Para entender muchos aspectos de la historia mexicana es recomendable revisar la opinión sobre la patria de las diversas generaciones de mexicanos. Lucas Alamán diagnostica por 1850 la ciclotimia del ser de México, la trayectoria fluctuante de la autoestimación nacional. A periodos de fe en las riquezas efectivas y potenciales del país, en la aptitud física e intelectual de sus hombres y en su ejército suceden etapas de melancolía, de una profunda sensación de inferioridad étnica y geográfica, sentir contra el que se reacciona enseguida para caer otra vez en actitudes de engreimiento y sobrestimación.
La oscilante línea de sentires y creencias sobre México y los mexicanos es sin duda efecto de las vicisitudes históricas nacionales y también causa de las mismas. Las etapas de nacionalismo ufano suelen darse en épocas de bonanza económica, innovaciones culturales y concordia social y generalmente concluyen en sacudimientos contra cualquier dependencia, en luchas emancipadores. Las etapas de depresión nacen en horas de crisis, esterilidad y desasosiego y pueden concluir en peligrosos entreguismos.
Al través de libros, periódicos, folletos, poemas, sermones, epístolas, y hojas volantes de la segunda mitad del siglo XVIII y primer cuarto del XIX se documenta el nacimiento y desarrollo de una fase de optimismo nacionalista y de gente agitada que incuba conspiraciones y conduce a la independencia de México. Sin embargo, no se quiere demostrar que el engreimiento haya sido el factor determinante de las guerras de independencia. La lectura de muchas páginas conduce simplemente a creer que la élite de la sociedad novohispana dieciochesca sin su fe, caliente e ilusa, en las riquezas del subsuelo patrio, en la inteligencia y buena disposición de los compatriotas, en las costumbres del pueblo, en el vigor del brazo militar y en el auxilio manifiesto de la providencia divina, factores todos que aseguraban una próspera vida independiente, la separación de España no habría sucedido ni del modo ni en el tiempo de todos conocido.
Esta historia parte de la época en que se consolida, en la minoría rectora, el sentimiento de autodeterminación, cosas iniciadas a mitad del siglo de las luces. Como quiera, algunos pasajes incursionan por los antecedentes, van a los asomos de nacionalismo que se dan en las primeras centurias novohispanas. Aunque el ensayo pretende centrarse en el engreimiento nacionalista de los precursores y los héroes de la independencia, incurre en otro par de digresiones conocidas bajo los rótulos de “la calumnia de América” y la “filosofía de las luces”.
Las fuentes utilizadas fueron muy disímbolas y nunca pretendieron ser todas las utilizables. Figuran, entre lo visto, tratados, hojas volantes, publicaciones periódicas, versos, discursos, manifiestos, cartas, circulares, oficios, historias, avisos, sermones y otros testimonios. Se examinaron con mayor parsimonia los escritos de Clavijero y los jesuitas expulsos, las bibliografías de Eguiara y de Beristáin, las obras sobre México de los ultramarinos Abad y Humboldt, las colecciones de documentos para la guerra de independencia y sus antecedentes de Hernández y Dávalos, Genaro García y Nicolás Rangel, las gacetas y los periódicos de realistas e insurgentes. Se leyó con cuidado y placer la Historia de México, de Lucas Alamán, así como las relaciones de los otros tres evangelistas de la independencia: Bustamante, Mora y Zavala. También fueron fichadas las Viejas polémicas sobre el Nuevo Mundo, de Antonello Gerbi, y El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos. Guiado por el doctor Silvio Zavala, el autor escapa con bien del laberinto formado por centenares de fuentes.
Quedó por revisar una abundantísima cantidad de papel. No fue posible, en el medio año destinado a la investigación, ejecutarse muy rigurosamente las operaciones de crítica y de comprensión de documentos, ideas y sucedidos. Reunido un buen tambache de papeletas, se procedió a disponerlas, conforme a un esquema previo, dentro de una caja de zapatos. En la parte delantera de la caja de cartón se agruparon algunas fichas sobre la trayectoria del
Nacionalismo en cierne
de aquel apego emotivo al esbozo de nación resultante de la conquista española y del virreinato de la Nueva España. Como es bien sabido, la primigenia nación mexicana fue producto del ayuntamiento en el siglo XVI de un territorio grande, una gente de tres zonas proclive al mestizaje, muchas lenguas que aceptaron la hegemonía de la española, una capital en sitio céntrico, un gobierno central y una minoría de criollos, que según Juan de Cárdenas, manifestó desde muy temprano un modo peculiar de ser, distinto al español y a las cien etnias aborígenes.
Los sentimientos de apego a la incipiente nación se manifiestan por primera vez en los hijos de los conquistadores y en algunos de los conquistados. Quizás el botón más antiguo de afecto nacionalista fue el de aquel grupo de conjurados que encabezaba un retoño de Hernán Cortés, al grito de “Alcémonos con la tierra, pues nuestros padres la ganaron a su costa”. La Audiencia de México, a finales del siglo XVI, vislumbra una marcada hispanofobia de origen nacionalista en los criollos novohispanos. También dice algo del nacionalismo en cierne el soneto que empieza:
Viene de España por el mar salobre
a nuestro mexicano domicilio
un hombre tosco, sin ningún auxilio,
de salud falto y de dinero pobre.
