Patrulla del amanecer

Nadie podría pensar entonces en alhajas, esas que los ojos contemplan alineadas en un escaparate con su riqueza y brillo. Ninguno podría pensar en algo que no fuera el lejano rumor de un bombardeo o la falta de pan o los llantos porque un hijo quedó en el fondo de una trinchera abandonada. Ni siquiera Rosario, que gustaría de adornarse, tuvo en aprecio la pulsera y la rechazó con desdén cual manchada de una materia apestosa.

Y sin embargo, allí, sobre el hule que cubría la mesa donde comían, el padre puso la pulsera y con el índice pareció señalarla ofreciéndosela a alguien o a la curiosidad de la tía Pilar y de los dos hijos que, silenciosos, la admiraban porque era un aro de oro, sólido, bien pulido, y en él una breve fila de brillantes engarzados que daban los destellos de su alta calidad. Pero nadie pensaba en alhajas cuando el viento frío de la sierra corría por las calles tan desiertas que se hundían a lo lejos, como fantasía de fiebre, y el hambre acompañaba a todas horas y en barrios distantes resonaban las sirenas de la alarma antiaérea que anunciaban un nuevo desastre, y las miradas se alzaban hacia un cielo cubierto del que venían los primeros copos del invierno.

Con las bocas entreabiertas quedaron los dos niños, y las cejas alzadas por la admiración ante lo nunca visto; a sus preguntas, el padre se pasó el dorso de la mano por los labios, soltó un bufido y dijo solamente que era de un fascista y se sonrió con la boca torcida, miró a cada uno de los presentes y volvió a señalarla, sus brillos, su curvatura para adaptarse al brazo, su broche diminuto, la limpieza de su oro. ¿Cómo pensó él en joyas cuando pasaban las horas de las noches interminables a la luz de la lámpara de acetileno, ante los platos vacíos de una especie de sopa que habían sido relamidos con ansia? ¿Cómo pensaría en cosa tan ajena a las manos mal lavadas, al trabajo en la tejería del Campo de los Hornos, a la espera de conseguir en las colas un trozo de bacalao?

El hermano pequeño preguntaba si era de mujer, y el padre contestó que, naturalmente, lo era, y para una mujer sería, y lo dijo tan claro que se vio su firme y oscura y callosa mano poner la joya en un brazo de mujer, colocarla en el brazo blanco y carnoso donde luciría en todo su valor. La pulsera habría de seguir allí, sobre la mesa, siempre en su memoria, tan dolorida que al verla, aun pasados muchos años, en el escaparate de una joyería, experimentaba un especial rechazo.

El padre se la guardó en el bolsillo; llevaba entonces una cazadora de cuero que todos envidiaban, la pistola en su funda, colgada a la cintura, un pañuelo rojo anudado a la garganta para protegerla del frío o para mostrar su filiación política, y en la comisura de los labios, el pitillo que parecía no consumirse nunca: producía admiración y cierto recelo por el empaque de su constitución musculosa, y temor si sumía los labios, los apretaba, y las narices se dilataban, aspirando aire que sería devuelto en un insulto; una figura de hombría en el barrio pobre, pasado Tetuán de las Victorias, con un andar desafiando a quien fuera, padre admirado, temido en el incómodo recuerdo de los regaños, los golpes, desconcertantes silencios, y aun otro recuerdo intacto. Los dos niños marchan por el barrio desolado, llegan al talud de la tapia antigua, peligrosa para los que en ella se suben, jugando, y más allá se ve el perfil de las altas casas de la avenida de Reina Victoria, y encima, el cielo, tan lejano, las nubes. En una callecita vive la mujer a la que el padre llama Rosario: una puerta y a cada lado una ventana con geranios, y los dos hermanos pasan por allí y desde lejos la contemplan, se detienen un momento para esperar a que la puerta se abra y ella salga y los vea. Uno dice al otro que ojalá salga y tropiece y se caiga y se rompa la crisma, y los dos se ríen, pero al alejarse no van contentos, están solos porque su tía apenas se ocupa de ellos, todo el día en el tejar haciendo ladrillos, y el padre, en el sindicato, yendo al frente en una camioneta por saber conducir y trae cosas de comer que no son suficientes, y cuando esperaban el queso que había anunciado que traería, un queso entero, él sólo puso en la mesa la dorada pulsera.

¿Qué hacer con ella en aquel tiempo de armas y explosiones? ¿Quiso venderla, cambiarla por dinero? Pero entonces no había mujeres elegantes que las compraran para lucirlas en bailes o en teatros resplandecientes de luces y vestidos fastuosos. La llevaba en la mano una mujer que entró de pronto, sin llamar a la puerta, y, gritó al padre que no la quería, que no le gustaba, que cómo la había conseguido, que si era de un muerto, que le daba miedo, y la echó sobre la mesa delante del padre, que estaba sentado con un vaso en la mano y la mirada fija en la que debía de ser Rosario.

