Sueños después de la derrota

Cuando el día termina y todos sus temores y las humillaciones quedan veladas por un sopor de niebla entre las luces y los cansados ojos, entonces ha llegado la hora del desquite y paladea algunos tragos de vino mientras se quita el uniforme y despacio lo cuelga en una percha y se viste su ropa maltratada y así es él, tal como él se conoce, no con ropas de empresa, del local que entonces empieza a vaciarse de parroquianos para llenarse de otros que ya no necesitan sus servicios. Y aún en el guardarropa pone ya el anillo de vidrio en sus labios y bebe aquel brebaje que le sitúa en los umbrales de la noche.

Cuando la noche empieza y lentamente humean las tinieblas por las fachadas y por los portales y las caras se borran y el caminar se aquieta, entonces el alcohol da sus caricias, quema con alegrías interiores que llegan a la mente y pone las figuras más hermosas en el espejo que la memoria muestra, pese a los sinsabores, y las palabras de los recuerdos toman nuevo sonido y allí se ve él retratado con cazadora nueva, pasamontañas y con los galones, erguido, sonriente, prometido a cualquier esperanza que ahora el vino parece reanimar y hacer posible aunque él ya es otro con el pecho aplastado, la cara demacrada, las manos no seguras y la nariz cruzada de venitas.

Ha de viajar en «metro» y luego pasar por muchas calles, alejarse de sitios habitados para llegar a lo que él llama su casa: habitación vacía, con una yacija y botellas vacías y una maleta igualmente vacía porque él pertenece al vacío en el que duermen muchos en habitaciones realquiladas, rendidos de agotamiento, de fracaso, entre ronquidos o palabras murmuradas y con fuerte olor a cuerpo cuando él llega y extiende el suyo en el pequeño catre y se tapa con un trozo de manta y se cree ya seguro y en la oscuridad bebe un último trago para dejar que repose la cabeza de tantas espléndidas imágenes: un desfile con los compañeros, su llegada al barrio de las Peñuelas y las chicas de la casa mirándole los galones de teniente, la cazadora nueva, o cuando el comandante, asombrado, le puso la mano en un hombro y le dijo: —Te has portao como un hombre— y no muy lejos de allí estaban los dos tanques italianos aún ardiendo con un espeso borbotón de humo negro, rodeados de altas hierbas y alambradas.

Atravesando solares y calles sin pavimento, echando un trago de vez en cuando, siente ganas de cantar y piensa en muchos rostros, en nombres, en muchas palabras: Eres ya un hombre, hijo, le dice la madre cuando él tiene que volver al frente y el permiso acaba y se despide de ella pero ya no la recuerda bien: es como una farola encendida que alumbra el roto pavimento, o la luz que sale del tabernucho junto a su casa, así está ella en sus recuerdos pero nunca aparece en los sueños torvos que llegan despiadados no bien cierra los ojos, al eructar y aflojar los músculos ya en la cama y hundirse en la avalancha de agravios que duran toda la noche, que le clavan sus cristales rotos, peor aún porque no sabe, o no quiere entender, a qué se refieren y al despertar procura olvidar que toda aquella vorágine ni más ni menos es su existencia, lo quiera o no, desalentadora, como también lo es saludar a don José, a don Antonio, a don Luis y preguntarles con palabras respetuosas si le necesitan y terminado su trabajo, que debe hacer con rapidez y discreción, recibir unas pesetas que eran, al principio, igual a un regalo en los primeros tiempos en que él no tenía ni para un trozo de pan, pero luego se convirtieron en una afrenta al percatarse de que no se las daban: las echaban al vacío, no las ponían en la mano de un hombre sino de alguien que no tiene existencia, al que no se mira y no se reconoce.

