El viaje a París

Volvió su madre hacia él los ojos cerrados y le dijo: «No me preguntes, resuélvelo tú solo», y los abrió para mirar de nuevo al espejo donde ponía las claras pupilas, de un verde traslúcido, irisado, que parecían adentrarse por el cristal azogado y buscar en él un sendero de dicha.

«¿Siempre ha tenido esos ojos?», se preguntó el muchacho, porque se había fijado en ellos, y se respondió que no, eran inesperadamente nuevos, distintos, ajenos a lo que fueron las miradas en aquella casa.

En tiempos tan difíciles, en una guerra, nadie podía entender los cambios que acaecían pues los hechos se atropellaban y la integridad de los caracteres se quebraba, maltrechos por alarmas, miedos y conmociones; pero aún más difícil era entender que la madre se marchase de casa cuando nunca lo hizo y estuviera ausente, dejando un espacio vacío en la cocina, en las habitaciones, que a todos inquietaba. Los que se reunían allí a la hora de la cena contenían la extrañeza y el recelo ante lo que podría ser el abandono de hábitos que duraron años y merced a los cuales crecieron sus frágiles vidas. Para ellos eran inalcanzables las calculadas decisiones o el proceder arrebatado y hacia dónde tendían los íntimos impulsos, el porqué de la mirada abstraída o la razón del tenso perfil de los labios: imposible saber por qué la madre salía todas las tardes y no decía adonde iba y con quién se encontraba.

La prima Juana fue quien primero percibió el desajuste entre lo que era habitual y el cambio operado: simplemente, las sortijas, que llevaba sortijas, y las manos parecían más blancas o suavizadas por una crema que hasta daba un ligero brillo en la piel cuando apoyó los dedos en la mesa a la hora de cenar, bajo la lámpara que iluminaba las caras ávidas reunidas en torno a la sopera en la que humeaba una especie de puré como único plato.

Una mísera cena hacía semanas; aunque siempre se sintieron contentos porque, antes de la escasez, la madre ponía en juego recetas y combinaciones, y cuando había, por ejemplo, almortas, las transformaba en un banquete al saborearse los componentes del guiso. Siempre ella era la que había sacado la comida, y, puesta en la mesa, y repartida, echaba una mirada a todos, pues así confirmaba el general contento por su habilidad de cocinera. Antes de que empezara el ciclón de la guerra, aquella borrasca que atravesaba el pobre país y derrumbaba los hábitos, era una madre aún joven, con varios hijos, a la que en la cocina donde trajinaba se la oía cantar alguna pieza de zarzuela y luego, cuando empezaron los bombardeos, aquello de:

Puente de los Franceses

mamita mía,

nadie lo pasa, nadie lo pasa.

Juana contó que había alzado la mirada de las sortijas a los ojos, tan conocidos, y los encontró diferentes: como si ya no estuvieran acompañados de la sutil sonrisa con que abarcaba a los reunidos, como si ya algo les faltase para ser como fueron, y cuando Felipe le dijo que se miraba al espejo tan profundamente que en él se hundía, y que por ello se sintió abandonado, la prima afirmó meciendo su peinado sujeto con peinecillas, y aseguró que coincidía con aquello que oía; comparó tal mirada con esa veladura que, a la noche, pone en los ojos el cansancio quitando fijeza, pues los atrae hacia los reposados dominios del ensueño.

Felipe dijo que le pareció que el espejo le ofrecía una salida y por él había echado a andar y le dejó solo junto a la ventana, calculando qué hacer entre dudas, y él, en lo que veía al otro lado de los cristales, no halló solución ni consejo y fue dominado por la extrañeza de tal indiferencia inesperada.

Una explicación sería la de París, que mencionaba cuando elogiaba algo bueno y bello y lo comparaba con aquella ciudad, en su extensión, como capital de Francia, o en sus barrios que ella había conocido y de los que conservaba una impresión muy viva, tanto que a ellos muchas veces les había contado recuerdos que no lograban interesarles aunque veían en su sonrisa el placer que despertaban. Y más de una vez notaron que la madre, con su gesto soñador, se distanciaba de ellos, y el afecto, o una parte de él, lo ponía allí lejos e incluso como si volase hacia aquel nombre. Y ahora su certidumbre era más real, no una apreciación, pues andaba por calles que ellos no sabían adonde la llevaban.

