En aquel lejano barrio de las afueras estaba la calle que ahora recuerdo formada por chalés antiguos con sus verjas cubiertas de madreselva, con estrechas aceras, tres o cuatro farolas, los macizos de flores, sus aromas en las lluvias primaverales; de noche, sombras que la cruzaban, su silencio, tan silenciosa era que parecía deshabitada. Únicamente el maullido de un gato o una cancela al cerrarse o ruidos vagos que nadie hacía.
Así, silenciosamente, Clara limpiaba cuchillos y tenedores extendidos sobre la mesa, alineados encima de unas gamuzas, que recogían en sus reflejos los movimientos de ella al inclinarse para mojar la muñequilla en el líquido limpiador, y un mechón de pelo le caía sobre la frente y su gesto era de estar absorta: ajena a todo lo que una mujer joven puede maquinar en su mente llevada por sentimientos o ilusiones; acaso obedecía quién sabe qué orden imperiosa de una lejana voz.
No atendía a las palabras de su hermana; la voz de Amalia, algo destemplada, explicaba por qué era preciso que le dieran el volante solicitado para ser evacuada a Valencia y poder salir del angustioso espacio de la ciudad sitiada, del absurdo círculo de trincheras y alambradas que la ahogaba con sus prohibiciones, en la inseguridad de las balas perdidas o los obuses que estallaban en las fachadas de las casas. Ella quería ser una gran artista y para ello habría de alejarse de una revolución y de una guerra que no entendía.
Era miércoles y las dos hermanas esperaban la llegada de una anciana que les vendía tabaco, legumbres, arroz, robados sin duda en algún sitio, y que se anunciaba por su persistente tos, y Clara acudía a la verja para abrir y recoger lo que trajera y darle el precio convenido y oírle decir incoherencias; apenas las pisadas de la anciana se alejaban, las dos, apresuradamente, rompían el envoltorio de las cajetillas de Navy Cut, sacaban pitillos y se ponían a fumar con hondas aspiraciones, sin hablar, siguiendo las volutas del humo. Como un sortilegio que entregaba a cada una de ellas ensoñaciones muy queridas, el sutil olor del tabaco las embargaba hasta el punto de que, abstraídas, aparecía en sus labios una sonrisa o un mohín de aprobación, y los ojos se entornaban. Y en seguida Clara volvía a su tarea de limpiar los cubiertos de plata, lo que hacía con atención, frotando las señales de no haber sido usados en mucho tiempo.
Amalia rozó la punta de uno de los cuchillos, punta afilada que podía herirla; ella se sabía herida de desasosiego por su rechazo a la casa donde había vivido siempre, en el aislamiento, desde niña, casa demasiado grande para tres mujeres solas. Detestaba la sujeción a rutinas domésticas, sólo la animaba el deseo de marcharse, gozar de total independencia para realizar su vocación. Dio unos pasos por la habitación de paredes empapeladas en tono oscuro, con láminas enmarcadas y un alto aparador cargado de vajilla. La vieja madera del parquet crujía al acercarse al balcón cuyo visillo de tul comprobó que estaba recién lavado, limpio de polvo. Contra el cristal un moscardón revoloteaba y chocaba, obstinándose en atravesar el obstáculo de la transparencia del vidrio.
Miró el jardín, su vulgar aspecto de siempre que ella había querido transformar con los tonos alegres del dibujo al pastel y luego con el óleo, pero más allá de la verja de hierro la calle no era posible cambiarla; sus modestos chalés que ocultaban tras sus muros sordas contiendas en la intimidad de los caracteres enfrentados; los jardines con macizos de hortensias, y en su centro, estatuas de escayola vestidas de antiguos romanos o fríamente desnudas, que la intemperie iba manchando de moho.
Se volvió hacia Clara y la contempló: tan dedicada a los cubiertos que no había apagado la colilla en el cenicero, pero, de pronto, oyó que le hablaba, sin poner en ella los ojos, para explicarle que lo más conveniente hasta que terminase la guerra era permanecer en casa, defender lo que tenían, la herencia de su padre y los recuerdos de tantos años: era una obligación moral. El barrio en que vivían era seguro, no caían bombas y nadie las molestaba. Si se marchaba a Valencia, aunque viviese con las primas, tendría que trabajar como una obrera y sería no una artista, sino una evacuada molesta. Sólo entre las paredes de la casa el destino de ellas se cumpliría como habría de ser.
Calló Clara y volvió el silencio que había en la casa y en la calle. En otros barrios lo que sonaba era un fragor de hundimientos y explosiones, de sirenas de alarma cuando la aviación enemiga llegaba, fragor de imprecaciones y disparos, de altavoces que radiaban marchas y consignas. Pero en la calle de los chalés, la calma no sólo era de noche cuando ningún ruido llegaba de la oscuridad que convertía los alrededores en desierto, sino que a lo largo del día apenas se oía el chorro de agua al regar las plantas o una voz que llamaba, todo sin eco, amortiguado por el calor.