Como, llegada la mañana, él no quiere reconocer que su cabeza pudo, antes de dormirse, recordar tantos hechos gloriosos de compañeros, a la sola cita de la botella de tinto que da su inmenso vigor a la evocación de aquellos años, lo único hermoso en su vida llena de hambres, palizas y desprecio porque no era nadie y en esos tres años sí fue un hombre aunque el maldito final de la guerra rompió todo y le hizo una basura y por esta razón durante el día, cuando está en el café elegante, atento a si alguien le llama, no quiere recordar, no se recrea en las visiones placenteras que le acompañan por los descampados, sino que sólo rumia el terrible castigo que le vino después y lo repasa en su mente avivando el odio a los que van allí a tomar combinaciones y hablan de negocios y triunfos mientras extienden el pie para que él les lustre los zapatos.

En ratos de tranquilidad —si así puede llamarse lo que siente en la cansada espera— se acerca a quien únicamente allí le inspira confianza y cruza con él unas palabras siempre desviando la mirada hacia otro sitio para que no le vean conversar con el anciano que vende lotería a los clientes y también muestra presuroso cajas de tabaco habano para que ellos elijan el cigarro que quieran y él entonces saluda y se retira al rincón donde debe permanecer, gira la cabeza hacia el limpiabotas y le responde brevemente, pero con voz amistosa y algunas veces —si los camareros están distraídos y el encargado del local se ha marchado—, la conversación se hace más trabada y Carlitos cuenta todo: los horrores, la sangre, la vergüenza, cada vez más encogido, a veces sentado en un banquetito que usa para apoyar las posaderas mientras trabaja, le cuenta de nuevo cómo fueron los últimos meses de la guerra y los años que siguieron, en una cárcel andaluza donde todas las miserias remansaban, y el lotero parece escuchar abstraído y sólo porque asiente moviendo las cejas se nota que está atento a la historia pasada, parecida a una enfermedad que hubiera asolado aquel cuerpo escuálido, en una etapa tan larga que eclipsa lo antes vivido y quizá por eso nunca se refiere a su boda y a su fin desastroso y el lotero no se atreve a decirle que lo sabe todo, incluso lo que sueña, las ráfagas que le atraviesan el dormido pensamiento y que son amasijo insoportable y cruel al que la turbia noche le condena.

Pero no era un vencido sino que algo peor había golpeado su hombría: una vergüenza de las muchas que los hombres ocultan a lo largo de años y que a veces, cuando en un momento inesperado vienen al pensamiento, entre tantos esfuerzos como hacemos por olvidar, cruzan delante de los ojos, clavan sus garfios en las vísceras más hondas y el rostro se oscurece y nos sentimos desfallecer aunque luego volvamos a hablar de fútbol, de la corrida en la plaza de las Ventas y se alardea de algo que deseamos poseer y que no hemos conquistado, pero la cicatriz de aquella vergüenza está allí, cruzando el pecho. Y Carlitos se apretaba el pecho con su puño y murmuraba que fue una mala cornada que le dio la vida, sin decir qué y se callaba falto de ánimos o como si bruscamente hubiera visto algo que avanzaba y se quedaba con el puño contra las costillas, aquellas que le rompieron a patadas, pero no decía más, porque él callaba algo cuya solución conocía su compañero de trabajo y a ello se debía aquel trato cordial, deferente que tenía con el modesto limpiabotas que tras su desvaída figura, sus actitudes de hombre sometido, él veía una existencia que repetía, en aquellos tiempos, la de miles y miles de hombres.

