero la ley se impuso. Como lo muestra Jan Bazant, en sólo seis meses se desamortizaron inmuebles eclesiásticos con un valor de 23 millones de pesos. Aunque Anselmo de la Portilla dice que con la aplicación de la ley desamortizadora, “algunos ricos aumentaron su fortuna y ningún pobre remedió su pobreza”, Miguel Lerdo de Tejada sostuvo que con su ley había hecho en medio año más de nueve mil propietarios. Como quiera, ni el pesimismo de De la Portilla ni el optimismo de Lerdo tenían razón de ser. Ciertamente ni entonces ni después se consiguió todo lo que se quiso, según lo demuestra Bazant, pero se obtuvo algo de lo buscado desde un principio. Se fortaleció de algún modo a la clase media, apoyo de los intelectuales del liberalismo, y se debilitó al clero, sector mayoritario de los conservadores.
El Congreso Constituyente, que se instaló el 14 de febrero con una gran mayoría de jóvenes diputados liberales, fe hizo segunda al ejecutivo provisional en la guerra contra los baluartes conservadores. En el recinto del Congreso el diputado don Ignacio Ramírez sentencia: “La historia del derecho divino está escrita por la mano de los opresores, con el sudor y la sangre de los pueblos”. El diputado Ignacio Luis Vallarta agrega: “No necesitamos más pastores espirituales”. El diputado José María Velasco pide que se aumente el número de propietarios a costa de los existentes. El diputado Ponciano Arriaga, “para que del actual sistema de la propiedad ilusoria, porque acuerda los derechos solamente a una minoría, la humanidad pase al sistema de propiedad real, que acordará el fruto de sus obras a la mayoría hasta hoy explotada”, pide que se distribuyan las “tierras feraces y hoy incultas entre hombres laboriosos de nuestro país”.
Los obispos y el papa Pío IX se declaran contra los dichos y las acciones de los diputados constituyentes por ser contrarias a los derechos, dogma, autoridad y libertades de la Iglesia. Los latifundistas, que según la representación dirigida por ellos al constituyente se consideraban “ajenos a los movimientos de la política” y poseedores de propiedades adquiridas con el fruto de su trabajo, además de quejarse de las palabras oprobiosas emitidas por los señores Olvera, Castillo y Arriaga contra el sagrado derecho de la propiedad, se convirtieron, los que todavía no lo eran, en antiliberales activos, porque no adivinaron que el Congreso les respetaría “el fruto de su trabajo” y porque aún no veían las grandes ventajas que fes acarrearía la Ley Lerdo. De ésta se aprovecharían algunos latifundistas conservadores, pues no fueron únicamente ricos comerciantes extranjeros, licenciados burócratas los duchos en acrecentar su patrimonio con la propiedad eclesiástica o con las tierras de los indios.
A pesar de la exaltación de la mayoría de los legisladores, el Congreso Constituyente produjo una constitución parecida a la de 1824. México volvía a ser una república federal, democrática y representativa, pero con una sola cámara (la de diputados) y sin vicepresidente. Los artículos más audaces fueron el 3, 5, 7, 13, 27 y 123. El 3 establecía la libertad de enseñanza; el 5, la supresión de los votos religiosos; el 7, la imprenta libre. El 13 ratificaba las leyes Juárez e Iglesias y el 27 la Lerdo. El 123 dejaba la puerta abierta para la intervención gubernamental en los actos del culto público y la disciplina eclesiástica. En lo que mira al problema latifundista, la Constitución garantizaba la propiedad pero sin permitir los monopolios y los estancos. Por otra parte, instituía el derecho de petición y lo declaraba inviolable.
El 5 de febrero de 1857 el Congreso votó la Constitución y el 12 de febrero fue promulgada por el ejecutivo. Como era de esperarse, la discordia civil estalló inmediatamente. Cuando el gobierno dispuso que los funcionarios civiles y militares jurasen la Constitución, el episcopado repuso: “Nadie puede lícitamente jurar la Constitución”. Mientras algunos funcionarios civiles y militares aceptaron con gusto la Carta Magna de la élite liberal, otros se levantaron en armas. En 1857, “conciencias, hogares, pueblos, campos y ciudades, todo estaba profundamente removido”, y fue inevitable la
Guerra de Reforma
Conforme a la Constitución, el general Comonfort, que venía fungiendo como presidente interino, pasó a ser presidente constitucional de la República, y don Benito Juárez ocupó el cargo de presidente de la Suprema Corte de Justicia. Dos semanas después, el 17 de diciembre de 1857, los generales conservadores proclaman el plan de Tacubaya para exigir la derogación de la ley fundamental y la convocatoria a otro congreso constituyente. Comonfort se adhirió al plan de sus enemigos y siguió siendo presidente con la anuencia de los conservadores. Pero al ver éstos que el presidente acomodaticio no contaba con ningún apoyo, se pronunciaron contra él y pusieron en la presidencia al general Félix Zuloaga, que si no era por tonto y burro, no era famoso por nada. Don Benito Juárez, ministro de la Suprema Corte de Justicia, con indiscutible talento político y extraordinario valor pasivo, a quien correspondía ejercer la presidencia de la República cuando faltase su titular, la asumió el 19 de marzo de 1858 y declaró establecido el orden. Una docena de gobernadores tomó el partido de Juárez; otros no se pronunciaron, y algunos prefirieron adherirse al poder conservador. Juárez salió del país por un mes obligado por las circunstancias de la guerra.
A partir de enero, los partidos liberal y conservador se traban en un agarre a muerte, en una lucha que había de durar tres años. El primero es de triunfos conservadores. El general Zuloaga deroga las leyes reformistas. El joven general Osollo desbarata al ejército del liberal don Anastasio Parradi. Juan Zuazua, “general de generales”, toma la ciudad de Zacatecas, pero poco después Miguel Miramón, “el rayo de los conservadores”, lo abate en las inmediaciones de San Luis Potosí. En los meses de julio a diciembre la fama del general Miramón, que todavía no cumplía los 30 años de edad, corrió como la pólvora. Que el 2 de julio, en la barranca de Atenquique, hizo huir al general Santos Degollado; que el 29 de septiembre, en Ahualulco de los Pinos, desmadejó a don Santiago Vidaurri, el poderoso cacique del noreste; que el 14 de diciembre, a orillas de la laguna de Chapala, volvió a derrotar a don Santos Degollado; que en San Joaquín, Jalisco, el 26 de diciembre lo remató. Las lucidas victorias de Miramón le hicieron decir a Juárez: “Le han quitado una pluma a nuestro gallo”, pero no lo hicieron desistir de su empresa. La verdad es que Juárez no dudó nunca del buen éxito de su causa.
