7
Sexo en venta: las prostitutas
Tú con las rosas, rosado es tu encanto; pero ¿qué vendes, a ti misma, las rosas, o ambas cosas?
Se fuese esclavo o libre, la habilidades de los romanos invisibles marcaban a menudo su vida. La fuerza física para la construcción, cavar o arar determinaba la vida de un joven, ya fuera trabajando por su cuenta o como esclavo de otro. Un hombre mayor podía emplear una habilidad —remendar zapatos, trabajar el hierro o cuidar viñas— en su propio interés o en el de su amo. Una mujer adulta podía llevar una casa y cuidar de una familia, ayudar en una tienda o realizar trabajos de artesanía, de nuevo libremente o como esclava. Una niña o una joven podían aspirar a casarse o a ser explotadas sexualmente en beneficio de alguien. Del mismo modo que un hombre joven utilizaba su fuerza física para cubrir las necesidades de trabajo, el cuerpo de una mujer podía ser usado para cubrir las necesidades de sexo. A menudo se trataba de una vida no deseada, peligrosa y degradante; sin embargo, tanto la esclavitud como la pobreza exigían algo productivo de una mujer joven. Su capacidad de proporcionar sexo concordaba con las lujuriosas exigencias de los hombres en una cultura que guardaba celosamente la castidad de las mujeres casadas. Esta situación favorecía un próspero negocio al que muchos amos de esclavas y mujeres libres —y sus familias— no podían renunciar.
Aunque aquí me estoy refiriendo a las mujeres, hay que señalar que en las fuentes antiguas aparecen testimonios explícitos de la existencia de prostitutos que presumiblemente prestaban sus servicios a hombres y mujeres; por ejemplo, el prestigioso jurista Paulo señala que un prostituto puede ser asesinado por un marido si éste lo sorprende practicando sexo con su mujer (Sententiae 2.26.4). No obstante, no existen referencias, ni normas ni leyes que sean de aplicación únicamente para hombres, o bien que traten a los hombres de manera distinta a las mujeres. En un esfuerzo por racionalizar la narración, he procurado, por tanto, no tratar a los hombres que se dedicaban a la prostitución como una categoría separada. Es, sin embargo, importante reconocer que existían y que ejercían su oficio igual que las mujeres.
No hay que idealizar románticamente la vida de las prostitutas; por una mujer que elegía voluntariamente esa forma de vida, muchas otras lo hacían obligadas. Las personas esclavas, especialmente, estaban indefensas y eran explotadas, fuesen niños, hombres o mujeres. A pesar de que los amos podían prohibir la futura prostitución de un esclavo mediante una cláusula en su contrato de compraventa, no hay razón para suponer que eso sucediese con mucha frecuencia. De hecho, no hay razón para suponer que los amos tuvieran en mente otra cosa que no fuera obtener el máximo beneficio prostituyendo a sus esclavos, algunos de los cuales eran comprados específicamente para ese fin. Los niños eran especialmente vulnerables a esa explotación. También las mujeres libres podían encontrarse en situaciones desesperadas, con la pobreza pisándoles los talones y con la familia probablemente presionándolas para que aportasen algún pequeño ingreso. Mientras que un propietario de esclavos podía intervenir para evitar violaciones múltiples, dado que su propiedad podía resultar dañada, las mujeres libres no gozaban siquiera de esa pequeña protección, a menos que mediase la intervención de un proxeneta. No cabe duda de que los abusos físicos por parte de los clientes eran habituales; el exceso de prácticas sexuales provocaba sin duda lesiones vaginales y anales, así como infecciones del tracto urinario. Era una vida dura, cuando no desesperada. Hay que recordar siempre esto al pensar en la mentalidad y en las opciones de las prostitutas, ya fuesen esclavas o libres.
Me centraré únicamente en las mujeres que se convertían en prostitutas corrientes y en sus clientes. Por consiguiente, no me referiré a otros dos tipos de prostitutas: aquellas supuestamente dedicadas a trabajar en el templo y las prostitutas «de lujo» que servían a los ricos. A pesar de algunas referencias que parecen indicar la existencia de prostitución sagrada en el templo en el mundo grecorromano, un amplio y exhaustivo estudio reciente ha demostrado de manera concluyente que no existía ni en Corinto (la primera candidata) ni en ningún otro lugar. Por tanto, las prostitutas sagradas no figuran en las vidas de la gente corriente ni en la de nadie. Por otra parte, las prostitutas de lujo tenían una presencia significativa. El erudito de la elite Suetonio escribió un libro titulado Vida de prostitutas famosas que, por desgracia, se ha perdido. Tanto él como otros escritores estaban fascinados por esas cortesanas, sobre todo a causa de los excitantes detalles de excesos sexuales entre los miembros de una clase que supuestamente tenía gran consideración por la moral; la combinación de total libertinaje, hipocresía y, a menudo, intrigas palaciegas, era irresistible. Así, por ejemplo, Suetonio menciona que el emperador Calígula montó un burdel en su palacio:
Y, para que no quedara por probar ningún vicio, preparó en su palacio una serie de pequeñas habitaciones exactamente igual que si se tratara de un burdel y las decoró suntuosamente. Tenía en las celdas a mujeres casadas y libres, de nuevo igual que si de un burdel se tratara. Entonces enviaba a heraldos a los mercados y lugares públicos e invitaba a jóvenes y viejos a que dieran rienda suelta a su lujuria. Disponía de dinero para prestar con intereses a aquéllos que allí acudían, y los hombres escribían sus nombres encantados por contribuir a los ingresos del César. (Vida de Gayo 41)
Suetonio y Tácito cuentan con toda suerte de detalles escabrosos que en la corte había mujeres dedicadas a algo parecido a la prostitución, pero el propio énfasis de su narración indica que se trataba de un hecho muy excepcional. Desde una perspectiva más realista, hay que decir que sí que existían cortesanas que servían a miembros de la elite. El argumento de La comedia de los asnos de Plauto gira en torno a una persona adinerada que trata de contratar los servicios de una cortesana virgen, y en los Diálogos de las cortesanas, Lucio se imagina la vida de estas prostitutas de lujo. Si bien en los documentos históricos aparecen muy pocos nombres reales, puede asumirse con seguridad que las cortesanas podían influir en los acontecimientos y, a menudo, se convertían en acompañantes y concubinas permanentes. Obviamente, los miembros de la elite recurrían ocasionalmente a prostitutas corrientes, como se dice que hacían los emperadores Calígula y Nerón, entre otros. Sin embargo, el hecho de tener acceso a sus esclavas, unido a la posibilidad de tener concubinas, hacían que prácticamente no hubiera necesidad de recurrir a prostitutas corrientes.
