9. Más allá de la ley: bandidos y piratas.

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Más allá de la ley: bandidos y piratas

Un fuera de la ley es alguien que vive en contacto con la sociedad, pero que no acata las leyes de la misma. La posibilidad de que aparezcan delincuentes está en la naturaleza misma de las sociedades estratificadas. Este tipo de sociedades institucionalizan e imponen la cultura de que la valía, el poder y la riqueza marcan la diferencia; esto crea un contexto propicio para que aparezcan delincuentes. En pocas palabras, para que haya personas fuera de la ley tiene que haber leyes, y las sociedades estratificadas utilizan regularmente las leyes para salvaguardar su estructura. Se basan en explotar a unos en beneficio de otros, lo cual provoca que algunos eludan las leyes establecidas. Una forma de hacerlo es dedicarse a la delincuencia.

La aceptación de la simple definición de fuera de la ley como alguien que vive en contacto con la sociedad pero sin cumplir sus leyes, ignora automáticamente a dos tipos de delincuentes muy importantes en el mundo grecorromano; por un lado los delincuentes tribales, habitualmente denominados «bandidos» o «piratas» por sus coetáneos, y por otro los pequeños delincuentes comunes. Los delincuentes tribales no actúan en el ámbito de la sociedad romana, sino que sería más apropiado denominarlos «súbditos de otra ley», pues forman parte de una comunidad propia, tienen sus propias leyes y están organizados de manera estratificada y jerárquica, pero simplemente no acatan las leyes romanas. A esta categoría pertenecen delincuentes como los bandidos del valle del Calycadnus, en Cilicia, los Maratocupreni de Siria y, mucho más tarde, los sajones merodeadores de la Antigüedad Tardía. Se trata de sociedades saqueadoras basadas en una estructura tribal, las cuales, igual que otras sociedades saqueadoras de la Antigüedad, como los piratas de Cilicia y los caciques de Homero y, más adelante, los vikingos, atacaban a cualquiera a quien pudieran arrebatar sus posesiones. El geógrafo Estrabón nos ofrece una excelente descripción de una de esas sociedades de saqueadores:

Más allá del territorio sindi y de Gorgipia, se llega por mar a la costa de los achaei, los zygi y los heniochi, que, en su mayor parte, carece de puertos y es montañosa y forma parte del Cáucaso. Esos pueblos viven de cometer robos en el mar. Sus embarcaciones son estrechas y ligeras, y en ellas caben sólo unas 25 personas, si bien en casos excepcionales pueden transportar a 30 como máximo; los griegos las llaman camarae […] las flotas de camarae a veces se enfrentan a barcos mercantes y a veces a un país o a una ciudad, y ostentan el dominio del mar. En ocasiones les ayudan los que dominan el Bósforo, los cuales les proporcionan lugares donde atracar sus barcos, con mercados y lugares donde emplear su botín… conocen bien las zonas boscosas en las que ocultan sus camarae y luego merodean a pie día y noche para secuestrar a gente… el territorio se encuentra bajo la protección de Roma, pero eso no es de gran ayuda a causa de la negligencia de los gobernadores allí destinados. (Estrabón, Geografía 11.2.12/Jones)

Los romanos, que eran a su vez el pueblo saqueador por excelencia que había logrado conquistar y saquear todo el mundo mediterráneo, consideraban y trataban a estas tribus de bandidos como una comunidad enemiga.

La forma habitual de hacer frente a estos «súbditos de otra ley» era recurrir a la intervención militar; en el ejemplo citado anteriormente, Estrabón menciona la necesidad de que Roma emprendiera acciones contra los saqueadores. Dado que ambos bandos juegan en general según las mismas reglas, el peligro es evidente: el bando vencedor tratará de atacar y desvalijar, cuando no destruir, al derrotado. A pesar de que los propios romanos no distinguen retóricamente entre «fuera de la ley» y «súbditos de otra ley», yo me propongo hacer una distinción muy clara. En el caso de los «súbditos de otra ley», la dinámica externa crea una interacción altamente visible en la que participa la elite y que está ampliamente documentada por los líderes militares y diplomáticos. En el caso de los «fuera de la ley», la elite no está involucrada tan directamente —son los miembros de la sociedad más capacitados para protegerse de ellos— y se siente ideológicamente más incómoda, ya que los «fuera de la ley» representan una crítica a la sociedad jerárquica. Indiferente y aislada, en el mejor de los casos la elite presta atención a los «fuera de la ley» cuando se aproximan al nivel de amenaza de los «súbditos de otras leyes»; habitualmente, los delincuentes son asumidos como parte del paisaje, se toman medidas para evitar sus estragos y se les deja que vivan su vida ante el silencio habitual de las fuentes sobre los grupos que no considera dignos de mención por su parte.

Otro grupo que no tengo en cuenta es el de los delincuentes comunes. Estas personas —asesinos, ladrones, mafiosos de poca monta— constituyen una amenaza para la sociedad legítima, pero surgen de ella y regresan a ella sin formar nunca una alternativa a la misma. Luciano deja entrever cómo funcionan:

Cuando partí en dirección a Atenas a causa de mi afición por la cultura griega, me instalé en Amastris, en el mar Negro; en la ciudad hacen escala los que vienen navegando de Escitia, situada a no mucha distancia del promontorio de Carambis. Me acompañaba Sisinnes, mi amigo de la infancia. Tras buscar alojamiento cerca del puerto y trasladar nuestro equipaje desde el barco, fuimos a comprar sin sospechar que pudiese ocurrir nada malo. Mientras tanto, los ladrones forzaron la puerta y se llevaron todo, hasta el punto de no dejarnos ni siquiera lo necesario para aquel día. (Toxaris 57/Harmon)

En los evangelios hay bastantes referencias a ladrones y a robos, lo mismo que en las novelas y otras fuentes. Estos pequeños delincuentes no rechazan las normas de la sociedad, sino que la golpean en sus intersticios, a menudo con delitos de oportunidad. Los ladrones tenían la capacidad de hacer que la vida de todo el mundo fuese difícil y peligrosa, cosa que hacían siempre que podían. Sin embargo, por muy detestables y preocupantes que fueran, no representaban una amenaza real ni tenían una identidad grupal cohesionada. Por último, puedo pasar tranquilamente por alto al bandido en sentido metafórico (el término «bandido» y otros parecidos eran utilizados por los miembros de la elite romana para insultarse en las contiendas políticas). En líneas generales, con este epíteto se referían a cualquiera que no actuaba según las reglas, y lo utilizaban con el fin de vencer en una discusión o enfrentamiento; se trata de un uso metafórico para difamar a un contrincante, criminalizarlo y, por consiguiente, justificar cualquier acción en su contra. Estos «bandidos» no son en absoluto «delincuentes»; actúan dentro del marco político y social de la elite y no tienen nada que ver con la realidad de los fuera de la ley que viven apartados de las leyes de la sociedad.

Descubrir a los delincuentes

Aunque anteriormente ya he tratado en profundidad la utilización de varias fuentes, vale la pena señalar aquí concretamente el valor de los textos de ficción a la hora de conocer la vida de los delincuentes del mundo grecorromano. Como se verá, recurro profusamente a dichas fuentes, si bien los historiadores, las inscripciones y los papiros también aportan datos. Dos obras de ficción, en concreto El asno de oro de Apuleyo y los romances griegos, describen un mundo que los eruditos han llegado a identificar como real. Es decir, en las novelas lo «real» se organiza de manera ficticia, pero tras la ficción se encuentran hechos reales de la historia social, hechos que pueden ser identificados y utilizados por los historiadores. Cito las novelas como si se tratase de documentos históricos, pero únicamente como un recurso narrativo; soy plenamente consciente de que no se trata de hechos históricos. Su utilización por mi parte deriva de la confianza en que lo que hacen y dicen los personajes en los pasajes citados refleja la realidad, a pesar de que las palabras y las propias situaciones sean invención del autor.

