Los treinta y tres padres de la patria

Un hábito de los historiadores mexicanos es la atribución de las características de cada uno de los periodos de la historia de México ya a un par de hombres por época (el bueno y el malo), ya a fuerzas sin rostro a las que suele llamárseles estructuras socioeconómicas, clases sociales, potencias madrinas o países imperialistas. Siempre son el héroe y el villano de carne y hueso, o bien el héroe y el villano metafísicos, los culpables del aquí y ahora de la vida nacional mexicana. Nunca se para mientes en los máximos responsables de nuestro recorrido como nación, en las minorías rectoras de la vida nacional que vienen sucediéndose en ese papel del siglo XVIII para acá. Generalmente, desde hace un par de siglos, cada quince años se instala, en la rectoría de México, un puñado de personas (políticos, intelectuales, empresarios y sacerdotes) que son las que principalmente parten el pan, planean y disponen el camino a seguir.

Cada una de estas generaciones de caudillos se caracteriza por una actitud vital, una propensión íntima, según Ortega y Gasset; por “un matiz de la sensibilidad” o “tonalidad del querer”, en palabras del escritor Mentré. Por un conjunto de creencias y voliciones que no siempre es fácil distinguir en lo que tiene de específico pero que, ante los protagonistas probables de cierta generación, se llega a reconocer cuando se observa con cuidado a estos mismos protagonistas, cuando se les somete a un interrogatorio sobre su oriundez temporal, geográfica, social y cultural; su formación fuera y dentro de las aulas en la fase juvenil; su bandera ideológica al entrar al escenario público y sus manifestaciones sobresalientes durante la sesquidécada del noviciado; las circunstancias de tiempo, espacio y manera ligadas a su arribo a las cumbres del poder, de la sabiduría, de la fama, de la fortuna y del influjo; sus propensiones íntimas y actividades mayores durante el quindenio de predominio; su lento abandono de la escena pública; su muerte, y su significado dentro de la época o drama histórico donde les tocó ser actores.

Si se aplica el cuestionario anterior a los hombres actuantes en la Nueva España o México en la segunda mitad del siglo XVIII y primer cuarto del XIX, esos protagonistas de la vida mexicana se agrupan en cuatro equipos generacionales que se suelen llamar con los nombres de “los jesuitas expulsos”, los científicos, la generación de Hidalgo y la generación de Morelos. En cada uno de esos pelotones generacionales militan de dos a tres docenas de personas egregias, de auténticos caudillos combatientes por las ideas que han venido a constituir la patria mexicana, los Estados Unidos Mexicanos, esta nación que nos envuelve y nos da nombre y dolores de cabeza. Los egregios de esas cuatro tandas de mexicanos merecen el apodo de padres de la patria aunque ningunos con tanta razón como los adalides de la última.

Entre 1721 y 1735 nacieron los personajes de la generación de los jesuitas llamada así por haber pertenecido la mayoría de sus miembros a la Compañía de Jesús. Hacia 1760 algunos jóvenes jesuitas novohispanos y otros individuos de la clase criolla dejan de sentirse vástagos de la estirpe española y comienzan a considerarse hijos de la tierra americana. Se disgustan con su etnia. Les quitan el título de padres y hermanos a los descoloridos españoles y se lo dan a los oscuros nahuas. Se dicen descendientes del imperio azteca y proclaman con orgullo su falsa ascendencia indígena. El jesuita criollo Pedro José de Márquez defiende la tesis de que “la verdadera filosofía no reconoce incapacidad en hombre alguno, o porque haya nacido blanco o negro, o porque haya sido educado en los polos o en la zona tórrida”. El padre Francisco Xavier Clavijero asegura que los indios son tan capaces de todas las ciencias como los europeos. Los hombres de aquella generación fueron particularmente sensibles a las virtudes del indio y a los recursos del territorio mexicano. Sintieron que su tierra era un paraíso, un cuerno de la abundancia, “el mejor país de todos cuantos circunda el sol”. En vísperas de su expulsión, los jesuitas formaron en sus colegios de Mérida, Puebla, México, Guanajuato, Valladolid y Guadalajara, jóvenes que acogieron con entusiasmo aquella tesis del padre Rafael Campoy: “Buscad en todo la verdad, investigad minuciosamente todas las cosas, descifrad los enigmas, distinguid lo cierto de lo dudoso, despreciad los inveterados prejuicios de los hombres y pasad de un conocimiento a otro nuevo”.