Dejo a un lado las míticas prostitutas del templo para centrarme en las prostitutas corrientes. El derecho romano definía a esas personas como «cualquier mujer que de manera manifiesta gana dinero vendiendo su cuerpo» (Digesto 23.2.43, pr. 1). La prostitución no estaba penada por la ley; era legal, y una prostituta no podía ser procesada por ejercer su profesión. Mantener relaciones sexuales con una prostituta no constituía adulterio, y una prostituta soltera no podía formar parte de un adulterio y mucho menos ser declarada culpable. El stuprum (relación ilegal) era el término empleado para definir las relaciones sexuales con una chica/mujer soltera (o viuda), o con un chico/hombre, pero no podía aplicarse a las relaciones sexuales con rameras. La clave estaba en la sucesión y en la inviolabilidad de la familia. El sexo con una prostituta (al menos con una mujer prostituta) no ponía en peligro la consanguinidad de la familia, ni comprometía la pureza sexual de una esposa potencial. No obstante, existían algunas limitaciones legales. Las prostitutas eran probrosae, lo que, según las leyes matrimoniales de Augusto, significaba que no podían casarse con ciudadanos romanos libres. También sufrían de infamia según el edicto del pretor: no podían redactar testamento ni ser herederas de pleno derecho. Sin embargo, estas restricciones probablemente se desobedecían o ignoraban de manera habitual y, en todo caso, el estigma desaparecía si una prostituta contraía matrimonio. Básicamente, el sistema legal romano dejaba en paz a las prostitutas.
Por lo que sabemos, a las autoridades no les importaba el aspecto moral de la prostitución; al fin y al cabo, las relaciones con una ramera no infringían ninguna ley y ni siquiera vulneraban ninguna estructura moral por lo que respectaba a los hombres, ya que no constituían adulterio. Para la mujer, la vida licenciosa acarreaba cierto deshonor, pero, una vez más, no existía ninguna prohibición o sanción legal. Es improbable que en un principio las prostitutas tuvieran que registrarse ante las autoridades, pues a éstas les importaba un bledo «controlarlas», así que no había razón para tomarse tal molestia. No obstante, con el paso del tiempo cayeron en la cuenta de que el servicio podía ser sometido al pago de un impuesto. De hecho, a partir de mediados del siglo I d. C., las prostitutas tenían que pagar un impuesto. Dado que dicho impuesto sólo se aplicaba con certeza en Atenas, es probable que fuera en él en el que se inspiró el impuesto romano. El primer documento que atestigua este hecho procede de la época del emperador Nerón, pero fue Calígula quien lo institucionalizó.
[…] de lo recaudado por las prostitutas a razón del equivalente a un encuentro; y se añadió a este artículo de la ley que aquéllos que hubieran ejercido la prostitución o el proxenetismo en el pasado debían pagar el impuesto a Hacienda, y ni siquiera las personas casadas estaban exentas. (Suetonio, Vida de Gayo 40)
Así que el impuesto, como señala Suetonio, ascendía al valor de un encuentro, y no podía evadirse argumentando haber dejado el negocio. Para poder recaudar este «impuesto por servicio», los funcionarios debían saber quién se dedicaba a la prostitución. El impuesto (y de ahí la responsabilidad de supervisarlo) se recaudaba de diversas formas en diferentes partes del Imperio, a veces por medio de recaudadores de impuestos, otras veces a través de funcionarios públicos y, al parecer, la manera más habitual era que lo hicieran soldados a los que les era encomendada dicha tarea. Se suponía que tenían que exigir el pago, pero a menudo se dedicaban también a la extorsión. Pienso en Juan el Bautista instando a los soldados a no aceptar más de lo debido y a contentarse con su paga, algo que es evidente que no era lo habitual. Probablemente las prostitutas que trabajaban por su cuenta constituían un problema para los recaudadores; por otro lado, las que ejercían su oficio en burdeles particulares podían ser registradas y controladas, cosa más fácil aún en los burdeles municipales, pero ello no evitaba que los funcionarios imperiales siguiesen extorsionando, como se refleja en un documento de Chersonesos, en la costa del mar Negro. Los abusos a los que el sistema sometía a las prostitutas eran inimaginables.
FIG .27. Un burdel. El único burdel del mundo grecorromano que ha sido identificado arqueológicamente como tal se encuentra en Pompeya. Aquí las prostitutas utilizaban las pequeñas habitaciones. Encima de cada puerta, las paredes estaban decoradas con escenas eróticas.