Sonó la campanilla de la verja y, a través del visillo y de las ramas de una adelfa, Amalia vio que quien llamaba era Santiago, el vecino, pero no hizo movimiento de ir a abrirle. Esperó y fue la madre quien cruzó el jardincillo y le hizo pasar.
En la habitación donde entraron había butacas cómodas, en las paredes de color claro, cuadros con fotos de familia, y junto a una máquina de coser, un reloj de pie cuyo péndulo estaba parado. En la mesa cubierta por un tapete azul se extendían las cartas de una baraja con las que la madre hacía solitarios; al sentarse ante la mesa, el vecino tuvo en el pensamiento que en bastantes años de amistad siempre se había sentado allí para charlar con aquella señora y con las hijas, jugar al parchís y saborear un excelente arroz con leche que Clara sabía hacer, una atención quizá debida a que él era el único hombre que entraba en la casa.
La madre recogió las cartas, las acarició y mostró a Santiago con un gesto de muda explicación: los días eran largos, se aburría. Decían las gitanas que en las cartas se podía leer la suerte de quien las tocase, suerte negra o felicidad, pero ella no creía en eso y nunca le interesó lo que dijeran de su futuro.
Santiago le sonreía y se fijaba en las arrugas de la cara que llegaban hasta el cuello; bajó la vista a las manos, que había apoyado sobre la mesa, y en ellas estaba marcada, más que en una carta de baraja, la señal blanquecina de la ociosidad y del tiempo.
Los solitarios eran para entretenerse, y para recordar tenía mucho tiempo y sentía que el alma se le escapaba a los años de juventud, a una época de alegrías y diversiones, las que no se repitieron tras su matrimonio, y luego… las hijas. Hubo épocas de problemas, disgustos en la familia, aunque también satisfacciones: los estrenos en el Eslava, los veraneos, algún baile, y una especialmente: que se parecían a los reyes. Su marido era igual que Alfonso XIII y a ella la equivocaban con la reina Victoria Eugenia, tan parecida era, igual de rubia, con ojos idénticos y el aspecto de la figura; en los veraneos, en El Sardinero de Santander, la gente se volvía, asombrada de ver tanta semejanza.
La reina estaba siempre seria, alejada de todos, acaso se veía encerrada en unas costumbres que no eran las inglesas. Ella también estuvo muy sujeta y alguna vez anheló dejar la casa pero no tuvo valor, o no sabría adonde marchar.
Quedaron los dos callados, en el ritmo pausado de la respiración; cada uno miraba a un sitio distinto y la madre musitó que vivir en el chalé las aislaba de relaciones y de posibles novios para las hijas.
También él, en su casa vacía, en aquel chalé grande, sólo habitado por recuerdos, pues todos los suyos habían ido muriendo, no sabía qué hacer, no hablaba sino consigo mismo.
La verdad era que las familias se desgastaban o se dispersaban con el paso de los años porque se acentuaban las diferencias de carácter, y tanto se cambiaba, que padres e hijos llegaban a ser extraños; sus hijas eran muy distintas a ella, como si fueran de otra madre. Clara no quiso hacer nada sino estar en casa consagrada a cuidar y a limpiar, igual que si el chalé fuese su propio cuerpo, y le daba importancia a todo lo que era antiguo, y así parecía feliz. Amalia, por el contrario, siempre soñó con viajar, ir a París, ser una pintora y ganar dinero. Últimamente quería escapar de la guerra, establecerse en Valencia y allí, dibujar.
A veces él había tenido una idea parecida: romper con la vida que llevaba, abandonar todo y marcharse a donde fuera, quizá al extranjero, y abrirse camino, no sabía bien cómo. Tras decir esto y con tono de voz más apagado, se inclinó ligeramente hacia la madre y murmuró, como un resoplido: «Pero a mí Amalia no me quiere».
La madre afirmó con la cabeza, parpadeando, apretando los labios, con una mueca de que estaba enterada de lo que él decía.
No podía seguir así, viviendo solo, aparte de que en cualquier momento le movilizarían en un batallón de los que iban al frente porque él pertenecía a un sindicato desde que trabajó en Correos.
Después de conversar un rato, Santiago se levantó para irse y la madre le acompañó hasta la puerta de la verja, y allí él comentó cómo el calor agostaba todas las plantas. Ella dijo que los jardines estaban sin cuidar porque había otras preocupaciones, pero mejor era callarlas.
