El último día del mundo

Parecía no quedar ya nadie en el barrio y las ventanas estaban vacías y las puertas las movía el aire y los ratones cruzaban las salas silenciosas y el aroma de la madreselva se perdía sin llegar a aquellos que plácidamente se adormecían en las siestas calurosas. De noche no se oía el llanto de un niño insomne ni el entrechocar de platos en el fondo de las cocinas. En los jardines no sonaban los surtidores sino una rama seca desprendida, la roldana de un pozo movida por el viento, un gato abandonado susurraba un maullido de extrañeza y acacias y jazmines, lilos y geranios estaban callados y daban su luz verde, indiferentes a su próxima ruina. Los chalets que fueron hacía años la ambición de sus constructores, estaban cubiertos de polvo: había polvo en las escalinatas de azulejos rojos, polvo en las molduras de las elegantes fachadas, polvo en los cristales y en las escaleras que bajaban a los sótanos, dominio de humedades y sombras.

Los que habitaron allí y encontraron la felicidad o el ocio en los jardincillos apacibles y los que celebraron cumpleaños y vieron cómo envejecían sus hijos y pusieron por última vez la mano temblorosa en el embozo de la cama, todos, de una forma u otra, se habían ido, cediendo a presiones de los nuevos tiempos y el barrio de chalets fue quedando sin nombres, sin voces, entregado a soplos de viento, a golpes de cornisas desprendidas, a hojas arremolinadas en rincones donde había un guante, una botella sin nada, unos papeles que acaso fueron cartas.

Al otro lado del barrio, el rumor no cesaba y el gasoil movía pesadas máquinas que iban derribando casas, alisando y cubriendo la tierra con un pavimento de piedras y asfalto para formar la gran avenida de los desfiles triunfales.

Como un coágulo de vida familiar, de modestas comodidades, de logros anhelados tras años de trabajo laborioso, el barrio de chalets al interponerse en la marcha de las apisonadoras y las hormigoneras, había sido condenado indefectiblemente a desaparecer. Primero, talarían los árboles y arbustos, luego arrancarían las cañerías, las barandas de hierro forjado, las vigas de madera que sostenían los tejados y empezarían el rápido derribo al que nadie asistirla.

Por las calles bordeadas de acacias se paseaban una mujer y un hombre. Eran los últimos que allí vivían y hablan decidido no marcharse, no abandonar aquel lugar en el que convivieron largos años y al que entregaron su cariño. Decidieron no aceptar mudarse a un bloque de viviendas donde los ruidos y las indiscreciones turbarían la necesidad de reposo e intimidad. Cuando llegasen las apisonadoras sería más cómodo morir con el barrio y con todo lo que éste representaba de soledad creadora, de roce con la naturaleza sencilla del jardín, de existencia tranquila.

Todo estaba preparado para el último día y su inminencia daba mayor efusión a las palabras, al cambio de opiniones, a caricias y a risas; los días que faltaban habrían de ser consumidos en una paz confiada, llena de evocaciones, de bellos recuerdos que habían hecho madurar a ambos, y de tácito olvido de una guerra intestina que había roto convicciones y proyectos. La proximidad del fin les saturaba de indiferencia y comprensión para el cúmulo de errores que acompaña a todas las vidas; entre ellos también brillaban aciertos, horas rutilantes.

Paseaban por sitios conocidos comentando insignificantes detalles de la soledad y la frondosidad de los jardines, la cual se asomaba por encima de las verjas sin impedirles ver el interior, y escuchaban a los pájaros en las copas de los árboles.

Sólo un ruido nuevo les extrañó, podía ser igual a pisadas sobre ramas resecas, y al acercarse más a la casa de donde venía, sorprendieron a un hombre ante una alta hoguera que daba su crepitar en un montón de papeles, carbonizados unos, otros retorciéndose entre llamas apenas visibles, convertidas en humo.

Libros: desde la cancela veían que eran libros; el hombre los abría, los desgarraba y echaba al fuego con movimientos lentos, y se volvía a coger otros de una pila de ellos que tenía detrás: parecía obedecer mecánicamente a un designio de destrucción.

La pareja empujó la puerta del jardín que hizo ruido y entonces el hombre les miró, sostuvo la mirada un rato y dio unos pasos hacia ellos. La mutua extrañeza les hizo contemplarse: era un hombre joven, habría pasado los treinta años, quizá estaba en el límite de los cuarenta, con expresión seria, una arruga entre los ojos, de intentar comprender, y el pelo sobre la frente ya clareaba. Quienes le miraban era una pareja que podría ser similar en edad o acaso con unos años más, con igual gesto atento y vigilante, decididos a juzgar, con una imperceptible señal de decepción.