Se advierte un primer orgullo nacional en aquella carta de 1566 donde se lee: “Los mexicanos están muy ufanos con el descubrimiento [del tornaviaje por el Pacífico], pues tienen entendido que ellos serán corazón del mundo”. Otro botón de muestra del mismo sentimiento lo da la Grandeza Mexicana del poeta tapatío Bernardo de Balbuena quien refiriéndose a su patria dice:
En tí se juntan España con la China,
Italia con Japón, y finalmente
un mundo entero en trato y disciplina.
Las muestras de nacionalismo en el sector criollo de la Nueva España abundan en el siglo XVII, si hemos de creer al fraile trotamundos Thomas Gage. Seguramente la mejor prueba de ese primer amor propio de la nacionalidad fue la veneración a la Virgen de Guadalupe, ya muy generalizado en el siglo segundo de la Nueva España. Un brote nacionalista, con ribetes de refinamiento, fue el vigoroso indigenismo de don Carlos de Sigüenza y Góngora, el personaje barroco coetáneo de Sor Juana Inés de la Cruz.
En el siglo de las luces y tercero de la vida colonial, maduraron los sentimientos patrióticos de los nacidos y educados en la Nueva España. Se trata de explosiones emotivas donde se juntan hispanofobia, indigenismo y amor a los paisajes mexicanos. La hispanofobia se da principalmente en gente rica de tipo español, en los criollos cultos a quienes molestaba el monopolio de mujeres, poder y fama ejercido, en la nación neoespañola, por oriundos de la Península Ibérica. En los criollos dieciochescos cunde el desamor a España y el inclín amoroso al mundo prehispánico. El indigenismo se puede rastrear en numerosos autores, singularmente en Veytia y en Clavijero, cada uno autor de una Historia antigua de México. Otros rasgos nacionalistas se manifiestan a las claras en los padres expulsos. Diego José Abad se las ingenia para incluir, en su célebre poema teológico, pinceladas de paisaje mexicano. El jesuita Juan Luis Maneiro impreca ante el monarca español el regreso a la patria:
Sepultura, Señor, en patrio suelo
pedimos a su trono soberano;
quisiéramos morir bajo aquel cielo
que influyó tanto a nuestro ser humano.
Y a su hermana, a disgusto con la fealdad del pueblo de Tacuba, le escribe: “Yo cedo por Tacuba, pueblo inmundo, Roma, famosa capital del mundo”.
El nacionalismo se ahonda y recrudece al son de las diatribas antiamericanas de algunos ilustres sabios de Europa. La calumnia de América, originada en España, comenzó a levantar roncha al adherirse a ella gente de otras naciones, por ejemplo, sabios de Francia como el sapientísimo Georges-Louis Leclerc de Buffon quien llegó a estimar que la naturaleza del continente americano no se había desenvuelto como en Europa, era aún inmadura, infantil, boscosa, carcomida por pantanos insalubres, cruzada por enormes serranías, salvaje y con una población oscura dispersa y sumisa a lo inmenso y pavoroso de la joven geografía americana. “El indio del nuevo continente lejos de usar como amo su territorio… no tenía ningún imperio sobre él. No había sometido a los animales, ni a los elementos, ni domado los mares, ni dirigido los ríos, ni trabajado la tierra”. El indio era “un animal de primer orden que existía para la naturaleza como un ser sin importancia, una especie de autómata impotente, incapaz de reformarla o de secundarla”.
Aunque Buffon sostiene la existencia de una sola clase de seres humanos no cree en la absoluta igualdad de éstos. Culpa a la geografía de la desigualdad de unos hombres con respecto de otros. Las diferencias de climas, topografías, hidrografías, faunas y floras eran responsables de las diferencias entre los europeos urbanos y los selváticos amerindios, entre personas con escritura y personas sin capacidad de transmitir hechos por medio de signos perennes, entre hablantes de idiomas cultos y usuarios de “lenguas bárbaras”, entre pensadores a la Voltaire, Rousseau y tanta cantidad de iluminados como había en Europa y gente de América que pensaba como niños.