Felipe, al día siguiente, cuando volvió de la clase, contó en voz alta, para que ella oyese bien, que le habían regañado por pronunciar mal, y mientras, echaba un vistazo a la cara de la madre, en la que vio tan sólo un alzar de cejas y girarse hacia el balcón, el que había en el cuarto de estar, que tenía cruzados los cristales por tiras de papel pegado para amortiguar la vibración si un obús caía cerca, y, por los espacios que dejaban las tiritas, pareció contemplar algo atractivo aunque fuera no había nada que captase la posible atención, todo ya visto en tantos años, pero prevenidos por lo que ocurría, aquel gesto de contemplar el exterior de un mediodía de noviembre con un sol tamizado por nieblecilla invernal sólo podían interpretarlo como alejarse hacia la ilusión de París o hacia otra expectativa de la que nunca habló, para ellos desconocida.

En la cena, Pablo anunció que los peluqueros estaban organizando un batallón y él, aún sin tener la edad, quería enrolarse, y si le rechazaban, planeaba ofrecerse al Servicio de Trenes.

Y esta decisión seria, que a todos los hermanos preocupó, mientras iban tomando el guiso de arroz, y cruzaban comentarios, preguntas y objeciones, les hizo no percibir bien en el paladar una novedad, y era la ausencia de ajo, del que aún no obstante quedaban unas cabezas en la fresquera de la cocina. Arroz sin ningún otro aditamento decía claramente que la madre se desentendía de la cocina, lo que vino a culminar al día siguiente, en que a las siete de la tarde, cuando ya era noche, ella se puso el abrigo y, diciendo tan sólo que iba a dar una vuelta, salió.

Engracia volvió de la oficina a las ocho y media y como no la encontró donde siempre estaba a esa hora, oyendo la radio, se mostró descontenta porque precisaba hablar con ella, pero no pudo hacerlo hasta las nueve y cuarto que regresó y pasó a su alcoba, y luego entró en el comedor, donde Engracia le dijo que por qué volvía tan tarde con un tiempo tan frío y con las calles sin luz, pero otra era la razón del reproche.

Volvieron a verla abstraída como tras un cristal de silencio y desdén porque a todo lo que Engracia contó de un reparto de ropa en su oficina, que se había pospuesto al envío de jerséis para el frente, sólo tuvo la respuesta de una mueca de duda o cansancio, que era curvar los labios cerrados, contraídos.

Dos mañanas más tarde, a la hora de levantarse, alzó la voz para decir que todos eran mayores y que por tanto ellos se hicieran las camas y que limpiasen sus cuartos porque ella no lo haría más: bastante tiempo atendió a tal faena. Y a continuación hizo un ruido con la garganta que imitaba una risa o un carraspeo, que nunca habían oído en ella, pero a Juana, que estaba a su lado, le desagradó igual que si fuera un juramento contenido.

Había tocado la guerra los confines de la capital hacía días y sus ruidos estruendosos anunciaban las batallas, y por si esto fuera poco, la aviación alemana dejaba caer un día tras otro su cargamento de destrucción y fuego, y bajo paredes derrumbadas y vigas desprendidas quedaban personas que así terminaban para siempre. Rápida había sido la transición: un alegre verano de excursiones al campo cambió a disparos, tanques ardiendo, ametralladoras con su ladrido, el vuelo de una bomba de mano que cae donde menos se espera, los heridos, los camilleros: este remolino incomprensible, angustioso, amenazando con próximos horrores, había entrado en la casa.

Eusebio trabajaba en el reparto del periódico; Juana cosía en un taller de ropa blanca para soldados; Manolo se pasaba el día entero en un economato llenando botellas de alcohol para los hospitales; Engracia, en la oficina, y los más pequeños esperaban en casa, y cuando se reunían en el comedor, por encima de ellos vibraba una advertencia: una foto en su marco dorado a la que ya habían perdido la costumbre de levantar los ojos, pero algo oían, algunas palabras que aquel hombre decía bajo el espeso bigote —rostro severo y el cuello de la camisa abotonado pero sin corbata—, palabras que pronunció en las reuniones de la Casa del Pueblo y cuando la huelga general del año 17.