En aquel tiempo, con tan pocos años, el hijo no podía saber lo que luego, a los quince, a los diecisiete supo, y tuvo en su mente con toda nitidez quién era la mujer, joven aún, pequeña de estatura y gruesa, con el pelo negro, largo, echado por detrás de las orejas enmarcando el gesto airado, trayendo de la calle una amenaza parecida a la que tía Pilar había anunciado vagamente, que si vencían los de Franco, al padre le iban a pegar cuatro tiros.

Un golpe en el alma fue un día en el que uno de los amigos, charlando en el bar, le había contado que los «rojos» robaron a su madre todas las alhajas en el año 36, y que eso había pasado a muchas personas; su respuesta fue una mezcla de condolencia, de confusión, de inquietud que el otro interpretaría como indignación pero que era la sacudida por el súbito aparecer en su conciencia, bajo una luz potente, del hule desgastado y la pulsera brillando y denunciando su riqueza en la hosquedad y el vacío de la pobre casa, helada aquel invierno, de camastros sucios, de cocina que nadie encendía. Allí había brillado la pieza de oro como el engaño que intenta adornar la triste fealdad, sin comprender nada hasta que en el titular de una hoja de periódico leyó unas palabras cuyo significado sólo entendió al acabar la época terrible: «Los Linces del Amanecer», y vuelve a estar su padre erguido, airoso, el pecho abombado por la petulancia, días y días sin aparecer por casa y, lejos, un gran peligro que se acercaba, la guerra poniendo cerco a su arrogancia, a su pistola, la consumación de su destino difícil, de realizar míseros oficios que odiaba, de penalidades habituales en un barrio de casuchas y carencias.

Algún compañero le preguntó qué era su padre; él dio la respuesta preparada, que trabajaba en Cataluña en la industria del coche, y a continuación hacía el gesto del que no da importancia a los recuerdos de familia. Mas no era cierto: las palabras, los ademanes, los golpes y gritos, la avidez con que comía, el mechón de pelo en la frente, igual a un gitano, todo era actual al cabo de los años, y de ellos buscaba explicación que consolara.

La mujer aquella se fue y dio un portazo contra la sorprendida cara del padre que no se había movido mientras la escuchaba; cara más adusta, más rígida cuando bajó los ojos a la joya, luego los miró a todos y vieron no sólo la cólera contenida, sino que los labios se movían, sin duda hablando para sí, respondiendo lo que no pudo decir a la joven: por primera vez no maldijo, no soltó la sarta de palabrotas constantes, siguió sentado y como si su cuerpo recibiera un gran peso, quedó sujeto a la silla y fue intensa la sensación de que no podía moverse, quieto allí por un fallo de su voluntad: empezó con aquel portazo la marcha del padre hacia su final.

Las patrullas que hacían registros con pretexto de detener fascistas buscaban alhajas y se las llevaban, y también a algún hombre de la casa que a la mañana se le encontraba en un solar del extrarradio, tendido en el suelo, con los ojos alucinadamente abiertos, sin haber entendido lo que pasaba. Ya casi hombres, fueron los dos hermanos a ver a Rosario, necesitados de ello, para hablar de tales patrullas; con pocas palabras se miraron, comprendiendo algo, queriendo asirse a una justificación que fuera razonable, y los tres se miraban, afirmaban con la cabeza, y nada borraba la evidencia de lo ocurrido porque la historia de los registros al amanecer se sabía, se denunció entre acusaciones y calladas explicaciones que no servían para nada: los que tal hacían buscaban vengarse oscuramente de largas generaciones de vejación y satisfacer su odio de sometidos, desear tener lo que tenían los señores. Las manos no se tendían hacia los estuches de piel donde se suelen guardar las riquezas, se tendían hacia una esperanza vaga de comer dos veces al día, de comprar ropa y lucirla, de adquirir el empaque del señorito fumando un habano, de usar buenos zapatos bien brillantes, ilusión que escapaba, inalcanzable desde los pocos años con las primeras frustraciones. Quizá el padre creyó que podía cambiar la joya en felicidad y no sabía que el oro está maldito por el uso que hacen la vanidad y la codicia.

Gira la conciencia del hijo en torno a una sospecha, una muerte, siempre lo que ha de ocultarse y que no acaba nunca de desvanecerse persiste en un círculo obsesivo, un aro de oro con su insistente dolor íntimo, certidumbre difusa tan difícil de aceptar, que el padre, en la patrulla Los Linces del Amanecer, fuese un asesino.