En el segundo año de la “guerra de tres años” se anotan triunfos los ejércitos de los dos partidos contendientes. Juárez, quien había reinstalado su gobierno en Veracruz, sufrió la embestida de Miguel Miramón, desde febrero presidente de la República por voto de los conservadores. Leonardo Márquez, el otro ilustre general conservador, vence a Santos Degollado en Tacubaya y le impone al vencido el apodo de “general derrotas”, pero se gana para él el mote no menos triste de “Tigre de Tacubaya” por haberse dado el gusto de matar a heridos y médicos. La indignación liberal sube de punto. Don Ignacio Ramírez la traduce a versos:
Guerra sin tregua ni descanso, guerra
a nuestros enemigos, hasta el día
en que su raza detestable, impía
no halle ni tumba en la indignada tierra.
Don Benito la concreta en el manifiesto del 7 de julio y en leyes, en media docena de disposiciones llamadas leyes de Reforma que estatuyen la nacionalización de los bienes eclesiásticos, el cierre de conventos y cofradías, el matrimonio civil, los jueces encargados de registrar nacimientos, bodas y muertes, la secularización de los cementerios y la supresión de muchas fiestas religiosas. El 12 de julio de 1859 salieron al aire los 25 artículos de la ley nacionalizadora de las riquezas del clero que estatuyó además la extinción de órdenes monásticas y el divorcio de la Iglesia y Estado. Los días 23, 28 y 31 se expidieron la ley que declara que el matrimonio es un contrato civil, la que crea los jueces civiles y la que hace cesar la intervención del clero en la economía de camposantos y panteones.
Durante la lucha, los dos partidos contendientes pensaron en el auxilio extranjero. El general Zuloaga, según asegura don José Manuel Hidalgo, secretario de la legación mexicana en París, “pidió oficialmente a Europa, y especialmente a Francia, que interviniese en nuestros asuntos… para enderezar la situación política de México”, y el general Miramón, para atraerse la ayuda de España, firmó el tratado de Mon-Almonte (26 de septiembre de 1859) por el que se comprometía a pagar indemnizaciones indebidas a los españoles residentes en México. Don Benito Juárez para obtener el reconocimiento, la ayuda moral y los empréstitos de los Estados Unidos concertó el Tratado de McLane-Ocampo (1 de diciembre de 1859) que concedía a los norteamericanos el derecho de tránsito a perpetuidad por el istmo de Tehuantepec y ciertas ventajas aduanales. Afortunadamente ninguno de los dos tratados entró en vigor. Con todo, los norteamericanos se convirtieron en los padrinos de los liberales y algunas coronas europeas en madrinas de los conservadores.
La ayuda norteamericana resulta más eficaz que la europea. A principios de 1860 Miramón dirigió contra Veracruz, sede del gobierno liberal, siete mil hombres y dos buques adquiridos en La Habana. Los buques fueron aprehendidos por embarcaciones de la marina de los Estados Unidos, y el bloqueo del puerto se frustró. En Lomas Altas, San Luis Potosí, el liberal José López Uraga derrota al reaccionario Rómulo Díaz de la Vega. A Miramón, el “joven Macabeo”, “el rayo de los conservadores”, lo deja hecho polvo don Jesús González Ortega en Silao. Aunque el arzobispo de México dispuso que las corporaciones religiosas les dieran plata y alhajas a los conservadores combatientes, éstos no volvieron a levantar cabeza. El general Ignacio Zaragoza les quita Guadalajara. En Veracruz, mientras asiste a una representación teatral, Juárez recibe la noticia de que las armas del liberalismo, a las órdenes del general Jesús González Ortega, aplastan al ejército conservador en los llanos de Calpulalpam, el 22 de diciembre de 1860.
El general González Ortega, al frente de 30 000 hombres, entra a la ciudad de México el 25 de diciembre. El presidente Juárez y sus ministros hicieron otro tanto el día 11 de enero. Ni la entrada del ejército libertador de Iturbide en aquel 27 de septiembre de 1821 tuvo la solemnidad de éstas. El repique de las campanas fue ensordecedor. Los adornos callejeros nunca vistos. Los poetas le dan vuelo a la musa.
Al sable y al bonete
el pueblo les dirá:
en las revoluciones
pararse es ir atrás…
Murió la tiranía,
ya sólo imperará
de la Constitución
la excelsa majestad.
La fiebre anticlerical se apodera de los vencedores. Son expulsados del país el delegado apostólico y media docena de obispos. El obispo Madrid, ante una multitud sollozante, exclama: “No lloréis hermanos, la Iglesia no comenzó conmigo ni terminará conmigo”. El mismo obispo, ante otra multitud insultante, pone pies en polvorosa. Juan José Baz, como gobernador del Distrito Federal, se empeña en llevar la Reforma hasta sus últimas consecuencias. El miércoles de ceniza, por la noche, saca a las monjas de los conventos entre lloriqueos de algunas y las burlas de otros. La guerra ideológica entre católicos y liberales se pone al rojo vivo. Un periódico se atreve a decir que los principios de la religión “sólo son buenos para formar esclavos y bandidos”. El año de 1861 se cierran 42 templos en el Distrito Federal, las vestiduras sacerdotales dejan de verse fuera de los templos, se suprimen las procesiones, se promulga una ley reglamentaria de las Leyes de Reforma, se arrebatan de las manos del clero hospitales y demás establecimientos de beneficencia, se quitan muchas fiestas religiosas, se producen, ante los ojos azorados de la mayoría, algunos robos sacrilegos; casi se regalan a comerciantes, profesionistas y burócratas bienes del clero, se prohibe la salida solemne del Viático, se reduce el toque de las campanas y se mima al cisma religioso encabezado por un par de sacerdotes. Sin embargo, la mayoría de los sostenedores de la libertad negaban que ésta fuera anticristiana. Todavía más: algunos liberales sostuvieron que la Reforma se fundaba en máximas evangélicas. Para Ocampo el aplicar las leyes reformistas era lo mismo que poner en obra el principio de la fraternidad cristiana.
Ciertamente, la Reforma o revolución cultural, tan bruscamente desencadenada en 1861, se propuso como meta próxima el reducir la fuerza política y económica del clero y el supeditar el orden eclesiástico al orden civil. Como quiera, detrás de los propósitos manifiestos, se vislumbra un espíritu antirreligioso, o por lo menos un deseo de compaginar las tradiciones religiosas con las filosofías de índole racionalista y empirista y con la moral laica y burguesa. Probablemente no se quiso acabar con la religión, pero sí sustituir la religión católica, que no toleraba el ejercicio de ningún otro culto, con las religiones protestantes capaces de convivir con un ceremonial patriótico y de libre pensamiento.