Ella dijo: «Estoy cansada», pero no era verdad sabiendo su fortaleza intacta tras criar tantos hijos y haber trabajado en la huerta de los abuelos; no por cansancio se negaba a escuchar, responder a preguntas, comentar lo que oía; su mutismo hacía pensar que estaba enojada, o temía ser alcanzada por las balas perdidas, o sentir el punto doloroso que anuncia la enfermedad incurable, pero las salidas contradecían lo del cansancio y a ninguno daba cuenta de adonde iba, y eso, en los días más peligrosos de noviembre.

Para todos se fue insinuando el cambio definitivo, y lo más revelador fue que tendía en cualquier momento a cerrar los párpados, y esa mirada dirigida hacia las sombras o las luces de su interior desconcertó y puso de evidencia que el pensamiento, así preservado de la realidad, se encaminaba a otras personas, a otros lugares sin duda más placenteros, pues los de entonces bien amargos y desgraciados eran. Sólo Pablo intentó comprenderla con la excusa de que la guerra hacía sufrir calamidades terribles, o presenciar la destrucción de bienes o de vidas, y bellos cuerpos, tan queridos, calcinados, lo cual convulsionó los dilemas íntimos que con su confusión alteraban las caras, cambiaban comportamientos aun en las personas más serenas, más equilibradas.

Todos le escuchaban y asentían, en torno al aparato de radio que acababa de dar el parte de guerra de las diez de la noche, y la madre no estaba en la casa.

Se sintieron entonces en una vacía llanura, como esos descampados que hay más allá de Ventas, un terreno desolado que se abría ante ellos y por el que habrían de marchar, huérfanos ya, sin protección, cuando a Juana se le ocurrió una idea: que acaso estaba enferma y que tendría que aguardar en las salas de algún hospital a que los médicos la viesen, o bien, podría tener un novio.

A estas palabras rebulleron en sus sillas, se encogieron de hombros, negaron, sacudieron las manos y luego hubo silencio y cada uno levantó la cabeza hacia el desvaído retrato del hombre que adornaba el comedor; junto a él, un almanaque señalaba los fríos días de noviembre.

Media hora más tarde, las caras se dirigían hacia ella, sentada ya a la mesa, en la mano el trozo de pan, igual al de todos, y delante el plato de lentejas que había guisado Juana, y ésta se percató de que las sortijas habían aumentado en los dedos que sujetaban la cuchara: llevaba dos más, de oro, y aunque probablemente nadie atendiese a tal adorno, éste podía significar mucho, o nada, en lo que parecía ser nueva índole de la madre.

Al día siguiente, Pablo le dijo que todos la necesitaban porque la casa era la retaguardia de sus ocupaciones fuera, y alguien tenía que mantenerla, ellos no podían porque llegaban cansados, con poco tiempo, y no venían de divertirse, precisamente, ni del cine, sino de trabajos útiles a los fines de la guerra. La madre le respondió que no iba a ocuparse más de la casa, de labores rutinarias que la embrutecían; si ellos no se bastaban a si mismos, que dejaran tanto trabajo y cocinasen y barrieran e hicieran cola para recoger el suministro del racionamiento.

Tenían esta conversación en el comedor que era el cuarto de estar, que fue durante años el punto donde todos coincidían y allí se había jugado al parchís y leído en voz alta y estudiado la geografía y la gramática y rivalizado los hermanos, y los muebles fueron envejeciendo y se deformó el sofá y amarillearon las flores del papel de la pared.

Pablo pasó su atención a lo que allí estaba remansado desde siempre, incluso a un olor peculiar, a la templanza que daba una alfombra que aún duraba desde que los padres se casaron, y súbitamente se esfumó la sensación indecible de orden, del equilibrio de tantos años, y quitó sus ojos de la madre, confuso.

—No estamos jugando. Padre nos dijo que de mayores habríamos de luchar por el socialismo, y ahora lo hacemos.