Tardaron en hablarse pero cuando ellos dijeron en voz alta lo que pensaban: su asombro al encontrar alguien allí y además haciendo una hoguera, el hombre les explicó que aquélla era su casa y aquéllos eran libros que no quería conservar. Les habló a cierta distancia, con desconfianza pero al replicarle la pareja que ellos vivían allí y nunca le habían encontrado, él se acercó y les preguntó que cómo era eso, si el barrio había quedado vacío y todos se fueron, y al ver que ellos se encogían de hombros, él sonrió y les dijo que también ese movimiento era suyo porque estaba dispuesto a no obedecer las órdenes, que había regresado a donde vivió años antes y que asistiría al final de la casa donde nació.

Se acercaron a la hoguera y tomaron algunos libros y vieron títulos y autores preferidos y se lamentaron de que los destruyese. No sabía él qué hacer con ellos, nadie, creía, se interesaba por tales lecturas, lo mismo que por muebles antiguos y otros recuerdos que aún conservaba y señaló hacia dentro de la casa. Y efectivamente, cuando entraron allí los tres, en las habitaciones estaba reunido todo lo que fue ornamento y confort de un hogar. Un desorden que aumentaba la curiosidad por objetos múltiples, cuadros, ropas, lámparas de cristal, altos espejos, viejos baúles… Y el recorrer los espacios entre aquel hacinamiento dio lugar a comentarios y a conocer mutuamente opiniones y gustos. Al volver al jardín, donde la hoguera se había apagado, le propusieron comer con ellos.

Desde que habían tomado la decisión final, la pareja preparaba exquisitos menús y se divertía cocinando platos suntuosos y compraba los vinos más selectos y buscaba conocer las posibilidades del placer del paladar. Y durante esta primera comida con el desconocido comprobaron que él entendía la razón de aquel cuidado y participó alegremente de la oportunidad. Y así comprendieron que podían ser amigos y compartir la felicidad última que se habían propuesto, y al oír ya claramente expresada cómo iba a ser ésta, les confesó que él también había decidido acabar cuando todo acabase.

Asombrados de aquel encuentro y de coincidir en muchas ideas, pues también él era un vencido de la guerra, satisfechos de hallar un igual en tan singular situación idéntica, la pareja le retuvo con su charla hasta la noche. Pero al día siguiente él les llamó desde la calle y cuando entró en el jardín vieron que les traía un regalo, un gramófono antiguo que se apresuraron a hacerlo sonar, poniendo un disco tras otro, a la vez que se manifestaban los tres como amantes de la música. A veces, la voz de Caruso o un vals de Chopin parecían despertar ecos en los jardines vecinos pero si al aparato se le acababa la cuerda, escuchaban un silencio total y lejos, el bramido de las máquinas que proseguían su fatal avance.

El desconocido les propuso que fueran a vivir con él: dispondrían de toda la casa y podrían ir descubriendo el contenido de aquellas habitaciones donde guardaba sus recuerdos de familia. La pareja le convenció de que era más fácil que se viniese él y se trajese consigo cuanto quisiera: vivirían juntos mientras fuera posible.

Y así fue como empezaron una vida en común sin hacer nada más que aquello que les agradaba, agotando los largos días del caluroso verano en juegos, en charlas, en mutismos de comprensión, saboreando los minutos que pasaban, indiferentes a lo que vendría después, proponiéndose olvidar las calamidades de la reciente derrota.

Reunieron el dinero que tenían; cuando se acababa, iban a vender algún objeto de valor y con su importe adquirían en el mercado negro cuanto necesitaban para mantener sus diversiones y su bienestar. Mediada la mañana preparaban una comida suculenta; el olor que salía de la cocina y que a mediodía perfumaba el jardín, atraía a gatos vagabundos que a cierta distancia veían cómo, a la sombra de las dos acacias frondosas, se extendía una gran mesa cubierta de un bello mantel y donde, entre búcaros de flores, se alineaban platos y copas para un reposado almuerzo que duraba más de dos horas.

El sonriente desconocido, al que habían dado el nombre de Falstaff, traía cada día de su casa nuevos motivos de sorpresa para divertir a la pareja, la cual, a su vez, le mostraba colecciones de grabados, de postales, de mariposas, reunidas por un abuelo suyo, y le contaban la historia de viejos retratos de parientes que habían estado en Cuba, y se reían de su actitud rígida sometidos a todas las prohibiciones de la época.

Después de la comida tomaban golosinas y licores cuyo alto precio no dudaron en pagar y leían en voz alta a algún autor que los tres admiraban y las horas transcurrían comentando aquellas lecturas o haciendo que Falstaff, con su bella voz, recitase poemas que ellos también sabían de memoria.