Miles de hombres vuelven del trabajo embrutecidos, fatigados, como vuelve el lotero hacia su casa, ya muy tarde, cuando la pesada capa de oscuridad y silencio cae sobre las calles del barrio extremo y todo parece adormilado, menos su pensamiento que entonces lo siente más libre, más decidido, más adversativo y más predispuesto a deducir y a sacar conclusiones aunque su cabeza se inclina hacia el suelo, en aparente actitud resignada, y parece humillado por la curva pronunciada de su espalda que deforma los hombros y le hunde el cuello a causa de lo cual debe, para mirar, ladear ligeramente la cabeza de ojos claros y grandes, acaso agrandados por la perspicacia y el largo sufrimiento de muchacho y adolescente que se preguntaba por qué le había venido aquella desgracia y buscaba una explicación sin pedírsela a nadie, como un asunto suyo inexplicable y reservado, porque antes, de niño, sólo se debatía con las ofensas y ninguno le ayudaba y así careció de todo y se acostumbró a razonar en un húmedo y caluroso taller de pintura y sólo resignándose consiguió pasar años, extrañado de ser como era, tan diferente a todos los que le rodeaban, diferente por el silencio que guardaba y que guarda siempre en el lujoso café donde habla poco con los camareros y saluda atento al encargado y está siempre solícito para hacerse perdonar su presencia tan irrisoria, tan ridícula, y baja el rostro varonil y desvía los dorados ojos que han visto tanto, y atisba de soslayo a los señoritos que hablan de mujeres y se jactan de algo no mencionado que les hace reír y alguno, que es andaluz y supersticioso, le pasa el décimo de lotería por la joroba porque eso, dice riendo, trae buena suerte, y él hace un gesto de comprensión y si puede, cuando el limpiabotas se le acerca, le cuenta la noticia que ha sabido: el obispo tiene hijos con una cupletista conocida, y los dos hacen una mueca de complicidad y recorren con la vista a los clientes hasta que, terminada la jornada, el lotero llega a las dos habitaciones que forman su casa y, ante todo, descansa; mira a la mujer que le espera en la puerta de la cocina donde está su única razón de permanecer: rodeada ella del olor a sardinas o acaso a pimientos fritos, y en esa aureola conocida que circunda su cuerpo deformado, enfundado en una vieja bata de color perdido que viste la vejez, es el único testigo de la entrada del hombre que despacio, tras un rato sentado, sacará del bolsillo un puñado de monedas y las pondrá sobre el hule que cubre la mesa. Allí está su éxito, día a día, cuando tantos otros no ganan eso y están peor que mendigos, y en cambio él trae aquel dinero y se lo entrega, dándole a la vez la seguridad de que confía en ella, pero al cabo de los meses, para la mujer, el triunfo no es ése, es lo que él conoce, las noticias que trae y que, mientras cenan, le va contando de forma distraída, aunque se sabe escuchado con total atención y sus comentarios, dichos en voz baja, son su éxito mayor porque tras la curiosidad inicial sucede una gran admiración por la inteligencia, por la vida de aquel hombre rehecha con remiendos de esperanza y de enorme esfuerzo que le hacen ahora opinar sensatamente sobre tantos temas y hablar como si hubiera pasado por universidades.

Habla con frecuencia del limpiabotas, de que un día le va a decir que ya es inútil lamentarse y maldecir por lo bajo y apretar los puños, y más inútil aún repasar en la memoria el nombre de aquellos políticos a quienes atribuye el haber perdido la guerra, y que ese renegar desesperado es por errores que él también cometió y que algún día tendrá que reconocer como suyos y si el limpiabotas maldice el pasado era, simplemente, porque al meterle en la cárcel de Carmona, consigo llevaba lo peor que un hombre como él podía llevar sobre los hombros: su mujer le había abandonado mientras él estaba en el frente y de eso a nadie hablaba.

Al terminar de cenar espera y los martes llega una visita: la Goyita avanza por el corredor colgado de ropas y va derecha a casa del lotero que la ve aparecer, destacarse de una historia compartida por miles de hijas las cuales en la edad en que se ríe tontamente o se sigue con los ojos a un muchacho, ellas han presenciado el único acontecimiento que va a llevarles a un largo camino sin fondo, un camino en que estará siempre el cuerpo frío de su padre tendido en el suelo y salvo avanzar por ese camino, ella no puede hacer otra cosa aunque haya vendido tabaco por las calles y haya cuidado niños y trabajado en la cocina de un restaurante y todo eso es nada, ni lo recuerda, se obstina en estar a todas horas junto al cadáver del padre fusilado y es el único sentimiento que la domina porque, si piensa, no comprende bien qué pasó ni por qué todo aquello.

Y llega frente al lotero —ligero entrecejo, labios apretados, ancha de hombros, figura sólida sobre dos pantorrillas robustas—, y parece que sus pensamientos, aún antes del momento de hablar, coinciden interiormente, por lejanías de las que ambos vinieran, con un propósito idéntico, muy claro, y ella le anuncia que el enlace desea ver, sin falta, a Carlitos, y le da una caja de cerillas para que se la entregue.

