Un mexicano en Europa

Los estudiosos de Clavijero, de la vida y la obra del más ilustre de los jesuitas mexicanos expulsos a Italia por orden del rey Carlos III, se cuentan por docenas. No se esperó la muerte del abate para convertirlo en objeto de la sangrienta crítica de un gachupín (Ramón Diosdado Caballero) y los elogios de algunos compatriotas. Don Xavier está muy lejos del tema virgen. Con la mole del héroe sabido se han metido muchos. De este clavijero o percha penden muchos análisis, glosas, biografías y ditirambos.

Agustín Castro, en plenas honras fúnebres, produjo el primer Elogio de Francisco Xavier Clavijero, jesuita americano. El padre Juan Luis Maneiro, en De vitis aliquiot mexicanorum, escribió, poco después de Castro, una semblanza ilustre. Su memoria sale muy bien librada de un siglo tan criticón como el XVIII. La herida causada por Caballero sanó rápidamente. El jesuita entra partiendo plaza, aunque con algún retardo disculpable, en el siglo XIX. En 1816 recibe piropos de José Mariano Beristáin en la Biblioteca Hispanoamericana; veinte años más tarde, vítores de Pascual Almazán; en 1853, las sobrias alabanzas del poeta José Joaquín Pesado, y en 1857, las de Marcos Arroniz, en su Manual de Biografía Mexicana.

Como es bien sabido, los hombres de la Reforma malmiraron a las sotanas de México, no fueron adictos a curas, jesuitas y frailes, y sí, según el sentir de la mayoría católica, anticlericales. Con todo, un sacerdote precursor de la independencia mexicana como Clavijero no sufre ningún agravio de parte de los comedirás de la época. El medio siglo del periodo liberal, en vez de disminuir la figura, la enaltece. Los hombres de la Reforma lo cubren de epítetos altisonantes: meritísimo, inmortal, ilustre, egregio, benemérito, insigne. El biógrafo de las estatuas del paseo de la Reforma, ese sacristán de la patria que fue el minucioso y diligente don Panchito Sosa, le da cabida en su Mejicanos distinguidos. Otros admiradores suyos en la época de la clerofobia exaltada fueron Antonio de la Peña, Antonio García Cubas y Luis González Obregón. Este escribió la más rotunda bibliografía de Clavijero.

Tampoco la Revolución Mexicana hizo mella en el jesuita del dieciocho, no obstante que los revolucionarios no eran simpatizadores de la Compañía de Jesús. En 1931, cuando todavía tronaban los chicharrones del anticlerical Calles, entonces Jefe Máximo de la Revolución, ésta le guiña el ojo al cura Clavijero con motivo del segundo centenario de su natalicio. El coronel Rubén García y el agrónomo Rafael García Granados escriben sendas biobibliografías del personaje en cuestión. El jesuita, que fue el primer mexicano que tuvo la ocurrencia de hacer la historia de la historia mexicana, atrae la atención de todos los historiadores de los historiadores mexicanos: Gabriel Méndez Plancarte, José Miranda, Ernesto de la Torre, Víctor Rico Galán, Miguel León Portilla y Gloria Grajales y de todos los historiadores de la literatura mexicana.

Quién no sabe que el doctor José Gaos les dio como tarea a siete de sus alumnos el análisis de las ideas de pensadores de la época de las luces. Tres discípulos del doctor español han escrito sesudas semblanzas de Clavijero: Bernabé Navarro, en Introducción a la filosofía moderna en Nueva España; Luis Villoro, en Los grandes momentos del indigenismo; Rafael Moreno, en sus Estudios de Historia de la Filosofía en México. También es notoria la predilección reciente de los padres de la Compañía de Jesús por los jesuitas expulsos a Italia en el siglo XVIII. Clavijero ha sido rememorado por Cuevas, Decorme, Zambrano, Batllori, Guzmán y otros jesuitas. Los apapachadores del poco leído autor de la Historia antigua de México se cuentan por docenas. Quizá ningún otro de nuestros historiadores ha tenido tan buena suerte con la crítica, incluso la extranjera, representada en este caso por Charles Edward Ronan, Antonello Gerbi, David Brading, Peggy Korn, John L. Phelan, Germán Cardozo, Francisco Barba, Arthur Anderson, Jacques Lafaye, Julio Le Riverend y Georg Schurhammer.

