Pensó Antonio que solamente a mí podía hablarme de su amigo Julio, que Dios sabe dónde andaría, porque yo le hubiese conocido o visto, pálido de frío, en la ofensiva de Guadalajara, bajo el aguanieve, o acaso en el sector de Villaverde, una tarde tranquila. Él, a otras personas, intentó contar algo de Julio pero se había encontrado con la indiferencia y calló, aunque en ciertos momentos se habla, sin atender a que nos escuchen o no, por necesidad de reducir los recuerdos a palabras. Más tarde, es verdad que en alguna casa de amigos de confianza, en Vallecas o en Peña Grande, Antonio habló del pasado, de los años de la guerra, y quiso referirse a Julio pero fue igual que si una mano invisible le arrancara las ideas cuando iban a convertirse en sonidos.
Cómo no le conocería yo si éramos del mismo barrio, si sabía todo mejor que nadie, pero permanecí callado, fingiendo distraerme para no echar abajo su última esperanza, soplar la llamita que a través de los meses daba ligero calor a su ánimo. Mejor no mostrarle cómo el destino desprecia a quienes no reconocen el derecho a ser algo, los que pasan anónimos, ignorados, y de cuya existencia de anhelos y contrariedades no queda ni rastro.
Pensó que yo sabía la historia, que habría tratado a muchos como julio y que no me descubría nada nuevo, pero vacilaba en elogiar su simpatía, su talante que nadie más que él tendría presente, aventados en el olvido como se olvida a cualquier hombre de su clase y de su suerte, porque las crónicas, la historia, no ensalzan y guardan sino a los encumbrados por la cambiante fortuna o por el dinero, la bajeza o la fuerza bruta, y nada de esto era lo suyo.
Y pensar que la pasión que yo percibí en Antonio, un gesto de la boca, casi una sonrisa confidente, cuando salió a relucir el nombre de Julio, si se hubiera sorprendido hacía treinta o cincuenta años antes habría dado lugar a vejaciones, y dos siglos antes, quizá le habría llevado al patíbulo o a galeras por ser algo tan perseguido; y por ese secular temor, Antonio contenía sus palabras cuando iba a explicar lo que sintió cuando vio por primera vez a Julio y, luego, lo que éste vino a ser para él.
El padre de Julio fue fontanero toda la vida; formó una familia en una casa de la calle de San Bernabé: dos habitaciones y una cocina, fría en invierno, con ventanas que daban a un patio. El hombre era muy entendido en política, había conocido a Pablo Iglesias, a Jaime Vera, daba una peseta a la caja de ayuda a huelguistas, trabajó mucho y se murió. Dejó detrás a la mujer, que trajinaba sin parar, y dos chicos que ya estaban empleados: la muchacha haciendo flores artificiales y él, Julio, fontanero como fue su padre. Tenía quince años cuando quedó huérfano, era aprendiz pero prometía, y se espabilaba y ganaba un pequeño jornal en el taller en el que estaba contratado. Fue creciendo y haciéndose hombre: iba con la caja de herramientas hasta Puerta de Moros, hasta Progreso, hasta donde fuera, para arreglar grifos y desagües. Tenía buen carácter y todos en aquella casa de corredores le conocían y simpatizaban con él, y lograba éxito entre las vecinas porque era guapo, con la buena facha propia de los veinte años.
Y así llegó la guerra. Cuando se fue aquella tarde calurosa a reducir la sublevación en los cuarteles de Cuatro Vientos, embotellado con veinte más en una camioneta coronada de gritos, de canciones:
Joven guardia, joven guardia,
Y banderolas rojas, él no sabía bien qué hacía desde la madrugada, ya que Julio era más aficionado a los bailes de los domingos que a la política de la que hablaba el padre.
Pero, no obstante, por la mañana él estuvo en la calle de Ventura Rodríguez, al lado de los que disparaban contra el Cuartel de la Montaña donde se habían reunido los militares sublevados. Luego, a las doce, cuando el edificio se rindió, entró allí y vio rostros asustados y sangre en el comedor de la tropa, y muchos cuerpos sin vida en el patio, y el reparto de los fusiles, de los que le dieron uno que no sabía manejar.