Hacia la ilegalidad

Los fuera de la ley a que me refiero —aquéllos que viven en contacto con una sociedad legal pero fuera de ella— representan la ideología de la sociedad estratificada jerárquicamente. Forman una comunidad organizada para la adquisición de poder y posesiones por parte de algunos a expensas de otros, pero fuera del marco legal de dicha sociedad, a diferencia de otras que, como la comunidad gobernada por la elite, lo hacen desde dentro. Los romanos eran plenamente conscientes de la ideología común de los gobernantes «legales» y los bandidos «ilegales». En uno de los tratamientos más extensos de la figura de un bandido de la literatura clásica, un historiador pone en boca del jefe de bandidos Bulla Félix este evidente punto de comparación. Cuando es capturado por los hombres del emperador Septimio Severo y llevado ante el prefecto del pretor Papiniano, se dice que éste le preguntó: «¿Por qué te convertiste en ladrón?», a lo que Bulla respondió: «¿Por qué eres prefecto?» (Dión Casio, Historia de Roma 77.10.7). A pesar de que el hecho en sí pueda ser ficticio, lo importante es que ambos son ladrones: el prefecto dentro de la ley y Bulla fuera de ella. Galeno emplea otra metáfora para comparar a los ladrones y a los ciudadanos legales (en esta ocasión médicos):

Los ladrones de nuestro país forman bandas para perjudicar a otros y salvarse ellos; de forma parecida éstos [médicos] de aquí se unen en nuestra contra; la única diferencia con los bandidos es que estos hombres actúan en la ciudad en lugar de en las montañas. («Prognosis», en Corpus Medicorum Graecorum V 8.1/Nutton)

La coincidencia de valores, actitudes y acciones dentro y fuera de la ley era bastante evidente. La condición de soldados-bandidos ilustra también la delgada línea que separaba a los bandidos «legales» de los «ilegales». Los estragos causados por los soldados están bien documentados, así como la (bastante lógica) transición del ejército al bandolerismo. En la primera situación, la permanente asociación de los soldados con soluciones violentas a los problemas, la posesión de armas dentro de una sociedad desarmada o prácticamente desarmada, y la autoridad inherente a su condición de soldados romanos, conducía fácilmente a abusos que eran en realidad simples robos. La historia narrada por Apuleyo del centurión que requisa a Lucio transmutado en asno, la ira que esto provoca, el violento ataque del dueño de Lucio, y la venganza final por parte del centurión es un excelente compendio tanto de los posibles abusos como del enfado que causaban dichos abusos en la población (El asno de oro 9.39-42). La historia de «la milla de más» del evangelio se ajusta al mismo patrón (Mateo 5:41), igual que la admonición de Juan el Bautista a los soldados para que no extorsionasen ni denunciasen falsamente a la gente y se conformasen con su paga (Lucas 3:13-15). En el caso de los soldados, probablemente era lógico que se decantasen por una vida de bandidaje fuera de la ley, dadas las posibilidades de que disponían antes dentro de ella. La habilidad con las armas, la predisposición a la violencia y la situación de pobreza de algunos soldados contribuían a que cierto número de ellos se convirtieran en bandidos de forma permanente, pues a pesar de las ventajas generales que otorgaba la vida militar, a algunos su carrera no les iba demasiado bien y desertaban para convertirse en forajidos. El historiador Herodiano aporta un ejemplo concreto:

Había un hombre llamado Materno, ex soldado conocido por su valor, que había desertado del ejército e influido en otros para que escapasen con él. Al poco tiempo había formado una gran banda de criminales y empezaron a atacar y saquear pueblos y granjas. (Historia reciente del Imperio romano 1.10/ Whittaker)

La empresa de Materno tuvo más éxito de lo que jamás habría soñado; saqueó provincias enteras, planeó el asesinato de Cómodo y convertirse en emperador. Su fin llegó a manos de algunos de sus hombres que le traicionaron.

De manera parecida, los piratas podían pasar de la marina de guerra a la ilegalidad:

Tras coger gusto a saquear [como corsarios al servicio del rey Mitrídates VI], no abandonaron su actividad cuando éste fue derrotado, firmó la paz y se retiró. Pues, habiéndoseles arrebatado sus vidas y su tierra por causa de la guerra, y habiendo caído en la penuria y la pobreza, cosecharon el mar en lugar de la tierra, primero en barcos pequeños y luego en grandes, navegando en escuadrones bajo el mando de capitanes piratas, como generales en una guerra. (Apiano, La guerra contra Mitrídates 92/White)

Así, Mitrídates había utilizado lo que posteriormente se llamarían corsarios para aumentar su poderío naval; esos capitanes se pasaron a la piratería tras la derrota de Mitrídates, igual que muchos piratas procedían de los corsarios de las primeras guerras europeas de la época moderna.

En lo que constituye otra coincidencia entre el mundo «legal» y el «ilegal», los bandidos y piratas son, por así decirlo, emprendedores que tratan de triunfar en la adquisición de recursos aprobada por la sociedad. Eric Hobsbawm sostiene:

Como individuos, no son realmente rebeldes políticos o sociales, y mucho menos revolucionarios, como es el caso de los campesinos que se niegan a ser sometidos y al hacerlo provocan el levantamiento de sus compañeros, o, más sencillamente, hombres que se ven excluidos de la carrera de los de su clase y se ven por tanto forzados a la ilegalidad y al «crimen» […] por ello, el bandidaje en sí […] es una forma de autoayuda para escapar de unas circunstancias determinadas […] [Un bandido] es un inadaptado, un rebelde, un pobre que se niega a aceptar la situación normal de pobreza, y cimenta su libertad con los únicos medios al alcance de los pobres: fuerza, valor, astucia y determinación […] Se opone a la jerarquía del poder, a la riqueza y a la influencia: no es uno de ellos… Al mismo tiempo, el bandido cae inevitablemente en la telaraña de la riqueza y el poder, porque, a diferencia de otros campesinos, adquiere riqueza y ejerce poder. (El bandido, pp. 19-20, 76)