En 1970, con motivo de la traída de los huesos clavijerianos y su reinhumación en la rotonda de los hombres ilustres, se puso de moda el tema Clavijero entre oradores y estudiosos. De las piezas oratorias dedicadas al jesuita recobrado no fue la más ditirámbica la de don Agustín Yáñez, secretario de Educación Pública. Uno de los estudios más esclarecedores fue el de don Gonzalo Aguirre Beltrán quien ve en el tan traído y llevado personaje, un precursor de los actuales sistemas educativos, un hombre “regido en todos sus actos por el imperio de la razón”, un indigenista sin mácula, un partidario del mestizaje biológico y cultural entre españoles e indios y un patriota anhelante de la independencia de México. Aún autores poco entusiastas del jesuita como Jesús Gómez Fregoso, en su Clavijero, escrito para “desmitificar al supra hombre Francisco Javier Clavijero”, subraya abundantes virtudes del supra reducido a hombre, a un hombre obsesionado en la exaltación de su patria y de su orden religiosa. Elías Trabulse rememora el airado mentís al autor de la Historia Antigua de México por el jesuita Caballero, que escribió con el seudónimo de Parripalma tres volúmenes de observaciones rabiosas contra “el ex-jesuita don Francisco Xavier Clavijero” a quien considera detractor de España, pero Trabulse no hace suya la refutación del gachupín ofendido.

No sé de nadie que haya puesto en entredicho la importancia de Xavier Clavijero fuera de la excepción ya dicha. Se le ha considerado, ya sin mentís, como uno de los dioses mayores de la cultura mexicana, como el artífice de la concepción histórica de México mejor recibida. A varias ciudades de la República les gustaría hacerlo suyo, entre otras México, Morelia y Guadalajara. Si la patria de alguien es donde transcurre su

Nacimiento, infancia y primera juventud

el padre Xavier de este cuento tiene tres patrias chicas: Veracruz, Oaxaca y Puebla. Él vino al mundo sin lugar a vacilaciones en la única puerta que a principios del XVIII tenía la casa de México: el puerto de Veracruz. Nació en la noche del 6 de septiembre de 1731, cuando la Nueva España salía del siglo de las sombras, del oscuro y barroco siglo XVII, y se deslizaba lentamente hacia el siglo de las luces. En la metrópoli había amanecido desde los comienzos de la centuria. Los lunáticos reyes de la casa de Austria habían cedido el trono a los reyes soles de la Casa de Borbón. Al hechizado Carlos II lo sucede Felipe V que le da por el absolutismo, la racionalización del poder, la reforma de los negocios y de los ocios y las filantropías. Eso se reflejó en la Nueva España con el tiro de gracia a la encomienda; la conquista de zonas sólo semiconquistadas como Nueva Toledo o Nayarit, Nueva Santander o Tamaulipas y Nueva Filipinas o Tejas; la reducción a la cultura occidental de tribus indias que se les habían escapado a los apostólicos afanes de los misioneros del siglo XVI, como es el caso de las etnias de Sonora y California, evangelizadas por los padres de la Compañía de Jesús; la puesta en cintura de los bandoleros, por obra del Tribunal de la Acordada, famoso por sus juicios sumarísimos y sus penas capitales, y el envío, para la gobernación de las micronregiones, de alcaldes menos broncos.

El papá de Francisco Xavier Clavijero fue un alcalde mayor de la nueva ola, un funcionario “culto en las más pulidas letras”, que ejerce su autoridad, ya casado con doña María Isabel y ya progenitor de varias criaturas, entre los inidios nahuas de la región de Teziutlán y los mixtecas de Jamiltepec. El leonés don Blas se porta, según decires, como un buen padre con los indios, y como un preceptor benévolo y eficaz, con Xavier y sus diez hermanos.

