Todo era secreto, sí, tanto el porqué de los rostros abstraídos que rápidos cruzaban, como el rumbo de los pasos presurosos encaminados a la rutina de cruzar el frío y el ruido de la plaza con el esfuerzo diario de comprender las causas de satisfacciones y desesperanzas acumuladas en la monótona jornada cuando ya la luz declinaba y el interminable período del día iba a terminar y era posible hacer balances de sus horas fatigadas en el que algunos reconocerían la repetición invariable de lo siempre hecho, y otros, llevarían gravitando en el alma una sorpresa, una novedad buena o mala, pero ellos dos se habían plantado allí, casi inmóviles, como un desafío a la movilidad del entorno y habrían de borrar de su conciencia toda otra idea, no debían distraerse con nada en absoluto la gran plaza con el paso de los coches o, en el fragor de su constante zumbido, docenas de personas o el vuelo torpe de unas cuantas palomas que acudían a refugiarse en las molduras de la gótica fachada, carecería de interés todo salvo la mirada atenta, aunque fingidamente distraída, la atención clavada en un único punto, encogido el músculo que mantiene el estómago, las mandíbulas apretadas, la posición de los brazos, controlada.
Nadie se fijaría en ellos, nadie sería atraído por sus figuras cuando las admiraciones se entregaban a marciales uniformes, al bronce de los héroes, al blanco sudario de los mártires, a los oros preciados de los conquistadores mercantiles, y ellos dos no tenían belleza ni corpulencia, ni elegancia en sus ademanes, porque estaban fundidos por la naturaleza gregaria y adocenada de la que procedían, en la que habían nacido y de la que no pudieron distanciarse ya fuera porque les faltó arrojo o porque ese destino fatal que a cada hombre le está asignado les mantuvo sujetos a su esencia natal para que desde allí, acaso, decidieran alzar la cabeza, intentar levantarse del suelo, despertar esa fuerza que tiende a la mejora, a concebir un futuro de mayor bienestar, cuya primaria muestra era el impulso de los que por allí pasaban de ir a sus casas imaginando el descanso, con rictus acusado en los labios tan prietos o en el entrecejo marcado, revelando una preocupación aunque no podía compararse con la de aquellos hombres obsesionados por cumplir bien las instrucciones.
Uno de ellos se apoyaba en el mostrador del quiosco de bebidas levantados los brazos para que, por encima del diario que aparentaba leer, sus ojos insistieran en vigilar, alertar, igual que en tantas circunstancias vividas, años de ingratas tareas, meses de aguantar lo que fuera, proponiéndose siempre estar ojo avizor, entenderlo todo por un hábito creado entre golpes y expectativas de amenazas, por lo que si fijaba su atención en algo importante, como ahora, su perspicacia tendía, con la dureza de un trozo de metal, a penetrarlo, a quebrar la falsa apariencia con que tantas veces se le presentaban personas, obligaciones o afectos, y llegar a la trama de lo verdadero y este esfuerzo era cansado por lo que al cabo de un rato parpadeaba y sólo descansaba en la breve fracción de los instantes en que pasaba la página del diario o se volvía hacia una taza de café que tenía al lado y en la que sólo apoyaba los labios y sorbía la mínima cantidad posible.
