Igual a escuchar la explosión que desgarra los oídos y ver la densa masa de humo, casi negro, que cubre todo el sitio donde brilló el fogonazo, y luego se eleva y empieza a disiparse y si un vientecillo sopla lo empuja, se lo lleva, convertido en nada, y nada queda sino, en el fondo del alma, Una incómoda llaga por el rastro de sangre o de dolor que dejó la metralla. Nada quedó sino el recuerdo, cada vez más desvaído, de una mano rígida, endurecida, y en ella, el leve brillo de una sortija dorada.
En aquel tiempo podía sobrevenir todo, desde la gloria de una gran conquista a la mayor traición, y si ésta era cierta, cómo hería, y no tan sólo por caer directa y cruelmente sobre uno, sino por la imposibilidad de volver para atrás lo ya inmutable, alterar lo ocurrido; y la evidencia de los hechos, que descubrían lo inesperado, ponía su tormento de tener que aceptar las razones del infortunio, en el que estaba la sortija con una piedra verde.
Oyó Triana, entre los ruidos y los tableteos que le rodeaban, como un suspiro fuerte, un borboteo de torpes palabras que dan un único sonido, parecido al gruñido de una bestia, pero tan cerca era que hubo de volver la cabeza; bastó que girara unos centímetros para ver que el brazo de Leoncio trazaba un movimiento y sacaba el fusil de la tronera, mas no del todo sino hasta el cargador sólo, y sujetando el arma la mano blanca sobre el acero oscuro.
Su mirada volvió, entre los dos sacos terreros, hacia la casita de labor, donde sonaba una ametralladora, y disparó tres veces hacia allí apuntando bien a los restos del tejado de madera y a la puerta destrozada, y temió no haber acertado, y al separar la mejilla del visor descubrió que por la carretera avanzaban dos tanques con su infernal ruido de hierros viejos.
Todo el cuerpo del otro se deslizó por la inclinación del parapeto y la cara se ocultó tras el brazo que siguió sosteniendo el fusil, pero, al quedarse quieto, con el torso pegado a los sacos y a los adoquines en que descansaban, le hizo pensar a Triana que el tiroteo anterior le había alcanzado, y para comprobarlo le tocó en el hombro, sólo le empujó un poco y el cuerpo no se movía y la mano seguía en el arma.
Gritó algo y sintió otro miedo del que le producía el ataque y le llamó dos veces por su nombre, aunque la voz sonó tan débil entre tanto estruendo de los disparos y de los dos tanques, que no la oiría, y él tuvo que atender a lo que se les venía encima, pero los carros se desviaron hacia su izquierda y presentaron la parte lateral: era un momento tan oportuno que dejó el fusil, sacó la última granada que tenía y echó una mirada fugaz a Leoncio: seguía quieto.
Encaramado en el parapeto, tocó el anillo del seguro, una pequeña anilla de plomo al final de la cinta, igual a un adorno femenino puesto sobre la piña que se abriría en la explosión como un surtidor de materia incendiaria. La mordió y tiró con fuerza y rápido arrojó aquella bola metálica contra el tanque más cercano: si le alcanzaba, todo desaparecería en una llamarada.
Dejó caer el cuerpo sobre Leoncio; pegó la cara a la manga de su camisa hasta oír el estampido de la explosión y se incorporó para mirar por la tronera el resultado: el tanque, medio cubierto por la nube de humo, seguía avanzando hacia la izquierda, junto al otro, pero aminoró la marcha y se detuvo.
El también quedó inmóvil; bajó los ojos hacia el amigo y comprendió que había sido fulminante: a la altura de las rodillas una mancha líquida se remansaba en la tierra de la trinchera, y le llamó de nuevo y al coger el inerte brazo la mano se separó del fusil y entonces notó una raya en un dedo y era una sortija, que le hizo pensar en otra muy parecida y en seguida gritar en voz alta juramentos desolado.