La numerosa prole Clavijero se crió entre indios hasta bien entrada en años. A eso siguió, para los varones de don Blas, el desfile hacia las aulas de Puebla. Francisco Xavier aprendió latín en el Colegio de San Jerónimo, y filosofía en el Seminario de San Ignacio. Según Juan Luis Maneiro, “demostró clarísima y aguda inteligencia en el estudio de aquella filosofía” contra la que tomará el hacha quince años después. Lo mismo le aconteció con la teología y los aprendizajes optativos.

Además de estudioso e inteligente, fue un estudiante inquieto, aventajado, retraído y curioso. “Dedicábase en sus horas libres a los estudios amenos. Complacíase en la lectura de los escritores españoles más sobresalientes por su cacumen y doctrina, por la prudencia de su juicio y por la perfección de la lengua: Quevedo, Cervantes, Feijóo… y la egregia poetisa mexicana Juana Inés de la Cruz”. A los 16 años de edad ya era bastante diestro en latines, filosofías, teologías y letras clásicas y modernas, y se le calificaba de niño prodigio, y por ende, poco simpático y a duras penas sociable. También se veía hacia dónde tiraba, hacia las que acabarían por ser las proclividades de la centuria: la razón, la experiencia y el buen gusto. Aunque aún predominaban lo místico y lo barroco, las pelucas y los dorados, ya se veía cómo aquel siglo XVIII de la ilustración o de las luces, iba a ser de muchas mudanzas. Los camiones de mudanzas habían de llevarse costumbres envejecidas y traer otras nuevas y relucientes: saraos, cafés, casas de trucos y billares, fiestas rústicas, fandangos, chuchumbes y otros descoques. Desde los años treinta, los que hablaban desde el púlpito habían decidido retirarse de la costumbre de decir el mínimo de cosas con el máximo de palabras, costumbre puesta en ridículo por el padre Isla en la novela Fray Gerundio de Campazas.

Después de algunas luchas consigo mismo, y en un periodo de profunda tristeza, Clavijero pide entrar a la Compañía de Jesús. En 1748, inicia su noviciado en el convento de Tepozotlán, diez leguas al norte de México. Los amigos de lo tenebroso, lo imaginan allí sometido a úcases absurdos, terribles humillaciones, rechinar de dientes y demás malestares ofrecidos por los jesuitas a quienes aspiraban a ser soldados de las milicias celestes. Aquí, nos interesa más que su formación sacromilitar lo que hizo el padre Xavier como

Docente en México, Puebla, Valladolid y Guadalajara

después de repetir los estudios de humanidades; dedicarse por su cuenta al estudio del griego, el hebreo, el náhuatl, el francés, el portugués, el alemán y el inglés; repetir por un año los estudios de filosofía, y hacer otro tanto pon los teológicos. La lectura de los filósofos Feijóo y Tosca lo confirman en la filosofía modernizante. La amistad con Rafael Campoy, el Sócrates de la Compañía para los filósofos afectos al cambio, echa a Clavijero en brazos de Descartes, Leibnitz, Newton y Gasendi.

También inducido por su colega y guía Rafael Campoy, un jesuita muy erudito “en latinidad, historia, crítica y geografía”, Clavijero acude a la biblioteca de San Pedro y San Pablo, en la metrópoli mexicana. Allí lee, con inquieta quietud, la documentación que había reunido don Carlos de Sigüenza, la cual a su muerte fue a los fondos del Colegio de los jesuitas. Allí, en la montaña de libros y papeles del insaciable curioso, enciclopédico, picaro y polemista Sigüenza, se aficiona a las antigüedades de los indios, y principalmente a la interpretación de sus pinturas y al estudio de los historiadores indigenistas de los siglos XVI y XVII. Antes de cumplir treinta años de vida, la segunda vocación de Clavijero ya estaba clara. La primera fue, como lo muestra el tercer año de probación, la de sacerdote jesuita.

