Nueve aventuras de la bibliografía mexicana

Dos acuerdos comerciales de 1576 son acaso las primeras bibliografías mexicanas. Uno, el menos importante, se formuló el 21 de julio para legalizar una promesa de venta. El otro fue un pedido de libros, hecho el 22 de diciembre, por Alonso Losa, que registra el nombre de 248 obras, el precio y la clase de pasta de algunas, y ocasionalmente, el tamaño y el lugar de publicación. Los dos dan abreviados los títulos y no incluyen impresos mexicanos, ni sólo españoles. El segundo cita libros de Lyon, París, Roma y Amberes. Más de la mitad de las obras apuntadas son de carácter religioso. Entre las filosóficas, figuran varias de Aristóteles y el Cursus actium de fray Alonso de la Veracruz. No escasean las recopilaciones de leyes y los tratados de derecho. La historia está representada por trabajos de Salustio, Justino, Julio César, Josefo Flavio, Eusebio, Illescas, Zurita y Pedro de Salazar. Los poetas latinos, con Virgilio y Marcial a la cabeza, se citan más a menudo que los españoles Iñigo López de Mendoza y Jorge Manrique, Juan Boscán y Jorge de Montemayor. De las llamadas lecturas amenas, figuran la Tragicomedia de Calixto y Melibea, el Lazarillo de Tormes y la Diana. Marco Tulio Cicerón, el autor menos querido, es el más nombrado en el catálogo de Alonso Losa. Explica esta preferencia y aquella antipatía el hecho siguiente: las obras de Cicerón eran textos escolares.

El pedido de Losa delata la vida espiritual de los novohispanos cultos del último tercio del siglo XVI. No de los indios educados en las escuelas de los frailes, que sólo leían cartillas y catecismos impresos en México a partir de 1539. Tampoco de los conquistadores, afectos a romances y libros de caballerías. La clientela de Losa provenía de la Universidad, las órdenes religiosas y el grupo criollo que disfrutaba de la riqueza y el ocio ganados por sus padres, los conquistadores.

Otro catálogo similar fue una póliza de embarque, hecha en 1600, a nombre de Luis de Padilla. Comprende 678 cédulas bibliográficas. Algunas incluyen, aparte del autor y el título, la lengua en que la obra está escrita, el lugar y la fecha de edición y, a veces, hasta el nombre del editor. Se mencionan libros de todas las épocas y todos lo géneros: devocionarios, sermonarios, biblias, vidas de santos, guías de párrocos, tratados de exegética y panfletos contria la nueva herejía luterana y la terca infidelidad de los judíos; libros de filosofía clásica, escolástica, neoplatónica, ecléctica y, desde luego, cabalística que proponía la felicidad a bajo costo, mediante la concordancia de las pasiones humanas con las leyes del universo; libros de magia médica y adivinatoria, de matemática, astronomía e historia natural, y los inevitables tratados de agricultura, minería y milicia. La historia y las letras se llevan la mejor parte. El catálogo de Luis de Padilla apunta las mejores historias del pasado, desde la remotísima de Herodoto hasta la General de Indias de Francisco López de Gomara, y una discutible historia del futuro: “Profecías y revelaciones de Santa Brígida”. En cuanto a letras, se mencionan 29 obras de autores griegos, 32 de latinos, 27 de españoles y varias de italianos. Abundan las obras en verso y apenas se citan novelas picarescas y de caballerías.

Un propósito policial inspiró la nómina de 1600. Los inquisidores del Castillo de Triana, cerca del Guadalquivir, fueron sus promotores. El doctor Luciano de Negrón, arcediano y canónigo de la catedral de Sevilla, la revisó y puso al pie de ella: “Estos libros no son prohibidos y se pueden llevar a Indias”. Desde 1550, había dispuesto Carlos V hacer inventarios, que los inquisidores debían revisar, de las partidas de libros destinados a América e impedir el embarque de las obras incluidas en el “índice de la Inquisición”, pero se comenzó a cumplir con lo dispuesto bajo el reinado de Felipe II, el fiel cumplidor de los acuerdos tomados en el Concilio de Trento, en el que dominó el grupo español, partidario acérrimo de las restricciones intelectuales. También, desde 1556, estaba mandado revisar los libros que entraban por Veracruz, pero no se hizo antes del establecimiento de la Inquisición en México.

El doctor Pedro Moya de Contreras, experto cazador de herejes, se embarcó en Sevilla a finales de 1570; estuvo a punto de perecer durante la travesía del Atlántico; desembarcó en Veracruz a mediados de 1571, y poco después, ya en México, fundó el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. En seguida mandó a las personas que recibiesen embarques de material impreso, hacer “declaraciones o listas para que la Inquisición practicase un escrutinio”. Al comisario inquisitorial Veracruz le ordenó tomar nota de los libros que trajesen consigo los pasajeros y mandar a México, en paquete sellado con las insignias del Santo Oficio, los de tema religioso, donde los otros funcionarios, tras de revisarlos, entregarían los legibles a sus dueños. Las notas tomadas por los comisarios de Veracruz son bibliografías minúsculas. Una de 1576 consigna tres títulos (Teatro del mundo, Selva de Aventuras y Amadís), un nombre de autor (“Fray Luis de Granada”), y la denominación de un género literario (“y varias de caballerías”).

Como si no bastara con estas precauciones, la Inquisición, de vez en cuando, obligaba a los libreros y a los dueños de bibliotecas a suministrar inventarios de sus existencias. En el siglo XVII, hicieron memoria escrita de las obras que vendían: Simón Toro (1634), Juan de Rivera (1655, 1660), Agustín de Santiesteban y Francisco Lupercio (1655), Paula de Benavides, la viuda de Bernardo Calderón (1655, 1661) y otros muchos. Son las mejores la de Santiesteban y Lupercio, y las segundas de Juan de Rivera y Paula de Benavides. De los catálogos de bibliotecas sólo quiero mencionar uno.

El albañil Melchor Pérez de Soto fue acusado ante la Inquisición de practicar la astrología judiciaria. La mujer del reo declaró durante el proceso que su marido “todo su ajuar lo tenía en libros”. Los inquisidores hicieron un minucioso inventario del ajuar del albañil, quien guardaba en arcones y baúles “1502 cuerpos de libros de diferentes autores en latín y en romance”, los cuales cubrían todas las facultades y ciencias, con notable excepción de la jurisprudencia. El catálogo apunta muchos libros de caballerías, muchísimos de astrología y varios de arquitectura, geografía e historia.

Estos inventarios de librerías y bibliotecas se prestan para deleites eruditos. Por ejemplo, sugieren la siguiente lista de autores best-sellers en la Nueva España durante el siglo XVII. En primer término: Marco Tulio Cicerón, fray Luis de Granada y el terrorista Juan Eusebio Nieremberg; en segundo término: Antonio de Nebrija, Lope de Vega, Martín de Azpilcueta, Santo Tomás de Aquino, Aristóteles, Miguel de Cervantes, Virgilio, Luis de Miranda, Francisco de Quevedo, Pedro de Rivadeneira, Ovidio, Manuel Rodríguez, Domingo de Soto, Roberto Belarmino, Cristóbal de Fonseca y Juan de Palafox y Mendoza; en tercer término: San Agustín, Juan de Avila, Juan Duns Escoto, Ambrosio Calepinus, Antonio de Guevara, Baltasar Gracián, Francisco Suárez, Salustio, Plinio, Terencio, Bartolomé de Medina, Juan Pérez de Montalbán y Antonio de León Pinelo.

Este último, “padre de la bibliografía americanista”, en la parte “occidental” de su Epítome de la biblioteca oriental y occidental, publicada en 1629, menciona, en las tres primeras secciones de esa parte, las historias generales de América; en la cuarta, las “historias de la Nueva España”; en la quinta, las “historias del Nuevo México”, y en las doce últimas, libros que interesan a todas las regiones y varios aspectos de la América Hispánica. La obra de León Pinelo revela, en suma, la vasta literatura a que dio pie la invención de América. Con todo, su catálogo es muy deficiente. Andrés González Barcia se propuso completarlo. Entre 1737 y 1738, dio a luz una segunda versión del Epítome, con muchos nuevos títulos, noticias bibliográficas y errores.

Nicolás Antonio, encargado de inventariar toda la producción libresca del mundo hispánico, agregó muy poco, en su Bibliotheca hispana y en lo tocante a América, a lo dicho por Pinelo. También produjo este juicio sobre el Nuevo Mundo:

No es sino para hombres que quieren ir a sepultarse en un olvido de todo lo virtuoso y precioso de Europa, teniendo por precioso solamente y por virtuoso el oro que da aquella tierra. [A América le falta] la comunicación de los literatos y el manejo de las obras de entendimiento.

