Antiguas pasiones inmutables

Había tanto sigilo que nadie se atrevía a penetrar la esencia escondida de los hechos o de las intenciones, el porqué de unas figuras desgastadas en el frontón de la fachada o qué ocultaba el afán incontenible de dinero o, en las ambiciones de la época, cuánto había de inapelable destino y cuánto de voluntariosa decisión pero nadie revelaba, del río de sombras que era el transcurrir de los meses, los episodios incomprensibles y fue ella sola la que a duras penas intentaba explicarse el significado de las palabras que oyó de niña en torno suyo, incluso otras, más extrañas, que oía decir a Reyes Reinoso hablando con el abogado: cheques, pólizas, dividendos, sentados frente al mirador al cual Adela se acercaba y a través de sus cristales veía las casas del otro lado de la calle donde estaba la entrada al callejón, la muralla de casas hacía poco alzadas, pues todo el barrio ya estaba edificado, cubriendo lo que eran terrenos baldíos y vertederos por donde corrió ella en el aprendizaje de buscarse y saberse nada y sólo descubrir el valor de su cuerpo y sentirse arrebatada por curiosidades, por sorpresas, por enfados en el vacío de descampados que nunca más vería pues habían sido reducidos a un orden de aceras, farolas, tiendas iluminadas, fachadas cuajadas de cientos de balcones, que ella desde el mirador atravesaba, como una realidad inexistente, para poner la mirada en lo desaparecido y muy claramente se veía allí, en la salida del callejón del Alamillo, como una niña, contemplando el chalet, precisamente desde donde ella se miraba, pasados tantos años, pues al fin había conseguido pisar el lugar maravilloso detrás de su fachada, de su jardincillo, detrás de sus balcones, de donde, las noches de verano, llegaba música y veía cruzar sombras de personas, sobre aquel mismo parquet, en el que ella estaba, de la gran sala junto a otras habitaciones en cuya penumbra de rayos de luz entrando por rendijas, se descubrían mesas, armarios, camas, cómodos sillones a los que algún tiempo después tuvo que limpiar de polvo y barrer el suelo y las cortinas volvieron a revolar en las abiertas ventanas para que el nuevo dueño de tanto lujo llegara despacio hasta la sala, andando con dificultad, seguido por dos ayudantes cargados de maletas, y tomara posesión de todo ello, mirase en redondo, el diván, la chimenea encendida para templar los primeros días de octubre, y en el centro, el gran mirador de altos cristales que daba a los ruidos y al movimiento de la calle, a la cual parecía mirar con desgana de lo desconocido, desconfiando de aquella ciudad que fue la capital enemiga aunque ahora, terminada la guerra, era campo conquistado, sometido, a donde proyectaba venir como dueño de considerable fortuna.

Adela, finalmente, estaba dentro del chalet y se complacía en considerarse rodeada de tanta riqueza, de impregnarse de valores que le daban íntima satisfacción, olvidándose de recuperar lo que fue su aspecto, su estatura, su mirada de niña y de evocar en torno suyo distantes recuerdos, el panorama urbano que le fue propio, el paisaje peculiar de los solares y los novios cuando al terminar la jornada vagaba con otras chicas por los descampados, vacíos espacios de injurias y de goces, abiertos a la aventura con hombres, ardiendo ellas de expectativa pese al recelo por la oscuridad y por quienes se acercaban que, primero, las invitaban al cine para luego derribarlas sobre la tierra apelmazada entre abrazos jadeantes, como tal vez lo pensaría hacer Reyes Reinoso en cuanto ella le sirvió las primeras comidas o iba a echar troncos en la chimenea y se inclinaba hacia adelante y él, tendido en el diván, con la manta sobre las piernas, la miraba de soslayo, mediría las dimensiones y densidad de su carne y sentiría crecer su apetito en el largo aburrimiento de la quietud impuesta por las heridas que le cruzaban medio cuerpo, obra del maldito estallido a ras de suelo en el frente de Levante, obligándole a estar ahora tras la cristalera del mirador, el que tanto había admirado Adela desde abajo, desde la acera de enfrente y le parecía algo asombroso en el centro de la fachada de ladrillo y adornos de escayola, y en lo alto, el enigmático frontón con figuras desgastadas por la intemperie, las cuales mostraba a su madre y ésta levantaba la cabeza, entornaba los párpados y no respondía sino dos palabras: «¡Cuánto dinero!», y a esas palabras estuvo unido el chalet delante de sus ojos admirados, como un palacio de ensueño, construido sobre irnos trozos de metal redondos y oscurecidos que ella, al pasar unos años, aprendió que era el dinero, del que todos hablaban y se lo disputaban y soñaban con ganarlo o al menos con tenerlo, como lo más perfecto.