Según otros autores, la naturaleza americana era al mismo tiempo inmadura y agonizante. Con justa razón Francisco Xavier Clavijero escribe: “Cualquiera que lea la horrible descripción que hacen algunos europeos de la América u oiga el injurioso desprecio con que hablan de su tierra, de su clima, de sus plantas, de sus animales y de sus habitantes, inmediatamente se persuadirá que el furor y la rabia han armado sus plumas y sus lenguas o que el Nuevo Mundo verdaderamente es una tierra maldita y destinada por el cielo para ser suplicio de malhechores”. Con justa razón, Clavijero se ofende con Cornelius de Pauw cuando escribe acera del genio embrutecido de los americanos y afirma que “los más hábiles americanos eran inferiores en industria y sagacidad a las naciones más rudas del Antiguo Continente”. Según de Pauw la debilidad mental de tanta gente se debía a lo enorme del hemisferio americano, lo disperso de sus habitantes, la difícil comunicación entre las numerosas tribus, lo áspero de la naturaleza, la multiplicidad de las lenguas en América. En cambio, la lúcida inteligencia de los europeos se debía a la minúscula, superpoblada, dulce y monolingüe Europa. Cornelius de Pauw, menos ilustre que Buffon, quiso superarlo a fuerza de injurias contra un continente que ya estaba en camino de sacudirse a sus dominadores de Europa. El panfleto de Cornelius de Pauw, escrito sin ciencia y sin conciencia, se tituló Investigaciones filosóficas sobre los americanos, y puso pinta a la naturaleza americana por estéril y venida a menos. Como Buffon, Thomas Raynal, William Robertson y otros americanistas “ilustrados”, Cornelius de Pauw era fiel creyente en una parte podrida del mundo donde se localizaba México, y con tal tesis promovió tanto acá como allá, la
Conciencia nacionalista,
el descubrimiento de la realidad mexicana como se ve sin duda en un eclesiástico famoso en aquel entonces por sus saberes y sus exquisitos discursos. Juan José de Eguiara y Eguren, para mantener y aumentar su prestigio, acudía a los libros barrocos en busca de expresiones felices. En una de sus búsquedas topa con las epístolas del elegante anticuario don Manuel Martí. En la duodécima pretendía disuadir a un joven de que vienese al Nuevo Mundo, en donde buscar cultura “tanto valdría como querer trasquilar un asno y ordeñar un macho cabrío”. Eguiara, al leer lo anterior, olvida las exquisiteces estilísticas, monta en cólera y se propone aniquilar, a fuerza de estudio, al abate Martí, y junto con él, a otros malhablantes de su patria.
Muchos años y varios colaboradores fatiga Eguiara y Eguren en la preparación de una réplica de la que únicamente pudo publicar un volumen. La parte publicada incluye veinte prólogos y una bibliografía. En los prólogos se bosqueja la historia de la cultura mexicana desde los tiempos prehispánicos. Del esbozo se desprenden cinco conclusiones: 1) la cultura neoespañola es diferente a la española, 2) no se han producido todavía en la Nueva España obras de valor universal, 3) el talento de los mexicanos, incluso de los indios, es igual al de los europeos, 4) la marcha cultural de México se enfrenta a obstáculos que no existen en Europa, 5) removidas las trabas, el genio de los mexicanos deslumbrará al mundo. Algunas de las ideas anteriores precedieron a la investigación; otras, parecen ser hijas de ella.
El adversario deja de existir en 1737. La obra de Eguiara empieza a publicarse en 1754. Antes de concluir la publicación, Eguiara muere, pero varios de sus compatriotas prosiguen con el esclarecimiento de la parte mexicana de América. En esa labor, los jesuitas expulsos por Carlos III ocupan un primer lugar. Clavijero descubre la historia de los antiguos mexicanos. Márquez exhibe a las academias de Florencia, Roma y Bolonia algunas piezas del arte prehispánico. Andrés Cavo reconstruye la vida política del reino neoespañol. Maneiro confecciona las biografías de los más distinguidos sabios expulsos.
Mientras los jesuitas descubren a su patria desde el destierro, otros mexicanos, casi todos de la generación siguiente, hacen lo mismo, sin salir del suelo patrio. Agustín Aldama explora la antigua lengua de los mexica. Antonio Alzate gasta mucho de su hacienda en conseguir libros y aparatos para sus investigaciones sobre México que da a conocer, entre otras, en la revista de Asuntos Varios sobre Ciencias y Artes y en las Gazetas de Literatura. El afán de descubrir su patria lo condujo al alpinismo y a ser socio de varias academias científicas. Por su parte, Antonio León y Gama emprende exploraciones arqueológicas como aquella dada a conocer con el título de Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la plaza principal, se hallaron en ella el año de 1790. José Mariano Mociño, en colaboración con Martín de Sessé, investiga los animales de la Nueva España; emprende un espléndido viaje de estudio que cubre desde los bosques de Chiapas hasta el Volcán del Jorullo; experimenta las propiedades curativas de algunas plantas, y consigue reunir un herbario de cuatro mil especies y una vasta colección de dibujos. Don Joaquín Velázquez y Cárdenas de León no sólo sorprende al francés Chappe por la exactitud de sus mediciones geodésicas, pues también descubre, con instrumentos fabricados por él mismo, diversas manifestaciones del ser material de México. Escribe eruditos informes sobre la minería y contribuye a la fundación en 1778 del Real Seminario de Minería, un instituto que llega a tener un albergue neoclásico de primer orden, y contener a las figuras más brillantes del naturalismo mexicano: Fausto de Elhuyar, insigne químico español; Luis Fernando Linder, minerólogo alemán; Andrés Manuel del Río, también hispano, y los neoespañoles José Casimiro Chovell, Manuel Cotero, Vicente Valencia, Rafael Dávalos, José Rojas y el futuro insurgente Mariano Jiménez.