A unos diez metros estaba el otro hombre que se inclinaba hacia adelante y daba cortos pasos que le mantenían en el mismo sitio y que estaban motivados por una sensación casi dolorosa en las piernas que no justificaba la espera, porque posición semejante es frecuente en la garita de un cuartel o delante de un banco de trabajo en donde cualquier movimiento parece un atentado al equilibrio de una organización que se basa en el estricto cumplimiento de normas severas, que en aquellos largos minutos no contaban ni estaban presentes pero, por haberse acostumbrado él a su respeto, cumplimentaba para un fin totalmente distinto, casi absurdo si lo hubiese juzgado alguno de sus antiguos jefes de taller o quién sabe si hasta algún familiar o amigo, los cuales se extrañarían y preguntarían por qué hacía aquello si no le traía beneficio alguno y quizá pasado cierto tiempo se vería que fue equivocado o que había sido inútil estar plantado ante el edificio de Correos, ligeramente inclinado hacia adelante no por el peso de la caja plana colgada del cuello, donde llevaba caramelos, cerillas, papel de fumar y otras baratijas, pues no podía pesar más que el equipo de soldado o una taladradora, sino por una instintiva actitud que tomaba para anular la presencia gris de su persona, de su gabardina deformada, de los zapatos usados largo tiempo, y estar de acuerdo con la voz gangosa con que parecía ofrecer sus mercancías, que podía ser atribuida a un pobrecillo que sólo se ganaba la vida de aquella forma tan modesta, desdeñado por los rápidos transeúntes ajenos a lo que no fuera buscar el descanso a una hora en que el frío se metía hasta los huesos en los cuerpos cansados, cuando en las calles céntricas las luces de los cafés invitaban, como refugio tibio, al consuelo de una bebida caliente en la atmósfera sosegada de un local cerrado y no el quiosco abierto a los vientos, a idas y venidas de gente que a veces hasta le empujaban el periódico extendido con que se tapaba la cara y por el que simulaba pasar los ojos.
Nadie descubriría tras estas apariencias, que la inquietud aumentaba según transcurrían los minutos y aunque deseaba que oscureciese para que las sombras le vistieran su protector ropaje o encubrieran su persistencia en estar allí, a la vez temía que el anochecer dificultara su vigilancia y en la penumbra de las farolas se sentiría más aislado y expuesto a los riesgos de ser observado en su abandono total, en que nadie podría defenderle del temor que hablaba el lenguaje orgánico: la tensión del vientre rígido, las piernas hormigueantes e incluso la demacración de la cara que a nadie extrañaría porque su aspecto era enfermizo, con esos rasgos que también imponen los incidentes emotivos o las penalidades, y que en circunstancias como aquélla eran un antifaz mucho más perfecto que las ráfagas de oscuridad que trae la llegada de la noche, porque ésta da a los rostros su auténtico gesto de zozobra, que las luces diurnas ocultan, y esta alarmante máscara nocturna acaso revelaría la tensión que ocasionan las comprometedoras tareas y delataría de forma más directa una espera alerta, difícil de disimular cuando pasan treinta minutos y las suposiciones se entremezclan con el desasosiego de medir constantemente la distancia que le separa de la gran puerta por donde sigue entrando y saliendo público indiferente a todo si no es a su vida privada y sus lances domésticos que pueden tomar proporciones gigantescas aunque sólo sean, para quien los contempla de cerca, episodios de fútil significado, y rumiarlos y consagrarse a esas pequeñeces lleva a casi todos a no ver lo importante que ocurre en torno suyo, a no percatarse de los estremecimientos colectivos, de las supremas demandas del siglo y menos aún de los secretos de los comportamientos, de aquello que nunca se habla aunque parezca que a los amigos se les cuenta todo, de los ámbitos reservados en los que se guarda lo inexcusable, una traición, un engaño, haber delatado, puesto en marcha una calumnia, la inclinación que se siente no por una mujer sino por un hombre bello, la absoluta reserva de una delictiva actividad política, lo que se ha de callar inexorablemente, nada penetra la dura coraza creada por la ambición y las rivalidades, pues saber lo ocurrido a los demás es molesto e incómodo, ya que puede abrir una ventana a confines de valentía ejemplar y esto sutilmente desagrada, hasta hacer que quien sale de Correos —acaso ha comprado sellos o enviado dinero por giro o ha recogido un paquete de impresos que alguien envía desde Francia— se niegue a escuchar si le hablan de algún asunto ajeno, rechaza la curiosidad que no sea para algo que se refiera a su propia ostentación o beneficio, no pregunta si un dominio cruel se impone de forma arbitraria en las instituciones, no quiere saber el origen de la infamia que se enseñorea y alienta egoísmos y desmanes, y tampoco escuchar una, voz tímida y opaca que ofrece cerillas, ni mirar a un hombre que lleva mucho tiempo tomándose una pequeña taza de café con cara impasible aunque su pensamiento sea atormentado:
¿Qué hago yo aquí comprometido en un asunto peligroso con personas apenas conocidas, si ni siquiera sé su nombre verdadero? ¿A quién beneficiarán estas tareas que acepto cumplir, cuyo fin se alcanzará dentro de mucho tiempo y yo acaso ni pueda verlo? O quizá dentro de unos pocos años se demuestre que fue innecesario o equivocado y un día me pregunten por qué hacía aquello si nadie lo agradecía…
Nadie podría agradecerlo porque durante muchos años será un secreto terrible que habrá de llevarse bien guardado igual que se oculta un vergonzoso error: mejor que el viento del olvido lo arrastre lejos y lo pierda para siempre.
