Camino del Tíbet

«Es conveniente desviar la mirada si de noche, a la altura del techo, aparece una mano o una cara; se aconseja distraer el pensamiento cuando en los muebles se oigan palabras susurradas o los objetos cambien de su habitual sitio o las puertas se entreabran sin que nadie las toque. Hay que desentenderse de importunos visitantes igual que apartamos la mirada de un montón de basura». Aquellos consejos los oyó varias veces, de tal forma que los repetía al volver a su mesa conmocionado e inquieto… «debemos evitar cuanto pueda perturbar nuestra conciencia que en ciertas épocas se ve asediada por lúgubres apariciones, al pasar cerca de carnicerías o de inmundas tabernas, donde se hace visible un ser doliente, ya terminado su ciclo vital, un espectro que, acabada la existencia, aún se aferra a sus bajos apetitos…» pero era preciso ante todo escribir aquella carta, terminar el borrador para que al día siguiente fuera leída en el grupo y corregida, si hiciese falta, y enviada a la persona que habría de recibirla, que acaso le extrañase al llegarle a las manos para luego reflexionar sobre lo que significaban sus párrafos, el primero de los cuales estaba escrito con letra apresurada, y esbozada la idea inicial del segundo cuando, sin poder contenerse, se levantó de la mesa, movido por un deseo de andar o de acudir a una llamada que no era posible en aquellas altas horas de la noche y en el silencio que inmovilizaba la casa, fue a la puerta, abrió y dio unos pasos sobre la alfombra del pasillo y levantó la mirada y volvió a ver los espectros que acudían a él inexplicablemente aquellos días cuando no le había dominado ningún pensamiento indigno y sólo ocupaba su mente la figura serena y equilibrada de aquel que habría de recibir la carta, la cual era el tema de permanente conversación con los amigos y nada justificaba la visión repugnante que le hizo retroceder, cerrar la puerta y quedar unos segundos apoyado en ella no porque temiera que pudieran penetrar, pues hacía meses había colocado en tres esquinas de su cuarto los exorcismos apropiados para impedir la entrada a tales huéspedes al espacio sosegado, limpio, tibio y aislado como esfera de cristal en un mar de confusión y errores, en cuyo centro estaba la mesa cargada de objetos habituales, libros, plumas, los cuadernos, el cenicero lleno de frágiles cenizas, apoyos de toda alma solitaria como único lenitivo de la inquietante noción de que siempre el exterior era hostil, y se llevó la mano izquierda a los ojos y recobró la serenidad necesaria para sentarse de nuevo ante la hoja de papel en blanco, resplandeciente bajo la luz de la lámpara que iluminaba tan sólo un pequeño círculo, dejando en sombra toda la habitación.

Iluminaba también sus manos, con venas azuladas y el vello de las falanges, la piel blanda y ligeramente húmeda, húmeda en todas las circunstancias no sólo ahora cuando, aún tenso y entristecido, se disponía a reanudar el borrador de la carta y para hacerlo bien debía tranquilizarse pero su respiración en el silencio producía un silbido idéntico al que en otro sitio de la casa, el sueño daba su ritmo acompasado, que oía a pesar de la puerta cerrada y el aislamiento de estar amurallado por un estante con libros y por cuadros y pesadas cortinas en el balcón, protectores de todo riesgo, merced a cuya calma había podido escribir la primera frase que creía obligada: «Somos un grupo de amigos que buscan el sendero», comienzo que definía perfectamente lo que eran todos en aquellos meses, refugiados en una relación casi constante, unidos por la convicción de que eran parecidos, tal un grupo de hermanos pero sin padre y, por tanto, sin la rivalidad que crea el proyecto de ser grato y querido de la autoridad paterna y la ausencia de desconfianza fortalecía esa fraternidad aunque les impusiera la vacilación de sentirse solos ante unos años adversos con posibles sorpresas en cualquier instante, que romperían su predisposición pacífica, mesurada, de dominio de pasiones y vulgares apetencias y de búsqueda de los grandes ideales del espíritu, que adensaba una atmósfera especial según pasaba la tarde y la conversación sobre temas elevados ganaba en mutuo entendimiento y enseñanzas, y a ese grupo tenía que presentar la carta que, redactada con sinceridad, despertaría sin duda el interés de quien la leyese, y miró las líneas en el comienzo de la hoja de papel, sobreponiéndose a la impresión producida por la aparición reciente que le hacía preguntarse ¿por qué atraigo a estos restos de personas que murieron hace mucho, que fueron sin duda groseros o malvados? ¿Es que soy igual a ellos? Pablo les había explicado con voz pausada que eran cascarones inútiles que quedaban prendidos al mundo de la materia por el cual vagaban y había que borrarlos de la mente y pensar, por ejemplo, en los argumentos que tan claros le parecieron al grupo para conseguir lo que deseaba: «No satisfechos con las lecturas que hacemos, que a la par de sobrecargar nuestro pensamiento concreto nos muestran los límites de la razón,…», escrito lo cual dejó la pluma en la mesa y prestó atención al exterior pero sólo le contestó la quietud más absoluta y en el vacío que percibió en torno suyo regresó al único lugar donde encontraba afecto, al gabinete sencillo y acogedor donde se reunían cuando habían terminado las actividades cotidianas y el pensamiento tendía al descanso, junto a palabras afables, junto a la tetera de porcelana y la fragilidad de las tazas y las cucharillas para agitar el azúcar y el plato donde estaban las pastas de vainilla que se iban tomando despacio a lo largo de una velada que podía prolongarse mucho tiempo y cuando el sereno en la calle golpeaba el pavimento con su bastón de madera y hacía oír sus pisadas, ellos bajaban por la escalera despidiéndose en voz queda para no despertar a nadie y que ninguno de los vecinos, que acaso insomne podría oírlos, descubriera que ellos se reunían hasta aquellas horas de la noche para Dios sabe qué asuntos, siempre lejos de la realidad, ya que no sería capaz de imaginar las largas conversaciones que se trenzaban acerca de creencias, de países remotos, costumbres Orientales, poderes de la mente superior, prácticas adivinatorias y experiencias sobrenaturales, hombres excepcionales que dieron a la humanidad sus enseñanzas, en momentos propicios a la fantasía, cuando las quimeras hacen su sutil aparición y la amistad se siente más cercana, acaso porque ninguno de los amigos se propusiera algo en concreto, salvo vivir entre la incertidumbre y la espera por no saber si al terminar la guerra en Europa se instauraría una democracia y sería posible reunirse libremente, como era antes de la guerra civil, cuando tenían su local, su biblioteca, sus conferencias, y allí se conocían personas con aspiraciones superiores, y no verse obligados a escribir a don Esteban, temerosos, y esta expectativa les igualaba, razón por la cual estaban allí sentados, en un círculo mágico, teniendo en las manos las tazas y siguiendo los movimientos de la tetera que vertía en ellas un contenido de color ambarino coronado de finas volutas de vapor oloroso, y cuando la tetera volvía a la mesa, la charla o la lectura en voz alta se reanudaba y les envolvía igual a una cortina que aislase de la agitación o apagase un largo sollozo que se oía aquellos años en las calles y en los campos de todo el país, imponiendo su terror, ensombreciendo los ánimos, pero ellos estaban en un recinto cerrado donde si la charla se detenía podían meditar y serenarse en el silencio cruzado de íntimas comunicaciones.