Sus superiores deciden hacerlo prefecto de estudios en el Seminario de San Ildefonso, en la capital de la Nueva España. Como prefecto trató de introducir métodos pedagógicos originales. Luego, “viendo cuán arduo y peligroso le sería tratar de extirpar ciertas costumbres… juzgó más oportuno mantenerse callado”. Su superior lo previno: “No es tiempo de hacer novedades”. Él propuso: “el mayor beneficio que me pueden hacer es el de enviarme de operario a un rincón quieto en donde no vuelvan a acordarse de mí para nada”. Enseguida se le puso como maestro de retórica.

Luchaba contra los oradores y escribas de hojarasca, cuando recibe la orden de ir al colegio de indios de San Gregorio. Aquí confecciona algunos opúsculos, de los cuales pocos aparecen con su nombre, otros sin firma y varios con el rótulo bautismal de sus amigos. De entonces son las Memorias edificantes del bachiller Manuel Joseph Clavijero, impresas en 1761. De entonces también es la siguiente carta de su superior: “Son ya tantas las quejas que tengo de su falta de aplicación debida a los ministerios, de su desamor y desafecto a los indios, de su voluntarioso modo de proceder como de quien ha sacudido enteramente el yugo de la obediencia, respondiendo con un no quiero a lo que se le encarga, como ayer sucedió… que a la verdad no sé qué camino tomar para que vuestra reverencia se componga…”.

Enviado a Puebla, pronuncia célebre panegírico de San Francisco Xavier. De la Angelópolis de alfañique sigue a la sobria y rosada Valladolid. En la ilustre Valladolid, que todavía no llegaba a los veinte mis habitantes pese a ser la metrópoli de la vasta provincia mayor de Michoacán, sienta la Cátedra desde octubre de 1763 hasta abril de 1766. Si hemos de creerle al mayor de su biógrafos, “no hubo antes que Clavijero ninguno que enseñara aquí filosofía enteramente renovada y perfecta”. “Era ésta una síntesis construida con orden admirable, en hermoso latín y enteramente límpida, libre de toda superfluidad en temas y en palabras. En su curso encontrábanse, admirablemente concentrados y dilucidados, los filósofos griegos, así como también todos los útiles conocimientos descubiertos por los sabios de ahora, desde Bacon y Descartes hasta el americano Franklin. Y todos… admiraban al maestro casi como a un genio”.

Desde su llegada a Valladolid, en la “oratio latina” con que inaugura su curso en 1763, Clavijero “manifestó con ingenua sinceridad que él no podía infundir aquella filosofía que fatigaba las mentes de los jóvenes con ninguna utilidad… sino aquella que habían enseñado los griegos y que ensalzaban grandemente los sabios modernos, la que la culta Europa aprobaba y enseñaba públicamente en sus escuelas…”. Del trato con los jóvenes vallisoletanos salió el Cursus philosophicus, perdido en su mayor parte, pues sólo se conoce la última sección: Physica particularis. Bernabé Navarro deduce por lo que se conserva del curso y por lo dicho por Maneiro, que Clavijero tenía una clarísima postura ecléctica pero no un sistema propio. Quizá lo novedoso no haya pasado de la forma, el estilo y las referencias a los autores modernos y de moda. Quizás en Valladolid comenzó los diálogos entre Filoteles, un amante de la verdad, y Paleófilo, un amigo de lo viejo.

En 1766 fue enviado a Guadalajara a impartir un curso de filosofía. Allí termina los diálogos entre el conservador y el novelero y dirige la Congregación Mariana no obstante sus “quebrantos de cabeza”, sus desazones y amarguras. En la capital de la Nueva Galicia recibe, como sus correligionarios, la poco atenta orden de salir de los dominios del rey de España, del huesudo Carlos III, un rey con ribetes y flecos de santurrón. Cuatrocientos padres de la Compañía de Jesús partieron de México contra la voluntad manifiesta de muchos mexicanos adictos a los jesuitas y en medio de las palabras del mandamás en la colonia, de don Teodoro de Croix: “De una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”.