Nadie observaría las muestras de cansancio de tan larga espera entre bocanadas de aire frío del anochecer y la intranquilidad y los rastros de pasados oprobios y esfuerzos mantenidos que sólo una mirada cuidadosa, especialmente a él dirigida, descubriría, dado que cada uno de los que a su lado cruzaban estaban igualados por el rostro herido de cerrazón y alejamiento y en nada se diferenciaban unos de otros, sometidos a interminables meses que en las mejillas o en el borde de los párpados habían puesto la marca que difícilmente se borraría: la mancha dejada por la sucia mano de las adversidades, por el agotamiento tras una jornada en la que él había caminado mucho y que ahora le impelía hacia su casa, a la tibieza del ambiente familiar que era el runrún de conversaciones triviales o los ruidos de la cocina o la charla de su hermano afirmando que pronto el mundo vería una aurora de justicia, de sensatez, de pacíficas negociaciones a lo cual él sonríe y se pone a leer un periódico, pero rápidamente rechazó esta llamada porque un abandono, una decisión precipitada de ceder a la necesidad de refugiarse, sabría que le habría de doler toda la vida y la llevaría sobre la espalda como un fardo de hierro y se haría insoportable porque él no ignoraba que renunciar es lo peor y había que estar allí pese a todas las dificultades, acudir puntualmente al lugar de la cita, con calma y confianza, y mantener la vida cotidiana con la usual normalidad igual a otros tantos que ejercieron oficios, recolectaron frutas, pescaron, sembraron campos y construyeron edificios pese a estar rodeados de calamidades y de riesgos y esta herencia de decisión y perseverancia, él debía proseguirla en la soledad en que estaba y ésta sólo se atenuó al mirar hacia el quiosco y ver allí al hombre que seguía leyendo el periódico, y que en aquel momento estaba pensando:
Este rencor no nace en mí, me viene de mis abuelos, que pasaron sus años recogiendo basura, o sopla de más atrás, de gente encadenada y azotada, de hambres y profundas heridas y humillaciones que se asoman a mis ojos cuando me encolerizo y en mi voz, cuando discuto, se reconoce el sufrimiento de otros que yo hago mío para lanzarlo contra los que odio de esta maldita sociedad de triunfadores, orgullosos de su derecho a todo, de su riqueza y la impunidad de sus decisiones.
Pero nadie habría de saber que esto pasaba por su cabeza al igual que debe permanecer oculto el desprecio por una persona a la que se está sometido, o bien, se calla el irreprimible deseo de acariciar a una mujer a la que debe respetarse, porque, sin vacilar, ha ido a recoger el paquete, y entonces su carne no puede ser motivo de distracción alguna.