Se volvió a pasar las manos por los ojos y se preguntó por qué había vuelto a ver a aquellos huéspedes, a la altura del techo, una fila de rostros compungidos, suspendidos por una fuerza que les liberase de toda gravedad, descoloridos, sin frentes, sin mandíbulas, otros con grandes huecos en los ojos, de algunos colgaban residuos de cuello o los dientes sobresalían carcomidos y deshechos igual que usados hacía muchos siglos, y aunque él sabía lo que eran aquellos restos, necesitó unos minutos para serenarse mientras contemplaba sus manos fuertes y pasivas, ligeramente enrojecidas que no sólo ahora le distraían de su tarea de escribir una carta convincente, sino en otros momentos las había mirado con un punzante desagrado interior: las uñas grandes, redondas, bordeadas de una piel agrietada y con esos dedos cogió el lápiz y escribió: «Precisamos de una mente clara que nos guíe y en quien tener un apoyo y centrar nuestro…», manos que todos fugazmente habrían visto al levantar su taza para que Elisa se la llenase cuando venía de la cocina y aparecía con la tetera como si trajera un doméstico símbolo de fraternidad y se le sonreía aunque ella con frecuencia mostrase una seriedad reconcentrada, aún más en aquellos últimos días en que se planteaba si llamar por teléfono o escribir a don Ernesto y confesarle: «Le necesitamos a usted» y ella no decía una palabra, incluso se levantó de su butaca y se acercó al balcón retirando ligeramente el visillo para mirar a la calle, a la casa de enfrente vista mil veces, que en aquella hora empezaba a oscurecer su color terroso, e hizo un mohín de aburrimiento y salió del gabinete y fue a la alcoba, cerró la puerta tras de sí y repitió los movimientos que había hecho varias veces a lo largo del día: se aproximó a la ancha cama hasta que las piernas rozaron el borde blando del colchón cubierto por la colcha azul, se inclinó y contempló el cuadrado de tela anaranjado sobre cuyos matices y tornasoles se alineaban los objetos que había ido reuniendo cuidadosamente, buscados en todos los rincones de la casa hasta que creyó tener suficientes y los extendió sobre el trozo de aquella seda delicada que conservaba hacía mucho, desde que era joven, como algo precioso, y únicamente había hecho aquella operación porque la seda era como su propio cuerpo, era ella misma, extendida en la cama, el cuerpo ancho y blanco, cuerpo vencido de desánimo y hastío en la gran cama de matrimonio, ondulada y tibia, abrigada por la gruesa capa de la colcha en la que destacaba la seda irisada y sobre ella, cositas y objetos en simétrica ordenación, en un círculo amplio, hecho con granos de arroz, dentro del que había otro, multicolor, de botones grandes y pequeños que a su vez contenía un cuadrado trazado con cinta verde en cuyos cuatro ángulos había otros tantos espejillos, y entre uno y otro, plumitas —a la izquierda, rojas; a la derecha, blancas; abajo, amarillas; arriba, verdes— y junto a ellas montoncitos de azabache que aun cuando entonces el sol ya no entraba en la habitación, centelleaban igual a ojos apasionados que brillan en una noche de fiesta o en el supremo momento del amor, allí precisamente, en la cama baja y desmesurada, donde dormían hacía dos años, juntos y alejados, charlando e intercambiando ideas sin que las manos rozaran el cuerpo del otro, sin que las piernas sintieran el contacto frío de la carne ajena, frío o ardiente, blando o rígido, allí donde otros miembros tienden a aplastarse con fuerza e incluso los dientes, cuando los ojos brillan como brasas, clavan sus bordes afilados, siendo la respuesta no un grito sino una carcajada contenida y complacida que puede disolverse en un beso a mil lugares del cuerpo herido por los estigmas del placer que distiende piernas y espalda sobre el colchón, no, no aquel colchón al que la lana daba su superficie irregular aunque la seda anaranjada estuviera perfectamente alisada para que no rodasen las bolitas blancas de naftalina y trocitos de metal oscuro, hojas de laurel formando un cuadrado que abarcaba otro más pequeño de flores granate de geranio, de las que partía una reja de cordoncillos negros y grises que ocupaban el centro de aquel conjunto que ella repasaba con atención de sus ojos ligeramente exoftálmicos que correspondían a su cuello grueso en el que se iniciaba una papada coincidiendo con el punto de unión al pecho, cuyas ternuras siempre cuidaba de llevar tapadas y que sólo se descubrían por las noches al acostarse cada uno por un lado de la cama, a la luz de bombillas de pocos watios y en la discreción del respeto, de la educación, de los elogiados sentimientos de castidad, de elevación, de dedicación a las ideas superiores, de desdén por lo que fuera oscuramente relacionado con los órganos excretores, órganos innobles que no parecían guardar relación con los maravillosos órganos de la vida mental, y la mano, la mano carnosa y bien proporcionada que despacio se tendía —era necesario efectuar esta última consagración— hacia el centro de los círculos e iba a colocar allí una pequeña fotografía, desvaída, gris y blanca, con una acusada doblez que indicaba claramente haber sufrido un uso descuidado, el uso que cabe a una fotografía que es ser guardada y sacada de algún sitio con frecuencia y contemplada o mostrada a otra persona y que en un momento de cólera, de soberbia, de envidia o desesperación la habría arrugado, pues la mano, ese órgano tan perfecto y en tan sutil comunicación con los tejidos nerviosos cerebrales, también podía crisparse, muy parecido a la garra de un animal salvaje.

«Sí, forma tu mándala si lo quieres: pinta los círculos… con sangre y pon trozos de piel humana, arranca las uñas a una rival tuya y colócalas en fila entre tazas de veneno, gusanos, cucarachas y en el centro no te olvides de unas tijeras abiertas… ése es el mándala que te hará avanzar».