Antonio muere en 1684. La primera parte de su vasto catálogo, la Bibliotheca hispana vetus, queda en borrador. Sus herederos entregan el borrador al cardenal José Sáenz de Aguirre. El cardenal ordena a su bibliotecario, el abate Manuel Martí, especialista en antigüedades e inscripciones romanas, arreglar e imprimir el texto de Antonio. Manuel Martí, además de cumplir con ese encargo, deplora, como Nicolás Antonio, la incultura americana. En su Epistolario, libro 7, carta 16, consta este consejo dado al joven Antonio Carrillo, que quería venir a América.

A dónde volverás los ojos en medio de tan horrenda soledad como la que en punto a letras reina entre los indios? ¿Encontrarás, por ventura, no diré maestros que te instruyan, pero ni siquiera estudiantes? ¿Te será dado tratar con alguien, no ya que sepa alguna cosa, sino que se muestre deseoso de saberla —o para expresarme con mayor claridad—, que no mire con aversión el cultivo de las letras? ¿Qué libros consultarás? ¿Qué bibliotecas tendrás posibilidad de frecuentar? Buscar allá cosas tales, tanto valdría como querer trasquilar un asno u ordeñar un macho cabrío.

A la vindicación de América, injuriada por Antonio y por Martí, consagró don Juan José de Eguiara y Eguren el último tercio de su vida. Antes se había labrado nueve famas. La de piadoso la ganó desde niño. Su confesor, en el colegio de San Ildefonso, celebró la pureza de su alma, “su abstracción de los juegos, aun de los pueriles, su retiro de malos compañeros y su frecuencia de los sacramentos. Desde entonces también se acostumbró a tener los ejercicios espirituales de San Ignacio”. Posteriormente dio en “el uso de los silicios de alambre que se ceñía y con que se lastimaba hasta teñirlos en sangre”. En el colegio Máximo de San Pedro y San Pablo estudió filosofía, y pasó de allí, con fama de filósofo, a la Real y Pontificia Universidad, donde adquirió las de matemático, canonista y teólogo, juntamente con los grados de licenciado y doctor en teología. La fama de catedrático la adquirió desde 1713, en que comenzó a ser sustituto de retórica, prima de teología y prima de sagrada escritura. En 1723 obtuvo por oposición la cátedra de vísperas de filosofía, y un año más tarde, la de vísperas de teología, que dejó catorce años después al obtener la prima de teología”. El prestigio de “elegantísimo historiador” lo obtuvo con su Vida del padre don Pedro de Arellano y Sosa. La fama de limosnero pudo conquistarla gracias al caudal que heredó de sus padres y las rentas de sus múltiples empleos, “cuyo importe distribuía en limosnas, manteniendo algunas doncellas en conventos y fuera algunas familias, aparte de lo que diariamente repartía, por mano ajena, a los mendigos”.

En 1729, se le llamó “pasmo de los predicadores”. “Predicó tanto —escribe el padre Vallarta— que llegaron a ser cosa de cuatrocientos sus sermones morales en las dominicas, y a componer 28 tomos en cuarto de varios que predicó, sin otros, que dijo por apuntamientos. En las plazas, calles, esquinas, hacía pláticas de doctrina cristiana al campo árido de la plebe ignorante”. Los sermones que se llamaron El embiado como todos y embiado como ninguno, Los reverendos luminosos de la sombra, La nada contrapuesta en las balanzas de Dios al aparente cargado peso de los hombres. En el camino y en el término: el término de la santidad y la santidad sin término, son algunos de los muchísimos que movieron la curiosidad de un vasto público devoto de las adivinanzas. Para mantener y acrecentar su prestigio de orador sagrado, Eguiara frecuentaba los buenos escritores. En 1736 dio con las epístolas de don Manuel Martí. Al llegar a la decimosexta, hizo el propósito de refutar al autor, y, de paso, a otros que lo habían precedido en el uso de la pluma contra América. El argumento escogido fue una bibliografía. Eguiara lo dice así:

Mientras… dábamos remate a la carta de Martí, ocurriósenos la idea de consagrar nuestro esfuerzo a la composición de una Biblioteca Mexicana, en que nos fuese dado vindicar de injuria tan tremenda y atroz a nuestra patria y a nuestro pueblo, y demostrar que la infamante nota con que se ha pretendido marcarnos, es, para decirlo en términos comedidos y prudentes, hija tan sólo de la ignorancia más supina.

Para la confección de su obra, Eguiara hubo de registrar muchas bibliotecas; establecer “comercio literario” con los doctos, y además, nutrirse en las “Noticias de Escritores de la Nueva España”, de Andrés de Arce y Miranda, en el “Catálogo y noticia de los escritores de la orden de San Francisco, de la provincia de Guatemala” y en el “de los escritores angelopolitanos”, de Diego Bermúdez de Castro. Del cuidado puesto por Eguira en su catálogo da idea el hecho de haber traído de España, en 1744, una imprenta destinada especialmente a publicarlo.

De la Biblioteca Mexicana sólo se imprimió el tomo primero en 1755 y quedaron cuatro inéditos que ahora forman parte de la colección García, en la biblioteca de la Universidad de Texas. Al frente de ella, le puso Eguiara un amplio prólogo, dividido en 20 capítulos, donde denuncia sus propósitos y bosqueja la historia de la cultura mexicana desde los tiempos prehispánicos. Del prólogo se desprenden cuatro tesis: 1) el talento de los mexicanos, incluso el de los indios, es igual al de los europeos; 2) la cultura mexicana es distinta a la española; 3) el genio de México no ha dado aún obras de validez universal, por los obstáculos opuestos a su desarrollo; 4) cuando se remuevan esas trabas, el talento de los mexicanos deslumbrará al mundo.

En el catálogo biobibliográfico se aducen las pruebas de las tesis del prólogo. Se entregan alrededor de mil artículos. Cada artículo comprende la biografía encomiástica de un escritor y el catálogo de sus obras. Los escritores están colocados por orden alfabético de nombres de pila. El tomo impreso alcanza hasta la letra C. Lo inédito abarca desde el nombre de Damianus Delgado hasta el de Joannes Ugarte. Como Eguiara quería enterar a todas las academias de Europa de los logros de la cultura en América, escogió el latín para darlos a conocer. Todos los títulos de las obras fueron traducidos al latín y muchos se desfiguraron por completo. Por otra parte, renunció a elaborar un catálogo que abarcara toda América por carecer de medios de información. Tuvo que reducirse a “los varones eruditos nacidos en la América Septentrional y a los nacidos en otros lugares que pertenecen a ella por su residencia y estudios”. Esto no quiere decir que haya incluido en su Biblioteca a los autores de las colonias inglesas del norte. Para Eguiara, Norteamérica era México, cuyos límites extendía, por el sur, hasta Venezuela, inclusive.

Mientras elaboraba la Biblioteca Mexicana, Eguiara fue exaltado a la rectoría de la Universidad y propuesto para obispo de Yucatán. Este nombramiento no lo aceptó por causa del trabajo que traía entre manos y su salud achacosa. Con todo, siguió trabajando en mil cosas: compilación de la bibliografía, prólogos para libros de autores noveles, sermones, disertaciones teológicas, etc. Murió el 29 de enero de 1763, a los 67 años de edad. La Universidad celebró unas solemnes exequias en su honor. Su figura física ha quedado perpetuada en dos retratos. En el ejecutado por las monjas capuchinas, sostiene una azucena; en el otro, un libro.

Después del abate Martí, otros sabios, ya no sólo españoles, reinventan la tesis de la inferioridad del Nuevo Mundo. Buffon declara inmaduros a la flora, la fauna y el hombre americanos. Raynal dictamina que América es, al mismo tiempo, inmadura y decrépita. Cornelio de Pauw sentencia: “Es, sin lugar a duda, un espectáculo grandioso y terrible el ver una mitad de este globo [la americana], a tal punto descuidada por la naturaleza, que todo es en ella degenerado y monstruoso”.

Después de Eguiara, otros novohispanos dan combate a la sabiduría europea. A esa lucha concurre el padre Márquez con una vindicación de las antigüedades mexicanas y esta sentencia:

El verdadero filósofo sabe que cualquier pueblo puede llegar a ser tan culto como el que crea serlo en mayor grado. Con respecto a la cultura, la verdadera filosofía no reconoce incapacidad en hombre alguno, o porque haya nacido blanco o negro, o porque haya sido educado en los polos o en la zona tórrida. Dada la conveniente instrucción, en todo clima el hombre es capaz de todo.

El padre Clavijero elabora dos listas de escritores americanos, un arma en varios volúmenes, la Historia Antigua de México, escrita, según sus palabras, “para reponer en su esplendor a la verdad ofuscada por una turba increíble de escritores modernos sobre América”.

La autodeterminación de México fue el ideal del grupo criollo educado por Márquez, Clavijero y demás “ilustrados” del siglo XVIII. Esos criollos, que además de sobrestimar el ser y las posibilidades de México, aborrecían y despreciaban a España, no podían ver con buenos ojos que aquél dependiera de ésta. En la lucha por la independencia se siguieron varios caminos: el de las argucias legales, utilizado en 1808, fue obstruido por los gachupines que acaudilló Gabriel de Yermo; el de las armas condujo al martirio de Hidalgo, Morelos y grandes masas de hombres; el que razonó la madurez cultural de México fue el practicado por José Mariano Beristáin y Souza, quien se propuso convencer a la metrópoli, por medio de una bibliografía, que la rama cultural novohispana era ya, por lo menos, igual al tronco de la cultura española y que, en esas condiciones, la supeditación de la Nueva España a la Vieja iba contra el orden natural.