No era inútil el esfuerzo de atención y vigilancia que requiere esperar que aparezca una persona reconocible por un abrigo verde, como si los colores fueran lo único ya que define a los seres y diferenciaban en aquella hora a los que salían de Correos y se hundían en la luz insegura del anochecer y cuando eso ocurriera, la tensa expectativa habría de reunir fuerzas y capacidad de resolución para prever lo insospechado, la incidencia que de pronto surge en lo inminente y se juzga ya inmodificable, a pesar de los esfuerzos para que todo vaya bien y se cumplan las instrucciones teniendo la firme convicción de que cualquier cosa debe conquistarse duramente; y también saber esperar la salida de la mujer con el paquete, y descubrirla era su misión de la que muchos estaban pendientes tal como le indicó el enlace que vino de París, que esperaban lo hiciese bien porque ellos dependían de su serenidad y cada cual en el lugar donde estaba, sabía que él vigilaba la puerta y en una ocasión próxima será otro quien lo haga y él estará, a su vez, pendiente de estas tareas a las que se prestaban decididos —que en verdad no eran nada sublime pero sí lo más peligroso que en aquella ciudad podía hacerse—, y eran tareas desinteresadas, en favor de miles de personas ignoradas para las que se deseaba algo mejor que sus atenazadas vidas, tareas que hacían sentirse satisfecho, bien porque se tuviera el temple de cumplirlas, bien porque alguien depositara en ellos confianza y estima que hasta podía quebrar la apariencia adusta que presentan los que se han debatido entre oleajes de mil distintos infortunios, acumulando tal cantidad de temores, frustración, propósitos inalcanzables, que éstos parecen formar una capa de materia invisible y desabrida en torno al cuerpo, que le aísla de sus semejantes, y dentro de él suenan palabras conocidas:
Miro al fondo de mi odio y veo la cara de mi padre, sonriendo astutamente, y me pregunto si ha existido alguna vez este hombre o es una imaginación mía para atormentarme y lanzarme contra todos, deseando destruir y buscar a la vez alguien que me comprenda, que se interese por mí, que me escuche y respete mis palabras…
La noche se precipitaba y hacía desaparecer hombres y coches que atravesaban la plaza y una sustancia innombrable, igual a una inundación de misterioso cieno, iba ocupando el lugar de la luz y sólo bajo los faroles se mantenía la anterior claridad, un reducto del día en el cual era posible leer un periódico o mirar un reloj para sorprenderse de que ya eran las ocho y esa hora no correspondía con lo previsto, que debía cumplirse tal como se había planeado para que ella, al salir por la gran puerta y bajar la escalinata, fuera vista con toda precisión si llevaba o no el paquete, lo más importante para los encargados de observarla y no sólo para ellos sino para personas que no la conocían ni sabrían nunca nada sobre ella pero que dependían de lo que hubiera ocurrido para permanecer en sus casas, a la espera de completar la tarea que ella realizaba, o bien marcharse y desaparecer, y antes, revisar cuidadosamente si quedaba algún papel delator, con algún nombre o una dirección, o incluso algún libro que revelase que en aquella casa se había leído y lo que dijese en sus páginas, había pasado al pensamiento del probable lector que por este mero hecho, debía ser considerado enemigo del orden, y si esto llegaba a ocurrir, él habría de estar, cuando saliese el turno de la tarde, a la puerta de la fábrica ofreciendo los caramelos o tabaco vendido por pitillos sueltos o las otras cosas que llevaba, hasta que aparecía Martínez y él debía tenderle papel de fumar para que supiese —con este gesto mudo pero ya acordado y que él recordada bien—, que ella había salido sin el paquete, lo que muy claramente debió distinguir entre los que salían y entraban, pero si tendía tabaco, eso era un aviso de cuya gravedad hablaron largamente para que no quedara ningún cabo suelto y prever todas las posibilidades, y era la señal de, que a partir de aquel momento se olvidarían del sueño o el cansancio y se entregarían a la desagradable misión de ir de un sitio a otro para dar la alarma y el proceder había de cambiar, medir lo que se hacía, pero que nadie lo notase y no acusarlo en la cara pues cuando ésta ha sido modelada por el aprendizaje áspero de la vida, parece que el saber, el conocimiento, traza rasgos más severos, que hay quien interpreta y comprende que son de dura oposición a lo que ocurre en el mundo o en la ciudad donde se habita y el rostro reconcentrado y serio que parece ocultar una reflexión crítica, a los que temen ser juzgados y son conscientes de que han pactado con la indignidad y viven de ella, les causa un malestar y vuelven la cabeza y no quieren saber nada y ante ésos hay que disimular, que no sospechen que la situación ha empeorado silo que avisa a Martínez, ofreciéndole tabaco, es que la mujer del abrigo verde había salido de Correos cerrándose con la mano derecha el cuello como si tuviera frío o fuera un ademán habitual de cubrirse la garganta, una parte vulnerable o expuesta no sólo al viento en ráfagas sino a miradas