Muy pocos, en 1861, exigían un Comité de Salud Pública y juzgaban tímido e indulgente a don Benito Juárez. Los más se conformaban con el ardor revolucionario del presidente, no demasiado quemante, pero tampoco tibio. El 2 de febrero Juárez promulga la Ley de Imprenta que declara “inviolable la libertad de escribir y publicar escritos en cualquier materia”. El 15 de marzo decreta el uso del Sistema Métrico Decimal y dispone que el catecismo político de Nicolás Pizarro se imponga en las escuelas. Un mes después crea la Dirección de Fondos de Instrucción Pública para extender la enseñanza a todos los grupos de la sociedad. Hasta entonces la educación había sido elitista. Sólo contaba en todo el país en 1861 con 2,424 escuelas y 185,757 alumnos de primeras letras, y 97 escuelas y 6,059 alumnos de enseñanza media y superior. En una nación donde había por lo menos dos millones de criaturas en edad escolar, menos de doscientos mil iban a la escuela. El número total de maestros en todos lo niveles era de 3,722. En cambio, los sacerdotes pasaban de cuatro mil.
La revolución cultural se vio interrumpida por la reanudación de la guerra y la penuria del erario público. Algunos jefes conservadores volvieron a tomar las armas. Melchor Ocampo, “el ideólogo de la Reforma”, la figura culminante del pensamiento liberal, que se hallaba en su hacienda, retirado de la política, fue detenido y asesinado por un grupo conservador. Don Santos Degollado, que salió a vengar la muerte de Ocampo, fue muerto por guerrillas conservadoras. En fin, Leandro Valle intentó a su vez vengar los asesinatos de Ocampo y Degollado, y también fue aprehendido; escribió a sus familiares una carta donde se lee: “Voy a morir porque ésta es la suerte de la guerra… Nada de odios”, y compareció serenamente ante el pelotón de fusilamiento.
El partido conservador había sido derrotado pero no convencido de su derrota. Así como los militares creían en los frutos de la “guerrilla sintética”, consistente en el asesinato de los caudillos, los políticos esperaban la intervención salvadora de sus madrinas, las testas coronadas del Viejo Mundo y sobre todo la pareja imperial de Francia. Napoleón y Eugenia querían oponer un muro monárquico y latino a la expansiva república anglosajona de Norteamérica. Napoleón III sentenció: “Dado el estado actual del mundo, la prosperidad de América no es indiferente a Europa, porque alimenta nuestra industria y hace vivir nuestro comercio. Tenemos interés en que la república de los Estados Unidos sea poderosa y próspera, pero no tenemos ninguno en que se apodere de todo el Golfo de México, domine de allí a las Antillas y a la América del Sur, y sea la sola dispensadora de los productos del Nuevo Mundo”. Los conservadores no gastaron mucho tiempo ni energía en convencer a Napoleón y Eugenia de las ansias mexicanas de
Intervención y Segundo Imperio
Desde finales de 1861 México fue nuevamente invadido por los peces gordos. España despachó contra su antigua colonia a 6,200 hombres; Francia comenzó con el envío de tres mil soldados; Inglaterra se limitó a ochocientos militares. Los tres ejércitos desembarcaron en Veracruz entre diciembre de 1861 y enero de 1862. Los tres comandantes de los ejércitos intervencionistas se enfrentaron sin pérdida de tiempo a la hábil diplomacia de Manuel Doblado, ministro de Relaciones Exteriores del régimen juarista, y los tres aceptaron, por el pacto de La Soledad, entrar en negociaciones pacíficas con México. Mientras éstas se realizaban, el gobierno liberal permitió que los ejércitos de las potencias interventoras, para ponerse a salvo de los peligros del paludismo y la fiebre amarilla, se situaran tierra adentro, en zona salubre. En caso de que no se llegara a un entendimiento pacífico, los invasores, antes de romper las hostilidades, se comprometían a volver a la costa palúdica y afiebrada.
Bien pronto los ingleses y los españoles optaron por retirarse. Aquéllos sólo querían asegurar el pago de su deuda, y una vez obtenidas las seguridades necesarias, no tenían por qué permanecer en México. El representante español, el general Prim, era de ideas republicanas y liberales y no veía con buenos ojos la idea francesa de sustituir el gobierno republicano y liberal de Juárez por una monarquía. Antes de disponer el reembarco de sus tropas, Prim declaró; “La monarquía no se puede aclimatar ya en México; podrá imponerse, pero durará el tiempo que dure la ocupación del país por una potencia extranjera”. Los franceses que no sólo venían en plan de cobradores, que abrigaban el proyecto imperialista de Napoleón III de establecer una vigorosa monarquía en México que sirviera de dique a la expansión de los Estados Unidos, decidieron proseguir la intervención con la ayuda de los monarquistas mexicanos que eran la mayoría de los conservadores vencidos en las guerras de Reforma.
Reforzado con otro ejército francés, auxiliado por jefes monarquistas locales, hecho a la idea de que la intervención armada no tropezaría con grandes obstáculos, el francés dispuso la marcha hacia la ciudad de México sin tomar en cuento lo convenido en La Soledad. Dubois, el embajador de Francia, decretó que los convenios con el régimen juarista valían menos que el papel en que se habían escrito, e inició el avance de su ejército desde el punto donde se les había permitido estar, no desde la costa donde desembarcaron.
Juárez no sabía qué hombre debía oponer a los franceses. El general Uraga, que conocía la rígida disciplina y el buen equipo de los ejércitos europeos, no se atrevió a enfrentarse al cuerpo expedicionario. Juárez se vio competido a tomar una decisión audaz: dio el mando de las tropas republicanas a Ignacio Zaragoza, un muchacho desconocedor del arte de la guerra, pero valiente y optimista. El joven general fortificó los cerros de Loreto y Guadalupe para proteger a la ciudad de Puebla y esperó la acometida del enemigo. El 5 de mayo los franceses atacaron a Puebla y después de varios asaltos sangrientos o infructuosos fueron a encerrarse en Orizaba, de donde habían partido originalmente.
