Las ilusiones: el cerro de las balas

El viento agitó la falda y ella se llevó la mano al pelo para sujetarlo, pero el peinado no se descompuso, fijo por dos peinecillas rojas, y la mano bajó por la mejilla y se entretuvo en tocar un pendiente dorado, muy largo, y luego ajustó el pañuelo estampado caído sobre los hombros y que destacaba sobre la blusa negra, y cuando entró en la taberna me debió de ver porque sonrió al saberse mirada, volvió la cabeza hacia un lado fingiendo que algo la distraía y enseguida, marcando en los labios un mohín de desdén, pasó sus ojos rápidamente por los míos y me descubrió que se había dado cuenta de cómo yo la contemplaba, hechizado por mi único deseo entonces y que era su figura esbelta, sucia, con manos delgadas y renegridas, la ropa en el mayor abandono, sin duda oliendo a miseria, pero con ojos y boca seductores, tan atractivos que, como una aparición extraña, se lo conté al doctor Dimov cuando coincidí con él ante el gran ventanal del laboratorio, tras cuyos cristales se extendía la masa metálica de la estación del Mediodía, con el lento reptar de trenes y densas humaredas entre haces de vías que alejaban su curva hacia un horizonte de llanuras peladas, precisamente a donde él dirigía su mirada mientras fumaba un cigarrillo y yo, casi confuso, le hablaba de la gitana.

Pero ahora ocupa mi memoria todo lo que despertó mi ocasional encuentro con Dimov, qué influencia ejerció en mí, igual que tantas veces una persona apenas conocida atraviesa nuestro rumbo cotidiano y luego se esfuma para siempre pero deja su marca de estímulo o rechazo, y así mi recuerdo gira pertinaz en torno a él, con su bata blanca, su pelo canoso y bien peinado, el grueso perfil de sus gafas sobre el ángulo pronunciado de la nariz y la mejilla hundida, y he aquí que un día Dimov señaló hacia el paisaje que teníamos delante, la mancha herrumbrosa de los barrios obreros, los pequeños tejados rojipardos de Vallecas que yo sabía eran los techos de las hambres y las incertidumbres, del miedo a las cárceles y a lo imprevisto, a no tener trabajo o estar obligados a pagar lo ineludible, y aun comprendiendo yo que era indiscreto, me apresuré a explicar lo que significaban los suburbios, creados después de la guerra civil, aunque me di cuenta de lo difícil que sería hacerle comprender que bajo aquella claridad deslumbradora de un sol omnipotente, había zonas secretas que un extranjero precisaría años para conocer, pues era lo reservado, de lo que nadie hablaba claro; pese a todo insistí en contarle quiénes y cómo vivían en las barriadas que veíamos lejos, tras lo que me hizo preguntas a las que yo respondí con explicaciones que eran ni más ni menos que las eternas charlas de aquel verano con los amigos —cuando ya fuimos «depurados» y tuvimos en regla la cartilla militar—, y yo aproveché para contarle a Dimov lo que estaba ocurriendo en el país: la persecución a toda idea de libertad y progreso, la destrucción sistemática de la fe en ideales renovadores, y él dejó de mirarme y oí que murmuraba unas palabras, algo así como «será difícil, una ciudad tan grande» pero no le hablé más porque hasta entonces apenas habíamos conversado creyendo tener ante mí sólo un profesor miope, correcto y frío que cualquier día iba a regresar a su país del cual yo no sabía nada, ni me interesaba, salvo cuando él me tendía su cajetilla de cigarrillos y yo veía las extrañas letras de un alfabeto para mí desconocido que debían anunciar aquel tabaco aromático y dulce cuyas ondulantes espirales de humo se interponían ante el distante panorama que veíamos a nuestros pies desde el alto edificio del laboratorio.