Beristáin nace rico y noble, en Puebla de los Ángeles, en 1756. La fama de niño aplicado le granjea la simpatía de sus maestros. Después de graduarse bachiller en filosofía, el obispo de Puebla, don Francisco Fabián y Fuero, al ser promovido al arzobispado de Valencia, se lo lleva en su séquito. En España concluye sus estudios “con general aplauso”. Siendo profesor de instituciones teológicas en la Universidad de Valladolid, inicia su carrera de adulador sin tasa ni medida. Su primer premio fue la canongía lectoral de la Colegiata de Victoria. En 1788, en busca de otros, predica en las honras fúnebres consagradas a Carlos III y escribe e imprime una obrita para ensalzar a Carlos IV. Al darse cuenta que el verdadero monarca es don Manuel Godoy, el favorito del rey y de la reina, con las palabras mismas de la Biblia, lo colma de elogios. La Inquisición considera que ha abusado de la Sagrada Escritura y lo llama a cuentas. El ministro Godoy lo salva del aprieto, dándole una canongía en la Nueva España.

De vuelta en su patria, Beristáin se hizo notar por sus dotes de predicador. En 1797, le dedicó al virrey un Sermón de gracias en la colocación de la estatua ecuestre de Carlos IV. Entonces dijo: prefiero “el concepto de amante y reconocido a mi rey, al ilustre y decoroso de orador”; pero agregó estas palabras equívocas:

Aquí estás tú, México, con un trono de corazones preparado para tus príncipes. ¡Ah! Tú, que a tan inmensa distancia y por espacio de tres siglos has consagrado tus frutos, tus tesoros, el honor y la vida de tus hijos al culto, al servicio y al obsequio de unos reyes que no has conocido sino por su imagen, ¡qué excesos no harías para recibir en tus puertos, conducir a esta capital y colocar en tu palacio sus personas! Temblad naciones todas del universo, y temed ese día como la época de vuestra humillación y miseria… México tiene no sólo palacio para su príncipe, sino para sus cortesanos; casas, posesiones y riquezas para los doce millones de españoles que entonces vendrían en seguimiento de su príncipe.

Beristáin llegó a consentir en dos sueños: hacer de la Nueva España la metrópoli del imperio español y trasladar la sede pontificia de Roma a Guadalupe. Creía que la grandeza romana fue recibida en herencia por España y que ésta, durante tres siglos, la había ido cediendo a México, quien ya se encontraba, a principios del siglo XIX, en posibilidad de autodeterminarse y determinar la vida de otros países. Muchos novohispanos estaban convencidos de la madurez de su patria, pero los europeos tenían aún la idea “mezquina y confusa de la ilustración de los españoles americanos”. “Pasma a la verdad la general ignorancia —escribe Beristáin— que de las cosas de América, y especialmente de su cultura literaria, se ha tenido en Europa”. Para convencerla de que México podía ser independiente, planteó, desde su época de Valencia, la redacción de una biobibliografía. Empezó a trabajar desde 1790, cuando obtuvo “una canongía de la metropolitana de México”.

Desde entonces —cuenta Beristáin— mi primer cuidado fue solicitar los manuscritos que Eguiara pudiera haber dejado para continuar su Biblioteca; y al cabo de algún tiempo, sólo pude hallar en la librería de la Iglesia de México cuatro cuadernos en borrador, que avanzaban hasta la letra J, de los nombres de los escritores… Desesperanzado, pues, el año 96, de hallar manuscrita la continuación de la Biblioteca Mexicana, resolví emprender la formación de ésta mía bajo otro plan y método que la de Eguiara; y registré par ello todas las historias de América, todas las crónicas generales de las órdenes religiosas y las particulares de las provincias, de la Nueva España y distritos de los arzobispados sufragáneos de Santo Domingo, México y Guatemala, porque mis fuerzas no me permitían extenderme a la América Meridional: vi todas las bibliotecas impresas y manuscritas de dichas órdenes y las seculares de don Nicolás Antonio, Antonio León Pinelo, Matamoros y otros. Visité y examiné por mí mismo las librerías todas de México, que pasan de diez y seis, y las de San Angel, San Joaquín, Tezcoco, Tacuba, Churubusco, San Agustín de las Cuevas, Tepozotlán y Querétaro, encargando igual diligencia a algunos amigos de las ciudades de Puebla, Valladolid y Guadalajara. Además, adquirí noticias auténticas de lo que podían encerrar los archivos, aunque éstos no se me franquearon, por afectados misterios y escrupulosidad impertinentes.

En 1809, estaba a punto de concluir su mamotreto y el Diario de México comentó:

¡Con cuánta admiración no verá la Europa publicar esta exquisita y magnífica obra!… Acaso parecerá increíble a Europa… [pero lo cierto es que pasan] de cuatro mil los escritores que ha tenido esta Nueva España.

Aquel año, Beristáin era todavía bien visto por todos los criollos. El anterior había tomado partido en favor de una intentona de independencia. Fue entonces perseguido. En adelante, sobre todo después de 1810, prefirió la comodidad al prestigio de mártir. En sus Diálogos patrióticos, publicados en México y reimpresos en Lima, Guatemala y Cádiz, injurió a los insurgentes. Uno de éstos, en el Ilustrador Americano, repuso:

Si Ud. fuese un hombre infeliz y desgraciado, a quien su oscura suerte le obligara a adular a ese Venegas, vaya, paciencia, prostitución sería; pero prostitución sufrible y tolerable; mas, ¿quién verá sin asco que Ud., sólo a impulso de su genio maligno, escriba contra una causa propia, justa y santísima, y de cuyas razones se halla Ud. últimamente convencido? Sí convencido y convencidísimo hasta la evidencia. ¿Podrá usted olvidarse de la conversación que tuvimos en casa del chocho maestre escuela Gamboa sobre estos asuntos, en la que se atrevió Ud. a decirnos que era innegable la justificación de los insurgentes…?

Entonces Beristáin dio un aparente viraje. En un sermón, predicado en la catedral, colmó de elogios a la constitución liberal de Cádiz. Pero cuando se supo, en 1814, que el rey no la había querido jurar, predicó un sermón enteramente contrario que comenzaba. “No pegó el arbitrio tomado por los liberales para destruir el trono y el altar, dictando la constitución…”, palabras que sirvieron de tema a un versificador para componer la siguiente décima:

De “no pega” fue el sermón.

Si sermón puede decirse.

Hablar hasta prostituirse

Por la vil adulación.

Ayer la constitución

Cual sagrado libro alega

Y apenas Fernando llega.

Cuando ese libro sagrado

Es un código malvado.

¡Vaya: que eso si no pega!

El Domingo de Ramos de 1815, en un sermón contra los insurgentes, produjo un magnífico argumento en favor de la insurgencia: sufrió un ataque de apoplejía que lo derribó en el pulpito, de donde le bajaron con medio cuerpo paralizado. Los independentistas vieron un castigo de Dios en el accidente del doctor Beristáin. Este, apenas rehecho, retomó el trabajo de la Biblioteca. En 1816 publicó el prólogo, donde se lee:

Acaben de desengañarse a la vista de esta Biblioteca de que sin embargo de la distancia que separa esta parte de América de la Europa culta y a pesar de lo delicioso de estos climas, que según ellos dicen, inclinan al vicio, o a la molicie y a la ociosidad, a pesar en fin de la escasez de las imprentas y de la suma carestía del papel, en la Nueva España se estudia, se escribe y se imprimen obras de todas las ciencias.

Beristáin llevaba impresas 184 páginas del primer tomo de la Biblioteca cuando murió, el 23 de marzo de 1817, antes de amanecer. Su sobrino, José Rafael Enríquez Trespalacios Beristáin, prosiguió la impresión de mala gana. Como se publicaba por suscripción, los suscriptores exigieron que no quedara trunca. Con todo, Trespalacios redujo la tirada de los dos últimos tomos y dejó sin imprimir los 485 anónimos y los índices.

La Biblioteca Hispanoamericana Septentrional fue, por mucho tiempo, el único diccionario biográfico y bibliográfico con que contó la erudición mexicana. Todavía se aplaude el que haya preferido el idioma español al latín y que pusiera a los escritores según el orden alfabético de los apellidos. No se le perdona, en cambio, que altere, compendie y reconstruya los títulos de las obras. La colección de semblanzas biográficas, la parte más celebrada de la Biblioteca, cumple, como las otras, con los propósitos del autor: ensalzar la cultura mexicana mediante el elogio de los escritores mexicanos. Para conseguir esto, se limitó a copiar de las portadas de los libros los títulos, oficios, cargos y autoelogios de los autores.