Por fuerza mayor, a Clavijero, el desobediente y díscolo, lo embarca hacia los Estados Pontificios. A su paso por Cuba lo tumba una enfermedad grave, y cuando su embarcación estaba a un paso de la península, estuvo en un tris de hundirse. Como el pontífice Clemente XIII no acepta a los jesuitas en sus Estados Pontificios, Clavijero ancla en Ferrara donde el conde Crispi le concede generosa amistad. Después sustituye la acogida del amigo por una mejor residencia en Bolonia. Allí se juntan varios de los jesuitas expulsos. Allí el reverendo padre sufre golpe tras golpe. Lee en sus amados filósofos modernos la

Calumnia de América

El Papa suprime la orden de los jesuitas y cada uno de éstos se convierte en un cura cualquiera o abate. El abate Clavijero, ya en su libre condición, quiso formar una Academia de Ciencias con sus compañeros de exilio, una especie de club de americanistas desde el cual pelearían, en favor de su distante tierra, Francisco Xavier Alegre, Diego José Abad, Agustín Castro, Julián Parreño, Andrés de Guevara, Raymundo Cerdán, Juan Luis Maneiro y otros. Desde la Nueva España numerosos jóvenes le harían segunda a los desterrados: José Pérez, José Antonio de Alzate, Juan Benito Díaz de Gamarra e Ignacio Bartolache, quienes anidaban en su corazón la idea de que debían producirse cambios, y tuvieron que ver con las novísimas instituciones llamadas Academia de San Carlos, Colegio de Minería, Jardín Botánico, un trío culturalmente innovador que ayudaría a despertar “la conciencia de nuestro ser propio”, a combatir la acromegalia memorística y a ponerle la escalera a nuestros libertadores.

Nunca, como dice Beristáin, Clavijero perdió de vista el estudio de lo americano, “y había hecho un acopio de materiales exquisitos, mas no se determinaba todavía de escribir una obra, hasta que llegaron a su conocimiento las reflexiones de Corneille de Pauw”.

Después de leer a De Pauw, Clavijero decide escogerlo como blanco de sus tiros porque allí, “como en una sentina o albañal, se recogían todas las inmundicias” de los detractores de América. Durante diez años, el abate Clavijero le dedica tiempo exclusivo a la revisión de los paisajes de su mundo y a la historia antigua de México “para liberarse de la fastidiosa y represible ociosidad” y también, según sus propias palabras, “para restituir a su esplendor la verdad ofuscada por una turba increíble de modernos escritores sobre América”. En las Disertaciones Clavijero se propone ser el abogado de la naturaleza americana tan mal vista por algunos sabios europeos que sin saber “se ponían a escribir sobre la tierra, los animales y los hombres de América” desde Europa. Así De Pauw, para quien la mayor o menor perfección de animales, plantas y hombres de América dependía de sus semejanzas o diferencias de los bellos animales, las coloridas plantas y los lúcidos hombres de Europa. Lo cual, al decir de Clavijero, agraviaba la razón. Lo autóctono de Europa no se podía universalizar. América no debía juzgarse desde Europa si Europa no quería ser juzgada desde América. Ningún continente era modelo de los demás. Cada uno cargaba con sus propios rasgos. “En el cotejo que hago de un continente con el otro —decía don Francisco Xavier— no pretendo hacer a la América superior al mundo”.

A través de las Disertaciones el continente colombino, tan apaleado, se jala los pelos y se insurge contra una Europa-Arquetipo. El jesuita disertador escribe: los animales de América no “tienen ninguna obligación de conformarse con vuestros animales”. Tampoco los hombres de la asoleada América están obligados a tener el mismo color de los de Europa para ser tanto o más valiosos que los sombreados europeos. Ya convertido en abogado declara a los naturales del Nuevo Mundo tan inteligentes como los del Viejo, tan capaces como los desvaídos europeos “de todas las ciencias, aún de las más abstractas”. Si se les impartiera una mejor educación, dice, “se verían entre ellos filósofos, matemáticos y teólogos que podrían rivalizar con los más famosos de Europa”.