Una y otra vez encontramos muchos ejemplos de «delincuentes» que mantienen buenas relaciones con algún grupo dentro de la legalidad. Aunque se dice que Bulla Félix escapaba de las autoridades mediante sobornos e ingenio —«cuando le veían, nunca le veían; cuando le encontraban, nunca le encontraban; cuando lo atrapaban, nunca lo atrapaban» (Dión Casio 10.2)—, seguramente gozaba de cierta protección por parte del conjunto de la población. Está claro que tenía espías dentro de la legalidad, aunque no se sabe con seguridad si se trataba de delincuentes o simplemente cómplices; estos espías le proporcionaban una información privilegiada que le ayudaba a realizar sus ataques: «Estaba informado de todo el mundo que partía de Roma y de todos los que atracaban en el puerto de Brundisium, y sabía quiénes y cuántos eran, así como qué y cuánto llevaban consigo». Del mismo modo, los fuera de la ley de Apuleyo se mezclaban en la sociedad legal y extraían información para la banda; esto se menciona cuando un bandido se queda después de un asalto a la casa de Milón para ver qué medidas toman las autoridades, también cuando un bandido es enviado a hacer un reconocimiento para realizar posibles ataques, y también cuando se infiltran para descubrir dónde guarda Chryseros su dinero (El asno de oro 7.1 y 4.9). En el romance Quéreas y Calírroe, el pirata Terón tenía «sicarios apostados convenientemente en barcos bajo la apariencia de barqueros». A menudo se diría que los fuera de la ley parecen tener dos uniformes, uno para un trabajo legal y otro para el bandidaje o la piratería; en Leucipa y Clitofonte (5.7), de Aquiles Tacio, Clitofonte se topa con unos pescadores de moluscos que son en realidad piratas. Cuando Bulla Félix capturaba a gente, «cogía parte de lo que tenían y los dejaba marchar enseguida, pero a los artesanos los mantenía apresados durante un tiempo y hacía uso de su habilidad, para luego dejarlos marchar con un regalo» (Dión Casio 77.10.3). Este comportamiento suaviza cualquier hostilidad hacia los fuera de la ley por parte de los ciudadanos. Cuando Materno empezó con sus saqueos, liberó a prisioneros y los incorporó a su banda (Herodiano 1.10.2); si bien esto no es necesariamente un paso socialmente positivo, sí que apunta a ello. En Apuleyo aparece una estrecha y simbiótica relación entre los fuera de la ley y algunos elementos de la población civil. Esto se aprecia concretamente al menos en dos pasajes. En éste, la banda se dirige a su guarida tras saquear la casa de Milón:

Hacia mediodía, cuando el sol apretaba calentándolo todo, nos desviamos hacia un pueblo en el que los fuera de la ley contaban con buenos amigos entre los mayores. Por los numerosos besos y abrazos amistosos que se dieron al encontrarse, uno podía darse cuenta de lo íntimos que eran; hasta un asno lo vería. Además, sacaron cosas de mi lomo y se las regalaron a los habitantes del pueblo, mientras, susurrando, parecía que les contaban que eran fruto de sus saqueos. (El asno de oro 4.1)

Esta interacción era fácil de mantener —era mutuamente ventajosa— y, lógicamente, los fuera de la ley tenían el mismo aspecto que el resto de la gente y podían mezclarse tranquilamente con la población. En este contexto, es probable que los fuera de la ley se considerasen en cierto modo integrados en el conjunto de la sociedad. Sin embargo, esa «integración» no consistía en respetar las reglas de la elite, sino más bien en vivir en contra de los principios establecidos.

¿Quién se pasa al otro lado de la ley?

Pasarse al otro lado de la ley era una forma —quizás la única y sin duda la más rápida— de zafarse de la mano dura de la ley y de quienes la imponían, que hacía que los pobres siguieran siendo pobres y los oprimidos siguiesen estando oprimidos, y que mantenía los recursos en manos de los poderosos. Ante esta perspectiva, es fácil ver que las bandas de forajidos llevaban una vida realmente alternativa dentro del mundo romano antiguo marcadamente estratificado. Su estilo de vida no buscaba el cambio ni se trataba de una forma de resistencia, sino que se centra en unos pocos objetivos muy concretos, y su organización deriva de la necesidad de cumplirlos. Es posible identificar qué clase de personas se pasaban al otro lado de la ley, así como sus objetivos y su organización social, averiguando en el proceso la visión que tenían de sí mismas y de su mundo.

Las fuentes clásicas son muy claras acerca de un grupo que genera forajidos: los desesperados. En Apuleyo, por ejemplo, Haemus, el nuevo cabecilla de los bandidos, señala que puede reclutar a muchos hombres para su banda porque hay muchos pobres desesperados por ahí (El asno de oro 7.4). En Un cuento de Éfeso de Jenofonte, Hippothous espera reclutar «jóvenes físicamente aptos» en Mazacus, una ciudad de Capadocia (2.11-14). En Quéreas y Calírroe, Terón va por los burdeles y tabernas del puerto reclutando hombres para que se unan a su tripulación. Estrabón afirma que la pobreza y dureza de la tierra son una razón para que la gente se dedique a la piratería. Cuando Bulla captura a un centurión, «se hace con la vestimenta de un magistrado, sube al estrado y, tras citar al centurión, hace que le afeiten parte de la cabeza y luego dice: “Dile a tus amos que deberían cuidar de sus esclavos y así no se convertirían en bandidos”» (Dión Casio 77.10.5). Dión prosigue afirmando que «De hecho, Bulla llevaba consigo a un enorme número de libertos imperiales, algunos de los cuales estaban mal pagados y otros no recibían paga alguna». Anteriormente he señalado que la condición de los ex soldados a menudo provocaba que se apartaran de la legalidad. Al otro extremo del espectro de posibilidades, Jenofonte narra en Un cuento de Éfeso el caso de un noble que, tras sufrir varios reveses en la vida, se convierte en bandido: Hippothous empezó siendo un joven adinerado de Perintus (Tracia); tras varias aventuras en torno a un lío amoroso homosexual con un tal Hyperanthes (el cual muere en un naufragio), Hippothous se dirige a Panfilia.

Allí, al carecer de medios para sobrevivir y angustiado por la adversidad, me convertí en bandolero. Al principio era el único de la tropa, pero al final formé mi propia banda en Cilicia; gozó de gran fama por todas partes hasta que fue capturada, no mucho antes de encontrarte. (Un cuento de Éfeso 3.2/Anderson)

Heliodoro también escribe sobre un bandido de este tipo. El capitán de los fuera de la ley «procedía de una familia distinguida, y había adoptado esta forma de vida tan sólo a causa de la necesidad»; era el hijo de un adalid de Menfis, en Egipto, pero había sido apartado ilegalmente por un hermano menor y se había visto obligado a huir con los bandidos «con la esperanza de vengarse y recuperar [su] posición» (Las Etiópicas 1.19). Podemos presumir, sin temor a equivocarnos, que, a pesar de que no se los menciona directamente, había unos cuantos inadaptados sociales y tarambanas que no encajaban en la sociedad estratificada y se pasaban a la ilegalidad.

Sin embargo, algunos lo harían tan sólo por avaricia y no por encontrarse en circunstancias desesperadas. Apolonio afirmaba haber frustrado un intento de reclutamiento, pero la historia, no obstante, es ilustrativa de la tentación que podía representar la ilegalidad para los buenos ciudadanos:

Pero Apolonio respondió: «Ya que me tentáis a hablar de pilotaje, os contaré lo que creo que fue una gran hazaña en aquella época. Hubo un tiempo en que los piratas infestaban el mar Fenicio, e iban por las ciudades recabando información sobre los diversos cargamentos. Los espías de los piratas se enteraron de que en mi barco había un cargamento muy valioso y, llevándome a un lado, me preguntaron cuál era mi parte en el flete; les dije que mil dracmas, pues había cuatro personas a cargo del barco. “¿Tienes una casa?”, me preguntaron. “Una cabaña miserable —respondí— en la isla de Faro, donde una vez vivió Proteo.” “Entonces, ¿no te gustaría comprar una finca en tierra firme, en lugar de en el mar, y una casa decente en lugar de tu cabaña, y recibir por el flete diez veces más de lo que cobras, y librarte de los miles de desgracias que acosan a los pilotos en el mar embravecido?”, prosiguieron. Respondí que me encantaría, pero que no aspiraba a convertirme en un pirata justo en un momento en que era más experto que nunca y había logrado el reconocimiento por la habilidad demostrada en mi profesión. Sin embargo, siguieron insistiendo y prometieron darme una bolsa de diez mil dracmas si me unía a ellos y hacía lo que me pedían. Así que les incité a hablar prometiendo no fallarles y ayudarles en todo lo posible. Entonces reconocieron que eran enviados de los piratas y me suplicaron que no les privase de la posibilidad de abordar el barco, y en lugar de zarpar hacia la ciudad cuando levase anclas, dispusieron que fondease bajo el promontorio, a sotavento de donde se encontraban los barcos piratas; estaban dispuestos a jurar que no sólo no me matarían, sino que les perdonarían la vida a todos aquéllos por quienes intercediese. Yo, por mi parte, no consideré que fuera seguro reprenderles, pues temía que si caían en la desesperación, atacarían mi barco en alta mar y todos estaríamos perdidos; así pues, prometí ayudarles en su empresa, pero insistí en que jurasen cumplir su promesa. Hicieron el juramento, pues nuestra conversación tenía lugar en un templo, y dije: “Id inmediatamente a los barcos piratas, porque zarparemos por la noche”. Todo les pareció verosímil, gracias a la forma en que negocié acerca del dinero, ya que estipulé que me tenían que pagar en moneda de curso legal, aunque no antes de haber abordado el barco. Así que se fueron, pero yo me hice inmediatamente a la mar tras doblar el promontorio». (Vida de Apolonio de Tiana 3.24)