Palabras de Antonio, recordadas igual que recuerda una persona toda su vida si la desnudaron en público y escarnecieron y se burlaron de ella; se había quedado quieta sin poder responder más que con un gesto que pretendía ocultar su estremecimiento mientras que los amigos prorrumpían en exclamaciones como ¿Pero qué estás diciendo? ¿Y eso a qué viene? ¿Por qué le dices a Elisa tales disparates? A lo que Antonio replicaba que si no era más que un disparate según ellos, en eso quedaba, en disparate, pero, sin embargo, él había pasado su mirada fugazmente por sus ojos y a ella le había parecido que él sabía mucho de sus pensamientos reservados, y la niña que estaba en la fotografía con su vestidito color gris y la cara redonda también gris no hubiera entonces imaginado que, llegada a cierta edad, se vería colocada en aquel eje de una rueda mágica, de un centro armoniosamente equilibrado por la disposición de tantos elementos sorprendentes, pero saturada de miedo, de frustraciones, tal era su vida cotidiana y dejada allí, metida en una cartulina arrugada y desgastada, en espera no sabía de qué mientras gravitaban en el recuerdo las insultantes palabras de Antonio que sólo podían ser explicadas por la práctica frecuente entre ellos de hacer el juego de tratarse con sinceridad, hacerse críticas unos a otros y hablar con libertad de sus sentimientos pues sabían que no debía rechazarse al ser malvado que convive con el bien, tan auténtico y verdadero como el bondadoso don Ernesto sobre el cual en los últimos días habían discutido si dirigirle o no una carta, dado el carácter impreciso que tiene el mensaje que llega sin palabras ni voces sino en los trazos de una escritura regida por los humores momentáneos de la persona que la traza y si tendrían más posibilidades de que él se sorprendiera y sintiera nacer un afecto hacia el grupo, poniendo la frase «Usted nos puede ayudar» que era imprescindible pues representaba un cambio en ellos ya que siempre buscaron la ayuda en los libros, especialmente en los que pertenecían al padre de Pablo y que tenían las tapas desgarradas, medio deshechas, con cierto olor raro, con la calidad propia de lo que fue muy usado por las manos de su padre que leía de noche cuando llegaba del trabajo y la madre estaba preparando la cena y Pablo le contemplaba como si aquel hombre mayor, endurecido, cansado pero aún fuerte, estuviera cumpliendo una orden al inclinarse sobre el libro y cogerlo con ambas manos y ponerlo muy cerca de la cara; veía tanto respeto, tanto amor, que él no se atrevió a tocar ninguno hasta que fue mayor y sólo leía en las cubiertas los títulos o los nombres de los autores pues el padre nunca se los ofreció a él o a sus hermanos, aparte de que la madre parecía ignorarlos, y acaso por ese respeto, Pablo no confiaba en lo que decían las personas y sólo se dejaba aconsejar y aceptaba la sabiduría de los libros que luego en el grupo se intercambiaban y regalaban y procuraban comentar aunque a veces no traslucían admiración ante lo leído sino que en sus páginas se buscaba no más que el consejo o la admonición, que una boca invisible dijese lo que debían hacer o pensar de tal o cual asunto personalísimo o general, siguiendo el ejemplo, si se trataba de biografías, de algún sabio que pudiera ser como querían ser ellos, en una obsesiva contemplación de sí mismos, pero los libros, ya fuesen mudos o hablasen largamente, les presentaban hechos sorprendentes que rompían con todas las monotonías y les arrebataban al Tíbet, a Persia, a la India, les llevaban a exóticos paisajes parecidos al que contemplaban todos los que entrasen en la salita, colocado entre los dos balcones, destacando sobre el color ocre de la pared en un cuadro que puesto allí avisaba —como emblema místico colgado al cuello de un penitente— acerca de una consagración íntima, razón por la que no estaba en la puerta de la calle, ni siquiera en el vestíbulo, sino en la habitación donde se reunían, leían en voz alta y se comprendían mutuamente; distintivo secreto del que muy pocos entenderían su hermético significado salvo aquellos que, en el círculo inexcusable de las adversidades del tiempo, entrasen en busca de una ayuda no muy precisa y desearan ser acogidos, o los que por tener sensibilidad a los paisajes de alta montaña, les gustaba detener allí la mirada y reconocer aquellas cimas del Himalaya a la vez que intuían que la liberación de las angustias cotidianas la lograrían si viviesen allí donde planea el espíritu con su vuelo de halcón en la transparente y fría atmósfera de las cumbres nevadas que hace traslúcidas las lejanías sobre las nieblas de los ríos, las selvas, las dolientes vidas humanas, lejanía de borrosos matices donde cada perfil era igualado en los tonos pálidos de la acuarela, hacia los cuales los allí reunidos levantaban los ojos en determinados momentos, por causas indudablemente legítimas, de inquietud o bien de frecuente tristeza indefinible, y ese sentir era percibido por Marta que profundizaba su mirada en quien fuera, le sonreía y llegaba a ponerle la mano en el brazo en señal de entenderlo y de que ella estaba a su lado como un apoyo mudo pero tierno, y tal era la forma en que muchas veces miraba a las personas, incluso apenas conocidas en las que percibía esa ráfaga de desaliento, notaba que sufrían y su deseo hubiera sido tocarles las mejillas, acariciarles el pelo, pero a eso nunca llegaba y sí sonreía dulcemente con un gesto de comprensión profunda que acaso quien la recibiera no alcanzara a captar por qué se expresaba de aquel modo, o quizá sí notaba un aligerarse del peso que hería su corazón e igual debió de sentir Elisa cuando un día, habían quedado las dos solas, le confesó que ella lo que experimentaba era hambre de amor, de estar pegada al cuerpo de un hombre que la estrechase con arrebato, y poco le importaba lo demás, casi morir sería lo mejor después, y se hubiera avergonzado de haber hablado tan alocadamente si Marta no la hubiera mirado con una maternal comprensión y con un gesto que era de total acuerdo como si aquel amor que experimentaba hacia las personas con las que se cruzaba no fuese sino también una compensación del que no recibió, siempre a la busca de unas manos amorosas, de una boca inagotable, del cerco abrasador de unos brazos que la ciñesen y la sostuvieran, si ella, en el vértigo de la entrega, sentía que el suelo se hundía y las piernas se doblaban.

Nunca había hablado tan claramente al hombre al que estaba unida, el cual se sentaba habitualmente en la butaca del rincón desde donde se dominaba a todos, con una sonrisa contenida que ninguno llegó a saber si era benevolencia o ironía desdeñosa y de la que ella había tenido que retirar la vista, oprimida por una súbita sensación de distanciamiento y sin concretarlo apenas, un deseo de estar en otro sitio, no allí cuando Lorenzo extendía las cuartillas que había escrito y comenzaba a leer el borrador que corregirían entre todos y su voz era vacilante porque ahora iba, sin duda, a ser juzgado con dureza por Antonio, cuya postura en la butaca era especial, no debida al cansancio o a una dejadez pasajera sino a una decisión en relación con los demás, con su actitud delante de ellos y cómo les dirigía la palabra: el cuerpo estaba plácidamente hundido y a la vez negado a todos, como ausente, cómodamente puesto allí mientras los ojos entornados daban a uno y a otro lentamente su atención, afirmando o refutando, con un ademán medido, casi dispuesto a no intervenir si el tema no fuera de su interés; igual lentitud tenía el menor movimiento al inclinarse hacia la taza de té o el cenicero que desplazaba mecánicamente para demostrar que su pensamiento volaba lejos, indiferencia que hacían patente los labios apretados con que respondía las más de las veces y en cierta ocasión que oyó decir a Pablo que nuestro mundo es como un diamante perdido en el universo, que refleja la luz de las estrellas, le preguntó si a él le parecía que éstas fuesen los ojos de un ser inconmensurable y remoto y cuando Pablo le dijo que sí y que no puede extrañar que la estela de sus órbitas influya sobre la suerte de los hombres, Antonio hizo un gesto de conmiseración que fue captado por Lorenzo, el cual murmuró que las estrellas nos contemplan y son distantes y frías como los ojos de una madre, tras cuyas palabras hubo uno de los silencios en los que con frecuencia se caía y en cuyo mágico cristal se hablaban con voces inaudibles y sólo se oía algún ruido en otros pisos de la casa o una voz por la escalera o el lejano paso de un coche y esos minutos de recogimiento tenían lugar porque la frágil sensibilidad de todos precisaba serenarse, y al cabo de un rato Lorenzo alzó las cuartillas y leyó: «Deseamos que sea usted nuestro maestro y nos ayude a avanzar en una senda que se nos presenta difícil».