Santiago asintió y salió a la calle. Empezaba a atardecer, los arreboles en el alto cielo encendían en las nubes sus granates y cobaltos; por encima de los tejados volaban unas golondrinas en el aire caluroso. Caminó despacio, mirando las verjas con sus enredaderas, sujeto a los pensamientos repetidos miles de veces. Coincidió con el médico Suárez que salía de su casa. En la camisa caqui llevaba cosida, en el lado izquierdo, una estrella roja de cinco puntas, y debajo, la cruz verde de la Medicina; seguramente habría logrado un puesto en algún hospital de sangre. Se saludaron fríamente al pasar. Había sido amante de Amalia, de lo que Santiago se enteró por casualidad, y se asombró pues no lo hubiera sospechado en ella y en un hombre casado con dos hijos. Supo que se encontraban en una casa de la calle de Cartagena que alquilaba habitaciones a parejas, y luego, también supo que habían roto.
En el momento de entrar Santiago en su jardín escuchó, muy lejos, un rumor que comprendió en seguida era de un bombardeo en algún barrio distante. Entonces pensó en la ofensiva que hacía un par de semanas hubo, en las estribaciones de la sierra, para conquistar Brunete y en la que habían muerto miles de combatientes, y la cual Damián, el jardinero, le había comentado el día anterior. Le miraba fijamente y le habló de las unidades que participaron en los combates y que no habían logrado la victoria aunque el Ejército Popular disponía de mucho material y, por supuesto, de la ayuda de las Brigadas Internacionales, que eran gente entrenada en los enfrentamientos en la Casa de Campo y en la Cuesta de las Perdices.
Durante unos segundos, el jardinero hizo muecas que mostraban su contrariedad por el fracaso en Brunete y, aunque la cara de Santiago no cambió y se limitó a alzar las cejas y a mecer la cabeza, le siguió hablando con exaltación.
Los muchos años que fue jardinero de la casa le llevaron a creerse parte de la familia que allí vivió y no dudaba de que Santiago pensaba como él en política porque sabía que estaba afiliado a un sindicato y hasta le había preguntado cuándo se iba a incorporar a un batallón.
Santiago esperó en la calle unos minutos; dejó de oír el bombardeo y el silencio que hubo después distanciaba más lo que estaba ocurriendo en el país, en ciudades y campos.
En la casa, por haber estado cerrada un par de horas, había un olor denso, caluroso, de las viejas maderas, de las alfombras y cortinas polvorientas. Santiago abrió balcones, subió al primer piso y se asomó a un antepecho: el jardín estaba limpio pero seco por los calores de finales de julio. Encendió un cigarrillo y a través del humo echó una larga mirada a los chalés vecinos, con sus jardines soñolientos y un aspecto pacífico y, no obstante, el secreto de atormentadas historias persistía tras las fachadas mudas y él estaba enterado de los afanes de sus dueños, celosamente ocultados. Conocía a cuantos vivieron en la calle; algunos maduraron y desaparecieron, yendo en busca de mejor suerte; los más quedaron, como él, sujetos a esperar algo, a pasear por el jardín, y al atardecer, en verano, sentarse junto a algún familiar en butacas de mimbre, en el frescor del suelo regado, cruzando monosílabos y miradas como si no se conocieran.
Pensaba todo esto y se dijo a sí mismo: ¿por qué me he condenado a vivir en un sitio tan triste? Una historia invisible le absorbía y le adhería a muebles, a objetos, a costumbres, ruidos o frases que se dijeron en aquellas habitaciones y que sólo él oía y reconocía.
Bajó al vestíbulo y se sentó para terminar de fumar.
Hacía un mes, allí había estado Amalia cuando le propuso que fuera a juzgar unos grabados que guardaba de su padre, y mientras ella los veía y comentaba con el habitual pitillo en la mano, él le había repetido, una vez más, su declaración de enamorado, y la joven al principio no le contestó, pero según Santiago le hablaba, con mayor vehemencia, de que hacía años la quería y la esperaba, Amalia le pidió que se callara, que ya se lo había dicho en otras ocasiones. Él continuó porque le interesaba que no interpretara como imposición su deseo, ni coacción alguna, sino sólo un verdadero afecto desde que se conocieron de adolescentes.
A la nueva respuesta negativa y a la afirmación de que no podía quererle como él pedía, a Santiago se le ocurrió pensar que no hablaba a una muchacha ingenua, por cuanto sabía de la relación que mantuvo con el médico, y acaso con compañeros de las clases de dibujo en el Círculo, y decidió no insistir en sentimientos respetuosos sino en demandas carnales, de puro sexo.