Las prostitutas también entraban en contacto con las autoridades en otras ocasiones. Cuando se celebraba una festividad o una fecha señalada, como por ejemplo un mercado especial, que atraían a la ciudad a más gente de lo habitual, se emitía un permiso especial por un día, que probablemente implicaba el pago de una tasa, si bien esto no está certificado explícitamente. Disponemos de uno de estos permisos procedente del Alto Egipto:
Pelaias y Sokraton, recaudadores de impuestos, a la prostituta Thinabdella, saludos. Te concedemos permiso para que mantengas relaciones sexuales con quien desees en este lugar el día señalado a continuación: Año 19, tercer día del mes faofi. [firmado] Sokraton, hijo de Simón. (WO 1157/Nelson)
A pesar de la falta de detalles sobre cómo podían llevar la cuenta de un producto tan oscilante como el sexo, está claro que los romanos lo lograban. El importe, como nos dice Suetonio, se basaba en el coste de un encuentro. Un documento procedente de Palmira, en el extremo oriental del Imperio, establece tres importes: por un servicio de un denario o más, se pagaba un denario, por un servicio de ocho ases (ocho décimas partes de un denario) se pagaba ese importe, y por un servicio de seis ases (seis décimas partes de un denario) se pagaba dicho importe. Sin embargo, es imposible determinar cuánto se recaudaba. Se desconocen los detalles relevantes, como por ejemplo cada cuánto se recaudaba el impuesto (¿mensualmente?, ¿diariamente?). Así, por ejemplo, si una prostituta cobraba un denario y prestaba seis servicios al día y pagaba el impuesto diariamente, pagaría un 20% de sus ingresos. Sin embargo, si el impuesto se abonaba mensualmente y trabajaba continuamente con el mismo ritmo, entonces, trabajando, digamos, veinte días al mes, ganaría 20 × 5 = 100 denarios, de los cuales sólo pagaría uno en razón del 10%. Esta opción era la más probable, ya que en otros ámbitos los tipos impositivos se situaban en torno al 1-5%. El proxeneta, o incluso el propietario de varios burdeles, era normalmente la persona que realizaba el pago, no la propia prostituta. Las prostitutas callejeras probablemente eran acosadas sin piedad por funcionarios en busca de sobornos o de pagos en especie, ya que, como puede imaginarse, se trataba de mujeres que, además de la prostitución, ejercían otras profesiones técnicamente exentas de impuestos, como camareras, taberneras o artistas. Existen pruebas fehacientes de la aplicación del impuesto en zonas remotas del Imperio; es evidente que se recaudaba ampliamente. Existen incluso algunos recibos procedentes de Egipto, por ejemplo:
Pasemis, a Senpsenmonthes, hija de Pasemis, saludos. He recibido en concepto de impuesto sobre la prostitución en Memnonia el primer año del emperador Nerón, la cantidad de cuatro dracmas. Fechado el decimoquinto día del mes farmuthi. (O. Berl. Inv. 25474/Nelson)
Existía un registro de impuestos, se recaudaba regularmente y se concedían permisos de un día; este impuesto sobre la prostitución se recaudaba con asiduidad y es razonable suponer que aportaba unos suculentos ingresos a las arcas del Estado. Era, sin embargo, la única forma en que el Estado intervenía en las vidas de las prostitutas, a menos que se produjeran desórdenes o un daño real durante el ejercicio de la prostitución. Obviamente, la prostitución podía causar o conllevar escándalos. Por ello, el magistrado encargado del orden público local —los ediles de Roma, por ejemplo— estaba atento a tales actividades. Sin embargo, dado que no era ilegal ejercer el oficio, los funcionarios solamente podían intervenir en caso de que se produjese una alteración del orden público.
De hecho, la falta de preocupación acerca del oficio era tal que no se trataba de delimitar una zona destinada a la prostitución; no había un «barrio rojo». Los locales de lenocinio estaban desperdigados caóticamente por las ciudades. Como es natural, había más actividad en unas zonas que en otras —alrededor del foro y de los templos, por ejemplo, o, en Roma, en el infame distrito de Subura—, pero podían encontrarse prostitutas prácticamente en todas partes. Por lo que respecta a la salud, no había absolutamente ninguna preocupación por parte de los círculos oficiales, ni demasiadas repercusiones prácticas por el hecho de ser prostituta, más allá de los impuestos y de la deshonra social que algunos podían atribuir a la profesión.
En abstracto, la prostitución debía de resultar atractiva a las personas de una determinada edad y/o que se encontrasen en una situación desesperada. Los ingresos eran potencialmente buenos, las chicas consideradas posibles candidatas eran atraídas mediante promesas de vestidos y otras tentaciones, y no disponían de ninguna otra habilidad o producto que pudiera aportar ni de lejos tanto dinero (obviamente no ganarían lo mismo haciendo de amas de cría o tejiendo, las otras dos principales ocupaciones de las mujeres). Sin embargo, a pesar de que algunas prostitutas trabajaban de manera independiente, como se desprende del hecho de que pagasen el impuesto, el sistema no favorecía que se estableciesen por su cuenta. El proxeneta, un personaje habitual en las obras e historias en las que aparecían putas, era omnipresente. Éste (o ésta, pues había sin duda mujeres proxenetas) organizaba, controlaba (cuando no era su amo) y explotaba a las prostitutas. Recaudaba personalmente o como agente de un inversor adinerado gran parte de los ingresos de una chica, como mínimo una tercera parte, pero muy probablemente más. Si le facilitaban habitación, ropa o comida, las prostitutas tenían que pagarlas de sus ganancias. La mujer no podía oponerse (literalmente si se trataba de una esclava y de facto en caso de que fuese libre). A pesar de las perspectivas económicas, es fácil pensar que una prostituta corriente acababa llevándose a casa relativamente poco dinero y, por supuesto, la vida en los bajos fondos, el ambiente derrochador de los burdeles y lupanares y la prostitución en las esquinas no fomentaban la previsión ni los planes de ahorro, pero no debemos subestimar a las prostitutas. A la larga, parece que muchas prostitutas eran libertas, así que no sólo habrían ganado lo suficiente para comprar su libertad, sino que continuaban en el oficio una vez libres; unas cuantas se convertían en madamas y seguían en la profesión de manera indirecta. Una tal Vibia Calybe empezó a ejercer la prostitución siendo esclava y llegó a dirigir el burdel de su ama tras ser liberada:
Vibia Chresta, liberta de Lucio, erigió este monumento en su honor y en el de Gayo Rustio Talaso, liberto de Gayo, su hijo, y en el de Vibia Calybe, su liberta y directora de su burdel. Chresta erigió este monumento con sus propios ingresos sin defraudar a nadie. ¡Esta tumba no puede ser utilizada por los herederos! (CIL 92029 = ILS 8287, Benevento, Italia)
En un poema subido de tono en honor del dios fálico Príapo se reconoce el éxito de otra prostituta esclava:
Telethusa, famosa entre las putas del distrito de Subura,
ha obtenido la libertad, creo que con sus ingresos.