Tres veces había venido el enlace a hablar con él y estuvo sentado junto a la mesa sobre la que había dejado una cartera abierta de una compañía de seguros por si la policía llegaba, él diría que era un agente que iba a hacerle un seguro y no le conocía de nada, y en verdad el lotero no conocía a aquel hombre modesto, de cara delgada y gran calva, que el primer día de encontrarse le había dicho que solamente pueden mejorar los que tienen conciencia de su suerte y por haber sufrido se alzan en una aspiración a la felicidad que es el primer paso para que la tierra sea un paraíso, y mientras hablaba, el lotero miraba atentamente la cara del enlace y veía en ella el esfuerzo por prever lo que sucederá en el futuro pues los hombres avanzan difícilmente milímetro a milímetro en la línea atribulada del progreso y él sabe que las huelgas del año pasado pudieron realizarse a pesar de olvidos, de contraórdenes, improvisaciones y malentendidos y ve que sobre errores y cuerpos obligados a perecer marcha la historia de la política.

Comprende que a los dos les costaba un esfuerzo seguir los razonamientos y se esforzaban en retener todo lo que decían porque debían juzgar los datos imprecisos y el riesgo de confundir las alusiones; ambos hubieran preferido lo directo, pero están obligados al secreto si bien en ciertos casos hay que hablar claramente y explicar por qué un hombre tiene motivo para estar hecho un guiñapo igual que si sobre él se hubiera posado una mano nefasta que le trajera la suerte negra, porque al que sólo ha recibido puntapiés, no se le pueden pedir ni muchas luces ni comprensión y hay que reconocer que así somos todos, y el enlace asintió con la cabeza y cruzó por su boca una sonrisa de resignación, admitiendo lo que le contaba el lotero de un muchacho del barrio de las Peñuelas que la madre sacó adelante como pudo, metiéndole a trabajar con un fontanero y así aprendió el oficio y a los veinte años era un chico guapo, con muchas novias en la barriada y una vida sencilla, pobre, reducida a un pequeño perímetro de calles y casas, a unas cuantas amistades, a unos juegos de palabras que sustituían los estudios y el vocabulario de los que saben leer, y se vio de pronto arrastrado por un magnetismo inexplicable, a la calle de Evaristo San Miguel desde donde se disparaba contra el cuartel de la Montaña y luego, a las doce, cuando éste se rindió, entró en el patio y allí estaban los cuerpos sin vida, la sangre, el miedo en la cara de los que salían con los brazos en alto, y nadie le podía pedir que él entendiera lo que estaba pasando, el reparto de fusiles cogidos por manos callosas e inexpertas, acostumbradas sólo al martillo o a la pala.

El lotero se calla y mira hacia la puerta que da al corredor general donde se oyen unos pasos que se alejan pero nadie llama y entonces hace un gesto con la mano, cruza la mirada con su mujer, que de pie junto a ellos escucha atentamente —ella murmura que los pasos son del vecino que llega a esta hora—, y nadie se explicaría por qué pues ella sabe la historia del limpiabotas, pero en realidad, a la vez que escucha está pensando que la tratan como si fuera ya una vieja y hubiera querido ser joven y hacer muchas cosas, como la Goyita aunque ella no siente el hálito de la venganza, se asusta un poco cuando oye cómo ésta habla y no quiere entender su odio; ella hubiera preferido acompañar al lotero a algún sitio muy grande donde hubiera personas de sus ideas y ella ir a su lado, satisfecha de acompañarle, pero ahora lo que hace es poner un vaso de café delante del enlace y éste le da las gracias con la mirada y lo toma en la mano mientras oye que aquel joven después se fue en los camiones al frente de Somosierra y allí se acostumbró a todo lo imaginable y pasaron meses y un día vino a casa, con permiso, tostado por el sol, fuerte y contento y del cinturón le colgaba un revólver y vestía una cazadora muy buena y además usaba guantes. Más aficionado al mus y a los bailes de los domingos, Carlitos no comprendía las ensangrentadas raíces de aquella hecatombe en que estaban metidos y menos podría prever lo que se avecinaba cuando el frente llegó a los Carabancheles y su barrio acogió a refugiados de las tierras de Toledo y por entonces él tenía una novia y pese a la inseguridad que a todos ponía un yugo en la garganta por estar en una ciudad sitiada y bombardeada, decidió casarse y así lo hizo ante el comandante de su División, rodeado de algunos compañeros suyos, todos de uniforme, y muchas chicas amigas de la novia, la cual estaba muy sonriente y muy feliz por toda aquella ceremonia en medio de guerreras y botas lustrosas y unas copas de vino y bromas, tal como era lo corriente en unos meses inciertos, arriesgados que con su temeridad salvaban de los peores presentimientos y ayudaban a una subsistencia precaria.