Expulsados los jesuitas por decreto real de 1767, quedaron para construir al México naciente algunos exalumnos de ellos que entonces andaban entre los dieciocho y los treinta y tres años de edad. La gran mayoría eran jóvenes de la aristocracia que acabaron ordenándose de sacerdotes. Los más conocidos son el zamorano Benito Díaz de Gamarra, filósofo que quiso sacar a sus compatriotas de sus antiguas ideas y costumbres con el libro que llamó Errores del entendimiento humano, el enciclopédico periodista José Antonio Alzate, muy conocido por su labor difusora de las nuevas ideas al través de la Gaceta de literatura, el médico y matemático José Ignacio Bartolache, el físico José Mariano Mociño, los astrónomos Antonio León y Gama y Joaquín Velázquez de Cárdenas. Esta nueva promoción de cerebros tuvo un papel distinto al del grupo de los jesuitas. Se ocupa en el estudio individual y silencioso, la ciencia empírica y el periodismo científico.

La subsecuente generación de intelectuales criollos, formada por hombres nacidos entre 1746 y 1764, prosiguió el estudio de su patria aunque ya no en su parte natural como la generación enciclopédica sino en la humana. A esta generación pertenece el señor cura Miguel Hidalgo y Costilla.

Del examen hecho por los sucesores y alumnos de Díaz de Gamarra, Alzate, Bartolache, del examen emprendido por el rector del Seminario de Valladolid, Miguel Hidalgo y sus compañeros, salió una patria de intolerable presente y porvenir utópico, la constituían en aquel entonces la desigualdad social y el despotismo ilustrado; pero, por sus cuantiosos recursos naturales, auguraba un futuro espléndido. México era el país de la grandeza natural que había visto las dos generaciones precedentes y de la miseria humana, según lo veían los de la nueva generación acaudillada por el padre Hidalgo. Por sus posibilidades México superaba a su metrópoli; por sus realizaciones, la colonia mexicana era inferior, por culpa de la metrópoli española.

La tesis de que España impedía el desarrollo de México y el sentimiento de que México tenía dentro de sus límites territoriales “todos los recursos y facultades para el sustento, conservación y felicidad de sus habitantes” hizo concebir, en la pléyade cuyo epónimo fue Hidalgo, la idea de la independencia de México. Decidido el camino de la independencia, la generación de patriotas coetáneos del cura de Dolores se entrega fervorosamente al arte de conspirar contra España. Son bien conocidas las conspiraciones del canónigo Montenegro en Guadalajara y la de los machetes en México. Hasta en los libros escolares se refiere la intentona de independencia en 1808, encabezada por los munícipes metropolitanos. El Ayuntamiento de la metrópoli neoespañola, constituido por puros criollos de la generación del cura Hidalgo, declaró que, por la ausencia del monarca legítimo, la autoridad recaía en el pueblo y procedió a formar una junta representativa del pueblo mexicano para gobernarlo. Como falla el ardid de 1808 para hacer la independencia, Hidalgo y sus compañeros vuelven al recurso de las conspiraciones. Cada uno de los centros urbanos del Bajío, principalmente las ciudades de Valladolid, Guanajuato, Querétaro y Guadalajara, se convierten en nidero de conspiradores y en almácigo de miladas de insurgentes contra el dominio español. Por otra parte, en estas conspiraciones, como la de Valladolid y Querétaro, y en la insurrección grande iniciada en Dolores, ya toma parte un nuevo equipo humano, más joven que el coetáneo de don Miguel.

La nueva camada será a la postre autora de la independencia de México. Me voy a permitir hablar de la generación que secunda a Hidalgo, no de éste y sus compañeros, todos muy vistos. La enorme figura del benemérito don Miguel Hidalgo ha dejado en la sombra a otros beneméritos. En esta ocasión, quiero referirme a los treinta y tres héroes que metieron orden en el caos desencadenado por sus maestros; a un grupo de treinta y tres donde abundan los nativos de Guanajuato y sus contornos abajeños. La tercera parte de los treinta y tres era oriunda de la vieja provincia mayor de Michoacán y otro tercio hizo sus máximas hazañas en estos rumbos. Me referiré, pues, con brevedad a la generación cuyo epónimo es José María Morelos, a la pléyade que en alguna forma se identifica con el estilo de vida y las aspiraciones más constantes de la altiplanicie mexicana. De los treinta y tres del grupo (pues hubo un trío nacido en España, un par de la franja costera del Golfo, otro par de norteños y uno oriundo de Lima, Perú) veinticinco brotaron en el México que tiene como eje a la abrupta cadena volcánica. Los treinta y tres nacieron entre 1765 y 1779, en plena época ilustrada, cuando una modernidad de corte racionalista y neoclásica acababa de ser introducida por los jesuitas.