La victoria del 5 de mayo infundió confianza al ejército de Juárez que, en lo sucesivo, peleó valientemente contra los ejércitos napoleónicos. Napoleón, por su parte, decidió aumentar el cuerpo invasor a treinta mil hombres y ponerlo a las órdenes del prestigiado general Forey, quien, después de ocupar algunas poblaciones próximas a Veracruz, marchó sobre Puebla y le puso sitio. El general González Ortega, con todo el ejército del oriente, resistió durante 62 días las acometidas de los extranjeros y monarquistas mexicanos. Puebla cayó el 17 de mayo.
Como no era posible defender la capital, Juárez, el de las medidas prudentes, tras de consultar con sus ministros, decidió abandonarla e instalar el gobierno republicano en San Luis Potosí. Forey entró a la ciudad de México “acogido literalmente bajo el paso de coronas y ramos” y nombró una Junta Superior de Gobierno compuesta de 35 conservadores. La Junta designó a los 215 componentes de la Asamblea de Notables. La Asamblea declaró que México adoptaba para gobernarse una monarquía moderada, hereditaria y católica y que ofrecía la corona imperial al príncipe Fernando Maximiliano de Habsburgo. Entretanto, el general Bazaine, que vino a sustituir al general Forey, domina militarmente a casi todo el país y obliga al gobierno de Juárez a establecerse en el Paso del Norte, sobre la línea fronteriza con los Estados Unidos.
Así queda desmentido
lo que se asegura en vano,
pues del suelo mexicano
don Benito no ha salido
ni saldrá en todo el verano.
Maximiliano aceptó la corona con la doble condición de contar con la simpatía del pueblo de México y el apoyo militar y económico de Napoleón. Este le prestaría dinero y proporcionaría tropas francesas durante seis años a cambio de comprometerse a pagar, en plazo razonable, una crecida suma. El pueblo mexicano, a pesar de un conato de plebiscito, no tuvo oportunidad de exhibir su afecto o su desafecto por la persona imperial. Esta se excedió en su dicho: “Mexicanos: vosotros me habéis deseado”.
Fernando Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria, tez blanquísima, ojos azules y lánguidos, barba partida y rubia, casado con la despampanante princesa belga Carlota Amalia, era de carácter romántico, gustaba de los paisajes bucólicos, creía firmemente en la bondad del buen salvaje y en la ideología liberal. Confiaba más en la virtud de las buenas leyes que en la virtud de los buenos caudillos. Era también paternal, pueril, caprichoso, irresoluto, frívolo e “inclinado a refugiarse en pequeñeces. El porte correcto de los trajes y de las libreas le ocupaban fácilmente semanas enteras”. Tan decorativo y joven como él era su esposa. El pueblo de Veracruz los recibió con curiosidad, entusiasmo y versos. “El muelle de Veracruz estaba tapizado de versos”. La ciudad de Puebla le propinó otra andanada de versos. “En todos los muros poblanos se leían poesías conmovedoras". La música, los gallardetes y los veranos fueron la parte más notoria de la recepción capitalina.
La joven pareja imperial comenzó por atraerse la simpatía de todos los grupos sociales, menos la del conservador que la trajo. Maximiliano formó un gabinete en que dominaban los liberales moderados, como don Manuel Orozco y Berra y don José Fernando Ramírez, e hizo esfuerzos para contar con el apoyo de los puros. A poco de su llegada a México declaró que los indios eran “la mejor gente del país”, y en la gira de simpatía hecha por las ciudades del interior, decidió adoptar una criatura india con el fin de convertirla en heredera del trono. Le encargó a don Manuel Orozco y Berra hacer la Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México y a don Francisco Pimentel la Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios de remediarla. En fin, impuso medidas para proteger los bienes de las comunidades indias.
Mientras la pareja imperial se esfuerza en parecer mexicana, sus súbditos de la aristocracia local hacen todo lo posible por parecer europeos. El emperador suele pasear vestido de charro y la emperatriz cubierta con un jorongo. En cambio, las de acá,
Las muchachas de hoy en día
parecen gallos rabones
pues traen las asentaderas
fingidas con almohadones.
Los vestidos muy hampones
y por dentro puro hueso;
esas rotas del progreso
rabian por aparentar,
pero no saben guisar
tantito chile con queso.
El emperador acaba por desconectar a los conservadores que lo trajeron. Hecho a la idea de que “la gran mayoría en México es liberal y exige el programa del progreso en el sentido más verdadero de la palabra”, se dedica a repetir la obra de sus enemigos: el 7 de enero de 1865 exige pase oficial para los documentos pontificios; el 26 de febrero decreta la tolerancia de cultos y la nacionalización de los bienes eclesiásticos; el 12 de marzo seculariza a los cementerios; en octubre crea el registro civil, y en diversas fechas expide leyes sobre salarios y condiciones de trabajo, pensiones y montepíos y sistema decimal de pesas y medidas. En fin, se puso tan reformista que el nuncio del Papa se fue enojadísimo y los liberales se pusieron a reírse de la conserva o cangrejería engañada.
Era costumbre añeja
de los cangrejos antes,
en todas sus maniobras
por detrás manejarse,
contra el común sentido
que lo contrario hace…
Mas de pronto aparece
y así les dice Juárez:
cangrejos, es preciso
andar para adelante.
Mil denuestos pronuncian
y en rabia se deshacen
y para atrás andando
van y cruzan los mares
y buscan quien los vengue…
y se encuentran con que humo
fueron todos sus planes,
y conque aquellos mismos
que habían de vengarles
les dicen con voz firme
haciéndoles que rabien:
cangrejos, es preciso
que andéis para adelante.
En suma, fue tal la afición de Maximiliano a legislar que dejó en ocho tomos una Colección de leyes, decretos y reglamentos que interinamente forman el sistema político, administrativo y judicial del imperio. Aparte, produjo un Código civil del imperio mexicano que ha sido comparado al de Napoleón Bonaparte. Después de todo tenía razón Napoleón el Pequeño cuando dijo: “A Maximiliano le falta energía; se limita a hacer y publicar decretos, sin darse cuenta de que frecuentemente no podían ser ejecutados. Impulsado por su necesidad de producir, lanza utopías con detrimento de la práctica”.
Estaba entretenidísimo haciendo leyes, cuando empezó a desmoronarse el imperio. El general republicano Ángel Martínez recupera el puerto de Guaymas. Luis Terrazas, también republicano, toma la ciudad de Chihuahua. Maximiliano reorganiza el ejército imperial con austriacos, legionarios de diversos países e imperialistas de México, y expulsa de su gabinete a los ministros liberales. El gobierno de los Estados Unidos presiona a los de Francia, Austria y Bélgica para que retiren la ayuda militar al imperio. Napoleón III dice: “No puedo ya cumplir lo que prometí; faltaré a todo; retiro mis tropas, cobro mi dinero y os abandono”. La emperatriz Carlota solloza y se desmaya delante de Napoleón que ni por ésas echa marcha atrás en la idea de retirarse de México. Entonces la emperatriz acude al Papa, y estaba en Roma cuando le dio por sentirse perseguida y por creer que Maximiliano era Amo del Mundo y Señor del Universo.