Pero a partir de aquel día su actitud pareció cambiar y sus ojos de relieve pronunciado tras las gafas, se dirigieron hacia mí con frecuencia y acabó por hacerme preguntas sobre los episodios y consecuencias de nuestros paseos hacia el Cerro pero no mostraron preguntas que fueron haciéndose más concretas y esta observación mía se la comuniqué a los amigos en uno de nuestros paseos hacia el Cerro, pero no mostraron la mínima curiosidad porque un extranjero que entonces llegase de Europa lo más probable era que fuese un enemigo y siguieron callados, acaso debido a las ráfagas de aire tórrido que nos daban de frente por la carretera desierta y tan luminosa que los ojos se entornaban para protegerse de la despiadada luz que el sol dejaba caer sobre los hombros sólo cubiertos por la tela ligera de las camisas, sobre las cabezas, que tomaban el calor de una alta fiebre, sobre las mejillas quemadas, mientras los pies avanzaban sin prisas con zapatos desgastados, un poco deslucidos por insistentes caminatas aquel verano que pese a los calores y a la sequía incitaba a andar, ir de un sitio a otro, buscando algo nuevo, lo que despertara de una especie de letargo que sentíamos los tres y que, cuando nos lo confesábamos mutuamente, lo describíamos igual a un peso físico en el centro de la cabeza que nos retuviera las iniciativas, los proyectos, sujetos a un rechazo doloroso de todo lo que en aquellos meses nos rodeaba, excepto el sexo y la sed que reclamaban satisfacción y al quedar frustrados ponían un fuerte deseo de carne inagotable de mujer complacientes que fuera bebida helada y estimulante, cuya simple idea nos hacía sonreír con un gusto de contenida resignación porque la corriente eléctrica que faltaba todo el día no permitía funcionar los frigoríficos de los bares y al acercar los labios a un líquido casi tibio, se percibía la suciedad del vaso mal lavado por falta de agua muchas horas al día, y en la boca no florecían besos ni chasquidos de la lengua al paladear una cerveza o un vino blanco frío sino que brotaban las palabras de rencor hacia aquella jugada del destino, precisamente los años juveniles a los que pondría una marca indeleble, como se sella a las reses sometidas.

Debo reconocer la fuerza alentadora de las ilusiones que desató la casualidad de mi encuentro con el doctor Dimov y nuestro trato en la repetición de días y semanas, de lenta maduración de la mutua confianza cuando hablábamos para quebrar de vez en cuando el opresivo silencio del verano que invadía nuestro laboratorio en el piso tercero del edificio a donde sólo llegaba el chirrido de una puerta movida por el viento o el imperceptible rumor de la carcoma en las viejas maderas, los cuales tenían la virtud de despertar la necesidad de decir algo o de hacer algún movimiento ante la mesa donde se alineaban los cristalinos de las preparaciones histológicas y para extender las piernas pasábamos hasta el ventanal y allí fumábamos y era donde él con voz inconfundible, dura y nasal, iniciaba la conversación, al principio siempre relacionada con algo de sus investigaciones y luego iba a parar a algún hecho del pasado que él tomaba como ejemplo, bajando la voz cual si fuera a caer en una confidencia y de esta forma aludió a un compatriota suyo que creía estaba en Madrid y señaló vagamente al otro lado de los cristales y ahogó con un gesto el final de la frase y yo tampoco insistí porque en aquellos días me encontraba encadenado al depósito de sufrimiento que se acumula dentro del alma sin que nos demos cuenta, y estaba hundido en el desánimo, sintiéndome como sujeto por un anillo de plomo a la planicie estéril del sur de Madrid, manchada de restos de ladrillos que antes fueron casas, paneles rotos, latas vacías, cristales machacados, detritus en los que la guerra había dejado su huella abrasada y entre todo aquello veía a una gitana sucia y maloliente, pero de indecible encanto y seducción despertando a una instintiva apetencia que yo no podía comprender y que, semanas después, al contárselo a Dimov, asintió como el que ha vivido experiencias parecidas y las recuerdas y se siente transido de una vaga nostalgia.

Al día siguiente, con extrañeza mía, le oí decir que deseaba encontrar a aquel compatriota pero no sabía dónde podía estar; era médico y se llamaba Stoiánov, y días después, acaso se decidiera a darme más datos, pensé luego, porque le hablé de haber yo pertenecido al ejército republicano, y añadió que era un médico búlgaro que había venido con las Brigadas Internacionales y pertenecía al batallón llamado «Dimitrov», y que él quisiera saber si vivía o si había muerto, y como me pareció aquello poco claro se lo conté a los amigos un domingo camino del Cerro de las Balas, ya que allí, aislados, sin que nadie oyese, podíamos hablar, y una semana después les transmití ya la petición concreta que me hacía Dimov, no porque tuviera algún interés para sus vidas ni fueran a sacar provecho alguno, pero sí crearse una tarea de verano en el ambiente embrutecedor, incitarles a estar ocupados con un quehacer inesperado y raro que podía deparar sorpresas y por eso me escucharon con curiosidad y luego con escepticismo y alzaron las cejas en señal de creerlo imposible para al fin aceptar la sugerencia, quizá por una razón muy clara y era que contrariaba lo aconsejado por el más elemental sentido común, y el primero que aceptó fue Javier aunque hizo un gesto expresivo al mencionar los riesgos de esa búsqueda y así planeamos cómo encontrar a aquella persona y lo que hicimos fue convocar a nuestra memoria nombres abandonados hacía tiempo, para preguntar a conocidos que hubieran salido de las cárceles y no tuvieran temor de hablar con compañeros si se los encontraban en la calle, y ante todo decidimos ir a ver a un sargento de nuestra brigada que era camarero en un bar de Ventas, que en realidad resultó ser una modesta taberna de la hondonada que formaba el seco arroyo Abroñigal con la carretera de Aragón, y en cuanto entré con Javier y le saludamos, él se acordó de nosotros, salió del mostrador y escuchó nuestra pregunta sobre quiénes estuvieron con los Internacionales, a lo que contestó con vaguedades pero nos aconsejó ver a Pepe Mejía que lo recordaría bien, y esta información nos pareció suficiente y nos despedimos e íbamos a la puerta cuando nos encontramos con un grupo de gitanos que entraba: dos hombres y dos mujeres, una de ellas joven, alta y vestida de negro, de gran belleza, que nos miró fugazmente y ya en la calle ambos comentamos sus ojos expresivos y hermosos.