Coloca una corona de oro sobre tu erección, sagrado Príapo,
pues mujeres como ella son la imagen del mayor de los dioses. (Priapeia 40)
Resulta revelador que Artemidoro señale que ver en sueños a una prostituta augura éxito:
Así, en la simbología de los sueños, las prostitutas no tienen absolutamente nada en común con el burdel, pues aquéllas auguran cosas positivas, mientras que éste augura lo contrario. Soñar con prostitutas callejeras ejerciendo su oficio es beneficioso. Lo mismo sucede con prostitutas esperando en un burdel, vendiendo algo y recibiendo bienes a cambio, expuestas y teniendo relaciones sexuales. (Sueños 1.78, 4.9)
Por otro lado, muchas debían de morir pobres, desgraciadas y olvidadas, destino nada inusual para mucha otra gente corriente una vez desaparecía su habilidad para obtener siquiera unos pequeños ingresos a causa de la edad o de las circunstancias. Artemidoro hace otra interpretación que apunta en esta dirección:
Una mujer que come su propia carne significa que se convertirá en puta, puesto que se alimentará de su propio cuerpo. (Sueños 3.23)
En Bulla Regia, en el norte de África, se encontró el esqueleto de una esclava con un collar de plomo alrededor del cuello que le había sido colocado con el fin de que cualquiera que la encontrase la capturase y la devolviese a su amo. En él se leía: «¡Ésta es una puta mentirosa! ¡Atrapadla porque ha escapado de Bulla Regia!» (AE 1996 1732, Hammam Derradji, Túnez). Es imposible imaginar lo horrible que debió haber sido su vida.
No había escasez de prostitutas. Algunas se veían obligadas a ejercer la prostitución, tal vez por una familia que se moría de hambre, como se refleja en un documento procedente de Egipto. Hace referencia a cómo un tal Diodemo, concejal de Alejandría, se encapricha de una prostituta y pasa muchas noches con ella, pero acaba matándola. Es detenido y al final confiesa.
Y la madre de la prostituta, una tal Teodora, una pobre anciana, solicitó que Diodemo fuese obligado a entregarle una pequeña cantidad de dinero para sobrevivir como indemnización (presumiblemente por la muerte de su hija). Pues dijo: «Por esa razón entregué a mi hija al encargado del burdel, para poder sobrevivir. Dado que me han privado de mi medio de vida al morir mi hija, pido por tanto que se cubran las humildes necesidades de una mujer». El prefecto dijo [a Diodemo]: «Has asesinado a una mujer cuya fortuna es criticada como vergonzosa por los hombres, que llevaba una vida inmoral pero que al final ejercía su oficio… Sí, me he apiadado de la desdichada, porque cuando vivía estaba disponible para cualquiera que la desease, como un cadáver. Pues la pobreza oprimía de tal modo a su madre, que ésta vendió a su hija por un precio ridículo y adquirió fama de prostituta». (BGU 41024, col. VI/Rowlandson, n.º 208)
Diodemo fue declarado culpable y ejecutado, y una décima parte de sus propiedades fueron entregadas a la madre, «la cual, debido a la pobreza que la atenazaba, apartó a su hija del camino de la virtud, a resultas de lo cual la ha perdido…» (cabe destacar la compasión que siente el magistrado por la madre y, póstumamente, por la hija obligada a prostituirse, hasta el punto de estar dispuesto a castigar a un miembro de la elite). También en la literatura las madres arrastran a sus hijas a la prostitución para que traigan dinero a casa; en los Diálogos de las cortesanas de Lucio aparecen unas cuantas.