Consideraron terminada así la carta y Marta le dijo a Lorenzo que a ella le gustaría recibir cartas bien escritas, incluso sin conocer a quien se las enviase porque una carta es como una confidencia y puede tener el mismo calor que las palabras más insinuantes, y como se riese y moviera con coquetería la cabellera rubia y alborotada y sostuviera en Lorenzo los brillantes ojos, oyó la voz de Antonio diciendo algo de romanticismo a lo que Marta contestó sin dirigirse a él, que no le importaba ceder a las fantasías de su imaginación, que era una forma libre de pensar, y eso venían ellos a hacer al discutir si escribían o telefoneaban a don Ernesto, si la llamada sería poco cortés pues no se ve a quien habla, lo que habría forzosamente de provocar una frialdad, o si la carta transmite sólo el pensamiento racional y no la tensión de los sentimientos, y estuvieron, por fin, de acuerdo en solicitar por escrito la relación con aquel hombre sereno y amable, de pelo blanco y rostro reposado y sonriente que sabía escuchar y analizar lo que oía para luego dar siempre una opinión que mejoraba e incitaba a proseguir el curso del pensamiento si bien Lorenzo aventuró que se podía debilitar aquella unión del grupo, lograda gracias a una comprensión mutua en la paz herméticamente cerrada, acolchada, en la quietud de una casa antigua medio dormida y de una calle apartada, un núcleo de espiritualidad en la templanza protectora de la suave luz de la lámpara y de la discusión tranquila en la que debía cederse la palabra al otro y nadie interrumpir y cada opinión debía ser escuchada y comentada como si hubiera el deseo de medir su justa intención, por ejemplo, de convencer a don Ernesto, pues el poder de la palabra habría de tenerse en cuenta, cual una dinámica que desencadena un proceso infinito de choques y contrachoques en la expansión de la onda de su sonido que al abrirse en círculos cada vez más anchos llega a confines alejadísimos del universo y permanece a través de siglos, de años–luz, y en razón de esta responsabilidad, se medirían las palabras como sin duda hacía Pablo, con voz baja y lenta, al afirmar que le parecía un iluminado, un verdadero maestro capacitado para ayudarles a seguir adelante, sin aconsejarles, sin darles normas precisas sino replicando a sus palabras con propuestas que en parte serían inesperadas para suscitar la progresión de la búsqueda, o sea, una expectativa de ese algo hacia el cual tendemos y que acaso es una pulsión que nos viene del pasado pues la ceniza de aquello que se consumió y quedó atrás nos nutre y nos impulsa en la tarea del vivir, que no es sino construir un palacio magnífico y cuando parece acabado y completo, se incendia y las llamas de la rápida muerte, lo borran y las pavesas vuelan y se funden con otros seres, y don Ernesto con su gran experiencia de vida les llevaría, por una parte, a conocer las voces antiguas que resonaban en ellos y, por otra, a eliminar los restos de fantasía que bloquean la conciencia, a lo que añadió Lorenzo que él tenía la duda de si el maestro había de ser necesariamente un ser iluminado: la enseñanza suprema llega del que menos se piensa, la persona más abyecta puede ser un maestro, y al pedirle que explicara tal idea, dijo que aquellos días había leído un cuento tibetano que se propuso olvidar, porque le inquietaba, pero que había decidido hablarles de él dado que le impresionó precisamente porque estaba relacionado con su busca de un maestro y su lectura había sido como una advertencia de lo que podía depararles la relación con don Ernesto y, si querían, se lo contaría con mucho gusto:

Una noche de invierno, en la casa de un noble pide albergue un soldado mudo que va de camino. Entra en la gran sala, donde está reunida la familia y los criados, y se sienta junto al fuego, al lado de un peregrino que también ha pedido hospitalidad. Todos miran extrañados al soldado que no puede hablar sino con sordos gruñidos, pero la joven señora de la casa se fija más en él, se interesa por su gesto ensimismado y es atraída por su aspecto mísero. Cuando llega la hora del descanso, cesan los trabajos y todos se retiran a dormir pero pasa cierto tiempo y la señora toma la decisión de bajar a encontrarse con el soldado. En silencio, sin que nadie la oiga, llega a él y con suavidad le despierta. El hombre, que había cruzado antes la mirada con ella, comprende por qué ha venido y la acaricia y se entregan al placer ante el fuego mortecino pero no se percatan de que el peregrino, al parecer dormido, les contempla. Tras este conocimiento de amor, ella vuelve a su cámara, se viste zapatos de camino, coge un puñado de monedas y con el soldado sale por la puerta de las cuadras al campo batido por la nieve. A la mañana siguiente, los gritos de las sirvientas anuncian la desaparición de la señora, no hay rastro de ella, preguntan a los pastores pero no pueden encontrarla. El peregrino escucha los lamentos y como nadie se ocupa de él, calla y se marcha con su bastón de reliquias, reemprendiendo el camino en busca de su maestro.

Pasan meses y el peregrino va de un lugar a otro en su paciente búsqueda. Al atardecer de un día de primavera llega a un albergue de caravanas y entre el ruido de los viajeros y las caballerías, él se sienta en la paja de un rincón, lejos de la hoguera donde se calientan los mercaderes. De pronto oye una voz de mujer que canta: es una canción aguda, de las estepas del Norte, como un grito en que no se distinguen las palabras. El peregrino ve surgir una mujer que se acerca al fuego: probablemente está bebida, lleva la cabeza descubierta y viste desvergonzadamente ropas de hombre muy usadas pero en el tono de la voz hay una alegría que proclama el triunfo de la voluntad, el desprecio por la suerte, el placer de dejar libre el alma de toda contención. La reconoce enseguida y, detrás de ella, el soldado mudo, harapiento y sucio cual un perro herido, que mira con temor a los mercaderes. La mujer no es ya la esposa de un noble sino otra persona distinta en la que lo auténtico, lo espontáneo se ha abierto camino y expresa al cantar su propia destrucción. El peregrino va hacia ella, se arrodilla y murmura ¡Maestro, sé tú mi maestro! Pero ella ni siquiera le mira.