Días después fue a Somosierra, donde habían empezado combates, siendo el mismo muchacho desenfadado, alegre, sin rencores, entonces movido ya, y sólo entonces, por una fuerza generalizada en la que estaba su padre hablando de la cuestión social y de la explotación del hombre por el hombre.
Estuvo en el frente de la sierra y perdí su pista, y un día supe que había venido a ver a la madre con una cazadora nueva que entusiasmó a la pobre mujer: tenía la piel tostada por el sol y parecía haber aprendido mucho de todo lo que ocurría en el país. Luego, coincidí con él en el Quinto Regimiento, charlábamos de la organización, me contaba sus impresiones, hablaba de sí mismo; de mí, apenas sabía nada, pero éramos amigos. Mientras, el frente se iba acercando como una amenaza inevitable.
La vida de Julio en el frente fue igual a la de tantos jóvenes que dejaron sus modestos oficios y fueron allí, saliendo de «los barrios bajos», que así se llamaban no sólo porque estaban hacia la parte del río. Supongo cómo sería su primera guardia de noche en una posición avanzada, cuando se quiere descubrir, entre la oscuridad y el silencio, al enemigo, que estamos seguros avanza; supongo su llegada a cualquier pueblo medio destruido y su mirada recelosa cuando sonaban aviones. Le veo en el fondo de una trinchera tomando el sol, un día de calma, charlando con los compañeros, aburrido y al mismo tiempo de buen humor. Es probable que estuviera en golpes de mano y oyera el estampido sordo del morterazo o que en alguna retirada cargara con un herido, que no quería dejar entre las matas, y que pesaba como si ya estuviera muerto.
Un día me contó que se iba a casar, que tenía novia hacía tiempo, y me extrañó porque era la primera noticia. Me lo dijo una tarde de viento furioso en la estación de un pueblecillo de Córdoba, llena de gente huida y asustada porque había habido por aquella zona unos ataques fuertes. Apoyados en un montón de vigas, mirábamos a nuestro alrededor mientras fumábamos, me decía que ella era morena, con un buen cuerpo y muy alegre, y él se sentía feliz ante la perspectiva del casorio con la chica, que al parecer era vecina suya. Y efectivamente, al poco tiempo se casó. Estas cosas se hacían así entonces porque se desdeñaba el futuro y por desprecio de toda prevención. Tuvo que continuar en el frente y la muchacha fue a vivir con la madre de él. Todos estaban contentos y, cuando ella se reía, nadie hubiera podido adivinar la ruina que llevaría a la casa en la que entraba y en la que estaban las dos mujeres solas.
La boda fue igual que otras de entonces. Hubo los compañeros de trabajo de Julio, casi todos de uniforme, bastantes muchachas reidoras amigas de la novia, unos cuantos familiares. La madre del novio, vestida de oscuro, con un pañuelo en la mano, estaba seria y atenta a lo que pasaba en el despacho de la División donde firmaron delante de un comandante calvo. Allí mismo había botellas de vino y, terminado todo, los más allegados fuimos a la casa de Julio, que se llenó, donde habían preparado tortilla y estuvimos bromeando hasta el mediodía. Veía a Julio con el pelo cortado al rape, riendo por todo, con la guerrera reluciente, sus buenas botas, y pensé que la boda le haría más firme, como hombre ya formado. Después, pasó lo que era corriente en aquella época: al acabar los días de permiso, se reintegró a su sector y sólo de vez en cuando volvió, lo que era como un día de fiesta para ellos. Les veía tan iguales en su juventud, bulliciosos en la pequeña cocina preparando algo especial para comer en medio de tantas privaciones, flotando en un aire de felicidad que se merecían por una ley poderosa superior a las circunstancias. Él había logrado lo que a muchos hombres les está negado toda la vida.
Parece que fue entonces cuando Antonio le conoció, y cuanto tenía Julio de posible atractivo para otro hombre se revelaba, pese a las retiradas, las derrotas, la suciedad, el cansancio que hacía inútiles los esfuerzos. Serían quizá los mohines de indiferencia, el blanco de los dientes, la camisa que se abría sobre el pecho, quién sabe las razones del atractivo que forma parte del instinto que suscita profundas apetencias, quizá modelo impuesto por el ideal del hombre hecho y derecho para los admiradores de la valentía, de la fuerza, y Antonio no se cansaba de estar amable con él, distinguirse, hacerle algún favor; otras veces, se mostraba como enfadado y le reprendía a Julio por cualquier nimiedad.