Otras se fugaban y acababan dedicándose a la profesión. Otras más habían sido criadas en la esclavitud, y muchas de ellas precisamente con ese fin. Un tema recurrente en los romances es el de una chica secuestrada por bandidos o piratas que es vendida como esclava. En El asno de oro, Carites, una chica perteneciente a una familia de la elite provincial, se enfrenta a esto. Los bandidos han votado matarla por haber intentado escapar, cuando uno de ellos (en realidad se trata del amante de Carites disfrazado) propone otra solución:
Si matáis cruelmente a la chica, no habréis hecho más que dar rienda suelta a vuestra ira sin obtener nada a cambio. Lo que se me ocurre es esto: llevémosla a una ciudad cercana y vendámosla. Por una chica dulce y joven como ella seguro que nos pagarán un buen precio, especialmente porque yo mismo conozco allí a proxenetas desde hace mucho tiempo; sin duda alguno de ellos nos hará una buena oferta por una muchacha de alcurnia como ésta. Allí tendrá que exhibirse en un burdel y no podrá escapar como acaba de intentar. Verla sirviendo a los hombres en un prostíbulo será una dulce venganza. (El asno de oro 7.9)
Otro tema habitual en la literatura es el de niñas abandonadas que son criadas para ser prostituidas; esto viene corroborado también por pruebas de la Antigüedad. Las prostitutas estaban, literalmente, en todas partes. Se calcula que en Pompeya una de cada cien personas (incluyendo hombres, mujeres y niños) se dedicaba a la prostitución (basándose en una estimación de cien prostitutas en una población de 10 000 personas). El porcentaje sería mucho mayor entre las mujeres que se hallaban en la flor de la vida, entre, digamos, dieciséis y veintinueve años de edad. El material comparativo premoderno apunta que alrededor de un 10-20% de las mujeres «aptas» trabajaban como prostitutas al menos de forma intermitente. Si tenían una media de diez clientes al día, cifra no demasiado alta si recurrimos a datos comparativos, ello significaría mil servicios diarios sólo en Pompeya. A primera vista, estas cifras podrían parecer muy elevadas, pero la combinación de una fuerte demanda, un riesgo sanitario relativamente bajo (véase más adelante) y la falta de alternativas de las mujeres para ganar dinero, empujaba a muchas de ellas a la prostitución. Mientras que la elite habría considerado automáticamente a una prostituta inadecuada para el matrimonio, y sin duda desaprobaría abiertamente que los maridos tolerasen que sus mujeres se dedicasen a la prostitución o las coaccionasen para ello, no toda la gente corriente compartía necesariamente esta postura. Era muy posible que un marido abusase sexualmente de su mujer y la prostituyese:
Un hombre soñó que había llevado a su mujer ante un altar para ofrecerla en sacrificio, vender su carne en rodajas y obtener grandes beneficios. Soñó, además, que se alegraba de lo que había hecho y que intentaba ocultar sus ganancias ante los que tenía alrededor y le observaban. Este hombre condujo a su propia esposa a una vergonzosa vida de prostituta, ganándose la vida con el trabajo de ella. Aquello le reportaba grandes beneficios, pero le convenía mantenerlo en secreto. (Sueños 5.2)
Además, la presencia de esclavas y la rentabilidad que comportaba invertir en el negocio de la prostitución hacían que los amos suministrasen prostitutas al mercado constantemente; de manera que la industria del sexo tenía una fuente permanente de trabajadores no sólo en los amos de esclavas que utilizaban sus posesiones para obtener beneficio, sino también en los proxenetas dispuestos a emplear a mujeres libres en burdeles, posadas y baños.
Proxeneta es aquella persona que tiene esclavas trabajando como prostitutas, así como aquél que aporta personas libres con el mismo fin. Está sujeto a castigo por proxenetismo tanto si dicha actividad constituye su principal negocio, como si la realiza como una actividad secundaria de otro negocio, como por ejemplo si se trata del propietario de una taberna o de unas caballerizas y tiene a dichas esclavas trabajando allí, aprovechándose de la situación para ganar dinero, o si se trata del encargado de unos baños, como sucede en algunas provincias, y tiene a esclavas encargadas de guardar la ropa de los bañistas y ofrece también sexo en su lugar de trabajo. (Ulpiano, Sobre el edicto del pretor, en Digesto 3.2.4.2-3)
Los burdeles eran los locales de prostitución mejor organizados. Entre lo que podemos saber por el único burdel identificado claramente como tal —el Lupanar de Pompeya— y lo que se desprende de las referencias literarias, nos podemos hacer una idea de cómo eran. Había una zona de recepción abierta a la calle, separada de ésta únicamente por una cortina; en el interior, las prostitutas se movían vestidas con gasas o desnudas para poder ser inspeccionadas por los potenciales clientes, o podían estar sentadas en sillas o sillones; cada una disponía de una habitación amueblada con una cama, ya fuese de madera o de ladrillo. Las mujeres se anunciaban según su especialidad —y tal vez por lo que cobraban por sus servicios—, en la zona de recepción o bien en la parte superior de la entrada a la habitación. En las celdas individuales no había mucho espacio para deambular; al parecer estaban pensadas para ir al grano. Aparentemente, la privacidad no se cuidaba demasiado; hay pocas pruebas de que hubiese una cortina de tela como separación en la entrada de las habitaciones y ninguna de que hubiera puertas. En otras palabras, el burdel no parecía ser un lugar para hacer vida social o distraerse antes del sexo. Todo apunta a que estaba pobremente iluminado y sucio, pero ésas eran las condiciones en que se encontraban la mayoría de lugares donde se congregaba la gente corriente.
En el Satiricón aparece una estampa de uno de estos burdeles. Encolpio ha perdido a su amante Ascilto. Durante su búsqueda, le pregunta a una anciana que vende verduras en el mercado: «¿Sabes dónde vivo?». La avispada bruja le dice que sí, y le lleva… a un burdel.