Desde julio de 1866, cuando empezó el repliegue del invasor, la pregunta de todos era: ¿conque ya se va el francés con obuses y cañones…?, y algunas respuestas fueron:
Perdóname mi inorancia,
pero l’águila de Francia
aquí no jayó nido
Pamuceno va aturdido…
Ya se escaseó la platita
ya se nos escaseó la plata
como perico en la estaca
nos dejó Francia maldita
Mirando el cielo estrellado
nos dejó Francia maldita.
El mexicano ha quedado,
cantando “la palomita”
Mientras se extiende el rumor de que el imperio ya nos había costado un ojo de la cara, el cada vez más maltrecho emperador reprueba sus actos liberales y se entrega en cuerpo y alma a los conservadores. Juárez, con el gobierno republicano a cuestas, inicia el viaje de regreso a la capital. El Ejército de Oriente les arrebata Oaxaca a los imperialistas (31 de octubre de 1866). En el mes de noviembre los republicanos recuperan la ciudad de Jalapa y el puerto de Mazatlán. Los liberales avanzan a medida que los soldados europeos abandonan el país: El emperador pierde terreno; el emperador pierde adictos; el emperador pierde soldados; el emperador se queda paulatinamente sin imperio, y sin ejército, sin ayudas, sin dinero. El emperador barbas de oro se queda solo.
En la primera mitad de 1867 el ocaso del imperio se precipita. Los ejércitos libérales del norte, del oriente y del sur, comandados por Mariano Escobedo, Ángel Martínez y Porfirio Díaz, derrotan una y otra vez a los ejércitos imperialistas del occidente, del oriente y del centro, comandados por tres de las cuatro “emes” imperiales: Miguel Miramón, Tomás Mejía y Leonardo Márquez. La cuarta “eme”, Maximiliano, se pone nervioso e indeciso; no sabe si irse o quedarse. Decidida la permanencia, se mete en Querétaro con los suyos. Los republicanos le ponen sitio. Maximiliano y algunos de sus colaboradores son aprehendidos y procesados. El 19 de junio, en un lugar próximo a Querétaro, en el Cerro de las Campanas, Maximiliano, Miramón y Mejía se desploman ante un pelotón de fusilamiento. Dos días después, tras de haber soportado setenta días de sitio, México, la capital, cae en poder de Porfirio Díaz. La entrada de las tropas republicanas fue al amanecer del 21 de junio; la del presidente tres semanas después.
El quince de julio
del año sesenta y siete
entró don Benito Juárez
triunfante a la capital.
Ese mismo día lanzó el manifiesto en que está contenido el apotegma que todos recordamos: “Entre los individuos como entre las naciones el respeto al derecho ajeno es la paz”, apotegma que produjo Juárez sin el propósito de conseguir una inmortalidad, pues él nunca buscó la fama por los caminos de la teoría y la retórica. El único dicho verdaderamente entrañable de aquella adusta personalidad fue aquel que dice: “Quisiera que se me juzgara no por mis dichos sino por mis hechos". Juárez carecía de los dones del orador y el escritor y seguramente en el famoso manifiesto del 15 de julio del 67 no trató de hacer oratoria ni literatura. Es un documento sencillo y corto que da cuenta del regreso a la capital del gobierno republicano; reconoce la valía de los luchadores contra el segundo imperio; confirma la fe del grupo liberal en la Constitución causante de las guerras de reforma e intervención; estima posible y necesaria la concordia social dentro de la Constitución; juzga a la paz como la máxima urgencia del momento; dice la manera de conseguirla a base del perdón gubernamental para sus enemigos, del respeto al derecho ajeno entre los ciudadanos y de la obediencia de éstos a las autoridades democráticas; promete elecciones enteramente libres “sin ninguna presión de la fuerza y sin ninguna influencia ilegítima”, y proclama a voz en cuello la
República Restaurada,
y por segunda vez la vida independiente. Derrotados hasta la extinción los miembros mayores del partido reaccionario, extirpada para siempre la idea monárquica, el partido reformista, “dueño incondicional del país y firme con el apoyo de los Estados Unidos de Norteamérica”, se da a la tarea de rehacer a México. En lo internacional buscó la concordia entre las naciones en un plano igualitario. En el orden político se propuso la práctica constitucional, la reorganización de la burocracia, la hacienda pública y el ejército, y la pacificación del país. En lo económico procuró atraer capital extranjero, impulsar la inmigración de colonos agrícolas y construir ferrocarriles, canales y carreteras. En el orden social quiso hacer de cada campesino un pequeño propietario y de cada trabajador un ser libre. En el coto de la cultura, se empeñó en la educación de las masas, el establecimiento de un nuevo orden jurídico mediante la expedición de leyes civiles y códigos, y el fomento a las ciencias y al nacionalismo artístico y literario.
Juárez procedió a la reorganización de México consciente de que “una sociedad como la nuestra que ha tenido la desgracia de pasar por una larga serie de años de revueltas intestinas, se ve plagada de vicios, cuyas raíces profundas no pueden extirparse en un solo día, ni con una sola medida”, pero seguro de que a fuerza de perseverancia y con el esfuerzo “de todos los mexicanos” se conseguiría mucho, se podría sanear hasta la hacienda pública, lo que no era un simple quítame de aquí estas pajas.
En la hacienda pública reinaba el desbarajuste cuando volvió Juárez a la capital. A la tesorería mayor apenas ingresaban fondos porque los jefes militares tenían sus propias cajas recaudadoras. No había la más remota posibilidad de hacer un presupuesto porque nadie sabía de los ingresos con que se contaba. El ministro de hacienda de Juárez tuvo que enfrentarse al caos y consiguió poner algún orden. Por lo que toca a la deuda pública, cuyo monto era enorme (450 millones de pesos), desconoció la deuda imperial y logró reducir el conjunto de lo que se debía a 84 millones. Por lo que mira a la recaudación de rentas, obtuvo la anulación de facultades extraordinarias en el ramo de hacienda para los jefes militares y gobernadores. Por último, logró formar un presupuesto de egresos que siempre fue exiguo y que en un 50% se destinó a gastos militares.
