Fuentes.

FUENTES

Tradicionalmente, la literatura de la elite ha merecido un puesto de honor en el estudio de las fuentes; su estética y su riqueza reclaman merecidamente que se la tenga en cuenta en primer lugar. He intentado extraer datos de este material. Así, cuando Horacio escribe en su obra sobre libertos, puedo suponer que, enredados entre la impresión que quiere dar de ellos, hay pedacitos de los libertos reales: los libertos existían, tenían patrones, tenían una actitud encaminada a triunfar. No necesito aceptar como real la presentación que Horacio hace de los libertos, o su utilización con fines retóricos, poéticos o estéticos, para extraer de su obra datos verosímiles sobre libertos «auténticos» y su actitud. Ha tomado esos datos y los ha organizado para lograr sus propósitos; los historiadores sociales pueden hacer lo mismo, tomando datos y organizándolos de forma que se ajusten a una visión general de los libertos y su mentalidad. Sin embargo, se trata de una tarea peligrosa. El historiador puede caer fácilmente en el engaño. Algunas obras literarias estarán más directamente basadas en dicho mundo que otras. Algunos historiadores partirán de unas y otros de otras; descubrirán cosas y serán llevados a engaño. El reto consiste en juzgar qué parte del universo literario es invención del autor que oculta a quienes no forman parte de la elite y qué puede utilizarse para sacarlos a la luz. La clave está en trabajar con el máximo esmero posible para extraer el material útil y rechazar la narrativa dominante en la que ha sido sepultado por el autor. Son asombrosos los detalles históricos y sociales que pueden extraerse de lo escrito (sobre todo) por autores clásicos, cuando no era ése su propósito. Con todo, hay muchos aspectos de la vida diaria que la elite —Cicerón, Tácito, Marcial, Juvenal o los dos Plinio— podría haber visto de haberlo querido. Pero, sencillamente, no les importaban; muy raramente llegaban siquiera a echar una ojeada a la gente de cuyas vidas se desprenden esos detalles. La alta literatura, por tanto, no ofrece ventanas, sino más bien mirillas a través de las cuales los historiadores atisban a los romanos corrientes.

Los inconvenientes de esta literatura —el hecho de que todo se vea desde el punto de vista de la elite y la falta de referencias directas a la gente corriente— la hacen menos útil que otro tipo de literatura más relevante para mis propósitos. La obra de Luciano es un buen ejemplo. Era de Samosata, una ciudad siria del Imperio romano, y pertenecía a una familia de artesanos. Sus padres se encargaron de que realizara estudios primarios, cosa bastante habitual en aquellos tiempos. Después de esto, su padre quiso que se dedicase a algo útil, pero el aprendizaje con su tío escultor resultó un completo fracaso y Luciano continuó estudiando y, finalmente, acabó dedicándose profesionalmente a la retórica. En su obra muestra simpatía por la gente corriente, incluidos los pobres, aunque no fomenta la toma de medidas en contra del sistema.

Otras obras comparten el mismo interés. La simple mención de la utilización de novelas y romances (según la terminología actual, pues para la crítica literaria de la Antigüedad no existían estos géneros) como una fuente histórica probablemente haga levantar más de una ceja, pues, ¿qué podría ser menos útil para la investigación histórica que una recreación conscientemente ficticia de la vida, por mucho que se disfrace artísticamente de drama o aventura de la «vida real»? Por un lado, es posible pensar que toda historia es ficción: «la Historia no es sólo un catálogo de acontecimientos ordenados como una tabla de horarios de trenes. La Historia es una versión de dichos acontecimientos» (A. J. P. Taylor). Así que también es ficción. Discernir lo «real» de lo «ficticio» supone un desafío en ambos géneros. Petronio puede utilizarse como fuente histórica; hay que utilizarlo con prudencia, pero es necesario aplicar la misma cautela a la hora de recurrir a fuentes puramente «históricas». La ficción clásica será un pozo importante del que extraer información. Me gustaría señalar tres ejemplos de cómo se podría y cómo se debería actuar. En primer lugar, Fergus Millar, inspirado por el intento realizado por un colega académico de extraer una visión del mundo real a partir de la obra clásica japonesa La historia de Genji, escribió en 1981 el revolucionario artículo «The World of The Golden Ass» (El mundo de El asno de oro). En él demuestra sin dejar lugar a la duda, que la novela de Apuleyo sobre la transformación y la salvación se enmarca en el mundo real de la Roma imperial del siglo II. Keith Hopkins diseccionó la Vida de Esopo y encontró numerosas certezas y datos sobre el mundo de los esclavos. Por su parte, John D’Arms escribió con gran lucidez acerca de cómo podía utilizarse inteligentemente el Satiricón de Petronio para conocer aspectos de la sociedad romana de finales del siglo I que se encontraba por debajo de la elite. Los romances griegos pertenecen a la misma categoría de fuentes. A pesar de transcurrir en un mundo imaginario donde todo es blanco y negro, bueno y malo, fe y traición, también tienen puntos de contacto con el mundo real y se puede indagar en ellos para extraer datos y material útil. Recurrir a la comedia romana para el estudio de la historia social presenta problemas similares y requiere la misma solución que las obras novelísticas. Las comedias tenían que basarse también en algo que resultara comprensible, ya fuese en forma de estereotipos o de temas identificables de la propia sociedad. Así, el mundo teatral aporta también retazos de las vidas de los invisibles: soldados, esclavos, mujeres y hombres corrientes. En resumen, la literatura sigue siendo un filón prometedor, aunque complicado e incluso peligroso.