La segunda visita la hizo Luís porque yendo solo pasaría más desapercibido y con su aspecto de obrero inspiraría mayor confianza a Mejía que había salido hacía un par de meses del campo de concentración de Miranda e intentaba reconstruir su vida, y cuando se lo explicó dijo que no se acordaba para nada de los Internacionales y al contarnos Luis su actitud evasiva, tuvimos la impresión de que habían pasado muchos años desde que fuimos tan amigos e íbamos con él en una columna que atravesó Madrid de noche, sucios y sin comer, cansados, silenciosos, caminando despacio porque el pavimento estaba destrozado y porque cargábamos un peso excesivo no sólo del equipo sino del fardo de la suerte adversa que veíamos como inminente desastre en la derrota del ejército de la República, y tosiendo en el frío del húmedo febrero nos llevaban a relevar no sabíamos qué posición, y esto nos vino a la memoria cuando Luis nos contó que a Mejía le había encontrado triste, con ideas negras y que sólo le dijo que Antonio Cuevas podía saber algo, que vivía por Entrevías, aunque Luis no le explicó que buscábamos a un extranjero camuflado, que se obstinó en quedarse cuando todos se marcharon, porque tal historia era poco creíble y forzosamente hubiera pensado que se ocultaban otras intenciones y en aquel tiempo toda precaución era poca.

Estábamos reunidos en casa de Javier, un edificio enorme pero seguro porque la portera no se fijaba en quién entraba o quién salía y cuando a las ocho de la noche él regresaba de la academia donde daba clases, acudíamos allí y en su cuarto nos sentábamos donde podíamos y hablábamos sin cuidado de ser oídos porque en torno nuestro había viviendas llenas de niños aullando, madres desesperadas, música de radios que subía por el estrecho patío que daba resonancia a disputas, ruidos propios de cocinas y entre todo aquel barullo, tan humano pero tan cansado, Javier estudiaba y preparaba sus lecciones y procuraba desentenderse del entorno asfixiante en el que veía a sus padres, una pareja envejecida que contemplaba a su hijo único sin comprender que fuera obra de ellos, y debieron de sentir el fracaso de tantas ilusiones que ya no eran sino unas sombras salidas de años fatigosos, extrañados de sobrevivir, que apenas nos saludaban cuando entrábamos y pasábamos a la habitación de Javier donde había algunos periódicos que comentaba de pie, alto y esbelto por una ligera debilidad de su contextura, con un gesto atento del que está acostumbrado a reconcentrarse y, a la vez, una mirada ingenua que era asombroso hubiera atravesado los tres años rodando por frentes y retiradas, salvando siempre las aspiraciones y situándolas más allá para llegar a ellas algún día y ser profesor de algo y hundirse más y más en el estudio, aún careciendo de perspectivas inmediatas, como en verdad nos pasaba a todos, que no sabíamos qué proponernos en un breve plazo y por ello el desánimo se presentaba tan frecuentemente o un rechazo de todo y nos aislábamos y dábamos largos paseos hasta llegar al Cerro de las Balas donde a veces hacían prácticas de tiro de artillería y ponían en lo alto una bandera para que nadie subiese, pero en la cumbre era donde más nos gustaba estar, bajo un sol de fuego, rodeados de aromas de jara y hierbas resecadas, gozando de la ligera brisa, mirando los campos de secano, dedicados a trigo o a cebada, y por una zona cercana fui a buscar a Cuevas, más allá de Vallecas, entre basureros, chabolas y perros hambrientos y a lo lejos se percibía el perfil de Madrid, rodeado de los solares yermos de constante sequía extendidos hasta lejanías azul-violeta de la sierra, una ciudad cuyo nombre fue un símbolo en la pasada guerra civil, que había sido defendida tenazmente, con el frente entre sus calles, una ciudad donde los tres habíamos nacido y que era espejo de nosotros mismos en aquellas dificultades del suburbio por donde le busqué y cuando preguntaba por él, nadie le conocía, me miraban con fijeza y se hacían los distraídos y cuando el mismo Antonio Cuevas me abrió la puerta de una especie de corralillo que había delante de la casita, y le dije que era amigo de Mejía, del 22 batallón, la expresión rígida apenas cambió y se apoyó en la jamba de la puertecilla y escuchó con aire displicente lo que yo le contaba, a lo que contestó que no, que no sabía nada de Internacionales y que no volvió a tener relación con nadie desde la guerra y comprendí, al ver su pobre aspecto, sus manos trabajadas —probablemente se dedicada a la recogida de chatarra— que no daría información alguna.