¿Cómo reaccionaba el Estado frente a los fuera de la ley?

Uno de los aspectos más interesantes de los fuera de la ley y las autoridades es que no hay siquiera un intento de acabar simple y llanamente con los forajidos. Obviamente se tomaban medidas contra ellos. El emperador Augusto, según afirma su biógrafo Suetonio, destinó guarniciones por todo el Imperio para tratar de controlar a los bandoleros; dos siglos más tarde, Tertuliano menciona que siguen existiendo. En Egipto, Bebio Juncino ordenó atacar a los defensores de los bandidos con el fin de privar a éstos de sus bases en los pueblos. Asimismo, un funcionario llamado M. Sempronio Liberalis decretó una amnistía de tres meses para los bandidos, afirmando que a partir de entonces no tendría piedad con ellos. Marco Valerio Máximo, un oficial militar de exitosa carrera, alardeaba en su epitafio de, entre otros logros, haber comandado un destacamento que aniquiló a una banda de bandoleros en la cuenca inferior del Danubio. Tales medidas eran una reacción inmediata a un problema inmediato que nunca desaparecía, sino que se enconaba e irritaba a las autoridades, estuvieran donde estuvieran. Únicamente en caso de que hubiese algún motivo personal o se produjese un trastorno de enorme gravedad, las autoridades desplegaban grandes recursos para eliminar realmente una amenaza. Las inscripciones nos proporcionan dos ejemplos de dichas actuaciones. La primera procede de Siria:

Por orden de nuestros señores Constantino Augusto Triunfante y el Majestuoso Julio César, Basidio Lauricio, extraordinario hombre, compañero y comandante, tomó por la fuerza un fuerte controlado hacía mucho por una banda de bandoleros que amenazaban a las provincias; lo conquistó con una guarnición de soldados para que Antioquía pudiera disfrutar de una paz estable y duradera. (CIL 36733 = ILS 740)

Y la segunda, de Roma:

Dedicado a la fuerza del ejército que, con gran lealtad, respondió a las grandes esperanzas y plegarias de los romanos, exterminando a los más salvajes bandoleros. (CIL 6234 = ILS 2011)

Apuleyo cuenta algo parecido, aunque, evidentemente, de manera mucho más elaborada. Los bandidos cometieron el error de atacar al séquito de un funcionario imperial desacreditado; la esposa escribió al emperador, y éste ordenó a las tropas que acabasen con los bandidos, cosa que hicieron con gran eficacia (El asno de oro 7.7). En otras novelas, las fuerzas del gobierno central resultan decisivas para derrotar a numerosas y peligrosas bandas de bandoleros. Según el historiador Dión Casio, Bulla Félix llegó a representar tal amenaza (tenía una banda de cerca de 600 hombres) que al principio se envió a un centurión con una unidad a darle caza y, luego, al fracasar, a un tribuno pretoriano: «Severo […] envió a un tribuno de su guardia personal con muchos hombres a caballo, tras amenazarle con un terrible castigo si no conseguía capturar vivo al ladrón» (Dión Cassio 77.10.6). Más adelante (354 d. C.), Amiano Marcelino describe profusamente un importante levantamiento de bandoleros en el sur de Asia Menor que al final fue sofocado tras un gran despliegue de recursos por parte del Imperio (Historias 14.2.1-20). Estos ejemplos no deben, sin embargo, hacernos pensar que en realidad las autoridades centrales invertían muchos recursos en la eliminación de los fuera de la ley. En la mayoría de los casos descritos por Apuleyo, por ejemplo, el poder del Imperio no aparece por ningún lado. Esto es válido también para el resto de las novelas, y nada de lo que aparece en las fuentes clásicas lo contradice.

Por el contrario, si se hace mención a las autoridades en relación con la lucha contra bandidos y piratas, normalmente se hace referencia a autoridades locales. Por ejemplo, Apuleyo menciona que son las autoridades locales las que organizan la búsqueda de Lucio después de que los bandidos irrumpan en casa de Milón (El asno de oro 7.1-2). Estrabón menciona con frecuencia las actuaciones llevadas a cabo por los gobiernos locales para intentar reaccionar frente a la piratería de la costa cilicia. La eficacia de estas autoridades locales se veía limitada por la ausencia de una fuerza policial local, si bien Jenofonte alude a un juez de paz de Cilicia, Perilaus, que capitaneaba una unidad suficientemente importante como para atacar y aniquilar a una banda de bandidos (Un cuento de Éfeso 2.11-14).

Las patrullas populares proliferaban, tanto si estaban al servicio de las autoridades como si no. Los individuos se tomaban la justicia por su mano. En Dacia por ejemplo, Basso es vengado:

Dedicado a los espíritus de la muerte de Lucio Julio Basso, hijo de Lucio, del distrito electoral sergiano, concejal y tesorero de Dobreta. Fue asesinado por bandidos a los 40 años. Julio Juliano y Julio Basso erigieron este monumento en honor de su padre, con la colaboración de su hermano Julio Valeriano, que vengó su muerte. (CIL 31579)

Y también en Dacia:

[…] [el nombre se ha perdido] fue asesinado por bandidos. Ulcudio Baedari y Sutta Epicadi, sus amantes padres, erigieron esta lápida para su hijo. Fue vengado. (CIL 31585)

De hecho, normalmente los magistrados sólo tomaban medidas cuando las patrullas ciudadanas ya habían actuado. Habitualmente esas medidas eran de dos tipos. En primer lugar, una multitud atacaba a alguien que consideraban que había infringido alguna ley, ya fuese mediante robo, violencia, sacrilegio o la comisión de algún otro delito; la multitud llevaba al réprobo o a los réprobos a un lugar de reunión —habitualmente el foro o, en ocasiones, el teatro— donde los magistrados celebraban una especie de juicio que habitualmente acababa con el castigo de los detenidos. Esto fue lo que le sucedió a Lucio tras matar a tres hombres que intentaban entrar en casa de Milón; los ciudadanos lo prendieron por ese hecho (El asno de oro 3.5-6). En el segundo tipo de acciones de las patrullas, un grupo es «encargado de actuar» y se dirige al campo para hacer frente a los bandidos. Apuleyo nos proporciona nuevamente un buen ejemplo cuando Lepolemo regresa de la guarida de los bandidos tras haber liberado a su amada Carites y busca la ayuda de los habitantes del pueblo. Lucio cuenta:

Fui de buen grado con una gran multitud de ciudadanos y otras bestias de carga, pues, además de mi habitual e inveterada curiosidad, sentía grandes deseos de ver capturar a los bandidos. Y, de hecho, fue fácil apresarlos, más atenazados por su borrachera que por las ataduras. Los hombres desenterraron todos los tesoros, los sacaron de la cueva y los cargaron sobre nuestras espaldas. Entonces, sin ningún miramiento, arrojaron a algunos bandidos, todavía atados, por un acantilado cercano. Al resto los decapitaron con sus propias espadas y los dejaron allí tirados. Rebosantes de alegría por aquella venganza, regresamos felices a la ciudad. (El asno de oro 7.13)

Aquí actúan únicamente las patrullas, ejecutando sumariamente a los criminales sin ni siquiera fingir la celebración de un juicio. En la vida del emperador Maximino aparece un enfoque parecido del bandolerismo: «De joven era pastor y un líder para sus compañeros; tendía emboscadas a los bandidos y así libraba a sus compañeros de sus ataques» (Historia Augusta, «Los dos Maximinos» 2.1-2).

Existe otro ejemplo procedente del mundo rural, pues en esas zonas se daba por hecho que había que arreglárselas solo contra los bandidos; no había una autoridad central. En este ejemplo, Lucio es sacado cuando unos esclavos huyen de la casa de sus amos; mientras viajan de noche, son atacados por perros salvajes y por los habitantes de una quintería que los toman por ladrones; sólo detienen sus ataques cuando el grupo les convence de que sus intenciones son pacíficas.

Mas los vecinos de aquellas quinterías, por donde pasábamos, como vieron tanta gente armada, pensaron que eran ladrones, y proveyendo a sus bienes y haciendas, con gran temor que tenían de ser robados, llamaron a los perros y mastines, que eran más rabiosos y feroces que lobos y más crueles que osos, los cuales tenían criados así bravos y furiosos para guarda de sus casas y ganados, y con sus silbos acostumbrados y otras tales voces enhotaron los perros contra nosotros, y ellos, además de su propia braveza, esforzados con las voces de sus amos, nos cercaron de una parte y de otra y comienzan a saltar y morder en la gente, sin hacer apartamiento de hombres ni de bestias; mordían tan fieramente que a muchos echaron por ese suelo… Parecía que las cosas no podían ir peor, pero así fue. Los villanos empezaron de repente a arrojarnos piedras desde los tejados y desde una colina que había allí cerca. [Los viajeros logran por fin convencer a sus atacantes de que no son bandidos. Uno de los agresores se dirige a ellos diciendo:] «No creáis que nosotros, teniendo codicia de vuestros despojos, os queríamos robar, mas pensando que lo mismo queríais hacernos a nosotros, nos pusimos en defensa, por quitar nuestro daño de vuestras manos». (El asno de oro 8.17)

Está claro que los habitantes estaban bastante preparados para proteger sus propiedades de los bandidos empleando la violencia. Este episodio muestra otra de las formas fundamentales de hacer frente a los bandidos, concretamente no salir de noche. Cuando Lucio se dispone a abandonar una ciudad durante la noche, le advierten de que es una locura, pues nadie viaja de noche por miedo a los bandidos (El asno de oro 1.15). En este caso las ciudades, especialmente las amuralladas, ofrecían cierta protección, junto con las resistentes verjas y puertas de las casas. Naturalmente, como muestra el ataque de los tres rufianes a la casa de Milón, ni siquiera estar en una ciudad y detrás de puertas con barrotes aseguraba estar a salvo de los bandidos (El asno de oro 2.32).

El medio más eficaz para hacer frente a los delincuentes ha sido siempre, con mucha diferencia, la traición. De hecho, éste es el único medio mencionado sistemáticamente en las fuentes. Probablemente no se debería tener en cuenta a Lepolemo, puesto que se trataba de un «topo» infiltrado en una banda de bandidos, pero fueron sus actos los que sentaron las bases para acabar con ella (El asno de oro 7.10-13). A Bulla Félix lo bajaron de las nubes mediante traición: las autoridades descubrieron que tenía relaciones sexuales con la mujer de otro hombre, así que hicieron que el marido y la mujer le tendiesen una trampa a Bulla prometiéndoles inmunidad. Bulla fue apresado mientras dormía en una cueva (Dión Casio 77.10.7). Materno, mencionado anteriormente, fue capturado también mediante traición, igual que lo fue Jesús de Nazaret. Si la traición no surtía efecto, podemos decir sin temor a equivocarnos, que los éxitos de las autoridades a la hora de derrotar a los bandidos eran mínimos.

Una vez que un forajido era capturado, se le aplicaba el merecido castigo. A menudo, éste iba precedido de su exhibición ante el público: Servilio Isaurico, en el siglo I a. C., acostumbraba a hacer desfilar por las ciudades a los piratas capturados antes de su ejecución.

Publio Servilio (Isaurico) capturó vivos a más capitanes piratas él solo que todos sus predecesores. ¿Se le privaba a alguien del placer de ver a un pirata encadenado? Todo lo contrario. Allá por donde iba ofrecía aquel grato espectáculo a todo el mundo. En consecuencia, una muchedumbre procedente no sólo de las ciudades por donde pasaba la procesión, sino también de lugares alejados, acudía a contemplar el espectáculo. (Cicerón, 2 Verrinas 5.26.66)

Obviamente, los piratas despertaban gran interés entre la población; nótese la multitud de ciudadanos congregados para ver al pirata Heracleo «celebrar un triunfo» mientras daba un tirón de orejas a los romanos navegando impunemente alrededor del puerto interior de Siracusa (Cicerón, 2 Verrinas 5.38 100).

Era normal que a los bandidos se les aplicase la pena de muerte. Ello implicaba una de las dos ejecuciones más humillantes del mundo romano: la muerte por crucifixión o en el ruedo en las fauces de fieras salvajes. Estrabón menciona a Seluro, capturado y ejecutado en Roma en el ruedo de los gladiadores. Bulla Félix rescató a dos de sus hombres de la cárcel, donde les esperaba la muerte, devorados por las fieras; cuando el propio Félix fue apresado, también fue arrojado a las fieras. Probablemente Apuleyo se burla de este castigo cuando hace que el bandido Trasileón muera como una fiera (un oso, en este caso), no devorado por una fiera. La ironía se acentúa por el hecho de que la piel que convierte a Trasileón en oso proviene de un oso empleado para matar a criminales en el ruedo (El asno de oro 4.13-24). Frecuentemente, después de la crucifixión los cadáveres permanecían expuestos, igual que sucedía en épocas más recientes con los cuerpos de piratas y otros criminales que habían sido ahorcados. El jurista Calístrato afirma que los cuerpos de los bandidos ejecutados deberían permanecer colgados en el lugar donde realizaban sus fechorías para solaz de aquéllos a los que perjudicaron y para atemorizar a quienes se planteasen seguir sus pasos.