Pero los años, al transcurrir, dejaban sin respuesta sus preguntas, en cada edad la suya: ahora, sobre el contenido de la caja de cartón que le pusieron en las manos y que debía ocultar celosamente; entonces, quiénes eran los dueños del chalet, qué era el ser rico, quiénes eran las figuras del frontón, por qué cambiaba el jardincillo con las estaciones cuando lo veía reverdecer, llenarse de geranios, agostarse, a veces encharcado por las lluvias, a veces cubierto de la nieve caída durante la fría noche y que el sol deshelaba y hacía crecer violetas en el borde de los macizos que unas señoras vestidas como princesas, cortaban y formaban ramilletes y ni siquiera se percataban de que ella, asomada su carita entre la hiedra de la verja, las miraba; era una niña del callejón y allí todo lo malvado se albergaba, probablemente, los enemigos de Reyes Reinoso, los contrarios suyos en las trincheras que él vio más de una vez delante, como prisioneros, y hacía un gesto evasivo con la mano al sargento que se los presentaba y aunque procuraba olvidarlos, eran los seguros autores de aquella explosión que le mandó al hospital de guerra en Salamanca, y le parecía verlos cuando se asomaba al mirador y tenía delante la entrada del mísero callejón del Alamillo, de casuchas siniestras, que le recordaba un barrio junto al río Tormes, quizá de gitanos que mendigaban, y cuando pasaba cerca en la fila de alumnos del colegio de los maristas, percibía un color indefinible y olores, pero en una casucha parecida vivió Adela desde que se mantuvo en pie, rodeada de gritos y de penas, disputas sin motivo, únicas alegrías ante la perspectiva de una tortilla de patatas o de una sopa caliente, y palizas, todo lo que Reyes Reinoso atribuía a la mala vida, a los que no iban a la iglesia, a los menesterosos: los chicos pobres, con beca, que entraban por una puerta de servicio en el colegio y a él le parecían odiosos, pues en las pequeñas viviendas de corredores se soportaba la intemperie de las hambres, el frío de febrero, los abortos forzados, el fracaso diario de mendigar unos pocos céntimos con que se alimentaba una familia, gentes de las que él leía cómo, muchos periodistas, jueces y terratenientes, les achacaban los males de la patria, pero sólo el destino era el único culpable de que aquella bomba de mano le fuera a estallar cerca y por esa razón, Adela servía a un hombre demacrado, circunspecto, dueño absoluto del chalet que valía una fortuna dada la falta de viviendas con tantas destrucciones por la guerra, y los que buscaban éstas para volver a formar un núcleo de calor y sonrisas, debían pagarlas caras; y los otros, las buscaban para repararlas y convertir la calamidad en un negocio, también tasando los solares donde las casas terminaban y se abrían terrenos con matas de cardos, escombreras y tolvaneras y por allí anduvo Adela de niña con otros chiquillos del callejón, hasta el Campo de las Calaveras, donde se pegaban en busca de cosas que brillaban en los montones de basuras y hasta se acercaban al cerro en que se alzó, con altos cipreses por encima de las tapias, el cementerio de San Martín y allí una tarde descubrió lo que era la muerte, como más tarde entendería lo que era la palabra amor o dinero, la que también había conocido Reyes Reinoso muy de niño porque se interesó en conocer el trayecto que corren las monedas y los billetes de mano en mano y las iba ahorrando en una caja de zapatos que escondía en su armario junto a los calcetines, pero Adela guardaba la caja de cartón debajo de la cama, en la pequeña habitación que la designaron a ella donde sólo había una silla y un clavo en la pared para colgar el abrigo y sabía que los muebles y objetos, altas lámparas con pie de mármol y brillante metal, cuadros, suntuosos espejos, eran lo que se llamaba la riqueza, y Reyes Reinoso calculaba su valor para desprenderse de una parte y conservar el resto en la nueva mansión que se propuso poseer en la capital y liquidar la vieja casa de familia, convirtiendo en dinero