Vi a unos cuantos hombres y mujeres desnudos que se movían con cautela entre carteles de precios. Tarde, demasiado tarde, me di cuenta de que me habían llevado a una casa de putas… Eché a correr por el burdel y justo a la entrada me encontré con Ascilto… Le saludé con una carcajada y le pregunté qué estaba haciendo en aquel lugar tan desagradable. Se sacudió la ropa con las manos y dijo: «Si supieras lo que me ha pasado…». «¿Qué?», le pregunté. «Bueno —dijo al borde del desmayo—, estaba deambulando por la ciudad sin saber dónde estaba mi pensión, cuando se me acercó una persona respetable y se ofreció amablemente a llevarme. Me llevó por una serie de calles oscuras y me trajo aquí; entonces empezó a ofrecerme dinero y a abordarme. Una puta pidió un billete de cinco por un cuchitril y el hombre ya me estaba manoseando. Si no hubiera tenido más fuerza que él habría ocurrido lo peor.» (Satiricón 7)
Así que aquí tenemos a dos personas diferentes que aprovechan la ocasión para llevar a unos desconocidos a un burdel, seguramente a cambio de una propina; en la casa había prostitutas fijas, pero también se alquilaban habitaciones «por horas» a clientes que, como el acosador de Ascilto, traían consigo su propia distracción. Es interesante señalar que, cuando se dio cuenta de que era un prostíbulo, Encolpio se cubrió la cabeza, que era lo que se hacía tradicionalmente cuando uno entraba en esos lugares. Algunas prostitutas no ejercían en un burdel, sino en casas particulares. En La comedia de los asnos de Plauto, una prostituta de lujo tiene su propia casa, en la que puede admitir a quien quiera. Cuelga un cartel en el que se lee «ocupada». Tiene pinturas eróticas para excitar al visitante. Dispone de lugares de entretenimiento donde puede celebrar fiestas si desea estar con más de un cliente. A pesar de que aquello no era la norma, es un dato útil de cara a recordar que se trataba de un trabajo de categoría. Aunque hay diversidad de opiniones al respecto, es posible que en la casa de los Vettii, en Pompeya, trabajase una prostituta. Hay un cuarto interior junto a la cocina decorado con motivos eróticos explícitos que recuerdan a los del conocido burdel de la ciudad, el Lupanar. A la entrada de la casa hay una inscripción en la que se lee: «Euticia, una muchacha griega de modales dulces, 2 ases» (CIL 44592).
Las tabernas y las casas de comidas eran lugares habituales donde se ejercía la prostitución; un cuarto o dos al fondo del local o en el piso de arriba estaban destinados a tal fin. La distinción, universalmente aceptada, era que un posadero podía ser una persona respetable, mientras que una camarera no era más que una prostituta que servía comida y bebida. La literatura equipara habitualmente a las camareras y a las prostitutas, y los textos legales romanos coinciden:
Decimos que no se trata sólo de la mujer que se ofrece abiertamente en un burdel para ganarse la vida (con su cuerpo), sino también la que (como suele suceder) no se comporta recatadamente en una posada, taberna u otro lugar por el estilo. Y entendemos además que «abiertamente» significa que dicha mujer aborda a hombres al azar, sin hacer ninguna distinción, de manera que se gana la vida como prostituta, a diferencia de una mujer que comete adulterio o fornicación o incluso de una mujer que tiene relaciones sexuales con uno o dos hombres por dinero, pero aparentemente no se dedica abiertamente a ganar dinero con su cuerpo. Octaveno, sin embargo, afirma más correctamente que incluso la mujer que se ofrece abiertamente sin cobrar debe ser considerada una prostituta… Además, denominamos «madamas» a las mujeres que ofrecen a otras mujeres, incluso si realizan esta actividad bajo otro nombre. Si una mujer que regenta una taberna se dedica a alquilar mujeres (muchas disponen de prostitutas bajo la apariencia de taberneras), también puede ser calificada adecuadamente como «madama». (Ulpiano, Sobre el edicto del pretor, en Digesto 23.2.43. pr. 1-3 y 7-9)
FIG. 28. Una prostituta atiende a un individuo. Una mujer en una pose típica de Venus destinada a realzar sus encantos entretiene a un cliente mientras una sirvienta observa la escena, lista para ayudar si se la necesita.
Y, como en todas las épocas, las chicas de los bares atraían a los hombres:
Successus el tejedor ama a la camarera llamada Heredis, la cual no le hace ningún caso. Sin embargo, un rival escribe en la pared que ella debería apiadarse de él. ¡Vamos! Eres rencoroso sólo porque rompió contigo. No pienses que puedes superar a un hombre más apuesto; un tipo feo no puede vencer a uno atractivo. (CIL 48259)
No obstante, otra inscripción pompeyana indica que no se distinguía entre posadera y prostituta: «Me follé a la posadera», pone en la pared (CIL 48442, Futui coponam). Se supone, sin embargo, que había establecimientos que no eran de dudosa reputación. El propietario de un bar, llamado Hyanchis, por ejemplo, regenta una cervecería con ayuda de su hija, la cual sería bonito pensar que mantenía intacto su honor (Rowlandson, n.º 209).
Hay una maravillosa descripción del sexo de pago en la historia cristiana de «Santa María la prostituta». A pesar de haber sido criada con esmero, María fue seducida por un monje traicionero. Avergonzada, huyó de su ciudad natal y se convirtió en prostituta en un bar. Su tío, un hombre santo llamado Abraham, la buscó durante dos años y finalmente la encontró. Se disfrazó y fue a la ciudad.