La vida social de los bandidos

A pesar de que no existe literatura ni ninguna otra clase de documentación escrita directamente por bandidos, es posible reconstruir su organización social y su actitud general. Las fuentes clásicas que nos permiten dicha reconstrucción son las narraciones de los actos delictivos y las actitudes que encontramos en documentos escritos por autores que no formaban parte de la ilegalidad. Como he señalado anteriormente, las descripciones de los bandidos en las obras de ficción parecen basarse en datos fehacientes sobre las experiencias y realidades de las vidas de bandidos auténticos. Lo mismo puede decirse de las menciones a los bandidos de historiadores como Dión Casio y Herodiano, así como de las referencias del Nuevo Testamento. Ya en la época de Homero, el autor fue capaz de captar con verosimilitud al menos la actitud de un pirata. Sin embargo, ¿hasta qué punto puede recurrirse a esas fuentes para conocer la vida y la actitud reales de los bandidos? Hay dos enfoques complementarios. En primer lugar, es necesario extraer una imagen coherente de la vida y de la actitud de los bandidos a partir de las diferentes fuentes clásicas. En segundo lugar, esta imagen puede compararse con la vida bien documentada de otros bandidos de otras épocas y lugares.

Es Apuleyo quien, en los libros 4 a 7 de El asno de oro, nos proporciona la información más detallada sobre los bandidos de todas las fuentes clásicas; así que la siguiente descripción se basa en dicha información, recurriendo a otras fuentes siempre que resulten esclarecedoras.

En la obra de Apuleyo, la comunidad de los fuera de la ley está compuesta enteramente por varones. La desnudez de los hombres durante el banquete pone de relieve la masculinidad del grupo, especialmente porque nos viene inmediatamente a la mente la desnudez del gimnasio; los jugueteos, los cánticos estrepitosos y las bromas obscenas también ponen de manifiesto la camaradería entre hombres. De hecho, las mujeres quedan excluidas de la comunidad; la vieja bruja de la cueva no puede considerarse una mujer, y Carites es una prisionera y una fuente de ingresos, no un objeto sexual. Los orígenes sociales de los bandidos de Apuleyo no se mencionan, pero con toda probabilidad se trata de la clase de personas a las que alude el jefe de bandidos Haemus: personas pobres y desesperadas. Viven en un lugar apartado de la sociedad; en este caso se trata de una cueva, no de un barco pirata o una isla. Se encuentra en las montañas, uno de los sitios preferidos por los bandoleros de todas las épocas por su difícil acceso y su escasa población. La banda de Hippothous vive en una cueva en Cilicia (Jenofonte, Un cuento de Éfeso 3.3), y cualquier sitio aislado parecido sirve; los del Delta en Egipto utilizaban las islas de los pantanos: «[…] es casi imposible darles alcance en tierra, pues se retiran a sus guaridas y escondrijos en el pantano» (Las Etiópicas 2.24). Los piratas, naturalmente, utilizaban el mar, calas e islas como base, lo que hacía que fuera más difícil localizarlos:

Mientras que los saqueos de los bandidos en tierra firme realizados ante los ojos de los vecinos, los cuales podían descubrir el perjuicio y atraparlos sin demasiada dificultad, se frenaban fácilmente, los saqueos en el mar aumentaron de manera drástica. (Dión Casio 36.20.3-4)

En su base, los bandidos vivían en una comunidad igualitaria. En la obra de Heliodoro, un suceso casual pone de relieve ese igualitarismo: la primera banda de piratas saca el botín de un barco y lo divide en montones que pesan igual para que todos reciban lo mismo (Las Etiópicas 1.3). Se obligan mediante un juramento, concretamente a salvar a un camarada en peligro; por lo que respecta a compañeros ajenos al grupo, no se enfrentan a otras bandas. Existe un saludo ritual secreto que identifica a una persona como perteneciente a los bandidos. Si bien no hay una mención específica a las normas que rigen la banda, Cicerón (citado anteriormente) menciona la existencia de un contrato en su obra Sobre los deberes: «Se dice que existen incluso leyes de los bandidos (leges latronum) a las que hay que prestar atención y obedecer» (2.11.40). En Leucipa y Clitofonte, de Aquiles Tacio, aparece un contrato parecido entre bandidos. Habla Leucipa:

«Fue [Clareo] el que les instó a matar a la mujer y lanzarla por la borda en mi [Leucipa] lugar. El resto de la banda de bandidos se negó a entregarme sólo a él; había desperdiciado otro cuerpo que podía haberse vendido y que les podría haber aportado un beneficio. En lugar de la muerta me tenían que vender a mí para incrementar el fondo común y no beneficiarle sólo a él. Cuando éste protestó citando cláusulas legales y aludiendo a sus obligaciones contractuales, diciendo que les había encargado secuestrarme para satisfacer su pasión por mí, y no para que ellos obtuvieran beneficios, atreviéndose incluso a emplear un lenguaje subido de tono […]» [uno de los bandidos le cortó la cabeza]. (Leucipa y Clitofonte 8.16)

Hasta cierto punto, las «leyes» de los bandidos eran puramente tradicionales. Un relato de Heliodoro ilustra muy bien estas «reglas» tradicionales (Las Etiópicas 4.3.1-32): el pirata Peloros, enamorado de Charikleia, exige que ella sea su recompensa por ser el primero en subir al barco fenicio; cuando lo pide, Trichinos, el jefe, se niega. Peloros dice: «Entonces estás infringiendo la ley pirata que permite al primero en abordar un barco enemigo y en afrontar el peligro del combate en nombre de sus camaradas, elegir lo que quiera del botín». Trichinios responde: «No estoy infringiendo esa ley, sino que me baso en otra norma que dice que los subordinados deben cederle el paso a sus superiores». Peloros se vuelve hacia la banda y dice: «¿Veis cómo se recompensa el trabajo duro? Un día cada uno de vosotros verá cómo le arrebatan su premio; un día todos seréis víctimas de esta ley arbitraria y autocrática». A continuación tiene lugar una pelea. Este pasaje ilustra perfectamente tanto el papel de las normas según las cuales vivían los bandidos como el papel de la asamblea de bandidos a la hora de mantener el equilibrio dentro de la banda.

Los bandidos de Apuleyo echan las tareas a suertes, por ejemplo hacer guardia o servir la mesa. Eligen a su cabecilla: Haemus es elegido cuando el anterior capitán muere en combate. En Las Etiópicas de Heliodoro, Thyamis, el jefe de los bandidos, pronuncia un discurso en el que expone todas las características de un líder: justicia en el reparto del botín, no quedarse más que la tropa, custodiar cuidadosamente el fondo común, reclutar bien y tratar adecuadamente a las mujeres:

Camaradas, ya sabéis lo que he sentido siempre por vosotros. Como sabéis, soy hijo del sumo sacerdote de Menfis, pero no me dediqué al sacerdocio tras la muerte de mi padre, pues mi hermano menor me usurpó el cargo ilegalmente. Me refugié con vosotros con la esperanza de vengarme y recuperar el cargo. Me elegisteis como líder y, hasta hoy, he tenido como norma no llevarme una parte del botín mayor que el resto de vosotros. Si se trataba de dinero, me he conformado con un porcentaje igual, y si se trataba de vender prisioneros, he aportado lo recaudado al fondo común en la creencia de que un líder tan bueno como creo ser debe asumir la mayor parte del trabajo pero recibir la misma parte de los beneficios. En cuanto a los prisioneros, he incorporado a la banda a aquellos hombres cuya fuerza física podía sernos de utilidad y he vendido a los más débiles; nunca he maltratado a una mujer, sino que he liberado a las de alta cuna a cambio de un rescate o simplemente porque sentía lástima de su desgracia, mientras que a las de extracción humilde, para las cuales la esclavitud más que una imposición era la forma de vida normal, las he distribuido entre vosotros para que fueran vuestras sirvientas. (Las Etiópicas 1.19)

En El asno de oro, los bandidos celebran un consejo en el que toman decisiones por mutuo acuerdo: deciden por votación matar a Lucio y aprueban el plan de Haemus de vender a Carites tras algunas deliberaciones y expresar diferentes puntos de vista. En Quéreas y Calírroe de Caritón, los piratas discuten qué hacer con Calírroe; no se trata exactamente de un consejo, pero se expresan diferentes ideas antes de que el jefe decida. Sin embargo, en Las Etiópicas de Heliodoro, Thyamis, el jefe de los bandidos, convoca una asamblea. «Llegados a este punto, habían llegado al lugar de reunión, y el resto de la compañía [de bandidos] ya estaba reunida. Thyamis tomó asiento en el montículo y declaró que la isla era un parlamento» (1.19). Cuando obtienen un botín, uno de los hombres actúa de «protector del tesoro»; aunque Apuleyo emplea este término alegremente, la función era real. La distribución equitativa es esencial para el mantenimiento de la banda, como señala Cicerón en referencia al liderazgo de la misma: «A menos que el capitán pirata divida el botín de forma equitativa, sus compañeros lo asesinarán o desertarán» (Sobre los deberes 2.11.40).