Las investigaciones sobre la patria ofendida por algunos sabios de Europa abarcan el subsuelo, el suelo y el cielo; los vegetales, los animales y los hombres; las culturas prehispánicas e hispánica, y en definitiva, la redondez de México. En esas búsquedas colaboran una mayoría de novohispanos y no pocos europeos. Entre éstos el abate Pernety, Pierre Poivre, Juan Reinaldo Carli, Fernando Galiani, los españoles ya citados y especialmente Humboldt, a quien nuestros criollos se apresuran a servirle la mesa con el fruto de sus investigaciones. Humboldt aprovecha el material reunido por los mexicanólogos aborígenes y lo devuelve con creces en su Ensayo político sobre la Nueva España.
El apego sentimental a la Nueva España de los nacidos en ella, acicateados por las habladurías de algunos europeos y las buenas opiniones de otros, los empuja al estudio de una nación previamente amada, al estudio extensivo, que no profundo, de lo que ya se daba en llamar México. La búsqueda colectiva, que abarca mucho y aprieta poco, lleva de la mano al
Engreimiento nacionalista,
tema de estos apuntes. No es achacable a la simple retórica el uso de epítetos sobre México vigorosamente optimistas. Sirvan de botones de muestra éstos: “Admiración del universo”, “primera potencia del mundo”, “el mejor país de todos cuantos circunda el sol”, “el más dilatado y fecundo de todos los países del globo”, “perla de la corona española”, “niña bonita de España”, “blanco a quien dirigen sus tiros las naciones extranjeras”.
Al ambiente natural de la Nueva España se le encuentra opulento, apto para alimentar y enriquecer a una población numerosa y para adornarla con los matices anímicos más preciados. La idea de la riqueza del territorio venia de muy atrás, pero nunca había sido tan ditirámbica como en el siglo de las luces, en el tiempo en que los reales de minas arrojaban mucho oro y plata. El jesuita López de Priego, tras de pedir a sus compatriotas que “no sean tan pródigos en disipar sus caudales, pues fiados en la riqueza de México, que produce la plata y el oro con mucha abundancia, miran el dinero como tierra”, escribe esta coplilla:
Si la tierra te produce,
México, la Plata y oro,
adonde está el oro y plata
allá se va el mundo todo.
Servando Teresa de Mier llegó a decir: “México, a sus frutos propios como la grana y la vainilla, reúne las producciones de todo el mundo, hasta el té, idéntico al de China”. Eran lugares comunes relativos a la Nueva España las expresiones de “opulento reino”, “rico país”, “ricos, dilatados y fértiles dominios”, “el país más opulento del mundo”.
Como si la abundancia de recursos económicos fuera poca cosa, en Eguiara se lee: “El influjo de la naturaleza, con la humedad de su clima y las inadiciones de su sol, han adornado el genio y talento de los españoles nacidos en suelo americano de una penetración aguda y al mismo tiempo brillante, férvida, encantadora y muy a propósito para el cultivo de toda clase de letras, con ayuda y favor de la naturaleza misma”. Clavijero llega a la conclusión de que los factores climáticos y telúricos de México eran particularmente propicios para el desarrollo de todas las especies vivientes y para el desenvolvimiento de las más caras facultades del hombre. Al parecer, nadie ponía en duda lo ventajoso de haber nacido y de vivir en México.
Bastaba tener la fortuna de ser oriundo del territorio mexicano para asegurar la posesión de grandes virtudes. Hacia fines del siglo XVIII circulaban muchas consejas sobre la enorme aptitud física, ética e intelectual del mexicano de los tres linajes. Se distinguen en la alabanza del indio, además del precursor Sigüenza y Góngora, Eguiara y Eguren, Clavijero, Beristáin, Guridi y otros. Clavijero tiene por mítica la teoría del quebranto corporal de los naturales. “Si de Pauw hubiera visto como yo los enormes pesos que llevan al hombro los americanos, no hubiera osado echarles en cara su debilidad”. En otra parte, defiende la inteligencia del indio: “Su ingenio es capaz de todas las ciencias como la experiencia lo ha demostrado”. Si se les impartiese una mejor educación, “se vería entre ellos filósofos, matemáticos y teólogos que podrían rivalizar con los más famosos de Europa”. Beristáin habla en su Biblioteca “de las traducciones hechas por los indios del latín al mexicano, de obras llenas de ideas sublimes y abstractas que no han ocupado mucho las cabezas de Robertson, de Raynal, ni de Pauw”. Guridi y Alcocer, otro prominente pensador de la minoría rectora, sostuvo en célebre respuesta dirigida al gachupín Cancelada, director del Telégrafo Americano, que el indio ha sido y sigue siendo capaz para las disciplinas del espíritu y es poseedor de vivísimas facultades. Acaba en lugar común la proposición siguiente: el hombre cobrizo maneja la cultura elaborada por los griegos y los latinos tan bien como el hombre blanco.