Determinadas obras de la elite no son demasiado «literarias», es decir, su finalidad primordial no es artística. Estas obras pueden servir especialmente para descubrir la mentalidad de los invisibles. Dentro de esta categoría se engloban todos los tratados sobre agricultura, como Sobre la agricultura de Catón el Viejo o Los trabajos del campo de Columela. Dichas obras están dirigidas a agricultores adinerados, no a campesinos o pequeños terratenientes, pero en ellas encontramos observaciones especialmente importantes para conocer mejor a los esclavos. Otros romanos escribieron también tratados útiles sobre una amplia variedad de temas. Galeno escribió profusamente sobre asuntos relacionados con la medicina, y en los que, de vez en cuando, aparecen datos histórico-sociales. Epicteto, él mismo un antiguo esclavo, deja vestigios de sus orígenes serviles en sus discursos editados. Hay también obras relacionadas con la adivinación y el control del futuro mediante la habilidad y la magia. Artemidoro de Daldis escribió La interpretación de los sueños, obra en la cual trata ampliamente gran variedad de sueños, todos, según él, basados en experiencias reales. Asimismo, Doroteo de Sidón, contemporáneo de Artemidoro y un poco anterior a éste, escribió el Carmen Astrologicum (Poema astrológico), en el que detalla un complejo sistema astrológico y presenta horóscopos (predicciones astrológicas) según las diferentes configuraciones planetarias. Por último, están los papiros mágicos. Éstos también pretendían guiar a los profesionales en la utilización de los hechizos, conjuros y plegarias adecuadas para ayudar a sus clientes. Las tres obras estaban dirigidas a la gente corriente. Esto no significa que los miembros de la elite no estuvieran interesados en los sueños, la astrología y la magia; todo lo contrario. Mi argumento es que el público principal era un amplio sector del mundo grecorromano, formado por todos aquellos dispuestos a pagar a un profesional a cambio de consejos «psíquicos» o ayudas mágicas. Por tanto, los escenarios, problemas, gustos, prejuicios y afanes contenidos en esos textos reflejan preocupaciones reales de personas reales. Al examinar los temas tratados en sus obras tenemos acceso a la mentalidad de los invisibles.

En principio podría parecer que los textos jurídicos romanos son un excelente lugar en el que recabar información sobre los invisibles, ya que éstos aparecen en gran número de decisiones judiciales. Sin embargo, al final del día, la interacción de los invisibles en el derecho romano no es tan fructífera como cabría esperar. Tal como escribió John Crook en su libro Law and Life of Rome (p. 10):

La sociedad romana era muy oligárquica. Perpetuaba diferencias enormes en la riqueza y el prestigio social, y la clase dominante que establecía las normas consagraba en ellas un código de valores relevante para sí misma, el cual no puede asumirse automáticamente que fuese igualmente relevante para las vidas y costumbres del grueso de la población. Además, la capacidad intelectual, la sutileza y la rigurosidad de los grandes juristas romanos, que hicieron que sus escritos se convirtiesen merecidamente en un paradigma para el derecho de épocas posteriores, se lograron a costa de concentrarse en determinados grupos de leyes (aquéllas más relevantes para la oligarquía a la que pertenecían) y de no preocuparse por lo que podía estar sucediendo realmente por debajo o fuera de esa esfera.