El enlace dice que así fue entonces, todo eventual porque ya se preveía un final que iba a cambiar la vida y no quedaría nada de lo anterior pero en las conciencias de las gentes no se han esfumado los recuerdos y éstos pueden revivir y dar sus claves y obligar a sus conclusiones y pensando así, él hablaba con muchos hombres que parecían perdidos y a los que él tenía por misión recordarles lo que fueron, unos, jefes políticos, otros, simples sargentos o soldados en una guerra perdida, llevada a trancas y barrancas aunque Carlitos no lo supiera cuando iba y venía por los frentes y gozaba de permiso una semana con su mujer, que había ido a vivir en casa de la madre de él y las dos parecían contentas y esperanzadas aun en medio de las penalidades y el hambre de una ciudad machacada por obuses.

Y una tarde, un obús cubrió con metralla todo el cuerpo floreciente de la chica, la roció de sus huellas rojas la carne blanca y joven y la llevaron deprisa a la Cruz Roja y esperó en su camilla a que la entraran en el quirófano pero una enfermera que pasaba por allí la tocó el cuello y pensó que ya no había que hacer nada y así lo supo la madre cuando la encontró después de mucho buscarla, presintiendo lo que había ocurrido, y como a las cartas de Carlitos ella no contestaba, la madre quiso ocultárselo y le escribió algo de un viaje, algo que era absurdo, y la guerra ya terminaba y él, desesperado, vino un día a Madrid, entró en la casa como el que se tira a un pozo negro; gritaba, la madre temblando, le balbuceó algo que confirmó su temor de que ella le había abandonado y no quiso oír más y vociferando como un loco, sin hacer caso de la vieja que le sujetaba el capote, echó escaleras abajo, maldiciendo su suerte, su vergüenza de hombre, hundiéndose en la noche que a todos nos hundía.

Carlitos no sabe de qué le habla cuando al día siguiente, en un momento de poco público, el lotero le mira insistente y cuando el camarero de turno se aleja hacia el mostrador, le hace una señal para que se acerque, se inclina hacia él y le dice unas palabras que el «limpia» no entiende: —Ha llegado un enlace de Francia— le repite con voz silbante sin mover los labios y súbitamente su cara toma mayor importancia, mayor severidad y añade, bajando aún más la voz, que le está buscando, que ha preguntado por él. En los primeros momentos no comprende nada y se esfuerza en penetrar el pensamiento del lotero y tarda en entender lo que es aquel mensaje y se queda asombrado: al cabo de tantos años que se acuerden de él y sepan dónde está… muchos años en los que si en la calle se encontraba con algún conocido o con un amigo de los del Altavoz del Frente, sólo cambiaban una mirada y ni se saludaban, pasaban de largo, temerosos de hablarse por si estaban comprometidos o disgustados de verse obligados a confesar que eran listeros en una obra, cargaban sacas en los mercados, recogían papeles viejos y él, buscaba taxis para los señoritos y al abrir la portezuela se llevaba una mano a la gorra y tendía la otra para recibir unos céntimos por aquel servicio que nadie le pedía y casi molestaba.