Quizá no haya testimonios que avalen las virtudes de mestizos y mulatos; como quiera, se esfuman las malas opiniones contra lo que Alamán califica “la parte más útil de la población”. Naturalmente los criollos llegan al más descarado y sublime de los autopanegíricos. Eguiara y Eguren, con el apoyo de argumentos de autoridad y de experiencia, sostiene la superioridad del ingenio de los españoles americanos. Rebate la creencia en el desmayo prematuro de la facultad reflexiva de los nacidos en el Nuevo Mundo, y apoya la tesis de Feijóo relativa a la precocidad de los ingenios criollos. En una solicitud de 1771 hecha a Carlos III para obtener puestos públicos para los descoloridos de la Nueva España, se lee: “No es ya interés nuestro, es negocio de Vuestra Majestad el que vean las naciones… que somos no bultos inútiles sino hombres tan hábiles, tan útiles para cualquier empleo aún de la primera graduación… No excede su Majestad a los demás monarcas sólo en la vasta extensión de tierras, ni en el número de individuos que las habitan, sino en la copia de vasallos tan fieles, tan generosos, tan hábiles como los que puede gloriarse el más culto Estado del orbe. Conozca el mundo que somos los indianos aptos para el real consejo, útiles para la guerra, diestros para el manejo de las rentas, a propósito para el gobierno de las iglesias, de las plazas, de las provincias, y aun de toda la extensión de reinos enteros…”.
Aquel precursor de la independencia que fue el doctor Montenegro de Guadalajara, dijo en 1791, durante el proceso en su contra, que quería la emancipación para su patria porque estaba seguro de “la habilidad de los nacionales para las ciencias, las artes” y el buen gobierno. Hasta el Pensador Mexicano, el célebre Fernández de Lizardi, cuyas pupilas parecían sólo dispuestas para descubrir los vicios de la sociedad, escribió con elogio de las muchas aptitudes de los mexicanos. Según dijo, “todos tienen capacidad y talento… para aprender cuánto hace el más hábil de otra nación, para imitarlo y aún excederlo, pues hombres que trabajan con tanta perfección sólo mirando, ¿qué hiceran aprendiendo con el auxilio de herramientas más delicadas? Por lo que toca a la ciencia digo lo mismo…”.
También se llega a decir que la trayectoria cultural de México nunca estuvo a la zaga de la europea. Con apoyo en lo dicho por los misioneros y conquistadores del siglo XVI, Eguiara elogia sin cortapisas a los pueblos y las culturas precortesianas. Veytia y Clavijero van más allá. El jesuita asegura: “El estado de cultura en que los españoles hallaron a los mexicanos excede, en gran manera, al de los mismos españoles cuando fueron conocidos por los griegos, los romanos, los galos, los germanos y los bretones”. Según Clavijero, “tenían los mexicanos, como todas las naciones cultas, noticias claras, aunque alteradas con fábulas, de la creación, del diluvio” y demás episodios mayores de la historia universal. Cuando se refiere a la educación prehispánica, dice: “Bastaría por sí sola a confundir el orgulloso desprecio de los que creen limitado a las regiones europeas el imperio de la razón”. También los jesuitas Cabo y Márquez escriben lindezas de la cultura de los antiguos mexicanos. Para Márquez, las producciones de la plástica precolombina exceden en valor a las obras maestras de caldeos, asirios y egipcios.
Aún la malquerida etapa colonial suscita piropos. Eguiara escribe: “Acaben de desengañarse a la vista de esta Biblioteca de que sin embargo de la distancia que separa esta parte de América de la Europa culta, y a pesar de lo delicioso de estos climas, que según [los difamadores de América] inclinan al vicio, a la molicie y a la ociosidad, a pesar en fin de la escasez de imprentas y de la suma carestía del papel, en la Nueva España se estudia, se escribe y se imprimen obras de todas las ciencias”. Beristáin, después de cotejar lo escrito en México durante sus tres siglos de vida cristiana con el producto de las tres primeras centurias de la cristiandad, concluye: la producción novohispana es más extensa si no siempre de mejor calidad. Beristáin encuentra explicable la magna trayectoria de la Nueva España por la teoría del tránsito de la civilización del Este al Oeste. Según ella, la cultura saltó del pueblo elegido de Israel a Grecia y Roma, y de ésta a España, y seguramente de la Península Ibérica se trasladó, siguiendo siempre al sol, al emporio de México, recién convertido en pueblo electo de la Providencia.
La filosofía de las luces no parece haber amenguado en la Nueva España la antigua fe providencialista. Se siguió creyendo, entre otras cosas, en la existencia de personas y pueblos escogidos por Dios para mimarlos y sacar adelante sus propósitos salvadores. España había sido una de las naciones electas. Según la intelectualidad novohispana, México, la “bolsa donde la Providencia derramó a manos llenas el oro, la plata, los ingenios, la fidelidad y la religión” ofrecía indicios de ser ahora la nación escogida. Se veía claramente el favor de Dios en la imagen guadalupana, aparecida mediante milagro. En la Virgen de Guadalupe vio el criollo de la última centuria colonial la particular preferencia divina por México, el único país a donde se envió de embajadora a la madre de Jesucristo, el Dios-hombre.