La República Restaurada empezó con un ejército de 80 000 soldados cuya manutención no se cubría con todos los ingresos del erario público. Además imperaba el desorden y la indisciplina en la mayoría de mandos y tropas, como era de esperarse tratándose de un ejército popular y en gran parte enlevado. No podían seguir las cosas así. Los efectivos militares se redujeron a 16 000 hombres repartidos en cinco divisiones, cada una de las cuales tuvo al frente un general ilustre de las guerras de Reforma e Intervención. Con un ejército corto, pero reorganizado, la República Restaurada pudo vencer, durante una década, a sediciosos, indios rebeldes y nómadas y bandoleros de toda especie; pudo, en fin, restablecer la paz en una alta proporción; la paz que era el anhelo máximo de la sociedad mexicana en aquel momento; la paz por la que Juárez sacrificó algunos de sus colaboradores más calientes y algunas metas del orden liberal.
Contra la sedición de algunos de los muchos héroes que produjo la guerra, se usó de la mano dura. Así se vencieron tres de los cuatro pronunciamientos mayores: los dos de Aguirre y García de la Cadena en 1868, y el primero de Porfirio Díaz en 1871 y 1872. Contra las tribus que devastaban incesantemente los estados de Sonora, Chihuahua, Coahuila y Nuevo León se hicieron ejércitos de milicianos, se puso precio a las cabezas de los nómadas y se fundaron treinta colonias militares con el doble propósito de arrasar a los bárbaros y de poner en cultivo las inmensas llanuras del norte. En las campañas contra los yaquis de Sonora, los coras de Nayarit y los mayas de Yucatán se perdieron muchas vidas y equipos. En 1875, José María Leyva Cajeme, caudillo de los yaquis, hizo una memorable matanza de blancos y organizó un mundo independiente en el valle del Yaqui. Otro tanto había hecho Manuel Lozada, jefe de los coras, en Nayarit. Pero éste sí fue vencido y muerto en 1873. En cambio, los mayas rebeldes de Yucatán, agrupados en tres naciones libres, resistieron todos los embates del ejército federal.
Leyes, medidas policiales y campañas se enderezaron para abatir al bandolerismo. La ley del 13 de abril de 1869 estableció el modo de juzgar y punir a los salteadores. Para llenar el requisito previo de aprehenderlos se organizaron cuerpos de policía rurales con rancheros (algunos matones de oficio) que hicieron boquetes de consideración en las filas del bandidaje, pero que no lograron extinguirlo: plateados, bandidos de Río Frío, ladrones del Monte de las Cruces y muchos más siguieron asaltando diligencias.
Movidos por una fe ciega en la capacidad redentora y lucrativa de las modernas vías de comunicación, principalmente del ferrocarril, los gobiernos de Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada dedicaron lo mejor de sus esfuerzos a construirlas con el concurso de compañías inglesas y norteamericanas. Para 1867 la mayoría de los países europeos y los Estados Unidos disponían de una vasta red de caminos de hierro. México, en cambio, no tenía prácticamente nada. La primera obra ferroviaria importante fue la de México a Veracruz. Las fastuosas fiestas de enero de 1873 se debieron a la inauguración del ferrocarril. En las Cumbres de Maltrata se juntaron los rieles que venían de Veracruz con los que iban de México. El primero del año, el presidente Lerdo de Tejada inauguró el ferrocarril, que según la opinión pública más autorizada, resolvería “todas las cuestiones políticas, sociales y económicas que no habían podido resolver la abnegación y la sangre de dos generaciones”. Por lo pronto traería a los anhelados colonos agrícolas de Europa.
El otro sueño constante del partido liberal, el de la inmigración “de hombres activos e industriosos de otros países” para poner en producción las tierras fértiles y despobladas de medio México, comenzó a ejercerse desde la primera vez que los liberales se hicieron del poder. Comonfort (ley del 1o. de enero de 1856) dio autorización a los extranjeros para adquirir en la República toda clase de tierras y dispuso el establecimiento de una colonia mixta de alemanes en el estado de Nuevo León. El presidente Juárez, desde 1861, concedió gracias a los extranjeros compradores de tierras mexicanas. En 1864 cede a una compañía estadunidense la mayor parte de la Baja California, pero ésta fuera de rapar los campos de orchilla, liquen tintóreo muy apreciado por la industria inglesa de casimires, no hizo gran cosa por el progreso demográfico y económico de la extensa península.
A raíz de la derrota del imperio se dijo: “Cambiada del todo la escena, el país en masa desea y busca la colonización y la colonización vendrá, porque en el extranjero se sabe ya perfectamente que el México de ahora es muy diverso del México de antes". Pero los años vuelan y los colonos no vienen. La élite liberal se intranquiliza a grado sumo. ¿Por qué a los Estados Unidos y a la República Argentina sí, y a México no? El Congreso lanza una ley que confía la ejecución de la tarea colonizadora a la empresa privada y no sólo al gobierno; ofrece a los inmigrantes tierras a precios módicos y pagaderos a largo plazo, les da facilidad para adquirir la ciudadanía mexicana y diversas ayudas económicas. Como coadyuvante del poblamiento y la colonización se intentó el deslinde y la venta de terrenos baldíos. Para traer colonos se había estatuido la libertad de cultos. Con tal de hacer venir a los extranjeros se hizo más de lo que se podía, pero el fruto no correspondió a los esfuerzos. Los miles de colonos que llegaron entre 1867 y 1876 se pueden contar con los dedos de ambas manos, y sobran dedos. Por otro lado, mucha de esa exigua inmigración que iba a convertir en emporios económicos a las tierras vírgenes de México, se estableció en las ciudades y se dedicó al comercio o a otros negocios prósperos.
Otras medidas de orden económico (atracción de capital extranjero, aniquilación del sistema de alcabalas, ensayo de nuevos cultivos agrícolas e introducción de industrias y técnicas modernas) no dieron tampoco resultados brillantes. Las inversiones extranjeras, destinadas en su mayoría a la construcción de obras públicas y al comercio, no fueron cuantiosas. El sistema de alcabalas se debilitó, y nada más. La agricultura padeció graves crisis en la época. Sólo se exceptúan los cultivos del henequén en la península yucateca y del azúcar en Morelos y otros puntos. En minería e industria no hubo cambios dignos de señalar, fuera de un paulatino proceso de mecanización en las empresas existentes y del establecimiento, siempre en pequeñas dosis, de nuevas empresas. En fin, el progreso económico conseguido fue menos deslumbrante que el social y mucho menos que el cultural, entre otras cosas porque se creía que la reforma debía empezar por el espíritu y rematar en el disfrute de la riqueza, madre de la felicidad.