Una piedra verde igual, cuadrada y minúscula, que daba destellos si la luz le rozaba, y a los lados un fino anillo dorado, estuvo en la palma de la mano de su madre cuando volvió del Monte de Piedad y la mostró con una sonrisa satisfecha porque la había recuperado al pagar el empeño de hacía muchos meses.
La contemplaban con cariño porque era la única que tenía la madre y siguieron la operación de colocarla en el dedo corazón de la mano izquierda, y luego la miraron a ella contentos, como si la felicitaran, porque antes la había hecho brillar levantándola en el aire para que los hijos la viesen.
Era tan igual, pero no la vio allí, en el dedo de una mano que pronto se endurecería sobre un fusil, sino en otro dedo, y delante tuvo la mano carnosa, almohadillada, limpia, de María, una mano en la que él puso besos al colocársela en el dedo, bromeando y riendo, y lo que pensaba cambió de pronto en voces de mando: «¡Desalojar rápido! ¡Pasar a la trinchera de atrás!», y al oírlo quiso levantar a Leoncio y llevarlo pero su peso era infinito, y los que estaban cerca le empujaron pasando pegados a ellos, y Triana, fijo en la mano, en el dedo meñique, gritaba que había un herido, que había que evacuarlo, pero todo dentro de él se precipitó y con dificultad le sacó la sortija, se la metió en la boca y corrió por el hueco que era la trinchera de evacuación. No bien se quedó un poco apartado de todos en la nueva posición, la alzó delante de los ojos. Sintió una ráfaga de extrañeza y de descontento al observar sus detalles, que conocía bien, y ya, sin lugar a dudas, reapareció lo que decía el teniente aquella mañana, entre blasfemias: «Todo lo que me pasa estos días es para volverse loco. No entiendo nada». No entendía por qué estaba en aquel dedo y cómo tan rápidamente su amigo Leoncio había desaparecido de entre los vivos, pues tal le dijeron los sanitarios cuando lo evacuaron con otros muertos y heridos que se quejaban, que no había nada que hacer, y eso vino a darle un golpe en la cabeza, en el centro del cuerpo, y sintió apretar la garganta, era lo irremediable.
Hubieron de pasar bastantes años hasta que un día su hermano le tendió la sortija, como aquella vez, en la palma de la mano, para que la tuviera, recuerdo último de una madre que siempre vieron con tan pequeña joya de no mucho valor, y él la había guardado con otros objetos de familia, cartas, una medalla de la abuela, llaves, todo lo destinado al olvido y, en fin, los inútiles recibos del enterramiento, pero si pensaba en la madre, se imaginaba la sortija con su verde piedra.
Un momento que coincidió con el teniente —estaba desfigurado, un brazo en cabestrillo, sin gorro— le dijo que pasaban cosas que no se entendían, y el otro creyó que era porque el batallón había quedado en cuadro y murmuró que mandaban refuerzos, pero Triana se consoló por haber dicho lo mismo que le oyó decir, confuso y dado a todos los demonios: para volverse locos, aunque aquello podía tener una aclaración y dependía de querer o no aceptarla tal cual era.
La sortija había salido de un dedo, deslizándose por nudillos suavizados y entrando en un dedo meñique de hombre, eso era lo innegable, mas la incógnita permanecía en las voluntades que motivaron tal intercambio, en el desconocido período de tiempo de la decisión, en las palabras que la acompañarían necesariamente, y llegando a este punto de su cálculo Triana entendió con claridad que haber ido la joya a poder de Leoncio no podía ser sino por pura determinación de María, ya que era imposible una sustracción o una broma, sabiendo que el batallón iba a Villaverde a intentar detener una ofensiva que dejaría regueros de muertos.