Oyó que la madre murmuraba que lucharan por el socialismo si querían, como otros luchaban por ser felices, y ante el joven se planteó aquella división que él no entendía, pues ambas luchas eran idénticas, una sola, a la que él y sus hermanos estaban entregados siguiendo una orden lejana que se les dio y por alguna razón los hijos la respetaron e hicieron suya.

—Si ganan los de Franco nos matarán a todos —y entonces le sorprendió una sonrisa de la madre mirándole con atención, y dijo en un bisbiseo que aquello era una tontería. Se fue del cuarto y Pablo captó unos ojos casi transparentes, verde claro, que cambiaban por un segundo en brillos de metal plateado.

Cuando se lo contó a la prima, ésta exclamó que también ella quería ser feliz pero no sabía cómo serlo en aquellos tiempos y sólo esperando que todo acabase y volvieran a una vida normal, pero no debían dejar de hacer lo que hacían y era lo que el padre, años antes, había anunciado, que vendría una lucha terrible entre pobres y ricos.

Telefonearon al tío Enrique para que fuera y le contasen las rarezas de la madre, que era su hermana y podía intervenir e influir en ella. Pero cuando llegó, estaba la madre en la casa y no pudieron explicárselo, y junto a él esperaban si ella, por algún motivo, se iba a otra habitación y aprovechaban para contarle todo.

El tío Enrique, en cuanto tomó asiento, dijo que probablemente iría a París con una comisión para compra de armamento, y al oírlo, la madre se puso muy contenta y le felicitó aunque él no ocultaba los peligros de ir en avión, pero ambos comenzaron a hablar de París con entusiasmo, de las casas incómodas y viejas pero habitadas por gente de mil países, la libertad en el vestir y en el pensar, las posibles aventuras: era como un sueño de juventud que esperaba en los bulevares o en las orillas del Sena, que ellos parecían conocer bien.

Juana, que estaba cerca, sonreía con sus labios descoloridos, y mientras hacía algún trabajo de la casa, les replicaba que todo aquello era pura fantasía, que en cualquier otra ciudad encontrarían lo mismo y que París era una ciudad de sufrimientos y fracasos. Quizá al decirlo estaba defendiendo su propia vida en aquella casa en la que no había tenido deseo alguno de mejorar ni curiosidad por lo que no fueran las repeticiones diarias.

Enrique negaba y sonreía, íntimamente seducido por sus mismas descripciones, y escuchaba a la madre que soñaba con volver a París y que haría todo lo posible por visitarlo de nuevo, no unos días sino meses, permanecer allí y vagar por los sitios que conoció cuando adolescente. También ella reía por lo que pensaba, por la satisfacción que le producía lo evocado, y, meciendo la cabeza, tarareó la musiquilla de la película Bajo los techos de París que hacía unos meses se había estrenado, y el tío también entonó algo y cambió el habitual gesto preocupado que tenía cuando venía a casa, para resplandecer de sonrisas, en acompasado vaivén de hombros, y hasta entrecruzaron alguna palabra en francés que nadie entendía.

Siguió tal alejamiento y, al día siguiente, Felipe insistió para que ella le corrigiera un ejercicio escrito y le explicara la pronunciación de algunos verbos, y ella, que estaba sentada junto al balcón y hojeaba un periódico, le dijo que se lo preguntara al profesor de la academia donde iba, que él tenía la obligación de contestar.

La tarde que Eusebio quedaba libre en el periódico, notó que la madre iba a salir y entonces pensó en lo que estaba pasando, y al mirar la calle por la ventana y verla solitaria y húmeda de la reciente lluvia, le sugirió la idea de seguirla para vencer la curiosidad y descubrir si es que estaba preparando el viaje a París.

Manteniendo cierta distancia, fue tras ella cuando ya había oscurecido y en la semipenumbra de un cielo cobalto en el que aparecían poco a poco estrellas, siguió su silueta tan inconfundible, pese a ser nada más que una figura negra que iba deprisa. Se adentró por la calle de Eduardo Dato y a la derecha, en el cuartel de reclutamiento, ante su jardincillo, se detuvo. Delante de la puerta dio unos pasos pero no llegó a entrar, se alejó, volvió a ponerse ante la verja y se paseó despacio, ignorando que era vigilada desde la esquina inmediata.