Disminuida la intranquilidad pública, la población mexicana debía rehacerse en alguna forma. Con todo, el crecimiento demográfico siguió siendo lento porque no se logró disminuir notablemente la tasa de mortalidad ni atraer un número cuantioso de colonos europeos y norteamericanos. También se mantuvo muy desigual la distribución de la gente dentro del territorio. En la región del noroeste, cuya superficie es el 20% de la total de la República, siguió viviendo el 3% de los mexicanos; en cambio, en las regiones del centro y occidente con una extensión conjunta igual a la del noroeste, seguía residiendo el 60% de la población. Se produce un desplazamiento del campo hacia la ciudad. Durante las guerras de Reforma e Intervención, algunas ciudades se vuelven sitios de refugio. Así se explica el crecimiento de la ciudad capital que pasa de 200 000 a 250 000; León que sube a cien mil; Guadalajara a otro tanto. En fin, la población urbana aumenta a costa de la rural.
La redistribución de la propiedad rural siguió dos caminos: desamortización de bienes eclesiásticos y comunales y venta de baldíos. El fraccionamiento de latifundios se redujo a la confiscación de algunas fincas que fueron de imperialistas y que se repartieron entre setecientos gañanes, y la venta en fracciones de pocas haciendas de la parte occidental. De hecho, no se hizo nada para abatir el latifundio, nada para detener su ensanchamiento.
La desamortización de los predios rústicos de la Iglesia se había consumado casi totalmente durante la época aciaga con poco provecho para la hacienda pública y casi ninguno para los pobres sin tierra. La desamortización de los terrenos de comunidad fue obra de la República Restaurada. En esos diez años, a pesar de la oposición de los indios al reparto, éste se hizo entre los condueños de las comunidades. Los abusos menudearon. Ignacio Ramírez pide en 1868 que se suspenda la parcelación de la propiedad de los pueblos, pues sobre “los bienes comunales la usurpación ha ostentado la variedad de sus recursos…, comprando jueces y obteniendo una fácil complicidad en autoridades superiores”. Cada indio, ya dueño absoluto de una parcela, quedó convertido en pez pequeño. Un día le arrebata su minifundio el receptor de rentas por no haber pagado las contribuciones; otro día, el señor hacendado le presta dinero generosamente para obtener la parcela en pago.
Por lo que toca al trabajo, los logros se quedan en el papel. La aversión liberal al sistema de peonaje o gañanía se traduce en algunas medidas de orden jurídico. Es fama que el presidente Juárez, al oír a un peón lamentarse de los azotes que había recibido por habérsele roto una reja del arado, dispuso la abolición de los castigos corporales. En este terreno hubo muchas disposiciones de alcance estatal. El gobierno de Puebla ordenó subir el monto de los salarios rurales y eximir a los sirvientes de la deudas contraídas con el amo. El gobernador de Baja California legisló contra la servidumbre por deudas y contra el uso “del cepo, prisión, grillos y demás apremios con que se ha compelido hasta aquí a los trabajadores”. La legislatura de Tamaulipas redujo en 1870 la jornada de trabajo a “las tres cuartas partes del día hábil”.
En los pequeños círculos de obreros y artesanos, la agitación fue mayor. En primer lugar se formaron numerosas asociaciones de trabajadores industriales. En 1872 ya había tantas asociaciones que se hizo necesario construir una central obrera que se llamó Gran Círculo de Obreros de México. Sus dirigentes combinaron principios liberales con orientaciones socialistas. Promovidas por aquellos líderes se fundaron algunas cooperativas de producción, se consiguieron alzas de sueldos y se hicieron frecuentes y a menudo prolongadas huelgas contra empresarios mineros y textiles. Primero El Socialista, y luego periódicos como La Comuna, El hijo del Trabajo, El Obrero Internacional y La Huelga, repetían constantemente: “Alzaos, la hora de la regeneración social ha sonado". “Los trabajadores todos del Universo, cansados ya de ser esclavos y de ser víctimas de la ambición desenfrenada de lo capitalistas, trabajan sin descanso por ser libres". “A falta de un medio más eficaz para equilibrar el capital y el trabajo, la huelga viene a llenar el vacío que ya se hacía necesario cubrir para nivelar un tanto los réditos del capital con los productos del trabajo".
Es innegable, pese al dicho de algunos historiadores y sociólogos de extrema derecha o de extrema izquierda, que Juárez y su gente trataron de favorecer a los grupos más desvalidos de la sociedad: peón, obrero e indígena marginado. Con todo, la vida de los pobres apenas se modificó y no siempre en su beneficio. Sería porque ocupados en otros problemas de más urgente resolución, los políticos liberales dedicaron poco tiempo a la mejoría de los hundidos. Sería porque un régimen de índole liberal no se prestaba para levantar a los postrados. Sería por la estructura tradicional de la sociedad mexicana. Lo de menos es la explicación. Lo importante es la comprensión de unas buenas intenciones que se quedaron en eso, o casi.
Las mayores mudanzas de conducta y pensamiento no se manifestaron en los mundos campesino y obrero, sino en el mundillo de la clase media. En primer lugar entran a esta clase contingentes oriundos de la capa superior del proletariado, personas humildes que habían sobresalido en las lides políticas y en las luchas militares de los años anteriores. En segundo lugar, es la clase media la que asume el poder a la caída del Segundo Imperio. En tercer término, esta gente se mudó de ropa y de casa. En la capital brotaron los modistas y surgieron las colonias planeadas según el estilo francés para los vencedores de Francia. El afrancesamiento cundió asombrosamente en la clase media tanto o más que en la aristocracia.
Ni duda cabe que los aristócratas no ganaron las guerras de Reforma o Intervención, pero seguramente tampoco las perdieron del todo. Si se empobrecieron, no se notó; si perdieron fuerza política, no fue por mucho tiempo; si sufrieron mengua en su honra, pronto la recuperaron. Fuera de algunos aristócratas que se rindieron en Francia cuando se les derrumbó el imperio y fuera de algunas sotanas, los demás muy rápidamente congeniaron con la gente de clase media que iba en ascenso y que era la principal portadora de los valores más estimados por la élite liberal, los valores de la riqueza, la ilustración, las ciencias y las artes.