Las colecciones de fábulas y proverbios también constituyen fuentes importantes de información. Los proverbios son afirmaciones concisas para describir una situación o que sirven como incentivo para determinar cómo actuar. Son tradicionales, populares, anónimos e instructivos; se repiten a lo largo del tiempo, manteniendo la misma esencia. Las fábulas son historias breves en las que habitualmente aparecen animales, de naturaleza aparentemente hogareña y sencilla, y que contienen una moraleja o consejo; como sucede con los proverbios, la clave es la instrucción. Como mínimo desde Aristóteles, las fábulas han sido consideradas un género «popular» a causa de su sencillez y de ser del agrado de los niños y las personas sin formación. Sin embargo, las fábulas también han sido muy apreciadas durante mucho tiempo por la elite. ¿Se las puede considerar un género popular? Los recopiladores de fábulas Babrio y Fedro dirigen sus colecciones a la elite, de la que ambos, a su vez, forman parte. Los versos de Publilio Siro, liberto escritor de máximas, también se enmarcan dentro de esta categoría. Sin embargo, el origen fundamental de las obras de estos géneros puede calificarse fundadamente como «popular», por lo que resultan excelentes para este proyecto.

Además de estas fuentes indirectas, existen tres fuentes directas para conocer la mentalidad de los invisibles, todas ellas con gran cantidad de información: la literatura no proveniente de la elite, la papirología y la epigrafía. El Nuevo Testamento contiene la más valiosa recopilación literaria escrita por aquéllos a los que he denominado invisibles, y que mejor expresa sus puntos de vista. Los Evangelios nos muestran el mundo campesino. En ellos prácticamente no se hace referencia a la vida urbana; describen un mundo en el que no hay término medio, un mundo de muy ricos y muy pobres, un mundo de pequeña economía agraria y valores. A juzgar por la comparación con otros textos, la perspectiva de los hechos y las parábolas es una perspectiva de bienes limitados, justicia distributiva y otros reflejos de la mentalidad campesina. Por otro lado, el mundo de los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas es un mundo urbano: el de las ciudades y las actitudes urbanas del Oriente helenístico; éste es el mundo de Estrabón o Dión Crisóstomo. Cuando san Pablo u otros escritores expresan su actitud ante los ricos, las mujeres, los pobres, las estructuras jerárquicas y la elite social, es razonable considerarlas representativas de las de los hombres corrientes de las ciudades, aunque es esencial ser conscientes de las sombras que proyecta sobre ellas la misión teológica que las inspira. Más allá de la propia literatura del Nuevo Testamento, las contribuciones de los padres de la Iglesia pueden aportar también datos, si bien no es hasta después de Constantino cuando se produce un aluvión de obras que han perdurado, y el cristianismo se ve cada vez más sumido en una mentalidad elitista que, en muchos aspectos, es la misma que la mentalidad pagana de la elite. Pero, en definitiva, la primera literatura cristiana es una fuente muy valiosa. En la misma línea, la literatura judía es potencialmente útil; sin embargo, no he recurrido a ella sistemáticamente en la elaboración del presente libro.

Igual que el Nuevo Testamento, el material epigráfico habla directamente con las voces de la gente corriente. Sin embargo, hay problemas. La gran cantidad de inscripciones comporta que su estudio sea una tarea difícil, puesto que hay muchas, pero están distribuidas de manera desigual a lo largo del tiempo y del espacio. A este desafío hay que añadir el hecho de que el descubrimiento y la publicación de las inscripciones son también irregulares. Incluso en caso de que no existiesen los problemas de descubrimiento y diseminación, la distribución demográfica seguiría siendo irregular. Las inscripciones largas y complejas —leyes, inscripciones públicas oficiales, epitafios detallados, etcétera— reflejan casi exclusivamente la mentalidad de la elite. Las inscripciones que revelan las voces de los romanos invisibles son casi todas muy breves y son votivas (ofrendas a los dioses), o bien funerarias (lápidas). Una lápida grabada entraba totalmente en las posibilidades económicas incluso de las personas con pocos medios, ya fuese de manera autofinanciada o subvencionada por una sociedad funeraria. Hay muchos restos que evidencian relaciones sociales y actitudes de las cuales la gente corriente quería dejar testimonio. Las relaciones familiares basadas en menciones a parientes en las dedicatorias y la expresión de esperanzas y temores en los epitafios son sólo dos ejemplos. Los grafitos de Pompeya, que añaden variedad y sabor a los testimonios epigráficos de la gente corriente, resultan muy valiosos a la hora de estudiar su mentalidad.