No había hecho pausas y al terminar estaba fatigada la voz; pasó la mirada por todos los reunidos para confirmar que le escucharon y como nadie hablase, hizo un gesto de excusa, encendió un cigarrillo y esperó hasta que Pablo dijo que la mujer del cuento le parecía más bien una proyección del peregrino que creaba un ser a su imagen y semejanza para no tener que seguir adelante en su difícil empresa de hallar un maestro, pero el gurú debe ser una figura ejemplar, como acaso don Ernesto que daría enseñanzas en un sentido amplio, pero Pablo hablaba con cierta inseguridad y volvió al silencio que todos guardaban, igual que si el relato hubiera desconcertado y no quisieran opinar, desagradados al plantear la duda acerca de la esperanza que alimentaban aquellos días, insinuación que Marta pareció querer rechazar al decir inesperadamente que ella sólo aceptaría como maestro a un hombre como don Ernesto, el único que les comprendería y ninguno más, pues cualquier otra persona podría ser hasta peligrosa si por un comentario suyo se sabía que ellos eran teósofos, palabra que provocó un brusco movimiento de las cabezas hacia ella, de sorpresa, pero tan rápidamente como surgió la extrañeza, se alzaron réplicas que tranquilizaban: ellos no hacían nada que atentase al orden ni al gobierno, ni difundían ideas subversivas y Antonio dijo que ya había prohibido terminantemente mencionar esa palabra y como Marta no le respondiese, se callaron pero de nuevo se había suscitado la convicción de que las suyas eran unas creencias muy diferentes a las que oficialmente se proclamaban y se exigían: ellos no adoraban a un dios en forma de hombre sino a infinitos dioses, o a ninguno, y vivían virtualmente aislados o, como opinó Pablo cierto día, igual a judíos de la Edad Media, rodeados de vecinos con otra religión que podrían en cualquier momento acusarles de temidos designios conspirativos y como por un destino inmutable habían de ser perseguidos con motivo de la radical separación con los demás, y presentían que sólo unas pocas personas, a las que nunca llegarían a conocer, sintonizarían con lo que ellos pensaban y en consecuencia tendrían cerradas todas las posibilidades en aquel país donde su concepción del alma, del mundo, era considerada delictiva y herética, por lo cual el sentirse distintos, únicos, forzosamente les imbuía una sensación de superioridad sobre tales vecinos dominados exclusivamente por ambiciones y pasiones frenéticas, problemas de subsistencia material, a los que se esforzaban en comprender mediante un trato afectuoso pero distante pues creían haber alcanzado un grado de evolución que les distanciaba de quienes tardarían siglos en llegar a lo que ellos llegaron y por esta noción de separatividad eran contradictorios cuantas veces mencionaban la tragedia que hacía unos años asoló el país: la guerra civil, entre cuyos dos bandos se proponían permanecer neutrales no obstante saber bien que uno de ellos era su inexorable enemigo.

Aquel silencio penoso lo rompió Marta para decir que las cárceles estaban llenas, y que oyó a dos personas en el «metro», que hablaban en voz muy baja junto a ella, decir que todas las noches en las tapias del cementerio, en el lado del barrio de La Elipa, se fusilaba a muchas personas y ese horror le espantó: un vaho de sangre invadía todo el país y aún peor, el aura de sufrimiento en tantos corazones se extendía como el barro de una inundación y lo cubría todo, y los deseos de matar y los propósitos de venganza, se disimulaban con hipocresía para que nadie notara en los rostros el estigma del odio, y los demás, fingían indiferencia para no atraer los peligros de la delación y la sospecha que como un emisario del rencor iba por campos y senderos hasta las chozas más aisladas, o zigzagueaba por calles concurridas para detenerse ante puertas cerradas por el miedo y ella percibía, aún en su protegida situación, en la que no le afectaban estos riesgos, como un alarido lejano, porque no en balde se usaban armas que dan muerte súbita y provocan un grito inarticulado que la materia repetía y repetía hasta rozar los finos terminales nerviosos excitados por tan desgarradora realidad.

Antonio había estado mirándola mientras hablaba y le desapareció su sonrisa al decir que estaban equivocados, que no se daban tales crueldades, que los hechos no eran como la gente malintencionada decía, hubo una guerra muy cruel, tenía que reconocerse, pero ahora todo se olvidaría y volvería la normalidad; no bien se calló, Lorenzo le replicó que quien había ganado la guerra era el más viejo fanatismo y, prosiguió con el gesto nervioso de la boca cuando contradecía, que el mismo Antonio, pese a sus convicciones derechistas, se haría sospechoso si revelara sus ideas filosóficas porque éstas no eran aceptadas y eran contrarias a la ideología oficial y le recordó que él mismo en más de una ocasión les aconsejó no mencionar el nombre de Madame Blavatski por temor a que alguien lo oyese y les denunciara.

Dejaban vagar las miradas recorriendo quién sabe qué escenas lamentables cuando Marta murmuró que el temor había aumentado desde que se habían sabido detalles del fusilamiento de García Treviño, de un pobre anciano, un hombre inofensivo, que apenas pudo entender los interrogatorios que le hacían, y esto, de lo que ella se quejaba con voz opaca y emocionada, Antonio lo interrumpió porque él iba a enterarse bien de lo ocurrido al secretario de la Sociedad Teosófica y no le bastaban las habladurías aunque era cierto que sufrían vivir en una tierra recorrida por la violencia generalizada pero así podrían concebir cómo maduran las ánimas poco evolucionadas y esperan en la negrura doliente de su tiempo, igual a los fantasmas insatisfechos y melancólicos que acuden al atractivo de las carnicerías, de los hospitales, tendiendo a una sangre y a una carne que fue su más inmediato soporte y al que anhelan reintegrarse o devorar lo que nunca podrán morder, y se deleitan con el olor yodado de las vísceras a las que quieren alcanzar cuando entran en el cerebro hueco de la médium para desde allí, burlarse de los afligidos que están en círculo, con los dedos unidos sobre el velador, intentando oír o ver algo asombroso en la penumbra de su desamparo.

Será preciso aceptar que cada uno vive en el país que ha merecido, en el que le corresponde por la ley del karma según sus actos en vidas anteriores y aquellos hechos y la ciudad que les rodeaba era el dominio peculiar de su esencia no manifestada, como el espacio más íntimo de todos ellos, a lo que Lorenzo contestó que nada sentía en común con aquel amontonamiento de casas en áridas llanuras con vertederos secos bajo un sol de plomo, pero quién sabe si el alma es una continuidad del mundo en el que vive: este país, hundido en pobreza y constantes guerras intestinas, será la imagen fiel de sus habitantes, o acaso de los torpes gobernantes que siempre los rigieron, y al oír esto intervino Marta como si hablase para sí: ¡cuánto necesitaban sentirse en comunión con otros parecidos a ellos! También opuestos a las corridas de toros, al alcoholismo, a las guerras en Marruecos, a los hidalgos flamencos y orgullosos y a sus cacerías crueles, pero no debían desfallecer porque toda luz está rodeada de tinieblas y aún aislados mantendrían la fe en su doctrina y no renunciarían y acaso en esto se parecían a los comunistas aunque tuvieran un ideal tan distinto al suyo.

Estas palabras alzaron de pronto, en el centro del círculo que formaban, un fantasma que les espantó y exclamaron a la vez que cómo podía hablar de comunistas y qué tenían de parecido con ellos, pero Marta insistió que era cierto que se parecían: estaban perseguidos, se reunirían en secreto como ellos y también aspiraban a que el mundo mejorase si bien era por caminos opuestos: el proyecto de felicidad de ellos era liberarse de la esclavitud de la materia, de los deseos impuros, de la fugacidad del pensamiento, e incluso tenían el sueño de un país ideal: Adyar, en la India de los brahmanes.