La mayoría fue retoño de la aristocracia virreinal, pero, cosa nunca vista antes, no pocos eran vástagos de familias de clase media, y más de alguno ocultaba su origen humilde. No fue una minoría rectora muy representativa de la sociedad de entonces. En ésta había tres clases de seres humanos: los pocos de medio pelo, los poquísimos de grandes recursos y las masas sin cosa alguna. Como quiera, fue una constelación de personas de las minorías que por su oficio tuvieron queveres con la muchedumbre de los pobres. Diecisiete de los treinta y tres recibieron el sacerdocio y una mitad de aquellos sacerdotes sirvieron en parroquias misérrimas, se mezclaron con la mayoría hambrienta y oprimida. Por ejemplo, don José Sixto Verduzco fue cura de la pequeña población de Tuzantla, en la tierra caliente de Michoacán. Aún José María Cos, brillante maestro de retórica y filosofía, desempeñó puestos de párroco pueblerino allá por Zacatecas. Don José María Morelos, el epónimo de la generación, sólo obtuvo chambas humildes entre gente pobre y marginada. Fue ayudante de cura en Uruapan y en Churumuco y cura en Carácuaro y Nocupétaro, en tierras de calor agobiante y angustiosa miseria humana.

También el par de militares de la generación tuvo tratos con la gente ordinaria, no obstante de ser vástagos de la aristocracia criolla. Lo mismo Ignacio Allende que José María Liceaga, ambos nativos de la región guanajuatense, miembros los dos del ejército virreinal, por razones de su cargo, tuvieron ocasión de ver con sus propios ojos la parte oprobiosa de la vida colonial, y quizá más que ningún otro, José María Liceaga, del Regimiento de Dragones de México, por haber tenido una juventud aventurera e irregular. Lo que Lucas Alamán llamó su mala conducta lo puso cerca del pueblo. Los ocho abogados de la hornada, precisamente por haber seguido la carrera jurídica, también tuvieron algún trato con la gente menuda, en particular Ignacio Rayón y Carlos María de Bustamante. Por otra parte, fue una pléyade formada en los aires internacionales de la filosofía racionalista, el gusto neoclásico y el lema de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad. Muy pronto supo de los aires nacionales y se vio en el brete de mezclar lo de fuera con lo de dentro, lo francés con lo criollo.

Fuera del trotamundos fray Servando, conocido desde finales del siglo XVIII por un sermón sobre la virgen de Guadalupe, ninguno de la pléyade fue noticia antes de 1800. Los primeros en asomar la cabeza a la luz pública fueron dos poetas: Manuel Martínez de Navarrete y José Joaquín Fernández de Lizardi. El primero nació en el Bajío, en el suroeste abajeño, en la entonces villa de Zamora. Según su mejor crítico, Rafael C. Haro, «los entretenimientos poéticos de Navarrete, en su poesía bucólica moral descriptiva o elegiaca, como en “La Mañana”, “Ratos Tristes” y otras muestras bien logradas igualmente en la inspiración religiosa, lo acreditan como poeta de valía, el mejor de su tiempo». En su tiempo fue “altamente apreciado y después reducido a injusto olvido o desestima”, cosa que no pasa con Fernández de Lizardi, quizá por haber sido el primer novelista de México, quizá porque tuvo buen humor y desde luego por haber vivido muchos más años que el fraile poeta y haber profesado de periodista. Ya entonces daba mucho lustre y notoriedad el escribir en periódicos. Así lo atestigua otra figura mayor de aquella camada, don Carlos María de Bustamante, oriundo de Oaxaca, ampliamente conocido desde 1805, desde la aparición del Diario de México, primer diario en Nueva España y reflejo minucioso de la vida callejera de la capital novohispana. También compareció muy joven ante el público el científico Andrés del Río, el descubridor del vanadio y constructor, desde 1808, de aquella ferrería de Coalcomán, precursora de la siderúrgica Lázaro Cárdenas.