las grandes habitaciones siempre cerradas, los amplios desvanes, la temerosa bodega donde se secaba la matanza, propósito que ya hizo suyo antes de llegarle la noticia de ser heredero de un capital verdadero, que se percibía en su mismo trato cuando Adela le saludaba y se imaginaba que era una de las personas que vio en los balcones encendidos del chalet, si había una fiesta, o que salían en coche, elegantes y altivos, pero a los que, ella se enteró, en julio del 36 la muerte había visitado personificada en ira popular y fueron fusilados al borde de carreteras o en el extrarradio, y a Reyes Reinoso esos parientes muertos no le interesaban, no les había conocido vivos, y la muerte era para él solamente fogonazos entre las alambradas o aquel estallido tan cerca de las piernas, o los oscuros y retorcidos cuerpos tendidos entre surcos de labranza o matorrales después de los combates y la muerte para ella, aún niña, fue deslizarse con otros chicos por encima del muro y encontrarse entre cruces de piedra y en un hoyo, ver los restos de un cajón de madera y entre telas renegridas, como una amenaza, los dientes enormes de una calavera y a través de lo incomprensible, comprendió por qué la puerta del cementerio estaba cerrada y nadie allí acudía para no ver el cajón deshecho, conteniendo un secreto igual, quizá, a lo que había en la caja, atada con una cuerda varias vueltas, que le dieron con el encargo de que la ocultara y no hablara jamás a nadie de ella.

Ni muerte ni amor pueden ser para nadie el mismo estremecimiento: Reyes Reinoso aprendió el amor como un placer que se compraba en los burdeles del barrio de San Vicente, de Salamanca, con mujeres cansadas y medio tontas por el coñac que debían beber y por aguantar hasta la madrugada, y en cambio, ella, lo descubrió como un regalo de la buena amistad que no se olvida nunca como tampoco olvidaría lo ocurrido años más tarde, en una pensión de Valencia, con el primer hombre que la desnudó, enloquecidos ambos en una pugna de compenetrarse y fundirse en un solo ser, casi al borde de perder el sentido, abarcando el cuerpo del otro como desesperados, de lo que fue un anuncio, un heraldo, la niña que encontró en el cementerio, pese al miedo que aquel sitio le daba: era la hija del guarda y andaba entre las tumbas y las altas hierbas, con su misma edad, peinada y vestida igual, y se hicieron amigas porque tenía cuentas de colores, botones, estampas, y así el cementerio, en el alto de una loma desnuda, entre desmontes áridos, se convirtió en el lugar predilecto y cuando ella se asomaba al mirador para barrer o limpiar los cristales, le hubiera gustado verlo en lontananza pero las casas que sé fueron construyendo lo ocultaban y desaparecieron las veredas que llevaban a su puerta, a la que corría en cuanto se escapaba del callejón, con la esperanza de que su amiga le regalase alguno de sus tesoros porque nadie le había dado nada, luego ya, de mujer, algún hombre agradecido le había regalado una pulsera barata, un broche, y el que fue comandante la buscó para decirle que aquella caja valía más que una joya y ella debía ocultarla cierto tiempo hasta que pudieran pasarla a Francia: le puso la caja en las manos —de cartón, no muy grande, bien atada—, manos algo enrojecidas por el trabajo cuyos dedos, si la descubrían, para hacerla hablar, se los retorcerían o entre las uñas le clavarían palitos afilados, pero ella nunca habría de decir quién se la dio y tampoco abrirla, no tenía por qué; en cambio, cuando se encontraba con la otra niña todo era claro y sencillo, vigilar a una cabrita que comía los cardos amarillos entre las lápidas rotas y alguna vez que el padre no miraba, la ordeñaban un poquito para beber su leche espesa tras cruces de mármol y hierro oxidado, junto a viejos sepulcros parecidos a los que bordeaban Reyes Reinoso y su madre el Día de difuntos al ir a cumplir el rito de acompañar a los muertos y él notaba acrecentarse su nostalgia de un padre que no había conocido pero que sí necesitaba.