Una vez allí, entró en la taberna, se sentó en un extremo y se puso a mirar a su alrededor con ojos expectantes esperando verla. Pasaron las horas y, como no la encontraba, se dirigió al posadero en tono jocoso. «Amigo, me han contado —dijo— que tienes aquí a una chica muy buena; si te parece bien, me gustaría mucho echarle una ojeada.» El posadero […] le respondió que, efectivamente, lo que le habían contado era cierto, era una muchacha extremadamente hermosa. Y realmente María tenía un cuerpo precioso, casi demasiado precioso para ser real. Abraham preguntó cuál era su nombre, y el posadero le dijo que se llamaba María. Entonces Abraham dijo alegremente: «Venga, hazla venir, enséñamela y déjame cenar hoy con ella, pues he oído que todo el mundo la elogia». Así que la llamaron. Cuando la chica entró y el bondadoso anciano la vio vestida como una ramera, prácticamente todo su cuerpo se desplomó de pena. Sin embargo, ocultó el pesar de su alma […] y se sentaron y bebieron vino. El viejo empezó a bromear con ella. La chica se levantó y le rodeó el cuello con sus brazos, seduciéndolo con besos. […] El viejo, en tono simpático, le dijo: «Vale, vale, he venido aquí a correrme una juerga […]». Sacó una moneda de oro que había traído consigo y se la dio al posadero. «Ahora, amigo —dijo—, prepáranos una buena cena para que pueda correrme una juerga con la chica, pues he venido de muy lejos para estar con ella.» Después del banquete, la chica empezó a insistir en que fueran a su habitación para tener relaciones sexuales. «Vamos», dijo Abraham. Al entrar en el cuarto, vio una majestuosa cama preparada y enseguida se sentó en ella como si tal cosa […] Entonces la chica le dijo: «Vamos, señor, déjeme que le quite los zapatos». «Cierra la puerta con cuidado —dijo él— y quítamelos» […] «Acércate, María», dijo el anciano, y cuando la chica se sentó a su lado en la cama la tomó fuertemente de la mano como si fuera a besarla; entonces, quitándose el sombrero, rompió a llorar. «María, hija mía —dijo—. ¿No me reconoces?» […] Con la cabeza a sus pies, la chica se pasó llorando toda la noche… Al romper el alba, Abraham le dijo: «Levántate, hija, y vámonos a casa». Ella le respondió: «Tengo un poco de oro y algunas ropas, ¿qué quieres que haga con ellas?». Abraham le contestó: «Déjalo todo aquí […]». (Efrén, Diácono de Edesa/Waddell)
Por supuesto, María es liberada de su pecaminosa vida, pero su historia nos muestra a la perfección que la taberna era un lugar en el que se podían tener encuentros sexuales. Los baños públicos eran también uno de los lugares predilectos de las prostitutas, como se desprende claramente de la siguiente observación del historiador Amiano Marcelino:
Si [los bañistas] de repente se enteran de que hay una prostituta nueva, o una puta corriente, o una vieja ramera que vende barato su cuerpo, se abalanzan tras ella a toda prisa, dándose codazos, manoseando a la recién llegada y alabándola con halagos escandalosamente exagerados, como si fueran egipcios adulando a su Cleopatra… (Historias 28.4.9)
La desnudez —mucho más si, como podía suceder, hombres y mujeres se bañaban juntos—, igual que la bebida en la taberna, podía incitar a los clientes a acercarse a parejas sexualmente dispuestas; también había comida y otros servicios, como masajes. Del mismo modo que una masajista podía pasar con facilidad a ofrecer servicios sexuales, el personal de los baños alternaba tareas rutinarias, como el cuidado de la ropa de los bañistas, con encuentros sexuales si el cliente lo deseaba. De hecho, en las termas suburbanas de Pompeya, que constituyen la muestra arqueológica más concluyente, hay dibujos explícitos que reproducen personas en posturas sexuales cada vez más atrevidas (o humorísticas) encima de la estantería en la que se depositaban las ropas antes del baño. También había cuartos para prostitutas en el piso superior, e incluso una entrada separada por si los clientes sólo buscaban sexo, sin importarles el baño. Una inscripción en la pared exterior afirma:
Quien se siente aquí, sobre todo que lea esto: si quieres follar, busca a Attis; la puedes tener por un denario. (CIL 41751)
Todos estos lugares —burdeles, casas, tabernas, baños— congregaban a gente corriente y, de vez en cuando, a algún miembro de la elite que visitaba los barrios bajos. A menudo, una lámpara encendida en una hornacina indicaba que dentro se ejercía la prostitución, si bien había lámparas también en las fachadas de otros negocios. Los establecimientos estaban desperdigados por toda la ciudad, igual que las viviendas y la población en general. Además de trabajar en sitios concretos, las prostitutas también hacían la calle. El emperador Domiciano proclamó que las prostitutas no podían utilizar literas, se supone que tanto para evitar la movilidad del servicio a los clientes como para impedir que los miembros de la elite se convirtiesen en objetivo de las prostitutas y negar la protección de las cortinas ante los comentarios lascivos de sus conciudadanos. Pero, incluso sin literas, había muchas oportunidades. Tito Quincio Ata, escritor romano del siglo I a. C., del que se conserva únicamente un fragmento literario, describió a prostitutas descaradas en su Aquae Calidae: «se prostituían por las calles como lobos en busca de su presa». Podían merodear por cualquier barrio, pero el puesto elegido tenía que ver con el tráfico previsto, y en ocasiones ponía un sobrenombre a las prostitutas. Festo (7L) afirma:
Alicaria es como se conoce a las prostitutas en Campania, porque acostumbraban a ganarse la vida merodeando alrededor de los molinos de grano (alica), igual que a las que se apostaban frente a los establos se las llamaba «estableras» (prostibula).
Podía ser que trabajaran en zonas públicas en las que había lugares más o menos ocultos en los que tener relaciones sexuales discretamente. En los mercados y zonas con edificios públicos había muchos clientes potenciales; si era necesario, las tumbas situadas a las afueras de la ciudad podían utilizarse y, de hecho, se utilizaban. Las arcadas (fornices) de grandes edificios públicos como teatros y anfiteatros —de aquí procede la palabra «fornicación»— eran también un lugar de encuentro habitual. Como sucedía en los baños, la intensa actividad de los espectáculos —en el caso del teatro las actuaciones a veces obscenas, y en el del circo la excitante y sangrienta lujuria de los torneos de gladiadores— provocaba una excitación sexual de la que se aprovechaban las prostitutas locales. Algo más privados que las arcadas, pero en la misma línea, eran los cuchitriles con una cama de ladrillo que daban a la calle y que eran utilizados por una prostituta fija o alquilados por poco dinero para llevar a un cliente.