Esta forma de vida igualitaria resultaba atrayente para algunos; se hace referencia a ella e incluso se la valora en las fuentes legales como digna de mérito. Una historia de Luciano ilustra esta actitud cuando Samippo dice lo que le gustaría ser y tener si pudiera ser y tener cualquier cosa:

Los dioses pueden hacerlo todo, hasta lo que parece más formidable, y Timolao estableció la norma de no dudar pedirles cualquier cosa, asumiendo que no se negarían. Bien, pido ser rey, pero no un rey como Alejandro, el hijo de Felipe, o como Ptolomeo o Mitrídates o cualquiera de los que han heredado el trono de su padre. No, quiero empezar siendo un bandolero con unos 30 compañeros que hayan jurado fidelidad, hombres en los que se pueda confiar plenamente y con mucho temple. Que vayan aumentando hasta ser 300, 1000, y al cabo de poco tiempo 10 000, hasta que al final sean alrededor de 50 000 soldados de infantería pesada con unos 5000 caballos. Todos ellos me elegirán como jefe, porque pensarán que soy el líder y administrador más competente. Este hecho me sabe a gloria, ser más grande que el resto de los reyes, ya que habré sido elegido caudillo por el ejército en función de mis méritos, y no habré heredado mi cargo después de que otro haya hecho el trabajo; eso sería como el tesoro de Adimanto y no tan gratificante como cuando ves que has logrado el poder con tu propio esfuerzo. (El barco 28-9/Harmon)

Por otra parte, la propia dureza de la vida de los fuera de la ley provocaba tensiones en las relaciones «normales» entre hombres. En Las Etiópicas, Heliodoro hace hincapié en cómo la adquisición de riqueza es la característica predominante de los fuera de la ley, por encima de la amistad y el parentesco:

Aunque habían perdido a muchos de sus amigos, [los vencedores] sentían más alegría al formar una procesión respetuosa en honor del hombre que los había asesinado y seguía vivo, que pena por la muerte de sus camaradas. Es obvio que para los bandidos el dinero es mucho más precioso que la propia vida: la amistad y el parentesco se definen exclusivamente en términos de beneficio económico. Éste era el caso. (Las Etiópicas 1.32/ Morgan)

Cicerón alude también al menos a una fuente de conflicto entre los fuera de la ley, y a cómo se resolvía: «Pues si alguno de la banda roba o secuestra algo, pierde su posición en ella» (Sobre los deberes 2.11.40). De hecho, en Leucipa y Clitofonte, de Aquiles Tacio, el cabecilla de unos bandoleros que no reparte el botín equitativamente acaba siendo asesinado por su banda. En Las Etiópicas, la promesa del reparto equitativo del botín es la principal motivación de una banda de bandidos. Dado que en la obra de Apuleyo no aparecen divisiones internas entre los fuera de la ley, no sabemos cómo se solucionaban los conflictos. Sin embargo, en Leucipa y Clitofonte, de Aquiles Tacio, citada anteriormente, la disputa entre el cabecilla y sus hombres por el reparto del botín acaba con la decapitación del primero.

Junto a esta antigua imagen de los fuera de la ley, quiero hacer ahora una comparación que resulta especialmente gráfica con la vida de los fuera de la ley del mar durante la «época dorada de la piratería», la primera mitad del siglo XVIII, en el océano Atlántico. Marcus Rediker hace una excelente descripción de esos hombres en el libro Between the Devil and the Deep Blue Sea. Hay que destacar que, aunque ya en el siglo XVIII, e incluso antes, había narraciones sobre piratas y sobre piratería, incluida la de uno cuyo seudónimo se hizo merecidamente famoso escrita por Daniel Defoe, el valor excepcional del enfoque de Rediker radica en el empleo de pruebas extraídas de declaraciones auténticas de piratas. Dichas declaraciones a veces eran realizadas después de que un pirata se hubiera «reformado» y se hubiera dedicado a escribir sus memorias (es de suponer que aderezadas con una buena dosis de ficción), a veces eran extraídas de investigaciones realizadas por autores, pero el material más valioso procede de documentos judiciales relativos a juicios de piratas. Estos juicios eran públicos y despertaban gran interés. Durante el transcurso de los mismos, los piratas prestaban testimonio de sus actos; su declaración se registraba y se archivaba. Por consiguiente, existen declaraciones reales de piratas, las cuales, si bien no han de tomarse necesariamente al pie de la letra en todos los casos, sí que aportan una información de la que carecemos totalmente en la Antigüedad.

Los piratas de Rediker viven en un lugar apartado de la sociedad legal —el barco pirata y/o una isla— y tienen un ordenamiento social claramente articulado. Para sus coetáneos, este ordenamiento parecía más bien desorden, pero al estudiarlo en profundidad se aprecia que era coherente, con sentido y eficaz, teniendo en cuenta los orígenes, las posibilidades y los objetivos de la banda. Es más, «este ordenamiento social, articulado en torno a la organización del barco, había sido concebido y elaborado por los propios piratas. Su sello distintivo era un igualitarismo burdo, improvisado, pero eficaz, que depositaba la autoridad en manos de la tripulación… el igualitarismo estaba institucionalizado a bordo del barco pirata». Prácticamente la totalidad de los piratas procedía de las clases bajas y pobres; como cabría esperar, la mayoría tenía cierta experiencia marinera, pero este aspecto se refiere únicamente a los piratas, no a los fuera de la ley en general, por supuesto. Casi todos eran hombres; de los 521 piratas documentados por Rediker (de entre los alrededor de 5000 que actuaban en el momento álgido de la piratería), sólo dos son mujeres. Por lo general llegaban a la piratería libres de ataduras sociales: no se permitían mujeres ni familia; la política de la sociedad legal era irrelevante; la religión oficial se rechazaba de manera activa. De hecho, rechazaban toda la estructura de la sociedad legal y, especialmente, la idea de una sociedad civil estratificada y jerárquica, sometida a las leyes y determinada por las mismas. En su lugar, ellos la sustituían por el igualitarismo anteriormente mencionado y por una nueva serie de leyes basadas en dicha ideología. Internamente, el igualitarismo significaba que cada miembro tenía voz y que las decisiones se tomaban de manera conjunta. Externamente significaba que los piratas no se atacaban entre sí —los piratas estaban unidos por un cierto sentimiento de comunidad— si bien existen pocas, por no decir ninguna, «alianzas piratas». El sentimiento de pertenencia a una comunidad especial se veía un tanto acentuado por el uso de un «lenguaje secreto», una versión rudimentaria del inglés plagada de blasfemias y con un vocabulario limitado.