De la supuesta predilección celeste, manifestada en el milagro del Tepeyac, emana el más popular y perdurable engreimiento nacional, el que de manera más notoria liga
El optimismo nacionalista y la independencia
acaudillada por Hidalgo, Morelos e Iturbide; es decir, por tres generaciones de independentistas que suceden en la rectoría intelectual de México a los miembros de la Compañía de Jesús y a los sabios de la línea enciclopédica. Las nuevas generaciones le ponen peros al optimismo de quienes los precedieron. Sustituyen la tesis mercantilista por la fisiocrática. Dudan de la grandeza pasada y presente de México de modo dogmático, pero confian en la grandeza futura. Estiman que lo conseguido está muy por debajo de lo que es posible obtener. En lo hecho ven apenas un síntoma de la proximidad del siglo de oro mexicano. Los sucesores de jesuitas y enciclopedistas ven su patria a punto de madurar en todos los órdenes, pues aun en el bélico parecen capaces de vencer todos los enemigos exteriores con los brazos propios, con un ejército de reciente formación.
A la confianza en la potencialidad de la patria se auna el desprecio y el odio hacia la metrópoli española. Humboldt atestigua: “Los criollos prefieren que se les llame americanos, y desde la paz de Versalles, especialmente después de 1789, se les oye decir muchas veces con desprecio: ‘Yo no soy español, sino americano’ ”. Alamán corrobora: “La educación literaria que se daba en veces a los criollos y el aire de caballeros que se tomaban en la ociosidad y en la abundancia, les hacía ver con desprecio a los europeos” venidos de España. Entre los criollos cultos, la tesis de la decadencia española, antes tímidamente sostenida, se vuelve dogma.
La preocupación de emancipar a México de la tutela española es en parte producto del desprecio a la madre patria. Seguramente acuden también otras causas. Suelen aducirse con fundamento dos epopeyas de fuste: la Revolución Francesa y la lucha emancipadora de Estados Unidos. Estos no sólo servirán de ejemplo en el caso de la Nueva España. Hubo acciones concretas de origen estadunidense para sacar a México del dominio español. Tampoco Inglaterra se mantuvo indiferente ante la lucha mexicana por su libertad, pues tenía esperanzas de recibir en herencia algunas de las cosas que se le quitasen a España. Ésta, por su parte, cometió suficientes errores para hacer volar hecho trizas el imperio donde no se ponía el sol. Las autoridades españolas decretaron en 1804 dos estupideces: la enajenación de fincas y la ocupación de capitales de las fundaciones piadosas que le daban un golpe fortísimo a la economía mexicana. En la lucha contra la metrópoli confluyen muchas fuerzas; una muy importante fue el engreimiento nacionalista de los criollos.
Sobre todo la idea de que lo obtenido por México está muy por debajo de lo que es posible obtener, que las posibilidades de la patria son enormes, que lo ganado antes sólo es augurio de las ganancias futuras, se vuelve una idea obsesiva en los precursores y en los caudillos de las guerras de independencia. El optimismo nacionalista hace parecer posible y deseable el propósito de la emancipación. Desde la intentona independentista de 1808 se echa mano de argumentos extraídos de la confianza en el poderío, la riqueza potencial y los talentos de la nación mexicana.
Conviene recordar los argumentos exhibidos por fray Melchor de Talamantes en pro de la independencia de México. En su opúsculo titulado Representación nacional de las provincias arguye que las colonias pueden legítimamente separarse de sus metrópolis cuando, como es el caso de México, se bastan a sí mismas. “Si una colonia —dice— tiene dentro de sí misma todos los recursos y facultades para el sustento, conservación y felicidad de sus habitantes; si su ilustración es tal, que puede encargarse de su propio gobierno, organizar a la sociedad entera, y dictar las leyes más convenientes para la seguridad pública; si sus fuerzas o sus arbitrios son bastantes para resistir a los enemigos que la acomenten; semejante sociedad… está autorizada por naturaleza para separarse de su metrópoli”. También resulta conveniente que las colonias como la Nueva España se separen de su metrópoli por ser superiores a ésta. Talamantes arguye: “La dependencia no puede subsistir entre personas iguales; mucho menos puede verificarse en el superior respecto del inferior. Si llegase, pues, el caso de que una colonia se pusiese a nivel de su metrópoli o la excediese en algunos puntos, por este sólo hecho quedaría libre y separada de ella”. Según Talamantes, la Nueva España por ser rica, fuerte, culta y superior a España, debía hacer vida independiente de ésta.
Cosas parecidas creían otros implicados en los sucesos de 1808. Así Francisco Azcárate, autor de un discurso panegírico de las ciencias, las artes, el comercio, la industria, la agricultura y la minería de su patria. Así Mariano Beristáin, también sospechoso de infidencia y también creyente en que la Nueva España había llegado a “la más envidiable ilustración, prosperidad, abundancia y riqueza”. Parece tener razón Jabat en su informe a la Junta Central Española, fechado en diciembre de 1808. Allí dice: “un gran número de criollos, comprendiéndose entre ellos, obispos, canónigos, curas, militares, títulos de Castilla, oficinistas y particulares”, trabajan afanosamente para lograr la independencia de su país por la buena idea que tienen de él, por considerarlo fértil y abundante, por sólo aceptar que carecen de “azogue para la elaboración de sus minas”. Como quiera, “no ignoran que a cambio de su plata, se lo llevarían hasta de China”.