El romanticismo y la discordia civil, que siguieron a la revolución de independencia, propiciaron inventarios de lágrimas, pero no de libros. Las pocas bibliografías del periodo santánico fueron simples retoques a la Biblioteca Hispanoamericana. Exceptúo los catálogos de tres imprentas mexicanas: la de don Ignacio Cumplido, hecho en 1836; la de Rafael y Balart, de 1847, y la de don José María Lara, de 1855. Según Genaro Estrada, “estos tres catálogos forman reunidos una base indispensable para el estudio de la imprenta en México durante el siglo XIX y especialmente del periodo romántico”.

Félix Osores, primer adicionador de Beristáin, fue sucesivamente catedrático de latín, filosofía y teología en el colegio de San Ildefonso; doctor en teología; catedrático de cánones en el colegio de San Ignacio de Puebla; párroco de varios pueblos; diputado a las Cortes de España en 1814 y 1820, al Congreso Mexicano en 1822-1823 y al Congreso Constituyente en 1824. El doctor Osores redactó sus adiciones a la Biblioteca de Beristáin en 1827. En el prólogo de su trabajo recomienda clasificar la bibliografía por temas. Ofrece, además, una lista de impresores mexicanos, “harto incompleta y defectuosa”. Las adiciones apenas llegan a 128. Más importantes que ellas son, sin duda, las Noticias bio-bibliográficas de alumnos distinguidos del colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso de México, compiladas también por el doctor Osores y dispuestas por orden alfabético de biografiados. La omisión de índices es uno de sus pecados veniales; mortal es su falta de novedad. Casi todas las Noticias reconocen como única fuente la Biblioteca de Beristáin.

A don Francisco Xavier de la Peña, escritor angelopolitano, a quien llamaban El Cochino Erudito, se debe un estudio biobibliográfico titulado Breve noticia de la Biblioteca Hispanoamericana Septentrional y apología de su autor el señor doctor D. J. Mariano Beristáin, publicado en México, en 1842. El mismo año, El siglo XIX dio a conocer el prospecto de un reedición de la obra magna de Beristáin que preparaba el padre don Juan Evangelista Guadalajara. En 1849, el periódico La castalia emprendió la publicación de un compendio.

Otro retocador de Beristáin fue don Fernando Ramírez (1804-1871). Con el título de Las adiciones y correcciones que a su falleciminto dejó manuscritas y son las que cita con el nombre de "Suplemento" o “Adición" en las apostillas que puso a su ejemplar de la Biblioteca Hispano-Americana, don Victoriano Agüeros y don Nicolás León publicaron la obra bibliográfica más conocida de Ramírez. Se citan en ella algunos libros olvidados por Beristáin, y se describen varios manuscritos coloniales. Ramírez fue también autor de un “Catálogo de libros impresos en México durante el siglo XVI”, de 258 páginas. Ramírez, en la política, recorrió muchos cargos antes de ser ministro de relaciones exteriores; en la milicia, llegó a jefe superior de la nacional; como lector, leyó todos los libros de sus dos bibliotecas; en la arqueología, “estableció los fundamentos de la interpretación jeroglífica de nuestros códices”; como historiador, produjo varios trabajos de mérito, sin haber escrito ninguno fundamental; en la bibliografía, jamás puso entusiasmo. Ni Osores ni Ramírez son comparables a aquellos eruditos románticos de Europa, que llevados por su amor al buen salvaje, se nos metieron en México.

La fiebre americanista del romanticismo europeo produjo, entre otras cosas, la larga estancia entre nosotros de Joseph Marius Alexis Aubin, asiduo coleccionador de códices, mapas y documentos del antiguo México que se llevó con él, y otro mexicanista, el librero Eugène Boban, catalogó en tres tomos en folio; los delitos bibliográficos de Henry Ternaux-Compans, autor de la Bibliothèque Américaine ou catalogue des ouvrages relatives à l’Amérique qui ont paru dépuis sa découverte jusqu’ à l’an 1700 (París, 1837); el equipaje con el que salió de México Charles Etiénne Brasseur de Bourgourg, catalogado con el título de Bibliothèque Mexico-Guatémalienne y puesto a la venta en París en 1871; la magnífica y lujosa Bibliotheca americana Vetustissima, de Henry Harrisse; The literature of American aboriginal language, de Hermán Emst Ludewig, y los magníficos enredos y robos del padre Fischer.

Agustín Fischer nació en Ludswigsburg el 14 de junio de 1825. Fue sucesivamente buscador de oro en California, colono, pasante de abogado, pastor protestante, converso al catolicismo, presbítero, limosnero del emperador Maximiliano y traficante de libros. Con malas artes consiguió formar una extraordinaria biblioteca de su propiedad y llevarse la reunida, en cuarenta años, por don José María Andrade, librero, editor y bibliófilo. Maximiliano compró la colección de Andrade en 1865 para formar la Biblioteca Imperial de México, que el padre Fischer, al desplomarse el Segundo Imperio, empacó en más de doscientas cajas, hizo transportar a lomo de mulas a Veracruz, donde fue embarcada para Europa, y allá catalogada y puesta en almoneda pública en Leipzig, en 1869. Los siete mil volúmenes que la constituían produjeron unos 16,652 pesos. “El muy importante catálogo de este remate —escribe Genaro Estrada— comprende 21 divisiones de las cuales era especialmente nutrida y atractiva la parte referente a México”.

Una porción de la biblioteca personal del padre Fischer, anunciada en un catálogo que lleva el nombre de Bibliotheca Mexicana: catalogue d' une collection de livres rares (principalment sur l’histoire et la linguistique) réuni au Mexique, fue vendida en París, a partir de 1868. Con el resto hizo otro catálogo; los 2,963 libros mencionados en él, los remató en Londres, desde mayo de 1869, la casa Puttick y Simpson, establecida en el número 47 de Leicester Square.

Da idea del modo como el padre Fischer se hizo de esos libros, y de su eficacia como comerciante, una anécdota relatada por don Nicolás León. Don Basilio Pérez Gallardo, al intervenir, por orden del gobierno, en 1861, las oficinas de la catedral metropolitana, tomó para sí la documentación relativa a los concilios eclesiásticos mexicanos, que luego vendió al padre Fischer en 300 ó 400 pesos, el cual, a su vez, ofreció restituirlos a la Iglesia a cambio de una cantidad varias veces superior a la que él había dado por ellos. Como la Sagrada Mitra se negara a recompensarlo, se quedó con los manuscritos que, años después, compró el historiador Bancroft.

Al amparo de la tolerancia liberal, el padre Fischer regresa a México; reanuda su amistad con los grandes bibliógrafos y bibliófilos mexicanos; induce a Manuel Fernández a poner en venta la biblioteca mexicanista reunida por Alfredo Chavero; consigue el nombramiento de cura de San Antonio de las Huertas; difunde la noticia de estar trabajando asiduamente en la redacción de una bibliografía mexicana del siglo XVII; obtiene a crédito la fama de gran bibliógrafo, y cuando siente la cercanía del fin, llama al padre Vicente de P. Andrade, le saca la promesa de proseguir con la bibliografía del XVII y muere el 18 de julio de 1887. El librero don José María de Agreda y Sánchez celebró su muerte con estas palabras; Fue “una verdadera calamidad para nuestra historia y nuestra literatura patria”. En abono del padre Fischer puede decirse que pecó en arca abierta.

El liberalismo mexicano les negó positividad a los antecedentes históricos de México. En vez de considerarlos “como base indispensable de cualquier cambio, como sucede en general en todos los pueblos”, trató de “removerlos radicalmente para lanzarse por una vía del todo nueva”. “Queremos romper —decía Julio Zárate— con las tradiciones que nos legara un pasado de inmensos errores y de imperdonables locuras”. La malquerencia del pasado explica la indulgencia con que los liberales en el poder vieron la emigración de los libros mexicanos que lo testimoniaban.

El partido conservador disentía del liberal en muchas cosas. Una de las mayores causas del distanciamiento entre ambos fue la época colonial. Este la deploraba; aquél la ensalzaba. Mientras la defensa conservadora quiso extinguir el odio contra la obra de España en México a fuerza de ditirambos, fracasó. Cuando sustituyó la táctica de los adjetivos por la de la objetividad histórica, obtuvo una victoria definitiva. El aplicador de la nueva táctica fue don Joaquín García Icazbalceta; el arma esgrimida, la Bibliografía Mexicana del siglo XVI.

García Icazbalceta nace en la ciudad de México en 1825. El decreto de expulsión de los españoles obliga a su familia a trasladarse a España, en 1829. Allá, el niño Joaquín prefigura al erudito don Joaquín. A los diez años de edad escribe un pequeño libro de viaje, con prólogo, notas y apéndice. Al cumplir los once años, vuelve a México. Su padre quiere convertirlo en un próspero comerciante; él se empeña en ser escritor y políglota. En 1841 edita un pequeño periódico, El Ruiseñor. Luego se aplica al estudio del inglés, latín, francés e italiano. Su conocimiento del inglés lo pone a prueba al traducir la Historia de la Conquista del Perú, de William Prescott.