Y bajo los cipreses, Adela, en el amanecer de las sensaciones, le contaba a su amiga la belleza del chalet, la casa de los señores más ricos de su barrio, que se alzaba en la calle ancha y transitada por donde cruzaban tranvías amarillos y ruidosos, haciendo sonar su campanilla, y la gente del callejón —mendigos, carteristas, y también familias del trabajo agotador y vanas esperanzas—, pensaban en noches de viento helado, que allí dentro del chalet habría calor de chimeneas encendidas y ella cuando entró por vez primera y vivió el momento de ilusión de abrir las contraventanas y asomarse, encontró habitaciones suntuosas en las que resonaban sus pasos y pese al rancio olor a humedad de lo largamente deshabitado, era un espacio confortable, una ilusión tan parecida a la que Reyes Reinoso sintió una vez que volvió a su casa, con permiso, y recorriendo las habitaciones comprendió que aquel edificio valía mucho y en cuanto su madre, tan envejecida, muriese, él habría de venderlo todo, y con urgencia inexplicable fue a su cuarto y rompió cuadernos del instituto, libros de cuentos, cartas de una novia, lápices de colores e incluso cogió un retrato de su tío Bernabé, el militar, y lo partió en cuatro trozos, preparándose para un viaje definitivo, de esos en los que nadie mira para atrás y son una fractura en la rutina diaria y un desasimiento total parece terminar una época, y se le presentó la clara certidumbre de que era rico como lo fue su padre, al que debía imitar, atraído siempre por tal ideal impreciso mientras que Adela era atraída por el único fuego de la vida que le entregó la otra niña tras una larga confidencia en la que le contaba sobre una pandilla de chicos que la llamaban fuera de las tapias del cementerio y la tocaban todo el cuerpo, y con risas le colocó una mano entre las piernas y la movió ligeramente y Adela notó un ardor nuevo y un cosquilleo difuso y siguieron esas caricias en las que Reyes Reinoso debía de pensar al ver a las enfermeras del hospital donde, al cabo de dos meses de estar vendado, su madre, con gesto compungido y lágrimas, le contó que a toda la familia de Madrid le habían dado «el paseo» y él era el único que quedaba y tenía que ir allí a recoger una herencia de fincas, viviendas, servidumbre, entre la cual estaba Adela, y mirándola, sentía intenciones de apoderarse de ella como aquel hombre que una noche la alcanzó en el solar detrás del callejón, y la derribó y la chica, ya en el suelo, debatiéndose, sintió dentro del cuerpo algo que se introducía dolorosamente, pero pudo zafarse, morder la mano que la tapaba la boca, dar alaridos y cuando el hombre huyó y se levantaba furiosamente, supo lo que aquello había sido, mas al llegar a casa no se lo dijo a la madre, aunque sí a la amiga del cementerio y entonces lloró, pero sólo un momento porque se había acostumbrado a no llorar si faltaba comida, lo que era siempre, o si le daban unos pescozones, o si la madre empeñaba el único colchón y había que dormir sobre papeles y apoyar la cabeza en almohadas de frío, aunque con frecuencia las lágrimas estallaban en los corredores de la casa y quienes eran sus vecinas se miraban con ojos empañados intentando comprender tan negra suerte porque a la vida le acompañaba lo indecible y una niebla de secretos envuelve tanto a los que creen saberlo todo como a los que se preguntan el porqué de la miseria irremediable o de ver, una noche, cómo apuñalaban a un hombre en la escalera y ella corrió a llamar en las puertas y cuando los guardias llegaron, se escabulló porque sabía quién era el que allí se desangraba y de lo ocurrido en el solar se creyó vengada; pasarían años y durante la guerra, en las cocinas de cuarteles o en almacenes del Socorro Rojo, rechazaría acometidas similares, unas veces con palabras airadas, otras, con golpes, y a otros hombres los aceptaría porque eran simpáticos o guapos aunque su madre siempre en sus regaños, le amenazaba con hombres y acaso por eso mismo no mencionaba a su padre del que ella no sabía nada, ausencia que prefirió ocultar cuando Reyes Reinoso le preguntó por su familia, sin duda fingiendo interés o curiosidad que no era sino medir quién era ella como persona pues como