Esta última visita se la conté al doctor Dimov que escuchó en silencio, hundidas las manos en los bolsillos de la bata blanca y sujetando en los labios el cigarrillo, y le expliqué la gran dificultad que tendríamos para encontrar a alguien en una ciudad cuya población fue removida y desplazada a causa del largo asedio, que duró tres años, y de la desbandada que se produjo cuando los vencedores entraron por sus calles y todo fue alterado, pero me pareció que se extrañaba de las precauciones que yo tomé al ir en busca de Cuevas, aunque someramente ya le dije lo peligroso que era, igual que no entendía, ciertas mañanas al salir juntos del laboratorio y quedar deslumbrados por la intensidad del sol, que una luz cegadora ocultara tantos asuntos reservados e indecibles, pues la realidad de un mundo como el nuestro, invadido de una especial dureza, pese al luminoso ambiente, a las falsas risas, al buen humor tantas veces forzado, era casi imposible que él la captara y yo siempre maldecía aquella luz y aquel calor hasta que un día me dijo algo así como que yo no podría marcharme y olvidar el país donde había nacido como tampoco se echa al olvido a la mujer a la que se consagra intenso amor, incluso si no llegó a querernos y jamás pudimos estrecharla en los brazos ni rozar, como máxima ilusión, la tibia prominencia de sus labios.

Entonces hablábamos mucho de mujeres, de las novias que tuvimos en guerra a las que preferíamos no buscar porque acaso desconfiarían de nosotros, pero la necesidad de mujer era apremiante, más aún por ser huérfanos en una sociedad que nos había rechazado y negado todo afecto e incluso Javier se sentía huérfano y deseando tener algún cariño, incluso de padres bondadosos, y este desgarramiento le mantenía absorto en el enigma de por qué los suyos no eran así y no fueron el consejo vivo que es preciso, ni un modelo alentador; el padre repetía que no llegaría a nada y movía la cabeza con gesto abatido ante la evidente incapacidad del hijo, y la madre gimoteaba que le volverían a llevar a otra guerra, y por esta sensación de haber quedado abandonados, incluso de ideales, íbamos a los burdeles de la calle de San Marcos y yo más de una vez me encontré ante el ventanal del laboratorio, fijo en las lejanías pero prendido en el vestido de tela negra, los zapatos destruidos, las sucias manos de la gitana apenas entrevista, moldeada y acariciada en la imaginación, como un desnudo contemplado codiciosamente a través de prismáticos, que cuando éstos se dejan no tiene existencia próxima ni real y es una visión mágica indemostrable, y quizá era parecido el estado de ánimo de Dimov cuando fumaba y parecía hundido en una divagación, atraído por la llamada de alguna distante persona, perdida en las comarcas interiores, y sin volverse hacia mí comenzó a hablar de la ciudad donde vivió desde niño; en el sopor del ronroneo de los ventiladores le escuché sin prestar gran atención porque apenas me dirigía sus palabras, pero al poco rato lo que explicaba me atrajo, ya que describía una ciudad salpicada de lluvias, rodeada de aires puros, húmedos, que venían de próximas montañas y acaso sujetó más mi curiosidad porque yo solía pasar la mirada por el cielo metálico en espera de que aparecieran nubes y trajeran una tormenta para aplacar la sequía, los remolinos del calor, las luces deslumbrantes y nunca había pensado de qué ciudad venía, y aquel comentario que aludía a un episodio de su vida, sirvió para descubrirme amplios parques, calles tranquilas, tejados de zinc, unas veces cubiertos de nieve, otras veces brillantes de lluvia. Aquella ciudad se llamaba Sofía y allí había ido a vivir a los diez años con sus padres y allí había estudiado, y cuando se dio cuenta de que yo seguía su relato, me habló de ella minuciosamente.