Con un tono claro y enérgico Antonio dijo bruscamente que había rogado muchas veces que no hablasen de política, que no era conveniente tratar tema tan desagradable y menos sacar a relucir al comunismo que había traído la lucha de clases y hecho tanto daño a personas sencillas a las que engañó; aquella comparación era falsa porque la suprema esperanza la ha puesto siempre el hombre, y no sólo los comunistas, en un ideal inaccesible y distante, situado en el futuro pero ellos no tenían nada que ver con ese futuro material ni con luchas políticas que eran propias de seres no evolucionados y de obreros, y según oía esto Lorenzo bajó la mirada al borrador de la carta: «No estamos sujetos a trabajos fijos…» y esta frase le llevó a pensar en la suerte que tenían de no depender de inminentes necesidades económicas, gozando de tranquilidad para charlar, lo que ciertamente era propio de privilegiados porque de forma casi providencial pertenecía a una minoría de soñadores, pero ¡nada de marxismo! Volvió a decir Antonio, haciéndoles una tácita censura de no haber rebatido con más insistencia a Marta, la cual se volvió hacia la puerta que se abría y en ella apareció Elisa sujetando la tetera con dos manos y la oyeron decir que ellos no eran obreros, efectivamente, pero ahora tenían miedo, estaban acosados y ella estuvo así toda la vida, rodeada de una vaga amenaza, y esperaba que en cualquier momento se destruyera todo: era la revolución lo que temía, pero últimamente estaba dispuesta a terminar con tal miedo, ¿qué podía hacerle a ella la revolución?, deseaba no ser ya la niña tímida que siempre fue, que no se atrevía a tomar decisiones, porque de no haber sido por esa rémora en su carácter, hubiera estudiado o buscado un trabajo y hasta no se hubiera casado, y dejó de hablar levantando la mirada al techo, soñadora o arrebatada por inesperada desesperación cuando Pablo se incorporó en la butaca y con voz alta que él nunca empleaba, le aconsejó que no se callase, que siguiera diciendo todo lo que tuviera necesidad porque había comprendido que estaba inquieta y le convenía hablar mucho, abrirse al grupo, mientras que Elisa iba a la mesa, dejaba la tetera y con los hombros un poco hundidos dio unos pasos hasta apoyarse en el respaldo de la butaca en la que estaba sentado Lorenzo a la vez que Marta se levantaba, la enlazaba por la cintura y la decía que comprendía bien su temor porque ella lo sintió parecido, como una gran soledad, toda la gente en torno suyo era inexpresiva y ajena, por eso, cuando una tarde su padre la llevó a una reunión, cuando vivían en París, y vio hombres cantando, con banderas, que se saludaban y parecían confiados, entonces tuvo la sensación de la amistad y se consideró capaz de entenderse con aquellas personas.

Lorenzo giró el torso para mirarlas, cerró los ojos y se irguió cuando notó que los dedos de Elisa, movidos automáticamente, le rozaban el pelo de la nuca y la oyó murmurar que siempre había temido la revolución… y estremecido volvió a bajar la vista a la carta que tenía ante él —la frase final sería: «Por favor, ayúdenos»— mientras sentía la mano que le comunicaba un temblor por toda la espalda y procuraba no mirar a Pablo que tuvo un gesto fugaz de sorpresa pero lo cambió en un balanceo de cabeza al decir fue, como todos sabían, nada es casual, ya sean arrebatos de las pasiones, delirios, pesadumbres o alegrías, todo nos está destinado hace siglos porque en la antigüedad hicimos algo que sólo aquí y ahora tendrá su contraimagen, su rectificación y esta penitencia hace anhelar lo contrario de lo vivido, y luego desvió los ojos hacia la taza de té y parecía no oír un hum… hum… sarcástico de Antonio que estaba dirigido sin duda a él, y callaron todos por el peso de la atmósfera inesperadamente tensa hasta que Lorenzo se incorporó murmurando algo como que deseaba salir a la calle; se levantó de la butaca y fue hasta el balcón donde recortó su silueta sobre los cristales y la insignificante casa de enfrente con filas de balcones en el color indefinido de la fachada pero por encima del alero del tejado, el cielo ardía con sus torrentes de arrebol a los que Lorenzo miraba como un único horizonte en aquel momento angustioso para tener la sensación de libertad y poder exclamar que necesitaba salir a dar un paseo, pero Antonio, insinuante, le dijo que volviera con ellos, que no renegase de su realidad, a lo que Lorenzo sonrió como doblegado a la resignación, a la aceptación del grupo y volvió a sentarse y cuando Elisa le preguntaba si quería más té caliente, porque el de las tazas se había enfriado, Antonio ladeó el cuerpo tal como estaba sentado, forzando los hombros a seguir el movimiento de los brazos y con ambas manos cogió el espejo de marco de plata que estaba sobre la mesita que les separaba del balcón y lo llevó, trazando una curva en el aire, hasta ponerlo frente a Lorenzo a la vez que le preguntaba si conocía a «ése», marcando la entonación que daba a ciertas frases triviales al borde de la ironía, pero Lorenzo torció bruscamente la cabeza sobre el hombro. ¡Por favor, no me hagas eso! Y se le vio cerrar los ojos y demudarse como al recibir un duro golpe en el vientre: habría entrevisto en el espejo las mejillas con la sombra de la barba afeitada, la frente con dos arrugas horizontales y tras él, una puerta entreabierta que le invitaba a la huida, pero de pronto, Elisa, como si cediera a un impulso instintivo, arrebató el espejo de manos de Antonio y se miró en él, acaso con idea de enterarse de algo o ver qué imagen fugaz había quedado allí, pero debió de encontrarlo vacío, solamente la superficie gris de una lámina pulimentada, porque alzó el brazo y con fuerza lo tiró al suelo y fue a estrellarse el cristal que reflejó tantas fisonomías, tintineó con un sonido limpio en el parquet y varias esquirlas saltaron lejos en forma de estrella.

La figura de la mujer aún guardaba la actitud del impulso cuando Lorenzo se levantó y despacio salió por la puerta que daba al pasillo y que pareció absorber todas las energías concentradas en el grupo y dejar la habitación a oscuras y los que se quedaban se volvieron a Antonio que a su vez paseaba la mirada impasible de uno en uno y Marta le gritaba por qué había hecho aquello y Pablo había tomado la mano de Elisa, que seguía de pie, en cuya blandura él ponía los dedos intentando calmarla o acaso transmitirle la necesaria serenidad, hasta que Antonio volvió a su sonrisa y dijo que por qué les desagradaba tanto verse en un espejo y a eso Pablo le replicó que no debía haberlo hecho, era una brutalidad, y Elisa entonces liberó la mano del contacto en la piel blanquecina, como ocultando la obscenidad de un cuerpo desnudo y retrayéndola hacia el bolsillo de su vestido, formó un puño bien cerrado, emblema de cólera contenida o de resentimiento que así buscaba libertarse, y permaneció de pie, sujeta al silencio que les dominó parecido a una cortina echada de pronto, a un biombo que oculta figuras inconvenientes, a la carpeta que se cierra guardando papeles de íntima reserva. Pasados unos minutos Pablo murmuró que probablemente Lorenzo necesitaba ayuda y debían dársela ellos: tendiendo las manos a Marta y a Antonio, formaron los tres una rueda, cogidas apenas las puntas de los dedos, y así estuvieron callados mientras Elisa les contemplaba dándose cuenta de que la mesa en el centro de aquel círculo, con tazas, ceniceros de cristal, el jarrón con flores artificiales, el tabaco, constituía un mándala igual al que ella hizo pero éste era creado por la casualidad y no expresaba, como el suyo, la aspiración a definir y concretar su personalidad, y cuando levantó la vista ante ella tuvo a su padre vestido con un guardapolvo viejo, sobrevolando a un palmo del suelo, con un vaso en la mano a la altura del pecho como dispuesto a beber y la miraba a ella pero Elisa no sintió espanto ni extrañeza sino curiosidad por aquella figura traslúcida, en el rincón del balcón, junto a un macetero y a la izquierda del cuerpo ancho y sólido de Antonio, igual que si emanase de su organismo y se volviera a fundir con él cuando dejara de mirarle, y así lo hizo, dio media vuelta, se marchó de la sala precipitadamente, entró en la alcoba, fue derecha a la cama, apoyó allí las rodillas que sentía iban a doblarse, miró su mándala que a la velada luz de las persianas casi cerradas, daba ligeros destellos en los elementos que lo componían, y al fijarse comprobó que éstos permanecían inmóviles, no como unas horas antes que estaban en movimiento, agitándose sin mudar de sitio e intercambiando su naturaleza; ahora el mándala estaba quieto, cristalizado, y comprendió que ya no guardaba relación con sus entrañas de mujer ni con su figura, ya no reproducía su desasosiego y los arrebatos íntimos, tan incomprensibles: ya no era más que un alfabeto mudo de tendencias pasadas.