cuerpo joven y deseable ya se había informado día tras día al aparecer Adela en la sala subiendo de la cocina la comida y Reyes Reinoso hacerse el distraído, tirándose del fino bigotillo, mordiendo el labio inferior, tecleando con la boquilla de marfil en la mesita estilo inglés que junto al diván tenía y en la que siempre había naranjas, lujo permitido por la gran herencia de la que poco a poco entraba en posesión y recibía visitas del abogado trayendo escrituras y poderes que allí quedaban junto a las naranjas, emblema de extensos caudales, en tiempos de tanta hambre, un tesoro, en meses de gran penuria y largas colas ante las tiendas y ella nunca había comido hasta saciarse de tal forma que siendo una chiquilla, a cambio de un pastel, consintió que un vecino, en la oscuridad de la escalera, le desabrochase la blusita y le hundiera la boca en los pequeños pechos y fue entonces cuando entendió el comercio de hombres y mujeres por los solares de Bravo Murillo no bien anochecía y quedaban sólo iluminados por el temblor de luz de unas farolas distantes, y lo hacían a cambio de unas monedas que sustituían al tierno amor, a la comida, a una casa caliente, lo que Adela también entonces deseaba, y allí el placer furtivo le fue revelado tanto como, posiblemente, en las conversaciones con los chicos mayores del colegio, a escondidas de los frailes, enumerando el cuerpo de la mujer, y un lego pervertido les metía la mano por el pantalón, lo que también le hizo su prima en los rincones del pasillo, o las conversaciones con las compañeras del trabajo pues su madre, al cumplir catorce años, pese a la negativa de ella y que no sabía hacer nada, le buscó una colocación en una cercana fábrica de pañuelos: le explicaron lo que debía hacer, aprender a coser, a planchar y a ser respetuosa con el encargado que las vigilaba y también a no enfadarse si, en broma, les tocaba las nalgas, y gruñendo se sometió al horario y pronto en las obreras vio una nueva familia y fue al cine por primera vez y descubrió todos los secretos de hombres y mujeres, cuánto les une y les aleja, pero siempre el chalet estuvo frente a ella: lo miraba y se veía a sí misma; sus ventanas resplandecientes eran las fantasías de ese cine a donde iba los domingos; su fachada, deteriorada por el tiempo, eran sus manos trabajadas por la aguja; las chimeneas, las vagas ilusiones; el mirador central de grandes cristaleras —iluminado en las noches de fiesta, cruzado de siluetas abrazadas que bailaban—, era el sexo convertido en vórtice de su existir diario tantas veces como percibía sus costados, las puntas de los pechos, las móviles caderas si manos ajenas tocaban esas partes: ella se revolvía pero ya estaba despertado su temblor, su respiración precipitada y así era igual a un palacio ardiendo en luz, triunfando del hambre, los abandonos, la pertinaz pobreza, aunque él a la novia, con la que había paseado por la Plaza Mayor y acompañado a misa y a la que no rozaba, jamás habló del cuerpo ni de su ciega atracción por Eulalia, la doncella de su madre, que le llevaba a su cuarto para hundirle en esa ansia en que los rostros se encendían y la respiración se hacía anhelante y una dicha indecible subía hasta la boca y los labios se hundían en los labios y en zonas de carne flexible, como si los dientes quisieran devorar los hombros, las caderas, los muslos tersos y macizos con regiones de asombrosa ternura y a la vez ella, que tenía los ojos cerrados, le acariciaba el cuello en la nuca y le clavaba las uñas y le murmuraba palabras que no se entendían, como Adela no entendía bien al hablarle de la caja el que fue comandante, ahora vestido como un pordiosero, que le pedía la guardase porque a él le estaban buscando y tarde o temprano le detendrían, pero que otro compañero vendría pronto a recogerla y al preguntar ¿qué tiene? Le dijo que era mejor no lo supiera y así no lo contaría si le preguntaban, aunque confiaba en ella, en su valor, en su reserva, y así Adela siguió, año tras año, ignorando tantas cosas salvo el placer de los miembros desnudos, de los abrazos que se deshacen y cada músculo parece quedar laxo para siempre y un ligero olor a sudor asciende de los cuerpos abrasados.