Se trasladaron todos los hombres de noche, a través de campos de hondonadas y de matas secas y espinosas que se prendían a los pantalones, y Leoncio iba a su lado, hacían comentarios sobre los tropezones y la oscuridad, y como ocurrió en varios años de amistad, sabía uno lo que pensaba el otro y se confirmaban en ese entendimiento, igual en las excursiones de los domingos, viendo las sesiones de boxeo del Campo del Gas, en los bailes de las Vistillas, Leoncio bailando con María en la quermés de Atocha, y deseó que se muriera allí mismo, de rabia al ver que la llevaba muy apretada, se reían, se miraban muy cerca, pero aquello pasó y ella bailó toda la tarde con él y no se repitió lo ocurrido, y Leoncio se dedicó a una rubia que conoció allí, y al representarse el bailongo y la música y María con vestido de seda, muy ceñido, le acometió un desasosiego de muerte ahogándole y los labios se apretaron para soltar un hipo, a punto de llorar. No pudo haber salido del dedo en el que se puso la tarde de las caricias y promesas: un aro de metal, redondeado y pulido, que pese a permanecer años en contacto con la carne no deja mancha, adorna la mano, es muestra de elegancia, y allí donde estuviera, ya alumbrase una bombilla o una llama de acetileno, daba suaves reflejos.
Tan mínimo objeto llevaba su carga de dolor, cual un arma concebida para ahondar y socavar las entrañas más profundas, cuando voluntades caprichosas o traidoras lo convertían en testimonio de una nueva pasión, y esa pasión con sus arrebatos de cuerpos desnudos y entregados le hizo a Triana respirar hondo, morderse los labios al recordar que mientras iban hacia la posición él le había hablado de María, y el otro escuchaba y no dijo nada, ni una maldita palabra.
Tras cuatro días de cavilaciones, entre avances y repliegues, una esquirla en el brazo izquierdo le permitió un permiso, y hecha la cura en el hospitalillo de San Carlos se fue a verla, porque sólo viéndola no le haría falta hablar; iba a comprender lo que más temía, algo que era imprescindible enfrentar.
En la casa había estallado un obús que deshizo el tejado y desde el patio se veía la armazón de madera contra las nubes y el claro cielo, unas vigas verticales y los restos de las buhardillas destruidas como si un castigo hubiera caído sobre los que sólo podían ser castigados por su pobreza.
Al llamar en la puerta oyó voces dentro, ruido de conversaciones, y cuando le abrieron vio que había varias personas entre las que se destacó la hermana de María, que fue hacia él, y en seguida percibió que la joven tenía un apósito grande en el lado izquierdo de la cabeza, ante lo cual, sin preguntarle nada, se lo señaló. Ella le dijo que unos ladrillos le cayeron cerca y estuvieron a punto de matarla, y a continuación bisbiseó unas palabras: el abuelo había muerto porque se le vino encima un trozo de pared.
Triana recordó al anciano con quien María había vivido de niña, le cruzó por la mente la imagen fatigada que se apoyaba en un bastón y tomaba el sol en el patio, al que saludó las veces que fue a buscarla a la casa. Murmuró unas condolencias, preguntó por María y la hermana dijo que estaba todo el día en el trabajo, que allí podía encontrarla. Triana sentía la sortija en la mano dentro del bolsillo y deseaba sacarla y mostrarla para que nadie pudiera negarle de dónde la cogió, y quería hablar de lo ocurrido sin esperar más, y cuando estaba a punto de contar a la hermana por qué había venido, ésta cambió su cara en la mueca del llanto y fue una niña que gimoteaba por algo más doloroso que su asunto, le temblaban las mejillas y no hubiera podido responderle; entendió que nada cabía hacer allí y las personas detrás de ella le contemplaban pero con mirada ausente, contemplando quizá un cadáver o la parte alta de la casa que amenazaba aún más con caer sobre cualquiera que cruzara el patio.