Acaso avivada mi curiosidad, con presentimientos y nuevas inquietudes, me sentí más decidido que habitualmente y sin proponérmelo me encontré yendo despacio por Alcalá, dejando atrás la plaza de toros, con las manos en los bolsillos, despreocupado, hasta llegar a las Ventas y entrar en la taberna de nuestro amigo, en la penumbra fresca y casi húmeda del local vacío a aquella hora, en el que había un claro olor a tanino, a vino oscuro que traían de La Mancha. Era absurdo pensar que iba a encontrar a los gitanos y a la mujer que vi con ellos pero comprendí que por alguna razón me había quedado prendado y tuve la sensación de desear su figura, pobre, descuidada, con vestidos harapientos pero hondamente atractiva la expresión del rostro y las proporciones del cuerpo, todo fugazmente percibido pero estremeciéndome como un golpe violento, cuando me enteré de que sí solían aparecer por la taberna y que se ocupaban de ropa vieja, pero mi amigo no pareció que la considerase bella e hizo un gesto de indiferencia porque los creía gente peligrosa pero la gitana a pesar de las mejillas demacradas, quizá con señal de algún golpe, recorría con la mirada la taberna, midiendo a todos con la dignidad de quien sabe que no será fácilmente vencida, y tuve así, ante su talante altivo, la segunda vez que me encontré con ellos, una idea disparatada pero fue la que me vino al pensamiento, y era compararla con un país sometido que conserva reservas de dignidad, de altanería y oculto vigor, como una tierra agotada que aún puede dar cosecha, y mientras, yo permanecía apoyado en el mostrador, haciendo que miraba el vasito de vino que tenía en la mano pero la espiaba ansiosamente, atento a detalles de su cuerpo, a algunas palabras que decía y que yo no llegaba a oír: hubiera tendido las manos para cogerla y atraerla hacia mí, y a veces en mis silencios coincidía con el doctor Dimov, cuando dejaba por unos momentos el microscopio o la lupa binocular y, requerido por un ensueño, dirigía los ojos al ventanal donde sonaba el silbido prolongado y melancólico de algún tren, o en el que se veían, las tardes de tormenta, majestuosas nubes cuyas formas sugerían montañas o resplandecientes cuerpos femeninos que distraían de las tiránicas realidades de la tierra, y en mí caso, de la ineludible tarea de encontrar al médico búlgaro y, si era posible, hacerle salir de España, atravesando a escondidas la frontera o consiguiendo un pasaporte falso, y entre estas dos quimeras, porque tan irreal era pensar en la gitana como localizar a un hombre escondido no se sabía dónde, pasaban días y vacilaba en hacer partícipes a los amigos de una idea que tuve al decirme Dimov que era imprescindible ponerle a salvo en Francia, y fue, marcharnos nosotros tres con él, aunque primero habría que enterarse sí vivía el tal Stoiánov o acaso habría muerto en los últimos combates por Brunete o estaría detenido en algún campo donde se internaba a extranjeros sospechosos, y luego intentar convencerle del largo viaje hasta los Pirineos y fue así como poco a poco se formó en mí el proyecto de que nosotros podíamos escapar y organizar nuestra vida en Francia, en la zona no ocupada entonces por los alemanes, y la imagen de los amigos felices y contentos en una ciudad nueva, me llenó de satisfacción, bien es verdad que entonces no tuve en cuenta que Europa era un caos de guerras e invasiones.