En 1850, García Icazbalceta toma decisiones importantes. Se propone ser el impresor de sus propios libros, e instala una imprenta; aspira a tener en su propia casa las fuentes de sus investigaciones y comienza a forma una magnífica biblioteca; elige el camino de la erudición, y se deja de adjetivos e interpretaciones históricas. Le escribe a José Fernando Ramírez:

Como estoy persuadido que la mayor desgracia que puede sucederle a un hombre es errar su vocación, procuré acertar la mía, y hallé que no era la de escribir nada nuevo, sino compilar materiales para que otros lo hicieran; es decir, allanar el camino para que marche con más rapidez y menos estorbos el ingenio a quien esté reservada la gloria de escribir la historia de nuestro país. Humilde como es mi destino de peón me conformo con él, no aspiro a más; quiero sí, desempeñarlo como corresponde, y para ello sólo cuento con tres ventajas; paciencia, perseverancia y juventud.

Antes de darse por entero a la tarea de peón de la historia colonial, escribe un devocionario, 54 biografías breves de hombres de la colonia, un ensayo sobre los historiadores de México y otro sobre la tipografía mexicana. En 1858 empieza a publicar la Colección de Documentos para la historia de México. Vienen en seguida las faenas propiamente bibliográficas. Apuntes para un catálogo de escritores en lenguas indígenas de América, opúsculo del que se tiraron 60 ejemplares, fue la primera bibliografía hecha por Icazbalceta. Cada cédula comprende el nombre del autor, el título de la obra, el nombre de la persona a quien se dedicó, el lugar y al fecha de impresión. Las cédulas se reparten en tres grupos: libros que se encuentran en la biblioteca del autor, libros que no se hallan en la biblioteca del autor y libros que fueron vistos después de haber expirado el plazo que se había impuesto el autor para componer sus Apuntes.

Desde 1556 comienza a reunir materiales para la bibliografía del siglo XVI; la primera parte debía comprender las obras impresas en México en aquel siglo, y la segunda, los trabajos publicados fuera, pero hechos en la Nueva España o relativos a ella. En este plan, Icazbalceta trabaja durante cuatro décadas. La mayor parte del año se levanta a las cinco de la mañana, y después de un desayuno frugal, estudia hasta el mediodía. De las doce a las cuatro atiende el negocio de sus haciendas; luego come, descansa un momento y entra de nuevo a la biblioteca para compartir con sus amigos. El invierno suele pasarlo en alguna de sus haciendas azucareras, Santa Clara o Tenango, en la tierra caliente de Morelos.

Yo no puedo vivir —escribe— sin sol: un día nublado me abate; el frío me entristece, y con ser el de México intenso, me echa de allí a refugiarme en estas tierras que llaman calientes y que no lo son… El “dulce juego” alimenta a mi familia hace más de siglo y medio, por lo cual hay que verlo con respeto y atención… es mi modus vivendi… y el que da para calaveradas literarias.

Don Joaquín era hombre rico, áspero, escrupuloso y conservador. Buena parte de su riqueza la gastó en la compra de los libros que iba a describir en su bibliografía. Su aspereza le acarreó el mote de “El Tigre” y le retiró muchos impertinentes en las horas de estudio. Era escrupuloso en la manera de vestir, en el modo de hablar, en el acopio de fuentes, a la hora de manuscribir y aun de imprimir y encuadernar sus libros. Su credo conservador se vislumbra en el tema de sus trabajos; cuando confesaba “que él no pertenecía a la sociedad presente”; en el adjetivo “terrible” que antepuso a la Reforma y el efecto desprestigiante que le achacó, y por último, en estas palabras; “Confesemos con noble franqueza nuestra inferioridad respecto de las viejas naciones de Europa”.

Don Fray Juan de Zumárraga, en 1881, y cinco años más tarde, la Bibliografía mexicana del siglo XVI, fueron dos combates en favor de la tesis colonialista conservadora, pero tan bien hechos, es decir, documentados, que hicieron retroceder la doctrina liberal anticolonialista. Todavía más: una omisión en el libro sobre Zumárraga le conquistó al autor la sumisión incondicional de los liberales, sin gran menoscabo del apoyo de los conservadores. Icazbalceta dejó de mencionar las apariciones guadalupanas, y aclaró después: “En mi juventud creía, como todos los mexicanos, en la verdad del milagro: no recuerdo de dónde me vinieron las dudas, y para quitármelas acudí a las apologías; éstas convirtieron mis dudas en la certeza de la falsedad del hecho”.

La Bibliografía mexicana del siglo XVI conoce desde su publicación los aplausos de ambos bandos. Se ocupa de ciento dieciséis obras impresas en México entre 1539 y 1600. De cada una ofrece una descripción bibliográfica, exacta y minuciosa, comentarios sobre el contenido, apuntes biográficos acerca del autor, transcripciones de textos y el facsímil fotolitográfico y fototipográfico de la portada. Para don Marcelino Menéndez y Pelayo, “en su línea es obra de las más perfectas y excelentes que posee nación alguna”; “un monumento en su clase”, según don José Toribio Medina.

Icazbalceta desistió de hacer la segunda parte de su bibliografía. “El que la emprenda y lleve a cabo —dijo— hará un gran servicio a las letras y a la patria”. El prefirió emprender una Nueva colección de documentos para la historia de México que consta de cinco volúmenes publicados entre 1889 y 1892, y proseguir un Vocabulario de mexicanismos, comprobado con exemplos y comparado con los de otros países hispanoamericanos.

Mato ahora el tiempo —escribe al final de su vida— en ordenar materiales para un “vocabulario hispano-mexicano”: es trabajo que puede llamarse mecánico, y como primer ensayo resultará imperfectísimo; pero por algo se ha de empezar… He comenzado a imprimir las letras A-D, unos mil quinientos artículos que están concluidos… Si puedo, seguiré con las demás letras, que lo dudo. Pocas esperanzas tengo de llegar al fin del alfabeto.

Cuatro horas antes de morir, el 26 de noviembre de 1895, recibió las últimas pruebas de imprenta que alcanzaban hasta la letra F.

Don José María de Agreda y Sánchez y don Fortino Hipólito Vera, los otros dos bibliógrafos conservadores, le sobrevivieron. Vera vivió entre 1834 y 1898; ocupó diversos cargos eclesiásticos y fue autor de un catálogo de Escritores eclesiásticos de México, o bibliografía histórica eclesiástica mexicana, impreso en 1880; del Tesoro guadalupano o Noticia de libros documentos, inscripciones, etc., que tratan, mencionan o aluden a la aparición o devoción de Nuestra Señora de Guadalupe, en dos volúmenes impresos en 1887 y 1889, respectivamente, y de una reedición, plagada de errores, de la Biblioteca de Beristáin.

Agreda y Sánchez fue el último guardián de la Biblioteca Turriana, la que entregó al gobierno en 1857. En adelante satisfizo su bibliofilia con libros propios y a la vez conventuales, con los libros salidos a la calle cuando se desocuparon los conventos por orden de la Reforma. Algunos los compró “a criadas que iban por las calles llevando los libros en cestas”; otros, los adquirió baratísimos en los puestos de Las Cadenas. El propio Agreda hizo el Catálogo de su biblioteca, del que imprimió 594 páginas. Fuera de esta obra inconclusa, dejó muy poco escrito, o mejor dicho, “escribió mucho, pero con mano de otros”, según Icazbalceta. A él acudían todos los buscadores “de buenas noticias tocantes a libros mexicanos”. Fue una bibliografía viviente.

El partido liberal nunca tuvo bibliógrafos de oficio, como el conservador. Sin embargo, algunos de sus hombres, en sus ratos perdidos, condujeron las faenas bibliográficas por caminos poco frecuentados. Melchor Ocampo, ilustre orador, herbolario, político y mártir, compila pequeñas bibliografías analíticas. En una describe 29 obras relativas a los idiomas indios; en otra, ofrece una modesta aportación a los estudios botánicos de nuestro país. Para Ocampo, “la bibliografía es la llave de todas las ciencias… Sin ella muchos hombres estudiosos no sabrán ni lo que deben buscar para guiarse”.

Don Alfredo Chavero cultivó “todos los géneros sin descollar en ninguno”. Fue sobre todo dramaturgo, arqueólogo, bibliógrafo y “uno de los duendecillos familiares de Palacio entre 1873 y 1874”. En el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, publicó en 1880 unos “Apuntes sobre bibliografía mexicana”, pero su obra mayor es, quizá, la que examina algunos códices prehispánicos y los trabajos de los misioneros sobre la vida anterior a la conquista.

Don Ignacio Manuel Altamirano, al contrario de Chavero, frecuentó muchos caminos con buen éxito. Como bibliógrafo hizo un gran servicio a sus lectores con los “Boletines bibliográficos”, publicados en 1868 y 1869, en El Renacimiento. Allí mismo, don Valentín Uhnik publicó sus “Curiosidades bibliográficas”.