El máximo logro de la década 1867-1876 se da en el campo de la cultura. La Constitución de 1857 estatuyó “la enseñanza libre”. La ley del 15 de abril de 1861 ratificó la libertad de enseñanza e hizo gratuita la oficial. La Ley Martínez de Castro, promulgada el 2 de diciembre de 1867, aplicable al Distrito y Territorios Federales, fue más lejos al hacer obligatorio el aprendizaje de las primeras letras y dar a la enseñanza en su conjunto una orientación positivista, inspirada en las ideas de Augusto Comte, traídas a México por el médico Gabino Barreda. Una nueva ley (15 de mayo 1869) redondeó la de 1867 y puso especial empeño en hacer la enseñanza metódica, basada en la jerarquía de las ciencias positivas y libre de adherencias metafísicas y teológicas. Aparte del Distrito Federal, varios estados se dieron leyes sobre educación. Todas ellas se parecían a las del Distrito en la cosa de declarar gratuita, científica y obligatoria a la escuela primaria.
Tras las leyes vinieron las apasionadas discusiones sobre métodos pedagógicos y la apertura de escuelas. En 1868, sobre moldes enteramente positivistas, se fundó la Escuela Nacional Preparatoria de donde saldrían los funcionarios nucleares de la administración, los autores de códigos y leyes y los líderes de la actividad intelectual. También a partir de 1868 empieza la fiebre de abrir escuelas en todos los grados de la educación, y con impaciencia en el primario. José Díaz Covarrubias, director de instrucción pública, informaba en 1875 que en sólo siete años se había duplicado el número de alumnos hasta llegar a ser de 350 000, y triplicado la cifra de planteles, que en 1875 era ya de 8 103 en el nivel primario. Todas las nuevas escuelas eran de nuevo cuño: gubernamentales, gratuitas, laicas y devotas de las ciencias. Habían pasado a segundo término los centros educativos de la Sociedad Lancasteriana, y a tercero las escuelas regenteadas por curas. Con todo, la primera enseñanza no pudo llegar al campo, y dentro de las ciudades alcanzó a la clase media y muy poco a la trabajadora. La enseñanza secundaria y superior, por la fuerza de las circunstancias, se mantuvo elitista.
Desde la Preparatoria, el positivismo de Comte se derrama en todas direcciones hasta convertirse en filosofía hegemónica y oficial, aceptada por la mayoría de los liberales, incluso por los viejos apóstoles del liberalismo como don Ignacio Ramírez, novelista, poeta, politólogo, filósofo y ateo; en suma, un hombre muy representativo de la nueva religión materialista:
Madre naturaleza, ya no hay flores
por do mi paso vacilante avanza;
nací sin esperanzas ni temores;
vuelvo a ti sin temores ni esperanzas.
Los periódicos liberales de la capital (El Monitor Republicano, El Siglo XIX y muchos más) y por lo menos un centenar de las publicaciones periódicas que aparecen en la provincia, difunden con entusiasmo el evangelio positivista. Naturalmente que la difusión del positivismo es aún mayor en las revistas de alta cultura y contenido científico, como el viejo y prestigiado Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, y las revistas del nuevo orden, como La Naturaleza, El Semanario Ilustrado y El Renacimiento, aunque esta última, inaugurada en 1867, prodiga más literatura que ciencia.
El positivismo lo inunda todo. Los historiadores sobresalientes de la República Restaurada, Manuel Orozco y Berra y Joaquín García Icazbalceta, a pesar de ser católicos, lucen un barniz positivista. Los autores de novelas históricas (Juan A. Mateos y Vicente Riva Palacio) y costumbristas (Ignacio Manuel Altamirano y Manuel Martínez de Castro) también son testigos de la influencia positivista. Pero quizás el influjo es aún mayor en el grupo de poetas agrupados alrededor de El Renacimiento, en Manuel Acuña, Juan de Dios Peza, José Rosas Moreno y Manuel M. Flores; todos ellos conocidos románticos, pero no exentos de nacionalismo y positivismo. Si hacemos caso a los historiadores del arte, las doctrinas de Comte penetraron hasta en el mundo de la plástica y la mística.
En 1868, que fue un año de fundaciones culturales, el año en que se instaló la Biblioteca Nacional en el templo de San Agustín, la Escuela Nacional de Bellas Artes se constituye como centro de la cultura plástica que entonces produjo algunos gigantes, como el paisajista José María Velasco. La Sociedad Filarmónica Mexicana, hospedada en el edificio de la extinguida Universidad, difunde la música fuereña de Bach, Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven, Chopin y Liszt, y mima la música de los compositores de casa: Melesio Morales, autor de óperas; Angela Peralta, compositora menor y cantante mayúscula, y Cenobio Paniagua, compositor de 70 misas y la célebre ópera Catalina de Guisa.
Todas las revoluciones de México se han propuesto cambios sustanciales en los órdenes económico, político, social y cultural, pero casi siempre han tenido un éxito menor en la mudanza de las costumbres económicas, políticas y sociales, y un éxito mayor en la zona de las letras y las artes. Nuestras revoluciones fructifican en la rama del espíritu. En 1872, don José María Vigil afirma que los mexicanos somos incapaces de “hacer física, material, positivamente efectivos los dones de que se nos ha colmado”, y nos condena a la miseria perenne. En 1872, algunos prohombres del liberalismo ponen en duda nuestra capacidad de ser iguales y de vivir como hermanos. En 1872, la división del grupo liberal en el poder llega al colmo. Las comidillas del año son las insurrecciones de los liberales García de la Cadena en Zacatecas, Donato Guerra en el occidente, Jerónimo Treviño en Monterrey, el coronel Narváez en San Luis, el general Jiménez en Guerrero, y el héroe del 2 de abril, el joven y ya ilustre Porfirio Díaz en Oaxaca. Cuando sesenta periódicos capitalinos y cuarenta estatales difunden la noticia de que el día 18 de julio, a las once y cuarto de la noche, “de resultas de un ataque al corazón”, había muerto el presidente, México no hallaba cómo salir de la agricultura al uso viejo, la industria doméstica, el comercio poquitero e inseguro, las pocas ganas de hacerse rico trabajando, el peonaje, la obrajería, las alcabalas y peajes, el crimen, el dolo, las epidemias, la élite, el latifundismo, la aversión social, la discordia política, la autocracia, el abuso de autoridad, la anomia, el bandolerismo, el caciquismo, el caudillismo y otras cizañas que crecían al lado de una buena literatura, un arte robusto, dos códigos de leyes civiles y penales, tres nuevas ciencias del hombre (sociología, economía y etnología), la historia reformada, un par de filosofías antagónicas y otros primores del cacumen.