Eusebio vio que salía del cuartel un hombre, le pareció que llevaba gorra militar, habló con ella, la cogió del brazo y echaron a andar. Y ver así, confusamente, una pareja en la que la mujer era su madre, le produjo una conmoción extraña que detuvo su propósito de seguirla; quedó un rato inmóvil, pensando y queriendo interpretar qué hacía su madre en los paseos que, en apariencia, eran para estirar las piernas.

Al llamar al timbre de la puerta, cuando llegó a casa, y saber que dentro no la encontraría, contuvo un sollozo a punto de romper a llorar, y cuando le abrió el más pequeño, Tino, que le miraba alelado, sintió el desasosiego de no entender, o negarse a entender, qué ocurría y, además, enfrentarse a la sorpresa y las preguntas que todos le harían si decía que la había seguido.

Estaban reunidos, mirándose, contando cada uno lo sucedido de especial en el trabajo, bostezando, esperando que Juana terminara de calentar las acelgas de la cena. Una noche más dieron las diez y el pequeño preguntó: «¿Cuándo vendrá mamá?», y no hubo respuesta, pero al cabo de unos minutos, Pablo dijo, sin dirigirse a ninguno, mirando al balcón tras cuyos cristales veía la negra noche, que no debían enfadarse porque ella saliese, que tenía derecho a dar un paseo o estar con unas amigas, acaso jugando al julepe o escuchando la radio en cualquier sitio, que a ella le gustaba la música.

Uno de ellos dijo París y esta palabra todos quisieron tomarla como explicación de los intentos que acaso estaría haciendo la madre para lo que era muy difícil: marchar a Francia, y aún peor, salir de Madrid por la carretera de Arganda y llegar hasta la frontera y cruzarla.

Asentir con la cabeza, mirarse entre sí y en seguida preguntarse qué iba a hacer allí, aunque se fuera y volviera con su hermano, sin tener una familia que la esperase, ni dinero, según añadió Eusebio, que parecía entender todo mejor. Esta posibilidad la imaginaban, pero no se habría hablado si no hubiera salido el nombre de París, y cada uno se preguntó qué sería de él si se producía tal viaje.

Por fin llegó, y los hijos no dejaban de pasar los ojos por su cara, atentos a cualquier movimiento revelador de las facciones, o a una palabra que confirmase lo de la marcha de forma que parecían estar absorbidos por el plato de verdura que tenían delante, pero la atención pendía de lo que pudieran escuchar y sorprender. Solamente la prima, en una ojeada fugaz, comprobó que los dedos que manejaban el tenedor estaban limpios de sortijas: ni una sola los adornaba, y en el sitio donde estuvieron persistían finísimas señales. Se guardó de comentar aquella desaparición que los otros no debieron de advertir: las sortijas que habían sido regalos de boda, según ella había contado, y que se salvaron de las adversas épocas de una familia dependiendo de salarios de tipógrafo, habían desaparecido, o bien podían estar en la cajita donde también estaba el guardapelo de la abuela y el reloj del padre; fácil fue comprobarlo al día siguiente, pero no las halló en su lugar habitual.

Tampoco a la noche las vio, ni encontró en el rostro espiado la fisonomía corriente: un color nuevo y unas arrugas nuevas junto a la boca y una hinchazón de los párpados y un desconocido peso en las mejillas que transformaba en una madre vieja a la que antes cantaba:

Puente de los Franceses

mamita mía, nadie lo pasa

porque los milicianos

mamita mía, qué bien lo guardan

Terminado el plato de la cena, apoyó los brazos en la mesa y todo el volumen del cuerpo gravitó y se hundió como si de allí ya no pudiese levantarse por una renuncia que la mantuviera sujeta definitivamente al círculo de hijos, unida a la suerte fatal que les aguardaba, según era justo prever, en la que habrían de renunciar a tantas cosas, a estudiar, a ser felices, a sentirse seguros, sometidos también ellos al destino doloroso de los vencidos en aquella maldita guerra.