Pero el verdadero fundador de la bibliografía circunspectiva en México fue don Pedro Santacilia, hombre culto y alegre, quien recogió la producción literaria mexicana del primer semestre del año 1868 en su opúsculo Del movimiento literario en México, con el que se propuso demostrar dos cosas:

Primera: que el restablecimiento de la República trajo consigo, como consecuencia natural, el renacimiento de la literatura. Segunda: que basta estudiar con imparcialidad el movimiento literario que observamos entre nosotros, para comprender que ha entrado México en su periodo de reconstrucción, y que cuenta con grandes elementos de progreso para el porvenir.

El régimen liberal propició el inventario de las obras científicas mexicanas, las reseñas bibliográficas de propaganda para los libros y artículos liberales, y también, dentro de sus planes educativos, la formación de catálogos de las bibliotecas públicas. Don Ignacio Manuel Altamirano hace el de los libros de la Sociedad de Geografía y Estadística, en 1887, y dos años después, se imprime el Catálogo de obras de la biblioteca de la Escuela Nacional Preparatoria. Ambos inventarios fueron precedidos por el Catálogo de libros que existen en la Biblioteca Pública del Estado [de Jalisco], compuesto por don José María Vigil.

Vigil se formó en el seminario eclesiástico y en la Universidad de Guadalajara. Fue como Ocampo, como Chavero y como Altamirano, enciclopedista. Desde 1869 vivió en la capital, desempeñando el puesto de magistrado de la Suprema Corte de Justicia, hasta el triunfo de la revuelta tuxtepecana; como colaborador asiduo de varios periódicos liberales, hasta su muerte. Dirigió la Biblioteca Nacional de México desde 1880. “Al tomar el señor Vigil las riendas de la institución, se encontró con un local en reparación, sin muebles suficientes y más de 800 cajas de libros hacinadas desde 1867 en bodegas húmedas”. Después de remediar estos males, se puso a estudiar los sistemas de clasificación bibliográfica, y escogido el de Namur, se dio a la infinita tarea de hacer los catálogos. Para don Luis González Obregón esta obra

merece particular elogio por el tiempo dilatado que tuvo que consagrarle, por la escrupulosidad que desplegó a fin de que las portadas de los libros fuesen fielmente extractadas, transcritos con exactitud los nombres de las ciudades, de los tipógrafos y las fechas de las obras consignadas en los catálogos, así como el número preciso de volúmenes de que constaba cada una. Para ello, hubo de hacer confrontas minuciosas entre los títulos y las copias hechas en las boletas; consultar de continuo manuales y tratados especiales de bibliología, con el fin de cerciorarse si las obras estaban concluidas.

Los Catálogos de la Biblioteca Nacional de México, en once volúmenes en folio, se publicaron entre 1889 y 1908. Mencionan más de cien mil obras, repartidas en nueve divisiones y dos suplementos. Las divisiones son: Introducción a los primeros conocimientos humanos, ciencias eclesiásticas, filosofía y pedagogía, jurisprudencia, ciencias matemáticas, físicas y naturales, ciencias médicas, artes y oficios, filología y bellas letras, historia y ciencia auxiliares. Y no es ésta la única obra colosal de don José María Vigil. El tomo V de México a través de los siglos, que relata la historia de la Reforma, la Intervención y el Imperio; la “Reseña histórica de la poesía mexicana” que prologa la Antología de poetas mexicanos, publicada por la Academia en 1894; las traducciones de varios autores latinos, italianos, alemanes, franceses e ingleses; la inconclusa y gigantesca Historia de la literatura mexicana, y el Boletín de la Biblioteca Nacional de México, que dirigió hasta su muerte, son otras de sus hazañas.

Una generación ecléctica, de nacidos entre 1842 y 1857, al verse enfrentada la disyuntiva de llamar a los trescientos años de dominación española edad de oro o época de barbarie, se declara incapaz de tomar partido, sin previa investigación científica del periodo a debate. El bibliógrafo de la generación fue don Vicente de Paula Andrade.

Nació en la ciudad de México en 1844. Hizo estudios en colegios eclesiásticos, en León y Pátzcuaro; enseñó humanidades en Jalapa; se ordenó de presbítero en París, donde publicó también su primer estudio: R.P.D. Antonio Learreta e Ibargüengoitia. Apuntes biográficos. De vuelta en México, misionó en las tierras calientes y húmedas de Veracruz y Morelos; enseñó en Zacatecas; fue cura en las parroquias capitalinas de San Antonio de las Huertas, San Miguel Arcángel y el Sagrario. Desde 1887 fue canónigo en la basílica de Guadalupe. La canongía le dio el reposo necesario para las faenas eruditas y socavar los cimientos del guadalupanismo. Con las limosnas depositadas por los devotos de la Virgen de Guadalupe, emprendió una campaña, por medio de artículos periodísticos, opúsculos y hojas sueltas, contra la tradición del milagro guadalupano. Otro trabajo famoso del cura Andrade fue el Ensayo bibliográfico mexicano del siglo XVII.

Dijimos antes que en el origen de esta investigación “tuvo parte impulsiva [su] finado y buen amigo señor cura de San Antonio de las Huertas, don Agustín Fischer, quien había proyectado seguir las luminosas huellas trazadas en la inmortal Bibliografía mexicana del siglo XVI, por el laboriosísimo como tan erudito señor don Joaquín García Icazbalceta… Al efecto, recogió muchas noticias, y cuando se le acercaba la muerte, [le] suplicó [al padre Andrade] acometiera su empresa”. Andrade aceptó y don Nicolás León puso en sus manos el material acopiado por el padre Fischer, que por lo visto, no era mucho.

A diez años de la publicación de la obra magna de Icazbalceta, comenzó a aparecer, en el boletín de la sociedad Antonio Alzate, la bibliografía del XVII. Caminaba con lentitud la impresión, puesto que la revista sólo cada uno o dos años entregaba una parte del trabajo; pero, en 1899, el autor obtuvo del licenciado Baranda, ministro de Justicia e Instrucción Pública, “que el gobierno hiciese a sus expensas la publicación en la tipografía del Museo Nacional”. El libro se puso a la venta a fines de 1900.

El Ensayo bibliográfico mexicano del siglo XVII consta de un prólogo, 1,228 papeletas bibliográficas catalogadas por riguroso orden cronológico, veinticuatro láminas con los facsímiles de las portadas de algunas obras, un bosquejo del desarrollo tipográfico en el siglo XVII, un epítome de lo impreso en Puebla en esa misma centuria, y dos índices, uno de autores y otro de obras anónimas. Aquí y allá se dan algunas noticias biográficas y se inserta in integrum algún documento.

Varias de las compilaciones bibliográficas de Vicente de P. Andrade se publicaron en periódicos. El Tiempo, del lánguido don Victoriano Agüeros, acogió la “Bibliografía mexicana de la Inmaculada Concepción en el siglo XIX”, la “Bibliografía del Patronato”, los “Edictos y pastorales del ilustrísimo y reverendísimo señor Alarcón, arzobispo de México”, el “Epítome bibliográfico mexicano del señor San José”, la “Bibliografía guadalupana” y una autobibliografía que, por modestia, no firmó con su nombre. Le puso el de José Toribio Medina.

Al padre Andrade se deben también una Noticia de los periódicos que se publicaron durante el siglo XIX, dentro y fuera de la capital, impresa en 1901; un intento de bibliografía del Estado de Chiapas, que se halla en el opúsculo Mi excursión a Chiapas, publicado en 1914; “Bibliografía de Nuestra Señora de los Remedios”, inserta en El País, el 18 de mayo de 1907; las “curiosidades bibliográficas” aparecidas en El Tiempo, el 9 de mayo de 1905 y varios embustes: anuncio de libros inexistentes, falsos nombres de autores y otras travesuras. El padre Andrade murió en el hospital de Jesús en 1915.

El positivismo, la filosofía oficial del Porfiriato, estimuló las listas de libros. Quienes las hacían fueron agrupados en un Instituto Bibliográfico Mexicano, sostenido por el gobierno. Algunos de los mejores miembros de ese instituto se educaron en la Escuela Nacional Preparatoria, semanario positivista; a todos los sorprendió la caída de don Porfirio y el advenimiento de la Revolución, haciendo minuciosos catálogos de obras mexicanas para el servicio de los hombres de ciencia del mundo entero, de quienes había nacido la iniciativa de hacerlos. The Royal Society of London auspició dos congresos internacionales de bibliografía científica, reunidos en julio de 1896 y en octubre de 1898. Los sabios asistentes a esos congresos suscribieron la recomendación de que cada país, “si lo deseare, recoja los materiales de su bibliografía científica, los clasifique y los mande a la oficina central de Londres”. México fue uno de los países que acogieron la recomendación. El 5 de diciembre de 1898, se instaló una Junta Nacional de Bibliografía Científica y, poco después, una junta local en cada Estado. La primera se transformó en el Instituto Bibliográfico Mexicano, el 29 de mayo de 1899. Fueron sus fundadores: José María de Agreda y Sánchez, Rafael Aguilar y Santillán, Agustín Aragón, Joaquín Baranda, Ángel M. Domínguez, Jesús Galindo y Villa, Luis González Obregón, Porfirio Parra, Francisco del Paso y Troncoso, Jesús Sánchez, José María Vigil y Eugenio Zubieta.