Una tarde que, con dos días de permiso, estaba yo en la pensión donde me alojaba, oí estampidos lejanos de obuses y poco después la madre de Julio me telefoneó y me dijo, con voz que apenas se entendía, que le había pasado algo a la chica y que fuera. Lo más pronto que pude fui allá y me encontré con que un proyectil había estallado en la calle cuando la mujer de Julio pasaba cerca y que la había arrojado contra la pared. Se la habían llevado al hospital de O’Donnell en un coche; y me contaba esto llorando, como si hubiera muerto.
Fuimos al hospital y en la puerta había un grupo de personas excitadas esperando noticias de familiares ingresados, pero por medio de un enfermero conocido pude entrar en el gran vestíbulo y buscar a la joven. En las camillas que esperaban turno, los heridos se movían, gemían o estaban inmóviles mirando al techo, cubiertos a medias por mantas que dejaban al descubierto ropas revueltas. En el ascensor subían a los más urgentes y había enfermeras inclinadas sobre alguna camilla pugnando por contener una hemorragia; los camilleros pasaban con gesto contrito y cansado.
Ayudado por el conocido, pude encontrarla y reconocer la fisonomía de la chica que había visto hacía unos días y que estaba cambiada totalmente, como si en aquella hora escasa hubieran pasado varios años y hondos sufrimientos la hubieran envejecido. El pelo le cubría media cara hinchada, con rasguños oscuros, y los ojos tan fijos y tan abiertos que comprendí que todo había terminado. Debajo de la camilla se formaba un charco oscuro.
Salí a la calle y dije a la madre, llorosa y atolondrada, que estaban curándola, pero no quise mentirle y al día siguiente fui a su casa y le expliqué claramente lo que había ocurrido. No lo creía; oponía a la verdad una resistencia desesperada, más poco a poco, las manos abandonadas sobre la falda me hicieron comprender que iba aceptando cuanto le dije. Se horrorizaba de tener que informar al hijo, y peor por carta, que apenas sabría escribir. Lo discutimos y se negó, de principio, a decírselo en seguida; no comprendía que era necesario, y así pasaron unos días y yo tuve que salir para Aragón, y al regresar me enteré de que Julio había escrito, alarmado de no recibir noticias de la chica, y preguntaba qué ocurría. A la madre, una vecina le escribió cartas en las que daba disculpas absurdas, se contradecía, y las de Julio ya eran apremiantes y mostraban toda clase de sospechas; se creyó que la muchacha se había marchado porque antes ella le mandaba cartas de letra grande y redonda, escritas en la mesa de la cocina por las noches; él las echaría de menos en los días interminables del frente, a la espera de una ofensiva. En aquella época Julio debió de sufrir y no pensó en la muerte de ella. Varias veces estuve a punto de escribirle, pero la madre me pedía tanto que no lo hiciera, que sería mejor decírselo cuando viniese, que dejé pasar las semanas sin contestar dos cartas que él me puso pidiendo noticias.
Y un día llegó, cuando estaba yo en su casa, por la tarde. Oí que se abría la puerta y la voz de Julio resonó en el piso. Entró en la cocina a grandes pasos, preguntando lo que tenía que preguntar, alterado, envejecido como si hubiera sufrido él también un atentado a su cuerpo; atravesó el aire templado de la cocina donde yo estaba, sin prever que iba a presenciar el final de aquella historia. Pasó, sin verme, al cuartito donde había entrado la madre en aquel momento, y cuando le oí que en vez del nombre de ella preguntaba por ésa, entendí que había sospechado lo peor, un abandono, un engaño.
La voz atropellada de la mujer balbuceó algo entre las palabrotas de él, y aunque ella le decía la verdad, asustada al verle descompuesto, Julio no la oyó o no la comprendía, y debió de interpretar la actitud desolada de ella como confirmación de sus temores. Probablemente no tenía gran confianza en la muchacha, se habían casado sin conocerse apenas, y su cabeza no podía admitir otra razón que la ausencia.