En 1808 aparecen con la peligrosa bandera del independentismo, fray Melchor Talamantes y don Francisco de Azcárate. Aquel, dos años antes del levantamiento del cura de Dolores, tuvo la osadía de hacer circular escritos subversivos donde afirmaba: “Una sociedad capaz por sí misma de no depender de otra, está autorizada por naturaleza para separarse de su metrópoli”, máxime “cuando el gobierno de la capital es incompatible con el bien general de la nación y cuando las metrópolis son opresoras de sus colonias”, como era el caso de la Nueva España. Y fray Melchor de Talamantes paga caro el haber sido propagandista de la independencia. Como es sabido, las autoridades del imperio español lo refunden en la cárcel donde pierde la vida. También don Francisco de Azcárate, otro descarado independentista, fue puesto en chirona por aquel gobierno virreinal, que mientras impedía la práctica del plan de independencia del cabildo de México, hizo ver a los compatriotas que el único camino para conseguir vida aparte de España era la guerra, cuya preparación exigía penosas conjuraciones.

En 1809, un año después de la intentona pacífica, fue sacado de la penumbra por fuerza policial el conspirador en Valladolid don José María Michelena. En 1810 se destaparon como adalides de la independencia, en vísperas de que los destapara y los volviera a enterrar el régimen español, los milites Ignacio Allende y José María Liceaga, el abogado Ignacio López Rayón y los curas José María Morelos, Francisco Severo Maldonado y Marcos Castellanos, el menos conocido, no obstante ser el epónimo del municipio más joven, ganadero y de más brillante futuro de Michoacán. Al siguiente año se volvió noticia mayor el par de diputados (Antonio Joaquín Pérez Martínez y Miguel Ramos Arizpe) que fue a las Cortes de Cádiz con la esperanza de que allá conseguiría la igualdad jurídica de españoles e hispanoamericanos, la no diferencia de castas, la justicia pareja, la apertura de caminos, la industrialización y el gobierno de México para los mexicanos.

El grupo militante a las órdenes de Miguel Hidalgo, los insurgentes de la generación que nos ocupa, sobre todo el capitán Ignacio Allende, desempeñan un papel muy importante. Jamás pudieron entenderse con el viejo e iracundo cura de Dolores. Según escribe Luis Villoro, “Allende no aprueba las condescendencias de Hidalgo con la plebe. Desde el comienzo se esfuerza en transformar la rebelión en un levantamiento ordenado, dirigido por los oficiales criollos”. Mientras Hidalgo y su camada buscan “la destrucción del orden social, encarnado en los ricos europeos”, Allende y su camada quieren poner un alto al desorden, encauzar las aguas broncas. Muchos definitivamente se apartan del autor del grito de Dolores y se pronuncian contra él. Otros lo siguen a regañadientes hasta el cadalso. Sufren con el caudillo la derrota del Puente de Calderón. Acompañan en el éxodo hacia el norte al padre lanzarrayos. Caen con él en una emboscada y algunos son ejecutados junto al jefe con quien no compartían sus actitudes. En la alhóndiga de Granaditas se vieron sus cabezas encerradas en jaulas. En este sitio exacto, la revolución de independencia deja de ser acaudillada por la generación hidalguense y comienza a serlo por la pléyade moreliana.

En Zitácuaro, en 1811, Ignacio Rayón establece una Suprema Junta Gubernamental de América. ¿Quién no sabe que el nuevo caudillo fue secretario del cura de Dolores durante su efímera campaña independentista? Antes de ser rebelde había sido director de empresas agrícolas y mineras en su Tlalpujahua natal de donde sale para unirse a Hidalgo e insipirarle la idea de construir un gobierno insurgente. Durante la fuga, en Saltillo, los jóvenes insurgentes de la generación constructiva lo hacen general del ejército. Con este carácter se encierra en Zitácuaro a escribir sus famosos puntos constitucionales: “La América es libre e independiente de toda otra nación… El Supremo Congreso constará de cinco vocales nombrados por las representaciones de las provincias… Habrá un Consejo de Estado para los casos de declaración de guerra y ajuste de paz… Habrá un Protector Nacional nombrado por los representantes… Queda enteramente proscrita la esclavitud… Queda proscrita como bárbara la tortura…”.