Don Rafael Aguilar y Santillán (1863-1940), fue alumno distinguido de la Escuela Nacional Preparatoria y de la Escuela Nacional de Ingeniería. En 1898 emprende la primera versión de su Bibliografía geológica y minera de la República Mexicana, que presenta, por orden alfabético de autores, las obras de mineralogía, minería, geología, metalurgia, legislación y estadística de mineras de México, aparecidas desde 1556 hasta 1896. Una nueva edición, ampliada hasta 1904, aparece en 1908. Diez años después publica la primera edición, que abarca los años 1905-1918, y en 1936, la segunda, con obras aparecidas entre 1919 y 1930. Desde 1890, inserta en las Memorias de la Sociedad Científica Antonio Alzate, la “Bibliográfica metereológica mexicana”, que adiciona posteriormente. En 1919 publica el índice de los 32 primeros tomos del Boletín de la Sociedad de Geografía y Estadística, y en 1934, índices onomástico y de materias de los 52 primeros tomos de las Memorias y Revista de la Sociedad Científica Antonio Alzate. Fuera de la bibliografía, escribe libros sobre El ozono y las lluvias en México.

Don Valentín F. Frías, después de administrar varias haciendas, cuando ya tuvo la suya propia, publicó por entregas, en El Tiempo Ilustrado, su “Bibliografía queretana”, que le abrió las puertas del Instituto Bibliográfico Mexicano en 1900. En 1904 era ya tal el número de sus escritos sobre agricultura e historia queretana que pudo darse el lujo de imprimir una autobibliografía. El mismo año aparecieron sus Ensayos bibliográficos. Nicolás Rangel estudió en el Colegio del Estado de Guanajuato; fue director del Boletín de la Biblioteca Nacional de México, y colaboró con Justo Sierra, Luis G. Urbina y Pedro Henríquez Ureña en la confección de la Antología del Centenario. Con la Bibliografía de Juan Ruiz de Alarcón, que contiene “certeros comentarios sobre las obras descritas” y la “Bibliografía de Luis González Obregón (1885- 1925)”, se labró una apreciable fama de bibliógrafo.

Luis González Obregón, también alumno de la Escuela Nacional Preparatoria, fue un hombre de intereses múltiples, pero nunca fue político. Estuvo encargado de las publicaciones del Museo Nacional y de la Junta Reorganizadora del Archivo General y Público de la Nación. Entre sus varias actividades de erudito se cita ésta: reunió una vasta colección de las proclamas y manifiestos políticos con que los revolucionarios tapizaban los muros de la ciudad de México. “Esas hojas —cuenta Genaro Estrada— eran despegadas de los muros por un amigo o un sirviente de don Luis, a veces con peligro de la vida, porque entonces la operación se realizaba entre las balas de los bandos contendientes que entraban a la ciudad de México o salían de ella”. Se inició en la bibliografía con un Anuario bibliográfico nacional que recogió lo publicado en México en 1888 y con una Breve noticia de los novelistas mexicanos, impresa en 1889. Las más de sus obras son de los géneros biográfico y anecdótico. Todas sus biografías contienen datos bibliográficos, en especial las de Don José Joaquín Fernández de Lizardi; El capitán Bernal Díaz del Castillo; Don José Fernando Ramírez, y El Abate Francisco Javier Clavijero.

Genaro García, memorable por sus injurias contra los conquistadores españoles, fue un bibliógrafo objetivo. Don Francisco Fernández del Castillo, ilustre cajero del Banco de Londres en México y empleado del Archivo General de la Nación, quiso ser el abogado de los principales conquistadores de México y Guatemala; pero perpetuó su prestigio con Libros y libreros del siglo XVI, compilación de listas de libros y otros documentos. Don Primo Feliciano Velázquez, en 1899, presentó a la Junta Local de Bibliografía Científica de San Luis Potosí una Bibliografía científica potosina, y no volvió más por estos caminos.

Jesús Galindo y Villa, otro alumno de la Escuela Nacional Preparatoria, fue director de la Academia Nacional de Bellas Artes, del Conservatorio Nacional de Música y Declamación, y del Museo Nacional, y catedrático de historia, arqueología, heráldica, geografía, biblioteconomía y bibliografía. Escribió 125 obras biográficas, 9 de epigrafía, 100 de historia, 12 de arqueología, 7 de critica de arte, 2 de viajes, 16 de geografía, 6 de educación, 54 de asuntos municipales y 12 de bibliografía. Entre estas últimas: 3 autobibliografías y 2 bibliografías: la de García Icazbalceta fue publicada por primera vez en 1889 y reeditada con adiciones en 1903, 1904, 1925 y 1926. La otra, con el nombre de “La obra científica y literaria del señor licenciado don Cecilio A. Robelo”, la publicó el Boletín de la Biblioteca Nacional de México, en 1916. Galindo y Villa “jamás transigió con la Revolución” y murió pobre en 1937.

Emeterio Valverde Téllez nació en Villa de Carbón, en 1864; estudió y enseñó en el Seminario eclesiástico de San José de México. Su primera obra, La Verdad, fue seguida por Apuntamientos históricos sobra la filosofía en México; Estudio bibliográfico y crítico de las obras de filosofía, escritas o traducidas o publicadas en México desde el siglo XVI hasta nuestros días, y Bibliografía filosófica mexicana, notablemente aumentada en la segunda edición de 1913. En el prólogo a esta obra se lee:

Queremos presentar un resumen o índice bibliográfico, ordenado y razonado en que se destaquen las principales direcciones del pensamiento filosófico de nuestra nación. Esta obra viene a ser… el complemento de las Apuntaciones y de la Crítica. Hemos procurado mencionar los trabajos de cada escritor aunque no sean de índole filosófica, [lo que] contribuirá a que de cada autor nos formemos idea más completa.

Valverde Téllez compartía con otros miembros de su generación el propósito de inventariar toda la producción libresca de México por materias. “Los trabajos vendrían a ser: las matemáticas en México, la física en México, la química, la historia natural, la geografía, la historia humana y la del país… la jurisprudencia, la medicina, la literatura, la filología, la filosofía, la teología, etcétera.

A partir de 1909 se consagra a varias actividades, y poco a las bibliográficas. Como obispo de León, produce 52 cartas pastorales y varios edictos, muchos sermones y conferencias, un Epítome de retórica sagrada, El poema del amor divino, el esplendor del culto en los templos de la diócesis leonesa, un mejor conocimiento de la doctrina cristiana entre sus diocesanos, una magnífica biblioteca de su propiedad, y la Bibliografía eclesiástica mexicana, 1821-1943 que dejó a medio hacer. Los mejores son los dos primeros volúmenes donde se registran publicaciones de los obispos. El tercero menciona libros de clérigos de menor jerarquía. La edición de la obra estuvo al cuidado y fue prologada por don José Bravo Ugarte.

De la misma camada de Valverde es don Nicolás León. Nació en 1859 en Quiroga, entre el ceno de Zirate y el lago de Pátzcuaro. Tuvo título de médico, pero fue diestro en todas las ciencias en que puso mano: botánica, antropología física, lingüística, religión, historia, bibliografía y biblioteconomía. Enseñó botánica, lengua latina y patología interna en el colegio de San Nicolás. Desde 1886 se le nombró director del Museo Michoacano. Su afición a coleccionar libros viejos data de entonces.

Cuéntase que el doctor León había ayudado a los agustinos de Michoacán en un pleito que la orden tenía con el gobierno; ganando éste a satisfacción de los agustinos, le pidieron al doctor presentara sus honorarios, a lo que contestó solicitando únicamente una carta del padre provincial autorizándolo para registrar los archivos y las bibliotecas de todos los conventos que tenía la orden en provincia, y con la facultad de llevarse aquellos ejemplares que encontrara duplicados; favor que le fue concedido.

Los Anales del Museo Michoacano, fundados por él, y la Gaceta Oficial del Gobierno del Estado de Michoacán, acogieron algunos de sus primeros trabajos eruditos. En los Anales, a partir de 1887, insertó seis notas sobre impresos mexicanos del siglo XVI. Pero León no quiso ser simple retocador de Icazbalceta. El padre Fischer, cuando trabajaba en la bibliografía del siglo XVI, le preguntó: “¿Por qué no se pone usted a escribir la del siglo XVIII?”. Nicolás León puso manos a la obra. En 1890, en los Anales, empezó a publicarla. Años después dijo:

Caminaba mi trabajo con pasos lentos pero seguros, cuando acaeció la muerte de mi protector y amigo el señor general don Mariano Jiménez, gobernador del Estado de Michoacán. Su sucesor en el poder… suprimió el Museo Michoacano, ejecutando en contra de quien esto escribe una serie de actos hostiles.