El convaleciente no se movía del diván, recibía al abogado, firmaba la transmisión de bienes, las nuevas escrituras, hablaba de acciones, de altos intereses y a Adela le pedía un vaso de agua, le preguntaba si fuera seguía el frío, con palabras rápidas apenas moduladas, más lentas cuando le preguntó qué familia era la suya y nada más porque ya estaba informado de que no era sospechosa de tener antecedentes políticos y el portero, que la conocía desde niña, le aseguró que era mujer de confianza y no perteneció a comités obreros porque ella ocultó que, al terminar la guerra, regresó al callejón, y nadie supo de dónde venía, y todo allí estaba diferente, vio caras que no conocía y en la que fue su vivienda encontró una familia de refugiados a la que explicó por qué llegaba con las manos vacías y tuvo que comprender que aquellos tres años habían borrado lo anterior, de su madre no había rastro y tampoco quiso buscar a conocidos porque le asustaba en aquellos días inseguros compartir suertes ajenas: solamente el admirado chalet permanecía delante de ella, con los balcones y ventanas cerrados, el deterioro acentuado en las molduras de la fachada, el jardincillo, marchito, algunos cristales de los balcones, rotos, en los dos escalones ante la puerta principal las hojas secas amontonadas; el esplendor de la riqueza, las luces y el lujo eran ya algo del pasado, el cual, no obstante, acabada la guerra civil, entendió Reyes Reinoso que se conservaba intacto en los ámbitos del poder, subsistían las razones del lucro y de la especulación, habitual proceder del que frecuentó bancos, habló de cuentas corrientes, de fincas, de salarios, vía por la que él entró como predestinado desde su infancia porque, si hubo cambios en las profundas costumbres, eso más se manifestaría en Adela, muy distinta de la que un día de julio salió del barrio para ir a trabajos insólitos, a lo totalmente nuevo, pero siempre a ciegas, en la ignorancia de las palabras, de lo que debía decir o callar o mentir, y el frontón del tejado que vio aún más deshecho, le confirmó su indigencia al recorrer las calles conocidas, observando las farolas rotas, el pavimento y las fachadas con señales del estallido de obuses, y así llegó hasta los desmontes del cementerio para sorprenderse de que en sus muros habían abierto troneras y era una fortaleza pues el frente estuvo cerca, pero los cipreses desaparecieron, el interior estaba destruido y de aquel reducto de amistad sólo quedaban escombros y la imagen de la niña de la cabra por unos minutos se cernía en su corazón aunque aceptó su pérdida porque la hicieron resignada los mil acontecimientos avasalladores que la golpearon desde aquel verano del 36 en que empezó a ir de un sitio a otro, talleres, intendencia de cuarteles, hospitales de urgencia, prosiguiendo el esfuerzo por ver claro lo que ocurría, incluso en los frentes, a los que Reyes Reinoso fue destinado y allí aguantó peligros e incomodidades con otros jóvenes de gesto altanero al medir el nivel social de quien les dirigía la palabra y al que apenas escuchaban, mientras que Adela sí escuchaba en su intento de entender y en los años de guerra aprendió, lo primero, a leer y escribir, y limpiarse las uñas, lavarse cada día, a saludar, a consultar el reloj, a usar bragas, y a vencer los ciegos deseos de abandonarlo todo en las duras jornadas del Ebro, en las que conoció a hombres lanzados raudos hacia la muerte y a otros, serenos, reflexivos, entre los que estaba el comandante que se presentó inesperadamente con una caja de cartón que debía contener algo muy importante.