Cierto que nunca habíamos pensado en marcharnos y reemprender otra vida en cualquier país, pero se me planteó esta posibilidad y al fin, reunidos en casa de Javier, se la comuniqué a ellos y los tres nos sentimos alentados por una esperanza que no vislumbrábamos por otros caminos, una perspectiva de huir a Europa y asistir al final de la guerra, ilusión que cada uno pensó realizar en la consagración a París, ciudad de intensa vida, de riesgos difíciles pero también de éxitos y oportunidades, lo cual vino a aumentar nuestra sensación de vivir en tierra extranjera y en aquellos días de imprecisos proyectos de viaje, al tener conciencia de haber estado igual a deportados en el país natal, sufríamos una extraña dualidad soñando con algo que no conocíamos, nostálgicos de lo desconocido, como también era mí curiosidad por la ciudad búlgara de la que Dimov hablaba y un día aludió a una mujer que allí estaba y después la volvió a mencionar y comenzó a describirla delicadamente como el que intenta detallar un desvaído grabado antiguo y esta imprecisa figura se me apareció sobre un perfil de casas elegantes, de barrios pobres, patios con árboles, la silueta de la montaña cercana, y tal presencia femenina fue suficiente para acrecentar mi expectativa por algo tan ignorado, y desde entonces cada vez que se refería a la ciudad, yo no dejaba de situar en ella a esta mujer y le hacía un gesto a Dimov de que comprendía y me interesaba, de tal manera que ella llegó a estar unida a mi representación de la ciudad y ambas despertaban una necesidad de conocimiento real, no imaginario, y este conjunto quimérico se alzaba en mi pensamiento y llenaba de fantasías las largas tardes en el laboratorio y las gestiones para encontrar a Stoiánov que no podían ser sino volver a ver a Mejía y que diese otro nombre de algún compañero y esta vez fui con Luis, emprendimos el camino de Usera cruzando entre casitas hechas con latas y trozos de tablas, habitadas por familias que nos veían pasar, casi ocultos tras el trapo que hacía de cortina en la puerta, nos seguían con la mirada recelosa, y de nuevo Mejía dudó pero nos indicó el nombre de un médico que había estado en Albacete con las Brigadas, y ya de regreso, al atravesar arenales con restos de trincheras, tierras endurecidas por sequías o nocturnas heladas, gruñíamos contra nuestro mundo que era un camino entre vigilancias y acusaciones de pecado, de herejía, de desobediencia, del que se debía escapar a todo trance y huir a tiempo a ciudades donde encontrásemos la libertad en el pensar, en el amor, donde hieran posibles aventuras, abrirse camino entre personas abyectas o excelentes, llegadas de mil países, y al decir esto sabíamos que era la forma de negarnos a todo lo que caracterizaba entonces a nuestra patria —los impunes negocios, los fusilamientos, las venganzas, el mercado negro, la imposición de creencias anticuadas— y respirábamos el irritante humo del tabaco mezclado a los olores de los basureros que las ventoleras traían y llevaban y nos preguntábamos qué gran enemigo tendría dentro España para que miles de hombres hubieran huido de ella y nosotros soñáramos con otros países, lejanos o no, pero siempre al otro lado de la frontera, tan cerrada y tan deseada, de tan difícil acceso, defendida por una cadena de montañas, desfiladeros, precipicios, que obstaculizaban toda huida y acercarse a ella era ir hacia una trampa mortal más allá de la cual estaba París o quizá la ciudad de la que Dimov me hablaba, y aunque él no se refería a una capital bella, donde la riqueza de la arquitectura motivara en quien la recorría una admiración imborrable, sino a una ciudad pequeña, con casas rodeadas de jardines, y largas nevadas invernales, suburbios de humildes casitas donde habitaban gentes diversas, con varías formas de combatir el hambre, en intenso trabajo por ganarse la supervivencia, eso mismo me agradaba y era un estímulo y en los planes de huida a veces admitía que fuera a Sofía a donde debía ir buscando realizaciones y una vaga aproximación femenina que yo intuía era la silueta entrevista de la mujer que Dimov guardaba en su mente.

A la huida, Luis era el más reacio porque estaba poco seguro de encontrar trabajo en el extranjero ya que no tenía preparación ninguna, igual a lo ocurrido a tantos jóvenes que la guerra había arrastrado a una práctica que fuera de matar no tenía más finalidades y se cerraba a cualquier optimismo que pudiera anunciar ser feliz porque al salir del almacén donde empaquetaba tejidos, se fijaba en los tranvías desvencijados y cargados de gente, en el césped quemado de algún jardín con las fuentes secas, en el gesto reconcentrado de los transeúntes y comprendía que nosotros éramos su único punto de apoyo y una marcha al extranjero podría separarnos, a lo que yo le replicaba que la felicidad debe buscarse afanosamente, corriendo riesgos, porque nadie vendrá a regalárnosla y tendremos que ir a ella y arrancarle unas migajas de alegría, de seguridad, de satisfacción, de saber que alguien lejos o cerca, te ama aunque sea una desvalida gitana que en su pobreza cruza su mirada con la mía y hace una mueca de altivez y sus ojos relampaguean, y en lo más secreto de la conciencia cabe estar satisfechos de haber alcanzado brevemente, y nunca como se ha previsto, ese corto instante de luz, de esperanza, que llena el pecho, que sube la sonrisa a los labios si piensas en las calles de París y los ojos ceden a la vigilancia diaria para hundirse en el fresco jardín interior del ser feliz, pero yo también tuve el temor de separarme de ellos pues los sabía muy necesarios, justamente sentados en la hierba abrasada del Cerro de las Balas, atisbando las lejanías borrosas por la calima de agosto, charlábamos y reíamos, siempre expectantes de que no fueran a disparar sin haber puesto la bandera de aviso, dejando vagar el pensamiento por un horizonte de incertidumbres para combatir las cuales no dábamos ningún paso como si un casco de metralla nos hubiera destrozado el bajo vientre y no quedara nada de hombría y hubiera que evitar el pensamiento de la acción para escapar a la vergüenza de todo esperarlo de una fuerza ajena; al Cerro llegaban ruidos del pueblo de Vallecas, el zumbido del motor de un coche, una voz atenuada que gritaba a alguien, llamadas que el destino nos dirigía y que no entendíamos y en el sucederse de día tras día, nunca se producía nada relevante y nosotros estábamos allí, vigías en lo alto, en una apática espera, rumiando los largos meses de trincheras en que habíamos visto tantas suertes truncadas que nos convencieron de lo inconsistente de las ilusiones.