Como es bien sabido por reiteradamente enseñado, antes de concluir el temporal de lluvias de 1810, el cura de Dolores, al frente de algunos criollos y de vastas multitudes mestizas, les da un nuevo sesgo a los sentimientos, los saberes y los juicios patrióticos de la élite criolla. A partir de la colérica decisión de Hidalgo, parte de la élite abandona el camino de las transacciones y se compromete en una lucha que parecía muy simple y promisoria, en una
Guerra optimista e irresponsable
que según su líder máximo en un abrir y cerrar de ojos arribaría al edén tan esperado. El cura de Dolores se deja seducir por el México prometido. El odio a España no le permite ver ninguna grandeza presente en su patria, pero sí un futuro paradisiaco. “Realizada la independencia —dice en Valladolid de Michoacán— se desterrará la pobreza, se embarazará la extracción de dinero, se fomentarán las artes y la industria. Haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestro país, y a vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias de este vasto continente”. Según Hidalgo, conseguida la independencia, los mexicanos “podrán mostrar a todas las naciones las admirables cualidades que los adornan, y la cultura de que son susceptibles”.
Los colaboradores cercanos le hicieron segunda al sacerdote, que en buen potro corría en pos de una quimera. No fue humorada aquella comunicación del capitán Ignacio Allende al padre Miguel: “No puede ni debe usted, ni nosotros, pensar en otra cosa que en la preciosa ciudad de Guanajuato que debe ser la capital del mundo”. Sólo le faltó que también aspirara a convertir su tierruca, no obstante sus dos mil metros sobre el nivel del océano, en puerto de mar. Como Allende, numerosos criollos veían fácil y muy prometedora la lucha insurgente. Lucas Alamán escribe: “La independencia se presentaba a la imaginación de los criollos como un campo de flores, sin riesgo de encontrar ninguna espina”.
Morelos y su gente eran apenas menos ilusos. Don Ignacio López Rayón, a raíz de la muerte del iniciador, establece la Suprema Junta Gubernativa de América. A Rayón se le adjudica el jactancioso nombre de Capitán General de todos los Ejércitos Americanos, y poco después, el de Ministro de la Nación Americana. Al libro de actas se le puso Libro Primero de la Nación Americana Septentrional. Constantemente se usó el nombre de América para designar simplemente a la Nueva España o México. Algunos periódicos de los hombres en lucha se publicaban con los títulos de El Despertador Americano, El Ilustrador Americano, Seminario Patriótico Americano, El Correo Americano del Sur… La correspondencia oficial de los insurgentes en la época de Morelos nunca abandonó la pretenciosa sinonimia. Si hemos de creer a Lucas Alamán, “era muy común entre los mexicanos hablar de toda la América cuando se trataba de México, fuese por jactancia, o porque siendo México una parte tan principal de América, se creía que ésta había de seguir su ejemplo en todo. Vino después otra época en que la antigua Nueva España se denominaba el Septentrión, voz que estuvo muy en boga quizás por lo sonoro de ella, como si en la América Septentrional no se comprendiesen también los Estados Unidos. Todo esto prueba la idea exageradísima que los mejicanos se hacían de la importancia de su país”.
La gente de Morelos fincaba su optimismo en el favor de Dios. Confiaba sobre todo en la imagen taumaturga de Guadalupe, en lo que se designa habitualmente con el nombre de guadalupanismo. Morelos atribuye sus triunfos a la “Emperadora Guadalupana”. En uno de sus manifiestos dice: La América “espera, más que en sus propias fuerzas, en el poder de Dios e intercesión de su santísima madre, que en su portentosa imagen de Guadalupe, aparecida en las montañas del Tepeyac para nuestro consuelo y defensa, visiblemente nos protege”. La religiosidad de Morelos está fuera de toda duda así como la sinceridad de la siguiente expresión: “Por los singulares, especiales e innumerables que debemos a María Santísima en su milagrosa imagen de Guadalupe, patrona, defensora y distinguida emperatriz de este reino, estamos obligados a tributarle todo culto y adoración… Y siendo su protección en la actual guerra tan visible… debe ser visiblemente honrada y reconocida por todo americano… ”. Quizás esté de sobra el aducir testimonios de fe en México y especialmente en la Virgen de Guadalupe sacados de los periódicos de la insurgencia. Alguien podría dudar de la buena fe de don Francisco Severo Maldonado, “varón excesivamente extravagante y de una arrogancia y presunción inauditas”, pero no de la sinceridad del responsable de El Ilustrador Americano, del padre Cos, ni de Andrés Quintana Roo que disculpaba en su Ilustrador Nacional el levantamiento de Nueva España porque ésta ya era igual a su metrópoli y porque los españoles sólo han visto a México “como un manantial inagotable de oro y plata para fomentar su insaciable codicia”. Es difícil toparse con algún insurgente pesimista, pero es muy fácil conseguir pruebas del
Pesimismo realista,
de la inseguridad en el triunfo de España en los ejércitos del rey. La fe insurgente infundió desaliento en el partido contrario. José María Calleja, el mejor caudillo de los ejércitos relistas, escribía al virrey Venegas después de haber hecho polvo al ejército de Hidalgo en el Puente de Calderón: “Voy a hablar con toda la franqueza de mi carácter. Este reino pesa demasiado sobre una metrópoli cuya subsistencia vacila: sus naturales y aún los mismos europeos, están convencidos de las ventajas que les resultarían de un gobierno independiente”. También el obispo Abad y Queipo, excomulgador de Hidalgo, llega a escribir, pensando en México: “Las provincias muy remotas de un gran imperio que han sido independientes o que se consideran con población y fuerza para serlo, tienen siempre una propensión o tendencia casi natural a la separación de la metrópoli”.