Muy importante eran para él los documentos notariales sobre la mesita estilo inglés pero a veces su pensamiento cruzaba la cortina del dinero e imaginaba a la criada desnuda que avanzaba hacia él y le tendía los brazos, avivando el deseo por los restos de recuerdo de la doncella de su madre subiéndose la falda, pero Adela, sin hablar, retiraba el servicio de la comida y corría las cortinas al llegar la noche y desaparecía precisamente cuando Reyes Reinoso percibía más su aislamiento en aquel chalet, tan ajeno a él, y dejaba de razonar negocios, escribía alguna carta y pasaba a la alcoba con el último cigarrillo sin ocurrírsele que Adela también fumaba los pitillos que le quitaba de la caja donde estaban, al abrir la cual se le venía al pensamiento aquella que escondía y que relacionó con algo que recordó haber oído en Valencia, que pese a la derrota republicana, la guerra continuaba y retrocedió a una mañana —acaso tendría veinte años— cuando en su calle se oyeron gritos de hombres armados que pasaban en camiones agitando banderas rojo y negro y cantando himnos cuya letra ahora comprendía que debía olvidarse, porque era peligrosa:

«Trabajador, no más sufrir…».

Y guardaría silencio para no descubrirse aunque tampoco Reyes Reinoso la hacía hablar, se limitaba a mirarla y en ciertos momentos los ojos se encontraban y comunicaban la tendencia latente y contenida hasta que él, sosteniendo la mirada, le sonrió y Adela no dudó ya de la apetencia que tarde o temprano iba a manifestarse hacia su cuerpo pues ese cerco de deseos lo conocía bien por reiterado aun en circunstancias inadecuadas, cuando todos eran arrastrados por un túnel de urgencias, de confusión, de destrucciones o cuando, ayudando a sacar cadáveres entre montones de escombros o limpiando con algodones un rostro yerto, notaba unas manos en las caderas, y lo primero que anunció sus propósitos fue decirle que era muy bonita y que debía de tener un cuerpo precioso y señalaba la blusa tensa y ceñida y le pasó los dedos por un brazo, movimiento instintivo que no pudo dominar, exactamente igual a la pasión invisible que le hacía calcular los ingresos, las posibles ventas de terreno, y ocurrírsele comprar muy barato un viejo tejar y fabricar ladrillos que se pagaban a precio de oro para la reconstrucción de tantos edificios y hasta la sala llegaban las cartas con los pedidos y los pagos y frecuentemente quedaban en la mesita fajos de billetes sobre los que ponía la mano, fuerte pero un poco corta, de uñas pequeñas, con la que había empuñado la pistola o dado órdenes y que ahora firmaba cheques y acariciaba a Adela recorriendo el contorno de la cintura y los costados a lo que ella respondía con un ademán esquivo y a la vez con un mohín de fingido reparo, porque un temor le asaltó enseguida, el temor de ser descubierta con la caja comprometedora, pues ninguna otra cosa en ella podía revelar lo que había sido desde que las compañeras del taller la llevaron a locales donde se repartían fusiles y se organizaban destacamentos, y tuvo la certidumbre de que aquel paquete era su pasado de escenas inolvidables, desfiles o bombardeos, de incógnitas y de sorpresas, y ahora, una suerte peor de incertidumbre porque el destino sorprende siempre y se forja a espaldas nuestras y cuando lo encontramos cara a cara ya es ineludible y sólo queda aceptarlo, como la ropa ajena que una madre pobre nos obliga a vestir y nos hace más harapientos y desvalidos, aunque por debajo de la humilde ropa haya un cuerpo suave y tierno, templado y elástico, de pliegues y arruguitas móviles que se borran y aparecen según los miembros se agitan en abrazos y roces, en lo que es pasión nueva y repetida, y que Adela vivió —cuando Reyes Reinoso la empujaba, la llevó suavemente hacia la alcoba y la hizo echarse de espaldas en la cama—, como algo importante no para sus sentimientos, así fue en tantas ocasiones parecidas con hombres que le gustaban, sino para su significación en el barrio, en aquel chalet, que tuvo ante ella, cuando salió al atardecer del día siguiente, igual a un objeto de su propiedad y que debía confirmarlo haciendo desaparecer la caja con papeles que llevaba en la bolsa de hule.