De un manotazo brusco desbarató aquel firmamento inerte, lo deshizo y oyó el ruido de cómo todo caía al suelo a la vez que sentía una respiración poderosa que la llenaba y la presionaba el pecho y cuando tuvo la convicción de que estaba roto el vínculo invisible con aquella materialización inquietante de sus fantasías, que por un corto espacio de tiempo se concretaron en la armonía y el enigma del mándala, poseída de una necesidad de actuar, volvió a la sala para mirar fijamente a Antonio, rígida, inclinándose hacia él unos tensos instantes hasta que pudo decirle que había cometido una bajeza, que él no era ningún iniciado y que contra él se volverían las consecuencias de su intención tortuosa al jugar con el espejo, y su método, que consistía en desconcertar con inesperadas preguntas o respuestas sin lógica, lo había aprendido seguramente en algún libro de divulgación pues era lo que hace el gurú para despertar la mente del discípulo, pero no se daba cuenta de que los discípulos del Zen son pobres muchachos campesinos con escasas luces que admiten ser tratados con desdén pero no los podía comparar con Lorenzo, y así descubría que su técnica de mostrarse reservado y enigmático para intimidar a quien le hablase, era una parodia, todo lo cual Antonio lo escuchaba con atención, las manos firmes en los brazos de la butaca mientras tomaba su piel un color grisáceo y fruncía las cejas, contemplado por Marta y Pablo, atónitos ante aquella escena.

Ya en la calle, Lorenzo, muy alterado, daba unos pasos y tenía ante sí un vacío de casas maltratadas por el tiempo, perspectivas de un solo color ocre, calles por las que había pasado al venir a la reunión y las vio con la marca de la pasada guerra que nada podría lavar y que igualmente dejó en las almas rastros, contagiando incluso ámbitos más hondos al parecer intangibles, y bajo esta consideración desalentadora anduvo al azar como el que sabe no tiene dónde ir, salvo regresar y volver a rehacer una escena desdichada que ya no era posible juzgarla con la ecuanimidad que daba la certidumbre de que bondad y maldad son dos polos de una misma energía, los cuales se fusionan eternamente, pero, tan maltratado en su sensibilidad por las actitudes dominantes de Antonio, aceptarla era superior a sus fuerzas y aunque había aprendido que si hay oprobio en las vidas humanas fue obra de todos que lo crearon y cada uno es culpable, en aquel momento dejó caer esta ley igualatoria y se sintió muy herido por quien le puso ante su rostro el espejo, «¡Ayúdanos, ayúdanos!» se le ocurrió murmurar, y éstas serían otras de la palabras de la carta que había que decidir con aquellos amigos, conocidos ocasionalmente y que, pese a todo, apoyaban hacía unos meses su vida y por hondas razones se consideraba unido a ellos, pese a diferencias de carácter y siendo consciente de que todos se debatían en los egoísmos y en la confusión de asimilar unas enseñanzas aprendidas de memoria pero no fundidas con el sentimiento, no obstante lo cual sabía que ellos eran los únicos heraldos de un estadio futuro de la humanidad, llamados a dar una luz salvadora, como dio Lucifer, destinados a anunciar un Evangelio renovador, y fue descendiendo hacia el Viaducto y se apoyó en la baranda para descargar allí su mezcla de vergüenza y disgusto por lo ocurrido, y evadirse en el amplio panorama que desde allí veía, los distantes barrios, el perfil de las montañas y las nubes de inmensas dimensiones, fantásticas formas y colores al atardecer —lo único grandioso que podía contemplar en una existencia de estrechos límites—, y a la carta debería añadir: «Incomprendidos»: pensaba en el grupo aunque intuía que el recto camino ha de recorrerse no importa con quién, el fin es caminar junto a los que el azar ordene, pues el maestro puede ser una persona indigna, una mujer embriagada que canta en la noche de la perdición y el envilecimiento.