Como quiera, el gobierno español de la Nueva España trata de contrarrestar la fe de los insurgentes en los frutos locales de la emancipación. Su contraofensiva consiste en esparcir por todos los medios publicitarios una idea peregrina. Los voceros del rey proclaman: México debe su prosperidad a la circunstancia de vivir bajo la protección de la tolerante y docta España. Sólo haciendo vida en común con ésta se puede esperar un dorado porvenir. Para colaborar en la empresa de convencimiento se pide la ayuda a los profesores de la Universidad, los socios del Colegio de Abogados, los frailes distinguidos de las órdenes religiosas, los asistentes a las sociedades literarias y a todos los que gozaban, en la metrópoli, de algún prestigio.
Un abogado quiso demostrar que la Nueva España sin barcos y sin azogue iba a pique y a la indigencia. Como naves y mercurio venían de la vieja España había que mantenerse en la casa paterna. El doctor Luis Montaño produjo un larguísimo manifiesto en el cual se pregunta: “¿Pensarán que este reyno será feliz en sí y por sí solo, porque en virtud de su riqueza no necesita de España?” Enseguida se contesta: “España nos ha ayudado a ser ricos y a elevar nuestra patria a una grandeza que no hubiéramos llegado ni por nosotros mismos, ni bajo el poder de otra nación aun de las católicas… De allá vienen los directores y los operarios de las artes, los libros y los adelantamientos en las letras”. “Tales razones —comenta Alamán— podrían tomarse por una burla ingeniosa para fomentar la revolución en vez de combatirla”.
Sin embargo, la revolución de independencia se desploma. Quizá la fe ingenua y excesiva de los insurgentes en su triunfo los lleva al desastre. La exagerada seguridad en sus biceps conduce a Hidalgo, a Morelos y a otros jefes al cadalso. Desde 1815 el gobierno virreinal pudo poner en práctica una política de indultos. Arnáiz y Freg escribe: “Muchos jefes secundarios aceptaron abandonar las armas y vivieron en paz en regiones alejadas de las zonas en que habían operado”. Pero ni por esas los insurgentes perdieron la esperanza en la emancipación y sus frutos seguros y los realistas el pesimismo que venían arrastrando desde cinco años antes. Un realista plenamente seguro en la necesidad de la independencia, absolutamente cierto que la Nueva España no podía seguir dependiendo de la metrópoli española, se presta para ser el instrumento de la necesidad. Un virrey recién llegado, pero no menos pesimista con respecto a la capacidad imperial de España, colabora con el criollo realista al firmar los Tratados de Córdoba.
Agustín de Iturbide cierra este episodio optimista de la historia de México con las célebres palabras iniciales del Plan de Iguala: “Americanos, bajo cuyo nombre comprendo no sólo a los nacidos en América, sino a los europeos, africanos y asiáticos que en ella residen, tened la bondad de oírme. Las naciones que se llaman grandes en la extensión del globo, fueron dominadas por otras y hasta que sus luces no les permitieron fijar su propia [luz] no se emanciparon…”
Trescientos años hace, la América Septentrional que está bajo la tutela de la nación más católica y piadosa, heroica y magnánima. España la educó y engrandeció formando esas ciudades opulentas, esos pueblos hermosos, esas provincias y reinos dilatados que en la historia del universo van a ocupar lugar muy distinguido. Aumentadas las poblaciones y las luces, conocidos todos los ramos de la natural opulencia del suelo, su riqueza metálica, las ventajas de su situación topográfica, los daños que originan la distancia del centro de su unidad y que ya la rama es igual al tronco; la opinión pública y la general de todos los pueblos es la de la independencia absoluta de España y de toda otra nación…
Al manifiesto anterior le presta todo su apoyo don Juan O’Donojú, último virrey de la Nueva España, con suculenta declaración. Según él, la progenitora y la recién independiente son “dos naciones destinadas por la Providencia, y ya designadas por la política, a ser grandes y a ocupar un lugar distinguido en el mundo”. Por mi parte, me permito terminar el presente ensayo con la siguiente parrafada: La captación por parte de una selecta minoría criolla que florece a fines de la décima octava centuria de los aspectos positivos de su realidad nacional y la ocultación de los negativos, el descubrimiento de las posibilidades de la patria y el encubrimiento de sus limitaciones engendra una idea y un sentir que hemos llamado repetidas veces optimistas, los cuales provocan en la generación criolla de las primeras décadas del siglo XIX una ferviente gana de desligar a México del imperio español y así participa, como factor de primera magnitud, en la lucha que hizo posible la independencia de México.