Casi temblaba cuando llegó a la puerta del edificio donde estaba la oficina de información de evacuados e ingresos en hospitales. La gente allí se empujaba, las mujeres con niños que entraban y salían discutían en voz alta, y al pie de la escalera Triana levantó los ojos como esperando verla a ella, pero sólo había un incesante movimiento de personas que intentaban obtener noticias de familiares desaparecidas. Movidos por una desazón tan igual a la suya, la tensión de conversaciones rotas y denuestos le daban idea de que la tragedia a todos igualaba.
En el primer piso, entre las cabezas de los que se agolpaban y levantaban papeles para mostrar un nombre, vislumbró la cara de María y él no tuvo que hacer sino dejarse empujar por otros del grupo e ir avanzando hacia una especie de mostrador donde ella atendía y recogía demandas, hasta que le vio; contuvo un gesto al descubrirle pero no inició un saludo. Fue como si negara ligeramente con la cabeza, cambió la vista hacia la persona que tenía delante, y los ojos, en seguida, volvieron a pasar por el recién llegado, le barrieron la cara pero dejó de mirarle, y este movimiento fue lo bastante claro para Triana; siguió allí entre las mujeres que pedían las listas de los hospitales, y al aproximarse, cuando estuvo cerca, vio que María se ponía tensa, fruncía cejas y labios, y él le dijo sin reparar en que le oyeran los que tenía al lado:
—¿Qué has hecho, María, pero qué has hecho?
Oír disparos cerca, en la total oscuridad de la noche y no saber qué hacer: eso era igual a la confusa incertidumbre ante los ojos de ella, tan bellos y expresivos, bien abiertos y sin pestañear, firmes en su fijeza, imponiéndole un silencio o una discreción, pero cuando ya logró, con aquella orden muda, que Triana no dijese más, los ojos tuvieron un fino reflejo, el borde del párpado inferior se inundó de agua y ésta corrió en reguero por las mejillas.
Siempre las caras se contraen con la mueca de atender la orden que viene de muy dentro, orden de desahogar en sollozos el contenido sufrir. Así fue entonces, y la cara conturbada habló un lenguaje preciso y sin palabras ante el atento corazón ajeno. Las voces junto a ellos seguían igual porque eran meses en los que llorar era actitud frecuente, no se ocultaba y no como asunto personal, sino como respuesta generalizada a cuanto sucedía, sometidos el día y la noche a la barbarie de las destrucciones de casas, de cuerpos, de sentimientos.
Los dos se miraban quietos; sostuvieron una muda explicación dolorosa, imprevisible, y cada cual daba al otro sus razones y sus exigencias, obligadas porque entre ambos había un acuerdo, roto. El único movimiento de Triana fue sacar la mano del bolsillo y mostrar, en la palma extendida, la sortija con piedra verde cual una prueba indiscutible, y ambos la contemplaron: se resumía en ella la triste historia, era un eje de culpa, o de libre afirmación, y de acusaciones, pero sus brillos diminutos, el destello insignificante del oro, era nada en medio de aquel grupo de mujeres angustiadas que preguntaban por heridos o por cuerpos medio hundidos en el barro y abandonados en las retiradas.
Parecía que ella iba a coger la joya pero no lo hizo, y la mano se detuvo en el aire y fue otra la que Triana vio apoyarse en el parapeto y resbalar, cual mano al sueño abandonada teniendo en su dedo la razón de aquel íntimo y perturbador fracaso.
Ni los bombardeos, ni las minas que todo deshacen, ni el hambre que tortura, ni las muertes sangrientas que los odios arrastran: una modesta joya anticuada fue lo que me atravesó el alma como una bala, la certeza de que algo de juventud en mí acababa al acabar la seguridad que el amor me daba.
Sí, el amor: una explosión muy dentro estalla, su luz deslumbra pero en seguida deja sólo un humo, triste humo gris —como el de una granada—, al cual, sin tardar, el viento, incluso el más suave, se lo lleva y a poco se esfuma, y nada queda, de él nada queda.