Entre 1812 y 1815 la generación de Morelos revela su verdadero ser y da lo mejor de sí. Don Chema se convierte en la máxima figura militar y en el máximo legislador de la Nueva España; Mariano Matamoros, en un segundo en jefe de un ejército victorioso; Rayón, Liceaga y Verduzco, en autores de la Junta de Zitácuaro; y éstos más Crespo, Bustamante, Cos, Herrera y Alas en artífices del primer congreso mexicano del que sale la Constitución promulgada en Apatzingán en 1814, donde se estatuye: la soberanía reside en el pueblo y la felicidad de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, la seguridad, la propiedad y la libertad. Esa minoría también, con el propósito de atraer a un nuevo orden a la masa del país, publica los mejores periódicos de la época: El Pensador Mexicano, de Fernández de Lizardi; El Despertador Americano, de Maldonado; El Ilustrador Nacional, de Cos y El Correo Americano del Sur, de Bustamante.

Acostumbrados al culto a los guerreros, los habitantes de este país olvidamos frecuentemente la enorme labor mexicanista de los hombres de la pléyade moreliana. Las bases reales de la independencia se ponen al hacer la Constitución de 1814. Morelos es especialmente grande no por los triunfos obtenidos; sí por aquellos principios alimentadores del documento de Apatzingán, los “Sentimientos de la Nación”, deseosos de que México “tenga un gobierno dimanado del pueblo y sostenido por el pueblo y acepte y considere a España como hermana y nunca más como dominadora de América”. Conforme a ellos y otras instrucciones del caudillo, una media docena de personas de la misma edad, procedieron a la hechura de la Constitución de Apatzingán que está cerca de los 200 años de promulgada y que exhibe con nitidez la fe católica, nacionalista, republicana y liberal insurgente acaudillada por Morelos.

Aunque la historia la recuerde por sus hazañas militares, la pléyade moreliana es sobre todo digna de recordación por los esfuerzos que hizo para encauzar la caótica revolufia de independencia mediante una carta magna, con las Instituciones sobre Derecho Público de López Matoso, con diseños para mejorar la distribución de la tierra y las condiciones de trabajo y para promover la agricultura la industria y el comercio. Se trata de una minoría mucho más inclinada a construir que a destruir, a juntar que a separar. Justamente por eso los veinticuatro de los treinta y tres que salen con vida de la guerra no dudan en adherirse al Plan de Iguala, le toman la palabra a su enemigo Agustín de Iturbide, se ponen a edificar una nueva patria que aunaría los aspectos positivos de la tradición a las doctrinas de la modernidad. Sólo cuando Iturbide deja de cumplir con su palabra e intenta restablecer el antiguo régimen, muchos de ellos vuelven a las artes destructivas de la guerra hasta conseguir la instauración de la República.

Aunque Michelena funge como presidente de la República, y Mier, Ramos Arizpe y Gordoa llegan a ser miembros distinguidos del Constituyente que hizo la Constitución de 1824, la camada de Morelos no logra imponer sus ideales de orden a la primera República Federal. El mando pasa a la minoría de una generación más joven, a un grupo mayoritariamente militar que por falta de eficiencia en sus miembros se entrega otra vez a la destrucción para la cual cualquier torpe es bueno. El destino de la República queda a merced de incultos generales del ejército. Los grandes constructores de la generación de Morelos son arrojados del servicio público. Algunos se recluyen, como Pablo de la Llave, Maldonado, Arrechederreta, Fernández de Lizardi, Pablo Moreno y Bustamante, en el cultivo de la literatura, y casi todos se convierten a la tristeza, a la mala pata de “nuestra degradación y envilecimiento”, según lo dicho por Bustamante.

Aunque la pléyade moreliana no se sale con la suya de reorganizar el México independiente es merecedora de cariño y aun de imitación. Ya es hora de rectificar un hábito de la liturgia de la patria, consistente en sólo rendir culto a los héroes destructores, a los patriotas furiosos, a los hijos de la ira cuya misión ha consistido en hacer la poda al país, como fue el caso del cura de Dolores, de los hombres de la Reforma, o de Villa, Calles y Zapata en la Revolución. En cambio, en unas ocasiones se colocan en los altarcitos, y en otras en el cuarto de los tiliches, las figuras gigantescas, quizá tan grandes, si no más, que las destructoras o cirujanas, pero cuyo papel en los vaivenes históricos ha sido el de cauterizar heridas, reponer platos rotos, reencauzar la vida mexicana, durante o después de las revoluciones, por el camino del orden y la prudencia.