ambiciosas a la piel delicada y tibia que desciende imperceptiblemente hacia el pecho, esa zona que ha soñado con acariciar o rozar con los labios para después subir la mirada hacia los de ella para comprobar si se fruncen en una sonrisa de halago o de inicio del placer o al menos de condescendencia para aquella boca que tantea los puntos más palpitantes y pone en ellos la sensación cálida, tan diferente al golpe de frío que haría cerrarse el cuello del abrigo de forma tan normal que a nadie extrañaría, y la mano habría de continuar en aquella posición un buen rato, bajando ella la escalinata y luego acercándose a la parte del paseo donde él, que daba pasos cortos, girando en el mismo sitio, estaría pendiente de observar si la mano se alzaba hasta el cuello, exactamente igual que hubiera hecho la mujer si fuera presa de la angustia o el terror, ya que por un acto instintivo, se protege esa parte donde otras manos pueden aferrarse y apretar con ira hasta estrangular que es una manera de dar paso a todo lo que sentía el que estaba en el quiosco de bebidas, y seguía leyendo el periódico y tenía ante él la segunda taza de café: una necesidad de dar golpes, preciso descargarla en alguien y el día en que yo pueda enfrentarme con mis enemigos, los que explotan a los débiles, los que compran a los jueces, los que medran con el engaño, los que encarcelan y golpean a los vencidos, ese día, cuando mi fantasía sean hombres de carne y hueso, usaré un hacha, una pala, una barra de hierro y así les vengaré a todos y la historia nos hará justicia y seré comprendido alguna vez pues si hoy nadie nos conoce, más tarde se sabrá de nuestro esfuerzo.
Hablan dado las ocho y ella no salía y una aplastante masa opaca detenía su capacidad de pensar ante la sorpresa de que se enfrentaba con lo inesperado, con lo que en las largas conversaciones preparatorias no habían previsto pese a que ambos pensaban y pensaban y se esforzaban en imaginar todo lo que podía ocurrir y para ello trazaban soluciones y en la expresión de los dos podría reconocerse, por algún observador atento pero no indiferente sino capaz de comprender y respetar el esfuerzo del razonamiento, que llegaban a los límites de su capacidad de prevenir, entregados a construir perfectamente una fantasía como era concebir el futuro y que en éste todo se cumpliera según sus deseos, lo cual sólo era posible se diera en cabezas polarizadas por una utopía disparatada, algo propio de soñadores o modestos empleados u obreros que sabían qué aquella utopía era lo único que les compensaba de los bajos salarios, el frío de casas alquiladas en los suburbios, de hambres en los períodos de paro, de vestir ropas usadas, de sentirse basura en un mundo que se medía por la posesión de riquezas, y también darles la seguridad de estar respaldados por una fuerza poderosa y no manifestada, a la que se sentirán vinculados, dispuestos a toda clase de ayudas, tal como el agente que vino de París dijo que ellos podían llegar a todos los sitios y que nadie se creyese solo porque estaban allí donde fuera preciso y esta certeza de fraternidad creaba lazos invisibles aun con aquellos que no se conocían, pues el secreto obligado ponía sus telones entre ellos, pero que tenían mucho en común, pese a las diferencias de caracteres y la versión distinta de las ideas a las que estaban entregados, diferencias qué serían notables pero no obstante así fue siempre y las legiones que ganaron batallas y conquistaron reinos y los ejércitos que derribaron murallas e impusieron coronas, se diferenciaban también entre sí, hablaban lenguas distintas y sin embargo realizaron hechos históricos transcendentales aunque nada tuvieran de parecido con que una mujer no apareciese en la puerta por donde estaba previsto y este episodio sin importancia, efímero, en la terrible historia de las naciones, era ahora desconcertante y casi angustioso, llenaba la plaza con su amenazador imperio de azar y riesgos y había que alejarse o marchar definitivamente dejando sin cumplir lo acordado y llevando la confusión y el desasosiego a todos, abierta la posibilidad de cualquier eventualidad, ya fuera de madrugada una llamada en la puerta, o que un hombre se acercase en la calle, o que una mujer con aspecto insignificante les siguiera: cada sombra sería una trampa y habría que extremar la vigilancia, estar alerta y mantener vivaz la mirada vagando de un lugar a otro, midiendo la distancia a un portal, a un bar donde poder escabullirse, calculando quién es el que se pasea cerca de una comisaría o desconfiar con igual insistencia del que intenta entrometerse en lo que se hace o se deja de hacer, el que escudriña en los caminos interiores queriendo obstinadamente enterarse sobre cada una de las figuras espectrales que cruzan por los umbrales del alma cuando llega finalmente el sueño, poblado de tantos habitantes, donde está la cara de mi padre y comprendo mi odio cuando me pegaba, y ya no podré tener otro para olvidar al muerto, y bien muerto, al padrecito, sí, padrecito, palabra que yo sé bien lo que significa, a lo que en verdad se refiere y las intenciones que hay en ella.