De Morelia pasó a Oaxaca como profesor de ciencias naturales en la Escuela Normal de Profesores. En 1894, a los 34 años de edad, vino a ser preparador de química y de fisiología vegetal en la Escuela Nacional de Agricultura, en San Jacinto, a orillas de la capital. Por aprietos económicos, se vio compelido, en 1896, a anunciar en un catálogo la venta de una parte de su biblioteca. Al año siguiente editó otro catálogo con obras más vendibles. Los triunfos económicos fueron precedidos por la publicación, en 1895, de la Biblioteca botánico-mexicana. Catálogo bibliográfico, biográfico y crítico de autores y escritos referentes a vegetales de México y sus aplicaciones, desde la conquista hasta el presente.

Al fundarse el año de 1899 el Instituto Bibliográfico Mexicano —escribe el doctor León—, fui uno de los honrados con el nombramiento de socio de número, y entonces su presidente [don Joaquín Baranda], se dignó recabar [de don Porfirio Díaz] la autorización competente para que mediante una subvención mensual, pudiera continuar escribiendo la bibliografía [del siglo XVIII].

La obra iba a constar de dos partes: una exclusivamente bibliográfica y la otra biográfica e histórica. León se quedó en la primera, donde menciona, y a veces transcribe, 4,086 impresos. Llevaba publicados seis tomos de esta parte, cuando el subsecretario de Instrucción Pública y futuro biógrafo de León, don Ezequiel A. Chávez, le comunicó que no era posible seguir publicándola porque la partida dispuesta para ello debía aplicarse a obras más urgentes.

Se dice que don Nicolás León era intratable, brusco y metódico. Su método no le impidió trabajar al mismo tiempo que en la bibliografía dieciochesca, en otras muchas cosas: etnografía de los indios tarascos, clasificación de las familias lingüísticas de México, vocabulario de la lengua popoloca, una apresurada biografía de don Vasco de Quiroga y las minuciosas de fray Antonio de San Miguel, Alfredo Chavero y don José María de Agreda y Sánchez.

Esta artículo es un testimonio mediocre de la abundancia de bibliografías mexicanas. En 1920 eran ya tantas, que don Nicolás León sintió la necesidad de catalogarlas en una Bibliografía bibliográfica mexicana. Cita en ella no sólo “a los escritos de mexicanos, sino también a los de extranjeros que de asuntos de México se ocupan”. Incluye catálogos de libreros, por ser éstos “bibliografías compendiadas, proporcionando buenas noticias que en vano se buscarán en otras partes”. En la clasificación de las fichas se sigue el orden alfabético de autor.

Desde 1916, don Nicolás fue profesor de la Escuela Nacional de Bibliotecarios y Archiveros. Para uso de sus alumnos redactó: Abreviaturas más usadas en las descripciones bibliográficas, Biblioteconomía (con un capítulo sobre el pasado y el presente de las bibliotecas de México), ¿Cuáles libros deben, propiamente, llamarse incunables?, Esquema inicial de la clasificación bibliográfica decimal, y Sinopsis de la "ciencia del libro", expuesta en lecciones orales a un grupo de bibliotecarios de la ciudad de México el año de 1925.

Nicolás León dejó al morir, en 1929, 352 obras originales impresas, 73 inéditas, 9 traducciones al castellano y 104 impresiones de libros ajenos. Nicolás León fue el bibliógrafo de su propia obra. En 1895, 1898, 1901, 1908, 1920 y 1925 publicó noticias “de sus escritos originales impresos e inéditos, los de varios autores por él editados, traducciones de obras impresas e inéditas, sociedades científicas a las cuales pertenece, comisiones y empleos públicos que ha servido, distinciones y recompensas obtenidas”. Don Nicolás fue el mejor bibliógrafo de su generación. Siempre prestó menos interés a las ideas contenidas en una obra que a su número de páginas, su portada y sus grabados. En sus gustos sólo lo superó Medina.

La monstruosa erudición de José Toribio y Medina afectó a todos los países de América Hispánica. Tres mexicanos: García Icazbalceta, Andrade y León fueron poco menos que inutilizados por el chileno. La obra de éste sólo se puede definir con cifras. Escribió, según el más entusiasta de sus biógrafos, 392 obras, esto es, 81,235 páginas, o sea 2 470,710 líneas. Describió 69,682 impresos, 2,394 medallas, 1,301 monedas y 2,141 mapas. Recogió 21,681 documentos interesantes para la historia de América. Los anchos de los lomos de sus libros suman 18 metros. Con razón se le llamó “el primer bibliógrafo de la cristiandad”.

Antes de ser catalogador de libros fue entomólogo. En 1868 hizo la primera recolección de insectos en el fundo de su abuelo; en 1869 efectúo la segunda, en los alrededores de Santiago; hacia 1876, la primera recolección y lista de autores y libros chilenos, en Lima. Conducido por Ricardo Palma, recorrió las librerías y las bibliotecas de Lima y le escribió desde allí, a su padre:

He modificado mis hábitos, pues me acuesto como los viejos y me levanto muy temprano para leer y después trajinar y recorrer todo lo que me interesa… En lo único que emplearé el dinero de los sueldos, será en adquirir antigüedades y libros raros que aquí hay en gran abundancia y baratos.

En 1878, dio a las prensas la Historia de la literatura colonial de Chile; en 1879, El capitán de fragata Arturo Prat; en 1882, Los aborígenes de Chile; en 1884, Indice de los documentos existentes en el Archivo del Ministerio de lo Interior; en 1887, la Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Lima; en 1888, la Colección de documentos inéditos para la historia de Chile desde el viaje de Magallanes hasta la batalla de Maipo. Todas estas obras no eran nada al lado de la multivoluminosa Historia general de Chile, escrita por su maestro Barros Arana, al que Medina quería superar.

Medina se casó, a los 34 años, con una mujer más ambiciosa que él. Del enorme prestigio chileno de Barros Arana decía que era “fama de campanario de aldea”. Su marido debía aspirar a un escenario más vasto. Se resignó a que ese escenario fuera América, y el arma para conquistarlo, la bibliografía. Desde 1887, Medina se consagró a la superación de Antonio de León Pinelo, Nicolás Antonio, Andrés González Barcia, Henry Harrisse y los bibliógrafos locales de Hispanoamérica.

Acomete de inmediato El Epítome de la imprenta en Lima y La imprenta en América Virreinato del Río de la Plata; luego, la Bibliografía de la Imprenta en Santiago de Chile desde sus orígenes hasta febrero de 1917. Sigue con los catálogos de lo impreso en Lima (1584-1824), La Habana (1707-1810), Oaxaca (1720-1820), Bogotá (1739-1821), Quito (1760- 1818), Guadalajara (1739-1821), Veracruz (1794-1821), Caracas (1808- 1821), Cartagena de las Indias (1809-1820) y otras ciudades. De 1898 a 1907 publica los siguientes gruesos volúmenes de la Biblioteca hispanoamericana (1493-1810). Esta obra contiene 8,481 títulos de “libros publicados por americanos o españoles que vivieron en América, y que no tratan de una manera directa de las cosas de nuestro continente”, de “libros escritos en castellano o latín e impresos en España o fuera de ella por españoles o americanos, o publicados en la Península por individuos de cualquier nación, en alguno de aquellos idiomas” y de “obras referentes a América”. Se sigue el orden cronológico, y dentro de éste, el alfabético de los apellidos de los autores.

José Toribio Medina estuvo en México en 1903. Tomó copiosos apuntes sobre publicaciones de la colonia y se llevó todos los libros y documentos que pudo. Este y otros viajes por Europa y América le permitieron acumular una gigantesca colección de libros americanos, “sin par en el mundo entero, que donó a la Biblioteca Nacional de Chile, que la conserva en una sala especial, que lleva el nombre del donante”. Entre 1907 y 1912 publicó en ocho volúmenes, La imprenta en México (1539-1821), donde describe y comenta detalladamente 12,412 impresos coloniales. Ya antes, en 1893, había descrito, en el Epítome de la imprenta mexicana, 3,599 publicaciones, y en 1904, 42 impresos yucatecos, 128 tapatíos, 27 oaxaqueños y 39 veracruzanos. En 1908 publicó La imprenta en Puebla de los Angeles (1640-1821), que registra 1,928 títulos.

En el prólogo al tomo sexto de la Biblioteca hispano-americana, Medina hizo una prolija historia de la bibliografía americanista; en la introducción de La imprenta en México dejó otra de la bibliografía mexicanista. Lo precedió en esta tarea don Nicolás León, y lo siguieron Genaro Estrada y don Agustín Millares Carlo. De los cuatro, y algunos más, se distrajeron las noticias examinadas en esta primera parte de una breve historia de la vieja costumbre de hacer listas de libros mexicanos.