Mientras en Europa se hablaba mal de América, mientras los turcos contendían en una lucha cruel con los rusos, mientras los franceses eran gobernados por el tonto Luis XVI y los habitantes de Rusia por la tirana Catalina II; mientras las colonias inglesas relevaban a los británicos de la obligación de conducirlos; mientras en la Nueva España los admiradores de los jesuitas expulsos (Gamarra, Gama, Velázquez, Alzate y Bartolache) sostenían la enormidad de México; mientras el jesuita Márquez sentenciaba: “Con respecto a la cultura, la verdadera filosofía no reconoce incapacidad en hombre alguno”, el abate Clavijero, residente en Bolonia, investigaba en las bibliotecas de esa ciudad, hacía frecuentes visitas a bibliotecas de Roma, Ferrara, Florencia, Milán, Nápoles y otras ciudades; adquiría, por compra, en Madrid y Cádiz, libros y papeles para la elaboración de su libro máximo. “Ni su pobreza —bastante visible hasta en su manera de vestir— ni su calidad de extranjero” le impidieron hacer una investigación a fondo acerca de los antiguos mexicanos.

Es admirable la cantidad de informes que pudo reunir. Ciertamente no conoció la obra de fray Bernardino de Sahagún, pero sí las cartas de Cortés, la relación de Bernal, las historias de los cronistas oficiales de Indias, noticias acerca de los indios de Olmos, Benavente, Zorita, Acosta, Torquemada e Ixtlixóchitl, y los papeles conservados en las colecciones Vaticana, Mendocina, de Viena y de Sigüenza. La Historia Antigua de México se hizo sobre una base documental enorme y dura. Xavier Clavijero siempre tuvo “delante de los ojos aquellas santas leyes de la historia: no atreverse a decir mentira ni temer decir la verdad”. Por lo mismo, sometió los testimonios a una vigorosa crítica, costumbre poco común entonces. El abate se anticipa a muchos en la concepción crítica de la historia. No sólo es único por haber sido el primero que en forma sistemática e integral dio a conocer a los europeos la historia antigua de nuestra patria, sino por el sentido crítico con que está escrita. No se contuvo ante ninguna autoridad salvo la Biblia. Del venerable Torquemada, de quien tomó más que de ningún otro cronista, escribe: “El autor residió en México desde su juventud… supo muy bien la lengua mexicana, trató a los mexicanos…, recogió un gran número de pinturas antiguas… y trabajó en su obra más de veinte años. Pese a su diligencia y tales ventajas, se muestra muchas veces falto de memoria, de crítica y de buen gusto… Sin embargo, habiendo en ella cosas muy apreciables que en vano se buscarían en otros autores, me vi precisado a hacer de esta historia lo que Virgilio con la de Ennio, buscar las piedras preciosas entre el estiércol”.

Por lo que mira el espacio de su historia, Clavijero aclara: “No hago aquí mención de… las antigüedades de Michoacán, de Yucatán, de Guatemala y del Nuevo México, porque… no pertenecían al Imperio Mexicano cuya historia escribo. Hago mención… del reino de Colhuacán y de la República de Tlaxcala, porque sus acontecimientos tienen por lo común conexión con los de los mexicanos”. Se ocupa del problema de cómo y cuándo llegaron al Nuevo Mundo sus primeros pobladores, pero el lapso temporal de su historia no abarca realmente más de tres siglos, comprende apenas los pocos siglos del imperio mexica. La historia concluye con el relato de la rendición de Cuauhtémoc y con “la ruina de aquel imperio” en 1521. Los sujetos de la obra xaveriana son seres humanos individuales, y con mucha frecuencia heroicos. “El humanismo en la historia, que ya vimos anunciado desde Hernán Cortés, alcanza aquí su más plena expresión”.