De noche, cuando refrescaba el ambiente, a la luz de unas velas —la luz eléctrica fue cortada hacía tiempo— que daba a las habitaciones y a sus caras un aspecto misterioso y nuevo, hacían música. Desempolvados violines y guitarras y un xilófono, improvisaban; la iniciativa de los compases imprevistos se unía a sus voces, desentonadas, rotas por las risas, que a coro entonaban canciones conocidas. Las intensas sombras que les cruzaban los semblantes les sugerían el maquillaje de actores orientales y al día siguiente se pintaron las caras y eligieron los colores que más les convenían y se consagraron a hacer teatro, sin espectadores, sin más escenario que sus últimos días. Nuevos personajes cruzaban entre los macizos de geranios y celindas: un rey asirio, una especie de paje medieval, un hada envuelta en gasas y tules, según lo que se proponían representar y de acuerdo con los caprichosos ropajes que cada uno eligió en los baúles donde, hacia sesenta u ochenta años, mujeres que desearon ser admiradas habían guardado largas faldas de terciopelo y blusas tornasoladas y capas y camisones de abundantes encajes. La escalinata del jardín era la escena preferida donde se oían largos parlamentos que interrumpían carcajadas y aplausos.

Una tarde, a los sones de un clarinete, en la balaustrada, ante la puerta principal apareció una Salomé con resplandeciente túnica multicolor y una máscara plateada que le ocultaba medio rostro y declamó las inquietantes palabras: «Estoy prendada de tu cuerpo, Jokanaan. Tu cuerpo es blanco como las azucenas del campo, nunca tocadas por la hoz. Tu cuerpo es blanco como la nieve en la montaña de Judea. Las rosas del jardín de la reina de Arabia no son tan blancas como tu cuerpo, ni los pies de la aurora, ni el seno de la luna sobre el mar, nada en el mundo es tan blanco como tu cuerpo». Los brazos se extendían lánguidos y ondulantes hacia un Jokanaan inexistente, mientras Falstaff entre los jazmines trepadores, con calzón corto y amplia blusa recamada de damasco, y en la cabeza una gran boina cruzada por varias plumas verdes, gritaba: «Pero señor, si él os arrastra al mar o a la espantosa cima de ese monte, levantado sobre los peñascos que baten las olas y allí tomase alguna otra forma horrible, capaz de impediros el uso de la razón…».

Sonaban más agudos los compases del clarinete y Falstaff, sentándose en la escalinata, se cubría con las manos el rostro y fingía sollozar «Existir o no existir, ésta es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros de la fortuna injusta u oponer los brazos a este torrente de desventuras y darlas fin con atrevida resistencia?».

Salomé descendió unos escalones, abrió su túnica y se mostró desnuda y se inclinó sobre Falstaff. Este recibió sus besos y sus caricias, sintió el peso de sus piernas en las suyas y en la dureza de la escalinata comenzaron lentamente a conocer sus cuerpos.

Pasó un largo rato, vinieron unas ráfagas de cálido viento, la música vacilante seguía acompañándoles y las fastuosas ropas se fueron desprendiendo y la boina rodó lejos y ellos dos, unos minutos estrechados firmemente y otros, distendidos y separados, fueron deslizándose hacia el suelo de tierra y allí prosiguieron los juegos del amor mientras el día iba cayendo. Al fin, quedaron quietos, con la respiración apresurada, y los músculos relajados; detenían la mirada en el cielo a través del follaje de las acacias en las que piaba un enjambre de gorriones.

El clarinete había cesado como si el músico, reclinado en su butaca de mimbre, estuviera sumido en igual letargo pero cuando ellos se levantaron del suelo y corrieron hacia la fuente seca y allí con la manguera empezaron a echarse agua, él bajó también, se despojó de la escasa ropa y entre carcajadas los tres se ducharon, se persiguieron con el chorro de agua que con su golpe plateado y frío les espabiló del sopor de la tarde.

Cuando a medianoche decidieron irse a dormir, Falstaff no se retiró a la habitación que antes ocupaba, sino que amplió el lecho de la pareja y los tres, en la penumbra que daba una vela rodeada de libélulas, se entregaron a las sabias posibilidades del amor. Y se durmieron por fin, entrelazados como un único cuerpo.