A él le costaría trabajo encontrar las palabras para explicar aquella sensación de deseo de huir, escapar no sabía bien a dónde, dejarlo todo y no volver a ocuparse de lo que significaba que ella hubiera surgido en la escalinata cerrándose el cuello del abrigo, y eso era lo peor, a partir de lo cual ya no habría calma para nadie y habría que avisar de que había sido descubierta, no se sabría bien si por un empleado de Correos al darle el paquete en la gran nave donde los entregaban, o por dos hombres que estaban a cierta distancia y echaron a andar tras ella y al no poder ser porque les atrajese como mujer, pues el abrigo borraba todas las formas del cuerpo y no se podía adivinar si sería joven y apetitosa, habría de ser porque la seguían por haberla descubierto y entonces sólo cabría cundir la alarma y no sosegar porque ya era imposible renunciar o renegar de lo hecho y dejar de ocuparse de aquella lucha contra injusticias concretas que sólo se atacaban con proyectos, con cálculos para el futuro y con esperar un paquete de impresos que una mujer iba a retirar en Correos, cumpliendo ella también un deber de disciplina, y no quedaba más que aceptar la fatalidad de la que ahora se lamentarían y en la cara del enlace de París quizá resbala un mohín de disgusto o de cólera a lo que seguiría una descalificación por aquel fracaso y, probablemente, notaría que dejaban de encargarle tareas o hasta podrían aislarle como un inútil según lo que aquel hombre hubiera explicado en París, aunque apenas hacía unos días hablaban entre sí de un mundo imaginario que largos años se fantaseaba, un paraíso donde cabía toda perfección, y el tesoro de ideas rectas y nobles que cada uno llevaba en su pensamiento, las derramaba sobre una tierra perfecta a la que aspiraban conocer y gozar pues creían cuestión de años que se estableciese por doquier y ese anhelo era análogo al que ayudó al ser humano a abandonar su guarida de animal acosado y lograr las conquistas admirables que ellos, como dos buenos amigos, se anunciaban y se comunicaban aunque luego, en un informe insidioso a París, resultara él único culpable de lo ocurrido y, al denigrarle, sería sospechoso en el futuro, pero ¿qué hacer? Así fue la marcha humana hacia adelante, entre tropiezos y equivocaciones, malevolencias y tanteos, entre sacrificios, decepciones y entusiasmos, pactando con personas que debían considerarse amigas aunque nunca lo fueran, a las que bastará saber de algún acierto tuyo para que te envidien, y si se consideran superiores a ti, te despreciarán, y por eso yo no confío en nadie y ellos, a su vez, desconfían de mí como si yo crease un recelo en torno mío y brotara fuera de mí, por lo que a veces creo que doy existencia a esta época tan terrible que me rodea, de intrigas y ocultación y con esta maldita fuerza interior, estoy creando un campo de batalla en noche cerrada y la delación me sigue apoyada en mis hombros y estas personas con las que ahora actúo, me parecen unos ilusos cuya actividad se reduce a distribuir un periódico en ciclostil, a hablar de filosofías, a soñar con una huelga general, pero yo lo que debo es arrojarme contra los enemigos a los que estoy encadenado, sometido a su imprescindible presencia, para poder odiarlos y sólo esto me justifica estar aquí, ante este café amargo y frío, aunque desear la fraternidad, la colaboración, sea el propósito de todos, la que une con personas desconocidas, de las que nada se sabe excepto que son inaccesibles al desaliento, convencidos de que esta causa ha de triunfar y que jamás, pese a torturas o engaños, nunca delatarán a sus compañeros, los que reparten octavillas a los trabajadores cuando salen de una obra, los que pintan letreros en las paredes, los que echan por debajo de la puerta una proclama, los que buscan trabajo a los que vienen de las cárceles, los que dan un poco de dinero para comida a los presos, todo sigilosamente, mantenido en secreto —ese que se esforzaba en descubrir un poderoso gobierno con la gran organización de