Salió de la cocina y se me quedó mirando; la indignación y el asombro le transfiguraban el rostro, más enjuto, enfurecido por la desaparición y por saber que la había perdido; acaso sentía la crueldad de un destino inesperado sin posibilidad de reconquistar la felicidad de los últimos meses. Apretados los labios, hizo un ronquido con la garganta, un lamento raro, y pareció pasarle por la cabeza una escena terrible. Sin duda, no tuvo tiempo de lograr la experiencia de la fatalidad, que precisamente era en el frente donde se creaba, de que todo se cumple por encima de lo que nosotros deseamos, y por esa razón me miró estupefacto, sin hablarme ni darse cuenta de que era yo, sorprendido por el golpe de su desventura.
Entonces se oyó que una voz de hombre le llamaba a gritos desde abajo de la escalera; dio media vuelta y se marchó, seguido por la madre, que le decía cosas ininteligibles, y yo no tuve rapidez para explicarle, para sujetarle a la realidad y que la tragase, quisiera o no.
Le escribí una carta al día siguiente, detallándole el fin de la muchacha, y repetí la carta a los ocho días pero entonces su sector del frente se deshacía y es probable que ni las recibiera.
Antonio hizo suyo lo que yo había dicho: «Así es la vida». Y añadió: «Como un tallo de hierba fresca al que se aplasta entre los dedos y se percibe su aroma que pronto se disipa». Se miró las manos entristecido, o ligeramente cansado, o frustrado con tantas amarguras por las que pasó en los últimos años. Aún se conservaba joven, con una piel sana y en los labios un poquito de carmín que sólo yo descubría.
«No he sabido más de él», y volvió la cara y miró por el ventanal junto al que estábamos sentados, en el café Universal, y pareció seguir el movimiento de la gente en la Puerta del Sol, pero así me ocultó que la desolación, a punto de ser un sollozo, le subía del alma y hacía de su cara un libro destrozado en el que podía leerse una tragedia.
Y no estaba enterado de nada, ni de que en la unidad de Julio integraron a un grupo de extranjeros de las Brigadas Internacionales, de los que se negaron a marcharse. Todos allí procuraron acogerlos y facilitarles en lo posible cumplir las órdenes y rutinas. Entre ellos había un francés del que Julio se hizo amigo: eran de la misma edad, poco hablador en parte por conocer escasamente el español, y Julio se encontraba con que más allá del lenguaje propio del frente, aquél no sabía nada. Pero lo que le había pasado era tan grave que el ánimo de Julio estaba perturbado, unas veces por odio a ella, otras, por dolor de perderla, pero a nadie podía confiarse ni buscar apoyo ni consejo. De hablar, sólo temía recibir burlas, aún más en aquellos días en que cada hombre llevaba en sí la vergüenza de sucesivas derrotas y deseaba reírse de las ajenas.
Y acabó contándoselo al francés cuando los otros no le oían; le explicó lo que le había ocurrido sin medir cuánto captaba de su desgracia aquel hombre que le escuchaba circunspecto. Y acaso por oír la historia una vez y otra pareció entenderla, y entonces, ante la señal de la perplejidad en el rostro de Julio, él murmuraba algo y hacía ademanes de aprobación y ponía su mano en el brazo del que le hablaba en voz baja.
Y aquello vino a terminar como en tantas ocasiones: el proyectil de mortero cayó en el centro de la trinchera donde estaban ellos y parece que cuando la ocuparon los moros, poco después, les echaron con otros dos en un foso que había cerca, y aplastaron bien la tierra, no sin antes haberles registrado los bolsillos y quitado las botas.
Antonio me miró, aún dudoso ante mis comentarios ambiguos, queriendo descubrir en ellos la verdad porque si amargo es conocerla, aún es más presentirla no queriendo atender lo que guardan los indicios. Acaso prefirió mantener la esperanza de que la maldita guerra, no la muerte, hubiera rozado tan sólo el tallo de frescor y que fue la vida de Julio.