Empezó con voz insinuante: quería conocer su cuerpo y amarlo, se arrodillaría junto a ella y desabrocharía los dos botones que cerraban la falda y la dejaría caer hasta el suelo y, como tenía detrás la luz de la puerta, vería, a través de la combinación, transparentarse las piernas y la ilusión al presentir la redondez de los muslos, y entonces subiría las manos por debajo de la combinación y bajaría las medias y las ligas y, por primera vez, pondría los dedos en su carne, y, despacio, haría que quedaran enrolladas en los tobillos. Volvería a subir las manos y tantearía la braga, y sin que ella lo notase apenas la iría bajando y así podría, al fin, acariciarle las caderas y el vientre y pasar la palma de la mano por el vello del pubis, y entonces ya, tiraría de la combinación, sujeta por un elástico, y vería medio cuerpo desnudo, tan blanco como debía de ser, y ese sueño que es para los hombres tocar el sexo y besar las ingles, en las que, estaba seguro, ella sentiría sus labios calientes. Y cuando estuviera así, trabada en los pies por las prendas, le desabrocharía la blusa y tendría que quitarle la camisa, y sabría hacerlo de forma que ella, riéndose, levantara los brazos para sacar las hombreras, y ése era el último velo que la ocultaba, y cuando el sostén se deslizase a lo largo de los brazos, él comprendería que le aceptaba y le entregaba su cuerpo.
Ella no le había interrumpido y pareció que escuchaba con curiosidad lo que podía ser vacilación, pero dejó los grabados y sin mirarle ni hablarle se fue hacia la puerta, pero antes de que saliera, Santiago la siguió y le dijo que a él le era fácil obtener un salvoconducto para Valencia y si ella aceptaba podrían los dos marcharse juntos; que nadie mejor que él la comprendía porque también deseaba escapar y no volver allí, pero Amalia, sin responder, cruzó el jardín y de golpe cerró la puerta de la verja.
Desde entonces Santiago reconoció que no cabía esperar nada de Amalia, y cuanto dijo, en el acaloramiento de intentar convencerla, después le avergonzó.
Tiró el pitillo, vagó de habitación en habitación casi a oscuras porque la tarde ya declinaba, entró en la cocina y contempló lo que la asistenta le había preparado de comida pero no sintió hambre, fue de nuevo a mirar el jardín; en el de al lado, una voz airada de mujer gritaba: «¡Dámelo, dámelo!». En el cielo iban apareciendo estrellas. Pasó los ojos por el aparato de radio y sin darse cuenta hizo girar el conmutador y una música de zarzuela le siguió según iba al vestíbulo, y de nuevo miraba los jazmines trepadores florecidos. Oyó que el locutor daba noticias pero no prestó atención hasta que al ir a encender un cigarrillo se detuvo cerca del aparato. Hablaban de alguien que había caído en el frente: un joven periodista inglés que colaboraba con las Brigadas Internacionales, conducía una ambulancia y en la carretera de Villanueva de la Cañada una bomba de aviación le había alcanzado y le llevaron, malherido, al hospital de sangre en El Escorial, pero murió a las pocas horas. Era miembro de una conocida familia inglesa, se llamaba Julien Bell y tenía veintinueve años.
Santiago se extrañó al oír aquello y lo escuchó, pero el noticiario ya terminaba; el que fuese un periodista inglés que condujera una ambulancia haciendo de chófer y que hubiera muerto le inquietó como todo lo que no entendía bien. Dio unos pasos, «Julien Bell», se dijo, «¿por qué vendría a España y por qué estaba en el frente si era un profesional inglés al que no le faltaría nada?».
Amalia aquel día volvió a su casa irritada y nerviosa porque Santiago ya otras veces le había hecho parecida declaración que ella siempre rechazó: no podía ser amor una mera amistad de vecinos jóvenes. Pasaron dos semanas, acaso tres, y una tarde escuchó por radio que las autoridades consideraban finalizada la evacuación de la población civil a ciudades de Levante y que ya no se atenderían las solicitudes con ese fin.
Dejó de fumar, se le contrajo la garganta como a punto de dar un grito, se precipitó la respiración: toda esperanza de libertad se perdía, no había otro medio para huir a Valencia que aquél.
Corrió por la calle hasta el chalé de Santiago y ante la verja alzó la mano para tirar del cordel que hacía sonar la campanilla, pero no lo encontró, faltaba de su sitio, y entonces, sorprendida, se agarró a los barrotes de la puerta y llamó una vez y otra: «¡Santiago, Santiago!».
En el jardín no había nadie y los balcones de la casa estaban cerrados. Apretando la cara contra el hierro de los barrotes, con voz menos fuerte gritó: «¡Santiago, soy yo!», pero tampoco tuvo respuesta. En la duda de lo que le podía haber ocurrido a Santiago, miró a un lado y a otro: la calle, su eterna fila de verjas iguales, inmovilizada en el calor sofocante, era un túnel opresivo con el aborrecido perfume de los jazmines.
A esta calle de los chalés yo no volví: no supe más de su silencio y de quienes la habitaron tan sumidos en la ociosidad de las pasiones frustradas. Reducto íntimo, prisión odiada, paraíso imaginado, en él todo se marchitaba y los oídos sólo escuchaban el tictac del tiempo inútil.