sus recursos—, tan hábilmente hecho que nadie percibía tal actividad porque el sentirse perseguidos les hizo cautelosos y el ser portadores de mensajes reservados a través de una ciudad enemiga, les obligó a hablar con voz mesurada y recubrir de un disfraz alusivo las conversaciones en público para que nadie comprendiera nunca lo acordado: si era descubierta y la seguían, como señal, habría de cerrarse el cuello del abrigo, y que tampoco se percatasen de cuál era su verdadera opinión sobre temas banales o fundamentales de la vida, y sólo un iniciado, conocedor de los términos habituales, podría atisbar cuál era su auténtico pensar sobre el dinero, las fábricas, los salarios, pero nunca se habría de saber que aquella mujer, aún joven, con un gesto cariñoso al sonreír y al mirar abiertamente, le sedujo desde que se la presentaron sin darle ningún nombre, y era su ilusión acercarse a ella un día y decirle palabras agradables y recordarle cómo entre ambos había un lazo de ideas, punto común para una buena amistad que debería estrecharse, y si ella miraba complaciente, insinuarle: la amistad es el primer paso para el amor, y acaso ella aceptase tomarla del brazo y entonces la charla cobraría más intimidad y tendría la virtud de borrar tantos sinsabores pues la expectativa del amor hace olvidar la persecución a muerte sólo por repartir unos papeles donde se explica la injusta organización del Estado, o dar a leer una hoja escrita a máquina, casi borrosa, que ha pasado por muchas manos, y extraña que la regresión sea tan desmesurada si se compara esto que ellos hacen con las armas de fuego, las férreas puertas de los calabozos, los tribunales, los hombres armados entrenados muchas horas en gimnasios, si se compara con una actividad que es sólo analizar complejos asuntos económicos de tan difícil comprensión que acaso se limite a poner un punto de luz en una conciencia ensombrecida por la falta de enseñanza.
Harás un gesto de extrañeza y dirás que no sabías nada, pero contigo indudablemente ellos convivían, aunque nadie quisiera darse por enterado de su presencia, y hoy te preguntas cómo no lo supiste y rebuscando en dudosos recuerdos, al no encontrar vestigio alguno, mueves las cejas y, ya molesto, diriges la mirada al aparato de televisión pero allí no los verás, su discreto rastro se encontraba en los rumores o en órdenes policiales de aquellos tiempos ya tan lejanos que todo lo hecho parece infructuoso, un sacrificio de ánimos decididos, consagrados a una divinidad de mil cabezas, indiferente, a la que no llega el aliento breve de la tensión de esperas prolongadas y nadie apresurado va a percibir la demacración del rostro, si es que alguno se fijaba, porque su aspecto era el más vulgar y anodino y así aparecían tras los grandes o pequeños incidentes y noticias y pese a los trajes usados, las camisas lavadas mil veces, los zapatos desgastados, en los diarios frecuentemente se les denunciaba como el gran enemigo de la patria aunque nadie lo relacionaría con su apariencia y te preguntas cómo los hubieras distinguido si no eran hombres fornidos con sólidas espaldas, y fuertes músculos en brazos y piernas, o talentos excepcionales formados en universidades extranjeras, como exigiría el cometido que se proponían de tan gigantescas proporciones que asombra hoy —hacer que la vida en la tierra fuera un paraíso, nada menos—, sino que ése de la caja es de baja estatura, surcada de arrugas la frente, inerme, inseguro, teme que una mano le coja del brazo y sea la delación, frente a la que está desasistido de cualquier ayuda, y haciéndose el distraído calcula el tiempo que lleva ante la gran puerta por donde la mujer debe salir con el paquete de octavillas, pero contra todo lo previsto y calculado, contra su imperiosa, y a la vez tierna, necesidad de verla, ella no aparece y pasan dos horas y la angustia aumenta su confusión por lo que haya podido ocurrir, sus conjeturas fallan y en torno suyo la indescriptible noche se hace dueña de todos los designios humanos.