Buen trabajo costó encontrar al médico que estuvo en Albacete y luego hubo que lograr que nos lo presentara la hermana de Agulló en una clínica; él nos habló de una enfermera de los servicios sanitarios de las Brigadas que se había salvado de cárceles y detenciones y, aunque dudoso, Luis fue a visitarla y al día siguiente nos trajo la noticia de que parecía dispuesta a dar alguna información pero habríamos de inspirarle confianza —que no éramos policías— y tras varias conversaciones, la enfermera accedió a enterarse de si quedó en Madrid un interbrigadista, con cuya perspectiva esperamos más animados y siempre que informaba a Dimov de las pesquisas, y mientras yo le hablaba, tenía ante mí, como símbolo de la esperanza aquellos días la repetida visión de trenes que se alejaban, pero próxima ya la marcha de Dimov hube de reconocer que no lograríamos encontrar a tiempo al que buscábamos, pese a que podía ocurrir en cualquier momento, ya que la pista parecía segura, porque al fin la enfermera había dicho saber dónde se ocultaba con nombre supuesto un médico extranjero, pero nada pude asegurarle a Dimov y ambos callamos escuchando distraídos la carcoma que seguía con su eterno trabajo de avanzar inútilmente, y en silencio, fumábamos ante el ventanal del laboratorio tras el que dejamos ir tantas veces la desbandada de nuestros pensamientos, y en la víspera de la partida y al darme las gracias por el intento de localizar a su compatriota, me pidió secreto absoluto del encargo que trajo al venir a Madrid porque en su país había peligro para todos los amigos de las Brigadas Internacionales, y mí último recuerdo es la noche de su marcha, en la estación del Norte, entre los humos de las locomotoras que también parecían invitarme a partir y alejarme de todo compromiso con mi época, y él, después de estrecharnos las manos, asomado a la ventanilla, con un gesto de impotencia, acaso por no poder decirme si alguna vez nos volveríamos a ver y a encontrar en la ciudad que él me había descrito, cuya imagen me dejaba como herencia, ya recuerdo imborrable de viejas iglesias de cúpulas doradas, cafés acogedores, el monumento a un patriota que fue ahorcado en su lucha por la libertad, el sencillo edificio del parlamento, los alrededores verdes, igual a un mosaico de historia y acontecer humano, y en ella una sombra femenina, apenas esbozada, con una inexplicable atracción para mí y una curiosidad por conocerla y acercarme a ella cual si pudiera prometerme algo.

Comprendí que a él debía la iniciativa no ya de salvar a un desconocido sino de salvarnos nosotros mismos y quizá identificarnos con el extranjero venido a luchar en nuestra tierra y con su arriesgada permanencia, aunque Dimov me mirase desde la ventanilla y viera un país postrado y en él tres jóvenes indecisos, dejando pasar oportunidades, sin enfrentarse claramente con el oprobio que nos asfixiaba, entregados a la ilusión de un cambio imprevisible como era cruzar la frontera para, sin duda, ser detenidos por los alemanes que ocupaban Francia, y por esta razón su marcha nos culpabilizó de no haber puesto más arrojo en nuestra búsqueda y cuando la enfermera nos avisó de que sabía dónde encontrar a Stoiánov, fuimos enseguida y sorprendidos la oímos hablar de él como si le conociera y le recordara en un hospitalillo de primera línea a dos pasos del frente, sin material, sin agua ni vendajes pero seguía allí decidido, rodeado de lamentos, de sangre renegrida, de gangrenas declaradas, pero él estaba allí dispuesto, entre alambradas y explosiones a unos metros de su tienda de campaña, y la enfermera se animaba y parecía recordar algo que había vivido y sonreía satisfecha, y por eso le confiamos nuestra última esperanza, el huir, pero ésta se perdió cuando negó con la cabeza y después de afirmar que era muy arriesgado, que sólo se hacía en casos en que había que salvar a alguno con riesgo de fusilamiento, nos dijo que nosotros no teníamos por qué marchar, no corríamos peligro y era aquí donde debíamos quedar, mayor provecho haríamos dentro que no al otro lado de la frontera donde ya había miles de los nuestros, y a Luis y a mí, según la oíamos, ante la inminente vuelta a la rutina y al calor que entorpecía el pensamiento, nos pareció que sus palabras caían pesadamente en los cuerpos sudorosos: la noche se caldeaba en opacidad y entraba por la boca y ahogaba y en la consternación de ver irrealizable aquel proyecto, de nuevo nos pareció ir por calles desoladas con una patrulla de relevo, entre la madrugada y el oscuro viento, tropezando medio dormidos, golpeando los costados el peso de inútiles armas, como los consagrados a la vana quimera de aspirar a ciudades inventadas y a mujeres forjadas no de carne sino de meras palabras.