Uno de los aspectos más fascinantes de esta nueva sociedad era la existencia —incluso la exigencia— de un contrato escrito, llamado «estatuto», que exponía la constitución del grupo. En una época anterior a que fuera habitual concebir un gobierno basado en un documento elaborado, en lugar de en el derecho divino y/o en tradiciones inmemoriales (por ejemplo «los derechos de los ingleses»), los piratas siguieron el ejemplo de los contratos de las asociaciones empresariales y establecieron obligaciones mutuas, estructuras gubernamentales, leyes de conducta y normas económicas. Estos documentos tenían muchos elementos en común, por lo que se puede trazar una imagen «normal».

La autoridad estaba en manos de la banda. Se hacía un juramento por el que los miembros se comprometían a trabajar como grupo. Cada hombre tenía un voto y decidía la mayoría. Todos, incluso el capitán, estaban sometidos a la autoridad de la comunidad y tenían que acatar sus reglas tal como establecía el «estatuto». De hecho, «el capitán era creación de la tripulación». La estructura gubernamental incluía mecanismos legislativos, ejecutivos y judiciales. Las normas, como he señalado, se elaboraban en una asamblea general, llamada consejo. La función ejecutiva era llevada a cabo por este consejo (es decir, las decisiones principales se sometían a votación), así como la función judicial cuando se constituía como tribunal para dirimir problemas sociales o disciplinarios. El jefe ejecutivo —el capitán— era elegido por el consejo; durante la batalla o en otras situaciones de crisis tenía plena autoridad, pero, de lo contrario, tenía que gobernar por consenso, por medio del engatusamiento y la persuasión, ya que podía ser depuesto en cualquier momento por el consejo. El otro oficial electo era el contramaestre. Éste desempeñaba el papel de protector de los intereses de la tripulación. Concretamente, llevaba la cuenta del botín y velaba por su justa distribución. Era una especie de magistrado «civil» situado junto al capitán «militar».

De hecho, estos dos oficiales resumen muy bien las necesidades básicas de liderazgo de la banda: conseguir el botín y repartirlo. El botín se dividía en acciones (la analogía con las sociedades por acciones es evidente), y éstas se repartían entre la tripulación. El capitán y el contramaestre recibían más acciones que el resto en razón de sus responsabilidades; cada uno recibía entre 1,5 y 2 acciones. Los hombres cualificados, como los artilleros, también recibían más de una acción —entre 1,25 y 1,5 cada uno—. El resto de los hombres recibía una sola acción. Así, el espíritu equitativo se expresaba en el reparto del botín; todos estaban involucrados en una «empresa con división de riesgo»; nadie era obrero y nadie era patrón.

Como es natural, en los grupos había problemas de disciplina y de mantenimiento del orden. Con mucha frecuencia los hombres eran desertores de la profundamente estructurada y disciplinada vida marinera basada fundamentalmente en las tradiciones de la marina británica, pero también en la vida a bordo de un barco mercante. No estaban dispuestos a recrear la vida que odiaban y de la que habían huido. Así pues, la disciplina era muy poco rígida. El objetivo fundamental era coartar la violencia dentro de la comunidad; la metodología básica era identificar los problemas y aplicar una solución rápida consistente en la expulsión de la comunidad o la muerte. La flagelación estaba prohibida; el látigo, como símbolo más doloroso de la brutalidad de la armada y la marina mercante, no estaba permitido en la comunidad pirata. Si surgía una disputa entre dos miembros de la tripulación, el método aceptado para la resolución del conflicto era el duelo. En caso de conflicto entre el grupo y un individuo, el castigo habitual era el abandono a su suerte. La ejecución de un miembro de la tripulación era algo poco común, y se aplicaba únicamente en caso de traición o de introducción de elementos perturbadores en el grupo, tales como mujeres o chicos jóvenes.

Las similitudes entre los primeros piratas modernos de Rediker y las antiguas bandas de delincuentes de las novelas son asombrosas. Existe el mismo igualitarismo y comparten también muchas instituciones y costumbres, tales como un consejo para la toma de decisiones y para la adopción de normas de conducta. Obviamente, no hay una equivalencia absoluta. Por ejemplo, mientras que los piratas de Rediker no tienen ninguna relación con la religión, los fuera de la ley de Apuleyo se encomiendan a su divinidad protectora, Marte, lo mismo que los que aparecen en Una historia de Éfeso de Jenofonte (2.11-14). Sin embargo, Plutarco alude a un comportamiento no religioso o no tradicional. «Atacaban y arrasaban lugares de recogimiento y santuarios sagrados […] Ofrecían extraños sacrificios a Olimpia y celebraban ritos secretos» (Vida de Pompeyo 24.5/Perrin). Una inscripción rememora uno de esos ataques a un santuario:

Esta estatua de Venus está dedicada a Valerio Romano, el más excepcional guardián supervisor de la espléndida Colonia Sicca Veneria, hombre de extraordinaria bondad e integridad que restauró la estatua de la diosa, dañada tiempo atrás por unos malhechores que irrumpieron en el templo. ¡Que la memoria de nuestro inquebrantable patrón perdure a lo largo de los años! (CIL 13 3689 = ILS 5505)

En otro ejemplo literario, el canibalismo y los rituales sangrientos presentes en la obra de Heliodoro y Aquiles Tacio representan un rechazo absoluto a la religión «decente» y concuerdan con el rechazo a la religión oficial por parte de los piratas de Rediker, pero éstos no cometen actos tan pecaminosos. Por otro lado, en el mundo antiguo, la ausencia de instituciones religiosas monolíticas que apoyasen el statu quo eliminaba el impulso de revuelta contra las mismas que sí sentían los piratas de Rediker, aunque, por otro lado, apartarse de otros aspectos de la sociedad legal continuaba siendo una rotunda afirmación de independencia. No es necesario creer los escabrosos detalles de los novelistas para aceptar la premisa básica de que los fuera de la ley no sólo eran contrarios a las normas legales de la sociedad, sino también a las prácticas religiosas establecidas.

Las características y rasgos comunes de los piratas de Rediker y los fuera de la ley de la Antigüedad tal como se desprende de los textos históricos y de ficción, indican claramente que la imagen plasmada aquí de los fuera de la ley en el mundo grecorromano se ajusta a la realidad, una realidad que las fuentes no nos permiten ver directamente, pero que sí puede inferirse examinando detenidamente las fuentes clásicas y modernas.

Conclusión.

El bandidaje era una forma —tal vez la única y seguramente la más rápida— de zafarse de la mano dura de la ley y de quienes la imponían. Desde esta perspectiva, los fuera de la ley llevan una vida verdaderamente alternativa dentro de la sociedad legal marcadamente estratificada del mundo grecorromano clásico. Igual que los piratas auténticos de Rediker, los fuera de la ley de las obras de ficción de Apuleyo y los de los romances griegos viven en un mundo duro y despiadado, pero, al mismo tiempo, presentan una especie de igualitarismo y de democracia que contrastan claramente con la estructura jerárquica del sistema social dominante. Su comunidad ofrece una —tal vez la única— estructura social alternativa en sus respectivos mundos, con lo que representa una crítica convincente y radical a ambos. A pesar de que la elite hace una interpretación negativa de esta crítica para protegerse y justificarse, lo cual podría llevarnos a pensar que se trata de una ilusión cultural, los testimonios de la Antigüedad y los piratas descritos por Rediker indican claramente que a los ojos de los pobres, los oprimidos y los fuera de la ley, era algo muy real.