La papirología, como la epigrafía, habla por boca de los invisibles. Escribir en papiros era una costumbre muy extendida en el mundo romano, pero únicamente en algunos lugares se daban las condiciones climatológicas adecuadas para su supervivencia a través de los años. Por consiguiente, los papiros están claramente marcados geográficamente hablando, ya que en su inmensa mayoría proceden de las zonas desérticas de Egipto y de otras partes de Oriente Próximo. Este hecho nos lleva obviamente a preguntarnos si lo aportado por las pruebas papirológicas puede aplicarse fuera de Egipto. En su día se consideró que los historiadores no podían recurrir a la información contenida en los papiros debido a la excepcionalidad de Egipto en el paisaje sociopolítico del mundo grecorromano. Este tema, que parecía cerrado, ha dado un giro de 180 grados. La idea de que Egipto era un mundo aparte y que puede pasarse por alto en el estudio del resto del mundo romano está ahora en desuso. Como Roger Bagnall y otros autores afirman contundentemente, la práctica gubernamental y el uso de documentos eran básicamente los mismos dentro y fuera de Egipto, así que las costumbres y datos de Egipto pueden considerarse representativos de los de otras zonas del Imperio.

El papiro era un material de escritura relativamente barato. Se utilizaba ampliamente para registrar actos gubernamentales (impuestos, anotaciones censales, correspondencia interna), así como recibos, contratos y otros documentos financieros. Aparte de esto, también hay una importante cantidad de cartas particulares, material educativo y textos literarios. Naturalmente, casi todo este material se perdió hace mucho tiempo. Sin embargo, las cartas y documentos privados que han sobrevivido suelen proceder de los invisibles, es decir, la gente corriente que se encuentra por debajo de la elite, y tanto de hombres como de mujeres, cosa que resulta especialmente asombrosa y refrescante. A pesar de que, a menudo, es imposible saber si los documentos fueron realmente escritos por esas personas —había numerosos escribas profesionales y esclavos cualificados a los que se contrataba con frecuencia—, está más que claro que el origen de dichos documentos se encuentra entre la gente corriente. Además, los documentos elaborados por el gobierno —la inmensa mayoría de los papiros del Alto Imperio— proporcionan una enorme cantidad de información útil que va desde cifras censales hasta extrapolaciones de la probable responsabilidad del gobierno, que habrían influido en las actitudes y opiniones de la gente corriente. De manera muy parecida a los grafitos de Pompeya y, en menor medida, a las inscripciones, los papiros nos muestran a los invisibles viviendo su vida sin pasar por el tamiz de la literatura de la elite.

Más allá de las pruebas escritas de los invisibles, el material cultural añade amplitud y profundidad a la imagen. El arte es un tablón de anuncios tanto para los creadores como para los «lectores»: no se crea en el vacío, sino que tanto el creador como el público pretenden extraer algo de las obras. Por tanto, el arte debería poder «leerse» de la misma manera que los papiros, la epigrafía o la literatura. Hay mucho con lo que trabajar: imágenes sepulcrales, grafitos, dibujos en las paredes de los edificios y las habitaciones cuyo uso estaba destinado a los invisibles, imágenes en vajillas de barro cocido como la terra sigillata… todo ello puede ser muy revelador. El material arqueológico no artístico puede también aportar muchos datos sobre la gente corriente, si bien con frecuencia tiene más que ver con las condiciones de vida que con la mentalidad. No obstante, como en el caso de la literatura judía citado anteriormente, debo confesar que no he recurrido a la arqueología todo lo que habría sido posible. Tal vez alguien más versado en el tema será capaz de corregir o añadir algo a mis observaciones.

Por último, existen pruebas que no proceden concretamente del Imperio romano. A menudo se desconfía del uso de material comparativo. El problema de la equivalencia es muy real: utilizar inadecuadamente material supuestamente comparable puede inducirnos a error. Sin embargo, el material procedente de otras épocas y lugares nos proporciona dos cosas de incalculable valor: en primer lugar, la inspiración para plantear preguntas al material clásico que se han planteado en otros ámbitos; y, en segundo lugar, ideas para encontrar vínculos entre las a menudo muy superficiales e inconexas pruebas de la Antigüedad. Un hecho o una actitud de esa época no pueden darse por sentados a través de datos comparativos, pero sin duda sí que se puede determinar mejor su probabilidad. Al indagar en la mentalidad de los romanos invisibles utilizo libremente tanto la inspiración como los vínculos con la mentalidad de otros invisibles. Esto puede poner nerviosos a aquéllos que consideran que la historia antigua debería basarse únicamente en pruebas antiguas. Pero el mundo grecorromano no existe en una especie de lugar único separado en el tiempo y el espacio del resto de la historia de la humanidad. Así que mi propuesta no pretende poner en entredicho la pureza de la historia antigua, sino hacer una construcción razonable a partir de lo poco de que disponemos, con el fin de responder a preguntas —en este caso acerca de la mentalidad de los invisibles— en las que las fuentes principales no muestran prácticamente ningún interés.

Utilizadas en conjunto, todas nuestras fuentes nos permiten ver a los romanos invisibles.