A las diez de la noche el lotero le espera en la calle para ir juntos unos breves minutos y decirle algo que es la clave del asunto, pero ha de grabárselo en la mente, que no se le olvide ni lo confunda: habrá de olvidar en absoluto, de forma que si le preguntan no recuerde nada, que tenga en blanco la cabeza, y ya le pueden apalear o machacar los dedos o quemarle con la brasa de los pitillos y él no sabrá nada, ha olvidado nombres y lugares y antes morir que hablar porque si cede, la vergüenza de haber delatado a los que son como él será tan grande que equivaldrá a la más cruel de las torturas y al callarse le mira fijamente, metiéndole por los ojos esa orden que Carlitos escucha estupefacto pero en su cabeza cansada se abre paso la claridad, iluminando el miedo y la idea de que sobreviene para él un peligro que le recuerda otros, entre peñascales y matas de jara, entre disparos y secos olivares, y al comprender por qué le buscan, experimenta en sí una mezcla de temor y satisfacción que le hace asentir con la cabeza a su compañero que camina despacio a su lado, inclinado por la gran joroba y que de pronto se detiene y enciende un cigarrillo protegiendo en el hueco de la mano la cerilla encendida y luego le da la cajetilla con un movimiento abandonado pero a la vez, aunque no pasa nadie cerca de ellos y sus figuras desmedradas no atraerían atención alguna, echa un vistazo en torno, le dice en un susurro que en ella encontrará dónde será la cita; la sacude junto a la oreja con el gesto habitual para comprobar su contenido y se la echa al bolsillo convencido de que algo secreto se abre ante él, que será parecido a los tortuosos sueños que invaden su cabeza cuando se hunde cada noche en el camastro y lo más inquietante es que no entiende la razón de tales visiones y al despertar se siente traspasado del desasosiego que hace de él una ruina, pero, cuando llegado ya a su habitación, abre la cajetilla y al no encontrar nada la vacía de cerillas, ve bien por qué se la dio el lotero: en su fondo, escritas en el cartón hay unas palabras con letra diminuta pero clara: «a las 10 de la noche, Bailen esquina a Mayor».

La intranquilidad se apodera de su cansancio, de su estómago vacío, del sueño que siempre había llegado rápido y ahora tarda, de su habitual desaliento que ahora lo sustituye la espera de algo inimaginable, y transcurridas horas pasa la tarde preocupado, casi oculto en el rincón del mostrador donde suele estar, previendo mil veces lo que le dirán y para qué será eso que va a insertarse en su vida, como una novedad sorprendente que puede cambiarla y tal es esta sensación nueva, acompañada de inseguridad, que cuando llega al lugar de la cita, el final de la calle Mayor, y ve las luces de una taberna cerca, entra aparentando calma y pide una copa de aguardiente cuyo ardor le atraviesa la garganta y el pecho como un alimento poderoso que le prepara a la entrevista con un tipo que de pronto aparece cerca de él, le saluda por su nombre y dándole en el codo, le encamina hacia la calle de Bailen.

La noche otoñal es tibia y tranquila y los dos hombres caminan lentamente por la acera de Palacio y fuman, con las manos metidas en los bolsillos, e incluso el enlace dice algo con voz fuerte que no es necesario en la conversación que mantienen pero que coincide con pasar por delante de los guardias que están en la gran puerta por donde antiguamente entraron y salieron reyes y príncipes y ahora ellos dos pasan hablando de que Carlitos no debe olvidar que fue teniente y que no debe permanecer aislado, sino buscar a sus antiguos compañeros, convencerse de que se puede seguir luchando y hablar de que es posible esperar un cambio del régimen; mientras dice lo cual, el enlace echa Ojeadas a un lado y otro, atento a cualquier silueta que cruza a lo lejos o unos pasos que suenan.