Se repite con frecuencia que Clavijero es el primer historiador científico de estas latitudes. Seguramente la Historia antigua de México deja, desde sus páginas iniciales, el pálpito de que toda dimensión sobrenatural se ha desvanecido. Pero no es una historia que prescinda de la explicación providencialista. La mano de la Providencia aparece en muchos de los sucesos referidos. Las intromisiones de lo sobrenatural no impiden, en la mayoría de los casos, la acción de las causas naturales. A Clavijero le gusta entrar en explicaciones, en su mayoría irreligiosas, que no herejes. También le obsesiona la nitidez. Su método es justo; su estilo, claro.

No deja lugar a dudas lo patriótico de Clavijero y su nacionalismo de índole indigenista. En Aguirre Beltrán se lee: "Como Sigüenza, Alzate y algunos otros más, exalta al mexicano antiguo, no al indio contemporáneo que componía la plebe; mas, de cualquier modo, parece que su historia no es, en realidad, sino una emocionada argumentación destinada a fundar en el indio la nacionalidad mexicana”. Con Clavijero, las culturas prehispánicas dejan de ser trucos del diablo para convertirse en obras del hombre dignas de imitación como las culturas clásicas del antiguo continente. El melancólico jesuita se transforma en

Abogado del México indígena

aparte de defensor de América en su conjunto. Así parece demostrarlo la Historia y las Disertaciones, que aparecieron publicadas en italiano en Cesena, en 1780. Según Gonzalo Aguirre Beltrán, Clavijero, fiel creyente en la unidad del género humano y en la racionalidad del hombre, reivindica al indio “a torrentes en todas las páginas de la Historia Antigua. Las comparaciones constantes, reiterativas, con la antigüedad greco-romana le asignan a ese pasado indio naturaleza clásica. La defensa que hace del idioma náhua y la demostración de su capacidad para expresar las ideas más abstractas del pensamiento reflexivo eleva a los idiomas americanos a status de igualdad con los europeos; la cariñosa descripción de la cultura mexicana, del gobierno, de la policía, de la educación, las artes y la economía, es tan calurosa y tan bien conseguida que las formas de vida vernácula quedan como ejemplo a seguir. Clavijero proporciona así, al mexicano actual, una raíz clásica”.

Además de la abogadesca Historia antigua, el abate Clavijero, devoto como muchos mexicanos del siglo de las luces de la virgen de Guadalupe que estaba a punto de convertirse en símbolo de una nación, publicó, dos años después de su obra máxima, un libro corto sobre la imagen del Tepeyac, un Breve ragguaglio della prodigiosa e rinomata immagene della Madona de Guadalupe del Messico, impreso por Biasini en Cesena en 1782. También preparó otros muchos estudios en su afortunada soledad y doloroso destierro. En aquella plenitud de apartamiento y ocio pudo hacer varias obras. Aquí, para no incurrir en la pesadez plúmbea o en la longitud sin fin o en el cuento de nunca acabar, ya sólo comentaremos el libro del ex-jesuita en defensa de sus correligionarios.

En su destierro de Italia, Clavijero conoció a varios apóstoles que habían servido a los indios de California y a media docena de estudiosos sobre la región. Enteróse de las Noticias de la California, de Andrés Marcos Burriel pero no de las Noticias de la península americana de California, de un jesuita anónimo. Sí supo de los manuscritos de Miguel del Barco y Lucas Ventura. Por otra parte su obra, una vez escrita, fue revisada por dos de sus compañeros con experiencia en aquel rumbo. La Historia de California se divide en cuatro libros. El primero describe la naturaleza californiana y los estilos de vida de sus antiguos pobladores; el segundo trata de las “tentativas hechas por el conquistador Cortés y por otros muchos para descubrir California”, de la entrada de los jesuitas en aquel sacurrón y la hechura de misiones hasta la muerte del padre Kino en 1711. El libro tercero narra el origen de otras misiones, las vidas ejemplares de algunos catecúmenos y neófitos, la conjura de los pericúes y otras peripecias. El libro cuarto incluye el elogio de algunos hombres beneméritos de la California y el estado de aquella cristiandad en vísperas de la expulsión de los jesuitas.