La soledad de aquel sitio se hizo tan intensa, se sintió tan carente de todo afecto o ternura, abandonado en la calle por una persona irremplazable que se distanciaba y se iba, que decidió volver a casa de Pablo, de forma que cuando sonó el timbre de la puerta, un timbrazo breve, era fácil comprender que regresaba a una reconciliación consigo mismo pues la única forma de vencer el error es hermanarse con él y aceptarlo, pues toda la vida está repleta de errores ininterrumpidos que parecen ajenos, con la calidad rara de lo que no fue nuestra voluntad, y cuando Marta le abrió y él entró al pasillo oscuro, ella, como si el episodio del espejo les uniera más, con voz apenas perceptible le dijo que no tuviera miedo y él asintió con la cabeza y miró al techo previendo que en aquel momento volvieran los espectros —serían un dedo helado tocándole el cerebro—, y le puso la mano en un brazo y la mujer se aproximó para apoyarse en su pecho, en un deseo de entrega, a cambio de una ternura que esperaba, pero él no la rodeó con sus brazos sino que quedó rígido contra la pared, quizá buscando un equilibrio que precisó especialmente al aparecer en la puerta de la sala y ver a los amigos que estaban vueltos hacia él, en las caras, un gesto de interés, de comprensión, o eso al menos le pareció, y confuso, bajó la cabeza, bisbiseó un rápido perdón y volvió a sentarse en su sitio, tuvo una sonrisa de excusa y tendió su taza que Elisa llenó de un té ya frío que él se acercó a los labios sintiendo su sabor amargo y al dejarla en la mesa, comprendió que en su ausencia algo había ocurrido en el grupo y le pareció que Antonio estaba destruido, con el rostro desfigurado, envejecido, y entonces Lorenzo hizo un movimiento que nadie hubiera interpretado sino como timidez: se miró las manos y al final de las falanges peludas, encontró unas uñas redondas y planas que él cuidaba para aligerarlas de fealdad pero la certidumbre de revelar una naturaleza torpe, incluso brutal, le llevó a establecer una relación entre ellas y algo que había dentro de él, su peor enemigo, al que despreciaba y que sin embargo era su esencia; si bien, observando a las cuatro personas que tenía delante, y que fingían estar distraídos con el té, encendiendo cigarrillos y apagando cerillas, se le ocurrió la idea de que también sus dedos podían ser testimonio de su época, ya que cada período de la historia se expresa a través de ciertos seres, hechos y mínimos detalles que lo definen, aunque probablemente aquel grupo en su desorientación no estaría dispuesto a reconocer que, yendo en busca de una vida espiritual pero sujetos por mil ataduras a prejuicios y creencias negativas, reflejaban los años azarosos y dolientes que al transcurrir día a día los igualaban a su época y a todos los que la componían, a los gobernantes y a sus víctimas, a los traidores y a los inocentes y, con más razón, a los que fueran más semejantes a ellos que en otros rincones de la ciudad tantearían un camino de salvación, ya fuesen estudiosos de orientalismo y conocedores de ciencias ocultas o simplemente seres desvalidos, quizá arrastrando una orfandad o una desviación vergonzosa que marcaba la congoja en sus caras, y he aquí que Lorenzo pasó los ojos por los hombros de Marta y vio, por primera vez, que se transparentaban en el encaje de la blusa y le pareció que, no obstante su tono de voz maternal y el clima de castidad que todos elogiaban, ella habría atraído y habría desatado con su carne tendencias apasionadas, que a él tanto inquietaban, que acabaron por irrumpir en la plácida habitación acogedora, o quizá él, verdaderamente, era el culpable de ser la causa, con su brusca marcha, de haber producido aquella fractura en las ondas mentales que les unían a pesar de ser muy distintos entre sí, tan diferente él de Antonio, siempre éste queriendo ejercer un poder a lo que acaso le llevaba estar convencido de haber agotado sus posibilidades de realizar algo bello, pero fue Marta la que rompió aquella situación para pedirles que escuchasen, y con voz lenta, teniendo en la mano un libro, leyó: «En el silencio profundo ocurrirá el misterioso acontecimiento revelador de que se ha encontrado el sendero. Lo anunciará una voz que habla donde no hay nadie que hable; lo anunciará un mensajero que llega, mensajero sin forma ni palabras; entonces se habrá pisado el camino de la luz…». Era una invocación a la esperanza, leída para Lorenzo y éste la miró sonriendo, correspondiendo a su intención, pero el breve párrafo no suscitó ningún comentario y todos parecían sumidos en cavilaciones y fue Pablo quien, cuando nadie lo esperaba, propuso que mejor que enviar una carta a don Ernesto sería llamarle por teléfono, pedirle una entrevista y, en persona, explicarle el deseo de todos y así él les conocería y su mirada podría recorrer los rostros y el aspecto de cada uno y sabría cómo eran y con su clarividencia comprendería en qué grado de evolución estaban, si la fuerza del deseo les dominaba, ese deseo que causa los sufrimientos del mundo pero que, a la par, tiende a los más nobles designios, y por ello la necesidad de maestro sobrevivirá a la existencia individual y pasará a otra persona y alguien, quién sabe cuándo, se sentirá atraído hacia las enseñanzas místicas, pues el deseo no muere y el haz de ensueños que forma la conciencia de un hombre le llega de muy lejos y es un impulso que trasciende su fugaz encarnación actual, y sin vacilación, tras escucharle, todos acordaron que Pablo tenía razón y él se mostró dispuesto a telefonear, se levantó y fue hacia el aparato que estaba en un estante, buscó un número en la guía y lo marcó, rodeado de la expectativa del grupo, muy atentos todos cuando preguntó por don Ernesto y enseguida vieron cómo la cara de Pablo se contraía y le oyeron murmurar ¿Pero cuándo ha ocurrido? Y ya no dijo más, colgó el teléfono y les miró con ojos dilatados hasta que pudo bisbisear que había muerto hacía cinco días.

Oyeron su voz rara, desconocida, y los amigos quedaron estupefactos y bruscamente un sentimiento de desolación se extendió por todo el espacio de la habitación, les asfixió con igual dolor que sintieran los mendigos al atardecer, los soldados heridos y abandonados, los galeotes encadenados a la galera, todos los que fueron sometidos a un alambique de dolor donde se decanta el alma, se purifica lo más pesado y denso de los seres vivos de un planeta que parece inflamado de una combustión de sufrimiento y que sólo, tras millones de siglos, perderá esa energía vibrante que se llama calor, o conciencia, o vida, regresando al estado de helada materia inorgánica, y será un errante asteroide, monumento gigantesco al dolor en el que estaban hundidos, nuevamente solos, sin guía, y ahora se preguntaban cómo sucedió, cómo no lo supieron, nadie les llamó para comunicárselo, las personas afines no se habrían enterado y la imagen del posible maestro se distanciaba, se hacía inabordable, pronto se esfumaría en el pesado silencio en que cruzaban miradas mudas, aplastados bajo un bloque de piedra, dominados por aquella catástrofe íntima que para cada cual tendría un significado distinto al buscar la causa de que la muerte les negara al maestro que habían supuesto tan unido al estudio de la Doctrina Secreta y de la sabiduría perenne, y sumergidos en esta aflicción oyeron la voz de Marta diciendo que no debían abatirse, encontrarían al maestro si es que lo merecían, mañana volverían a reunirse y aunque estuvieran un poco más tristes, hablarían de temas enaltecedores y se darían ánimos y poco a poco quedarían libres de aquella frustración y les proponía que desde ahora olvidaran a don Ernesto, que quizá no existió nunca y sólo fue un sueño.

El sueño le venció inesperadamente y la cabeza fue bajando para apoyarse en los brazos doblados sobre la mesa y descansó en ellos con todo su peso hasta que tuvo delante una fila de carcomidos rostros espectrales y percibió gemidos en un corredor de muros enmohecidos y el espanto le hizo abrir los ojos y se encontró en el centro de un mándala conocido, su habitación, ordenada con bellos muebles, objetos queridos, una cama acogedora, cortinas y fuertes contraventanas en el balcón, al otro lado de las cuales quedaba la crudeza del amanecer, las imposiciones inexcusables que eran el territorio ajeno, eludido como se evita cruzar un desierto libre y frío, con vientos poderosos que alzan remolinos en altas mesetas camino de cumbres, hacia las cuales levantó su mirada sorprendida y desde su refugio atisbo laderas inhóspitas de un picacho blanco y agudo, iluminado por la noche eterna, que reconoció de forma inequívoca como el cuadro que tantas veces había mirado en casa de Pablo y que aparentemente no le había sugerido nada y que ahora, con una sacudida interior, se convertía en algo o alguien de primera importancia para él y le estremecía, como aterroriza la naturaleza grandiosa de los ventisqueros inaccesibles, sí, inaccesible montaña, cubierta de hielos, solitaria, muda, impenetrable, tal era la realidad que siempre tuvo ante él, altivo Everest que contempló docenas de veces mientras oía hablar de Plotino o de Krisnamurti, y entonces tomó el lápiz y escribió precipitadamente, sin pensar:

Eres tú mi montaña, montaña de los vientos y de los hielos, sola. Te hablan y te callas, te miran desde lejos y las nubes te ocultan. Oh, altísima montaña de los hielos, tan sola. Estás dentro de mí, quiero escalarte. Tu cima se levanta, sube hasta el infinito sobre los fríos glaciares, las borrascas de nieve, abismos, soledad… para detenerse recorrido por un escalofrío que anunciaba fiebre, pero se sobrepuso y escribió una línea más:

Una fría mirada resplandece en tu cumbre… y apartó la hoja de papel y se sintió súbitamente desazonado de haber escrito aquello y antes de levantarse de la mesa rompió la hoja en varios trozos y los tiró al suelo, y apretando las manos junto al pecho, con voz sollozante dijo: ¡Marta! Y aunque sabía bien que nadie respondería a su llamada, prestó oído pero sólo escuchó el silencio absoluto que ocupaba la casa y la tibia habitación herméticamente cerrada.