Carlitos hace gestos afirmativos y a veces sube las cejas como muy interesado aunque no comprende bien lo que escucha y sólo percibe un lejanísimo eco de que alguna vez le habían dicho palabras parecidas pero ahora aún no sabe qué se quiere de él y para qué le habla de aquello porque el enlace afirma que es una idea muy importante y hay que hacerla llegar a todos los que se conozca y discutirla aunque se encuentre incomprensión pero él insiste en la importancia de la discusión política y entonces Carlitos mira hacia arriba, a lo alto de los árboles y se siente inquieto y según pasean tiene una corazonada y la cajetilla de cerillas que aún lleva en el bolsillo, la tira con un breve movimiento inadvertido a la boca de una alcantarilla y luego le interrumpe al enlace para preguntarle que si les detuvieran ahora, por qué están juntos charlando, y mira al fondo de la calle de Bailen, iluminado por farolas y por los faros de algún coche que pasa y tiene idea muy clara de lo que hace en aquel momento y desea terminar enseguida y al mismo tiempo sabe que el hombre que lleva al lado es como un pariente que hubiera llegado de lejos al cabo de los años, pero peligroso, jugando con el riesgo que supondría todo lo peor si les cogían a los dos, aunque su vida como limpiabotas es tan miserable que vale bien poco y podía ser una compensación lanzarse a una lucha ciega, repetir todo lo pasado en los frentes pero esta vez él no iría a cárceles: pondría fin a sus días haciéndose matar y a su cabeza viene su madre que había muerto quién sabe cómo y dónde mientras a él le tenían en Carmona, condenado.

Le repite: hay que ir a la unión con todos los que desean un cambio del régimen para conseguir una vida mejor: he ahí la tarea primordial, y con la discusión verán más claros sus problemas prácticos, por lo que conviene profundizar siempre en el estudio, pero a esto Carlitos no responde porque está pensando que sólo en el frente, las tardes de calma, les daban clases y debían leer en voz alta un periódico, y piensa ahora en leer y frunce el entrecejo porque ve la habitación donde él duerme y que comparte con otros tres, y allí no hay luz suficiente sino sordos ronquidos de fatiga y vino y sueño intranquilo entrecortado. Al separarse, le repite que él puede hacer mucho en los barrios obreros, pero Carlitos se lo hace repetir y entonces oye que los suburbios son la cantera de donde saldrán los mejores luchadores del pueblo, donde se está formando una juventud que será vanguardia de la clase obrera, y Carlitos piensa en los solares de escombros y desmontes con esporádica hierba resecada, con reflejos minúsculos de vidrios rotos o latas o restos de papel podrido entre vientos fríos y familias de traperos cruzando las extensiones olvidadas de todos y sus maldiciones o las puñaladas que se cruzan en las peleas y el desánimo en los solares vacíos por donde camina para ir a acostarse pero esta noche sus recuerdos van en distinto orden que otras noches y piensa en caras, en lugares, busca nombres, apodos, también sus señas, el pueblo de donde eran y quizá por eso la botella permanece en el deforme bolsillo de la chaqueta y no bebe, no le hace falta el fuego de aquel liquido.

Esta noche ya no precisa la botella y no se detiene para levantarla en alto, para apoyarla en sus labios igual a un beso cálido de una boca dura y fría pero que diese amor; esta noche no bebe mientras camina absorto y por primera vez se le viene a la mente, casi lo dice en voz alta, que todo tiene arreglo, no hay nada peor que renunciar, que dejar de ser hombres, y ahora deben seguir, y quién sabe si de lo ocurrido no se acuerda nadie, tras años interminables que desgastaron la memoria y él podrá volver a mirar a las mujeres y las chicas de las Peñuelas pueden fijarse en él si llevara cazadora nueva y él las sonríe al acostarse, al hundirse en el sueño que llegaba siempre con siniestros cortejos de locuras de tal forma que a veces abría los ojos, se incorporaba extrañado de encontrarse allí y se preguntaba qué sería aquel tropel de caras o palabras, de sombras y lugares que no reconocía pero que estaban en su alma.

Mas esta noche, bajo la sucia manta, Carlitos se extiende y se cubre hasta la cabeza y a poco, por una avenida de altas casas, vienen tres comandantes con sus cazadoras de cuero y uno dice algo de vencer a los italianos en Guadalajara y lleva en la mano un tazón blanco y él ve luego que es de arroz con leche que su madre le ofrece, su madre con el rostro de la que fue su esposa que se aproxima a él vestida como una reina.