Al amanecer del día siguiente y al alzarse del sueño, se miraron con gesto descansado y cariñoso y según pasaban las horas sintieron nacer un íntimo bienestar que les permitía en su trato ser más libres y tiernos. Una mayor vitalidad les llevó a nuevos juegos en el jardín alternados con charlas de total sinceridad sobre las mejores experiencias de sus vidas. Habían reunido en torno suyo los productos de la inteligencia y de la maravillosa inventiva, el arte y las cosas naturales y gozaban de todo ello en un dominio excepcional donde fugazmente podían identificar los placeres y la felicidad, quizá también el olvido: repasaban láminas de libros, aspiraban el aroma antiguo de cofrecillos en maderas raras, se extendían desnudos sobre sedas y raso y se adornaban con collares y flores para adquirir un mayor atractivo y dar una imagen nueva a sus cuerpos que acariciaban y suavizaban con aceites y perfumes. Y desde aquella noche se intensificó el deseo de comer, de contar sueños, de distanciarse de los episodios tristes del pasado, de disfrazarse de las formas más extravagantes y audaces, y a la hora de la cena, cuando los licores y los vinos de marca habían puesto su fuego en el alma de los tres amigos, brotaban de la oscuridad, como regalo inesperado, y aparecían a la luz de las velas, máscaras bellísimas que realzaban espléndidos desnudos.

Cierto día comprobaron que no salía agua de los grifos; comprendieron que las máquinas se acercaban y que un día o dos más tarde los guardas de las obras se presentarían allí y ellos no podrían seguir entregados a la libertad.

Salieron a la calle y escucharon muy cerca el estruendo de los derribos en chalets próximos y las voces de los trabajadores que cargaban los pesados camiones con los materiales inútiles que antes fueron viviendas.

El final había llegado y así, serenamente, lo reconocieron y convinieron en que no podían demorar más la decisión tomada. Estuvieron unos minutos vagando por el jardín y luego entraron en la habitación que era el dormitorio común y donde estaba acumulado lo que ellos habían juzgado más bello y más digno de acompañarles. Sacaron de un armario las dosis que habían guardado celosamente y las disolvieron por igual en tres copas de vino que bebieron a la vez, sin decirse nada. Sabían que el efecto no tardaría en presentarse y se tendieron en el lecho; allí, como una despedida, se abrazaron y besaron estremecidos por la emoción del adiós y así llegaron los primeros síntomas, contracciones y calor asfixiante, y luego perdieron la conciencia y los cuerpos quedaron inmóviles, entremezclados y rígidos sobre las sábanas que habían sido sus compañeras.

Ellos nunca supieron que no habían sido los únicos habitantes del barrio abandonado y que sus fiestas, sus banquetes, sus mascaradas, su embriaguez de deliciosos vinos y de amor, habían sido presenciados por tres muchachos que día tras día, les espiaron a través del seto de la verja, y admirados y atónitos contemplaron cómo se divertían, cómo leían en voz alta, cómo jugaban al croquet y a la pelota y cómo sus voces entonaban risas y canciones.

Dos muchachos y una chica, amigos aburridos en aquel verano, habían deambulado por el barrio vacío y descubrieron un chalet donde unas personas hacían algo que ellos envidiaron, y al escucharles y verles, se sintieron atraídos por ellas y todo momento lo aprovechaban en correr hasta la verja y allí, escondidos, seguir cuanto de admirable les revelaba la imaginación y la espontaneidad.

Pero aquel día les extrañó su ausencia y por la tarde se atrevieron a entrar en el jardín y pisar la escalinata y el umbral de la casa. No se oía ningún ruido, ni música, ni una voz. De puntillas avanzaron por las habitaciones y llegaron a una en cuya puerta se detuvieron: los vieron allí, tendidos en un gran lecho, yertos y lívidos, sobrevalorados por una nube de moscas. En todo el espacio de la habitación se amontonaban muebles y cuadros, libros y botellas, lámparas y figuras de bronce y en el reflejo de un gran espejo se vieron los tres chicos como aterrados visitantes. Su inteligencia joven comprendió la verdad de lo que descubrían y sin hablar una palabra se dispusieron a huir pero un pensamiento común les detuvo: un tesoro estaba al alcance de sus manos.

Dieron unos pasos cautelosos en el dormitorio y empezaron a apoderarse de lo que más les gustaba. Un sombrero, la túnica de Salomé, una botella de licor dorado, collares, libros de estampas, una enorme caja de bombones, una cimera de plumas… y cuando tuvieron los brazos llenos, los tres salieron corriendo, atravesaron el jardín y en la verja miraron si en la calle alguien les sorprendería, pero todo el barrio estaba totalmente desierto y el postrer resto de vida, la asombrosa existencia se había extinguido a sus espaldas.

Los muchachos huyeron hacia otro barrio; acaso éste, pasados muchos años, sería amenazado de iguales destrucciones y ellos también preservarían así, en soledad, un brizna de belleza, de amor, de dicha, mientras esperasen que llegara el último día del mundo.