Reyes Reinoso, en los momentos de máximo deseo, la llamaba Eulalia entre su respiración entrecortada, y ella le pasaba las manos por la nuca y se reía cuando él apelaba a métodos más excitantes, para lo cual se dio cuenta de que precisaba estar segura, y ese fue el motivo de que, a media noche, ya se oían los ronquidos del viejo portero, ella abriese las ataduras de la caja sabiendo que aquel cartón manchado y la humilde cuerda que se extendía sobre la cama, eran los vestigios de lo que debía olvidar, y su inquieta expectativa se mitigó al encontrar solamente papeles escritos a máquina y a mano, unos borrosos, otros arrugados, todos cubiertos de letras en las cuales se detuvo un momento pero a la escasa luz de la bombilla y con su poco hábito de leer desde que aprendió, no veía claro y hubo de renunciar, volver a encerrarlos dentro de la caja, la ató y se concentró en la manera de desprenderse de ella, y al mismo tiempo preparaba la explicación que daría si alguien viniera a buscarla, el mismo comandante u otro que ella no conocería y no tendría otro remedio que mirarle fijamente y contarle que… en la soledad de una huerta de su pueblo la habían violado y por eso no era virgen pero nunca más había tenido trato con hombres que ahora borraría de su mente, como huéspedes importunos, e hizo esfuerzos para no ver la sombra de sus novios al desviarse del callejón y atravesar las calles tan habituales cuando ya oscurecía y dejar atrás la esquina donde se alzaba el chalet con el que experimentaba una relación nueva, integrada en su aspecto lujoso, ideal de belleza y de precisas aspiraciones, imposible de comparar con las paredes húmedas y cuarteadas junto a las que nació, y al aproximarse a Cea Bermúdez entró en la zona de ruinas de casas hundidas y luego, los solares yermos pero esta vez no los vio como el horizonte de su infancia ni detuvo su vista en los muros del cementerio, ahogando todo recuerdo, toda fidelidad a sí misma, sólo atenta a encontrar la boca de la alcantarilla donde terminaría su preocupación, su inquietud nacida en la cama de Reyes Reinoso y allí nació una ambición sin duda más precisa que aquellas que la animaron en el remolino de una guerra incomprendida, sin haberla explicado nadie por qué ocurrían hechos indescifrables, y ella asumía la fatalidad de crearse sus propias respuestas, cargando con el peso terrible de decidir qué hacer, de igual manera que Reyes Reinoso, sobre aquella pasión iniciada, reflexionaba en el atardecer con luz de plata que entraba por el mirador y calculaba las consecuencias de tener tan cerca una carne suave y joven, unida a la satisfacción de poseer los caudales de la opulencia. «¡Cuánto dinero!» las palabras lejanas de su madre las oyó al tirar con un movimiento rápido, asegurándose de que nadie la veía desde lejos, el incómodo paquete de papeles que hizo ruido al caer en lo profundo de la cloaca abandonada, y cuando se incorporó, estaba libre, ágil, salvada, resonando dentro de su cabeza «¡Cuánto dinero!» y aceptó el sigilo que como una máscara llevaría.