Los cuatro libros constituyen la segunda obra clásica de Clavijero. La descripción de la naturaleza de California se hace muy seriamente con la mira puesta en su aprovechamiento. El análisis de los estilos de barbarie de pericúes, guaicuras y cochimíes les merece todo respeto a los actuales etnohistoriadores. La exposición de las distintas conductas de los misioneros en California, de misioneros de muy diferentes naciones y de varios equipos generacionales, es muy digna de lectura atenta no sólo para el historiador, también para todo jaez de científico. Es una obra hecha para pervivir, para mantener su encanto por mucho tiempo, para inmortalizar a Clavijero, para su conservación después del último achaque y la muerte física.

En 1783 asomó la enfermedad. A la pobreza se sumaron los dolores. Aunque, según Maneiro, “vivía feliz… con recursos apenas suficientes a las necesidades de la vida”, no parece haber recibido con igual felicidad que si con fortaleza, las punzaduras en la vesícula que habían de causarle la muerte. Con las famas de “varón sólidamente cristiano”, jamás movido por el deseo del lucro, siempre probo, “sincero y veraz por naturaleza y fidelísimo en la amistad”, murió el 2 de abril de 1787. Se le hicieron vistosos funerales. Las obras no impresas en vida del autor quedaron semiolvidadas. Sólo salió al público, dos años después de su muerte, la Historia de California, pero no la gramática y diccionario del idioma náhuatl recién editado con el nombre de Reglas de la lengua mexicana con un vocabulario, introducción y notas de Arthur Anderson y prefacio de Miguel León Portilla. Casi todos los manuscritos de Clavijero (cursos, cartas, estudios terminados y a medio hacer, apuntes) fueron a parar a la Biblioteca del Archigimnasio de Bolonia.

No estaba la atmósfera para ocuparse de erudiciones y pruebas de imprenta. Generalmente los escritores de nota cuando mueren pasan a un purgatorio de olvido de veinte o treinta años si bien va. Cuando todo va mal, ese purgatorio se prolonga. Clavijero murió en vísperas de grandes diluvios que lo borraron momentáneamente del recuerdo de los hombres. A raíz de su olvido se precipita la Revolución Francesa, causante de millonadas de muertos en Francia, y a poco andar, de no menos difuntos en el resto de las naciones europeas por culpa de la vigorosa propaganda de la Revolución hecha por un general breve, ventrudo, y de grandes bríos. Hasta en la Nueva España, la Revolución Francesa y las campañas napoleónicas tuvieron manifestaciones de intranquilidad.

La monarquía española se lio a golpes mortales con Francia e Inglaterra. Además, asustada con la revolución de los franceses, quiso apagar “las luces” que había contribuido a encender en los dóminos de América, pero la élite criolla de éstos ya no aceptó quedarse a oscuras. El refunfuño contra la metrópoli fue creciendo hasta punto de hervor. Las camadas del cura Hidalgo y del cura Morelos, las de los nacidos entre 1750 y 1764 y 1765 y 1780, las de los treintañeros y quinceañeros a la hora de la iracundia de los franceses, decidieron levantarse en armas a propósito de la invasión napoléonica a España, pero sin duda inspirados en ideas esparcidas por el abate Clavijero. Aquella lucha que duraría once luengos, heroicos, aguerridos, sangrantes, furibundos años, fue la obra postuma de Clavijero, el corolario de un discurso descaradamente mexicanista. A Francisco Xavier Clavijero le corresponde una larga letanía de virtudes patrióticas: modernizador de nuestra mentalidad, propagandista de la “libio sciendi”, padre del nacionalismo a la mexicana, promotor del culto al indio, abogado de América ante las calumnias de Europa, pionero de la historia crítica, rebelde contra las trácalas del poder, opuesto al lucro de los pocos, dique contra la epilepsia oratoria, y precursor de la lucha por la libertad de México.