Perdíamos la tensión estimulante que nos abrió Dimov con su propuesta, pero yo, y no lo confesé a los amigos, renací en un eje de confianza y me propuse, donde fuera, buscar a la gitana y hablar con ella pues su amor podría salvarme de la postración y evitarme caer en el charco de las costumbres humillantes, al ser tan difícil y arriesgado y hasta absurdo, porque yo me había representado el cuerpo de ella que no conocería jabón ni ropa limpia pero esto fue eclipsado por el atractivo del movimiento de los hombros y de las caderas, de la cintura esbelta y, sobre todo, su gesto al mirar, que yo supuse se renovaría en cada encuentro, al que si ella accedía, podía ser la clave de quién sabe qué ayuda, la cual en su misma distancia inabordable despertaría en mí capacidades ahora quietas, como pasa con la huella que deja un efímero conocimiento pero que siempre va a influir y señalar nuestra vida: habría de poner las manos en su cuerpo y acariciarlo lentamente por las sinuosidades de los músculos, presunción que no sería sino una irrealidad más de las que el hombre anhela, porque todos soñamos vivir en la ciudad de las mil torres, de ventanas rutilantes como estrellas, ser felices entre hermanos en calles acogedoras y recorrerlas y descubrir la mansión maravillosa donde aguarda ella, intacta, embriagadora, tesoro que será quizá aire al contemplarlo, o cuando se toque, inerte materia pero es fatal desearlo siempre, ambicionar un paraíso al que se llega a detestar por inalcanzable y así se abomina de aquello que a la vez se ama, aborrecemos lo que sutilmente tiene algo de nosotros y a la memoria vino lo que dijo Dimov hacía meses, la imposibilidad de renegar de aquella tierra —que era la mía—, ya fuese una furia desatada que golpeaba con vendavales tórridos o helados, o una armonía de praderas, de playas, de claras provincias sosegadas: ir a la gitana sería el tolerar y amar una patria ruin y pobre, arisca y áspera, y sus hombres, de seguro, no me aceptarían, pero yo decidí volver a la taberna y obligar a mi tierra a recibirme tan inhóspita y tan enemiga y establecer un acuerdo de supervivencia.

Dieron las nueve de la noche y me despedí de los amigos, tomé el camino de la taberna y cuando me apoyé en el zinc del mostrador pregunté en voz baja al camarero conocido si los gitanos vendrían, a lo cual él movió los hombros, hizo una mueca y dijo que no sería posible, se marcharon a Murcia, acaso huidos, y lo más seguro era que no volveríamos a verlos.

Parecía no quedar ya nadie en el barrio y las ventanas estaban vacías y las puertas las movía el aire y los ratones cruzaban las salas silenciosas y el aroma de la madreselva se perdía sin llegar a aquellos que plácidamente se adormecían en las siestas calurosas. De noche no se ola el llanto de un niño insomne ni el entrechocar de platos en el fondo de las cocinas. En los jardines no sonaban los surtidores sino una rama seca desprendida, la roldana de un pozo movida por el viento, un gato abandonado susurraba un maullido de extrañeza y acacias y jazmines, lilos y geranios estaban callados y daban su luz verde, indiferentes a su próxima ruina. Los chalets que fueron hacía años la ambición de sus constructores, estaban cubiertos de polvo: había polvo en las escalinatas de azulejos rojos, polvo en las molduras de las elegantes fachadas, polvo en los cristales y en las escaleras que bajaban a los sótanos, dominio de humedades y sombras.