El teatro estaba relacionado directa e indirectamente con la prostitución. Los alrededores del teatro estaban abarrotados de gente antes y después de la representación, cosa que ofrecía muchas oportunidades a las prostitutas. Pero, además, algunas producciones teatrales eran tan provocativas como los murales de los burdeles. Se trataba de las pantomimas, uno de los espectáculos preferidos del público. Las representaban actores de segunda fila y, a diferencia de otras obras de teatro, estaba permitida la presencia de mujeres. Incluso en el caso de que dichos actores no estuvieran directamente relacionados con la prostitución, los actos de sus personajes fomentaban las fantasías sexuales, cosa que no sucedía con las tragedias griegas o con los dramas históricos romanos, pero sí con estas populares obras escénicas. Los mimos empleaban una mezcla de gestos y acrobacias —algo parecido a un ballet subido de tono— combinados con diálogos y canciones que explicaban historias groseras de la vida cotidiana o la mitología. Las paredes de la taberna de la calle de Mercurio, en Pompeya, estaban decoradas con escenas de pantomimas de alto contenido erótico, de lo que se desprende la afición de los bebedores por este tipo de representaciones. No resulta sorprendente que los mimos no sólo fomentasen la demanda de prostitutas, sino que ejerciesen a su vez la prostitución. La Floralia era un festival lascivo que se celebraba en Roma en primavera y que, como no podía ser de otra forma, recibía su nombre de una prostituta de antaño. La pieza central de la celebración consistía en un desfile de prostitutas y la representación de una pantomima. Tertuliano la describe con desagrado:
Las prostitutas, sacrificadas en el altar de la lujuria pública, son sacadas a escena, bastante incómodas por la presencia de otras mujeres —las únicas personas de la comunidad de las que se ocultan—; desfilan ante los rostros de gente de todas las clases y de todas las edades; se revelan sus domicilios, sus precios y sus especialidades, incluso ante aquéllos que no necesitan dicha información, y, lo que es peor, se revela a gritos lo que debería permanecer oculto en las sombras y en sus oscuras cuevas; pero guardaré silencio sobre ello. ¡Que el Senado se ruborice! ¡Que todo el mundo se avergüence! Esas mujeres, asesinas de su propia decencia, pasan vergüenza una vez al año, temerosas de que sus actos se expongan ante todo el mundo. (Sobre los espectáculos 17.3-4)
En el escenario, las aventuras interpretadas por prostitutas reproducían las vidas de gente corriente —sastres, pescadores, tejedores— en situaciones comprometidas, pues el adulterio era uno de los temas preferidos. En estas representaciones teatrales, como era habitual en el caso de las pantomimas, había diálogos obscenos, canciones, bailes, gesticulaciones y los movimientos insinuantes propios de una comedia subida de tono. En el último acto, a menudo los actores aparecían sobre el escenario completamente desnudos, respondiendo a las exigencias del público que gritaba «quitáoslo todo». Un autor cristiano describe horrorizado la situación:
Las fiestas se celebran echando por tierra cualquier recato moral, como corresponde a una celebración en memoria de una puta. Pues, además del lenguaje indecente y descontrolado, y de soltar todas las obscenidades imaginables, las rameras son despojadas de su ropa ante las rítmicas exigencias de la gente, interpretan su papel y se quedan en escena ante el complacido público hasta que incluso los más desvergonzados ojos quedan saciados de sus gestos indecentes. (Lactancio, Instituciones divinas 1.20.10)
La presencia de mimos y putas en la Floralia refleja su popularidad entre la gente corriente, así como su similitud como parte integrante de la industria del sexo: los mimos, como las prostitutas, actuaban en las esquinas de las calles, en lugares concretos, como burdeles, y en fiestas privadas. Sus movimientos claramente provocativos y sus temas marcadamente sexuales debían de ser en muchos casos muy parecidos a los de un espectáculo de striptease y, como sucede en estos espectáculos, la línea que los separaba de la prostitución era muy fina. Los templos, igual que los teatros, eran uno de los sitios más frecuentados por las prostitutas. En el Curculio de Plauto se narra la visita a un prostíbulo que está junto al Templo de Escolapio, y frente a la casa hay un altar dedicado a Venus. Plauto describe cómo las prostitutas se congregaban en el Templo de Venus:
Ahora, la zona del altar está abarrotada. Seguro que no querrás andar por ahí, entre todas esas putas que se exhiben, juguetes de molineros, y el resto de rameras, miserables, mugrientas e indecentes esclavas, que apestan a prostíbulo y a su oficio, sentadas en sillas y bancos insinuándose, criaturas con las que ningún hombre libre pensó jamás tener contacto, y no digamos casarse, fulanas baratas de la peor especie. (El joven cartaginés 265-70)
En la vida real hay fascinantes detalles de esta actividad. En el sur de Roma, en el decimoctavo mojón de la Via Latina, en un antiguo santuario de Venus, cuatro mujeres abrieron un comedor:
Flacceia Lais, liberta de Aulo, Orbia Lais, liberta de Orbia, Cominia Filocaris, liberta de Marco, y Venturia Thais, liberta de Quinto, instalaron un comedor en el santuario de Venus en un espacio alquilado. (AE 1980 2016)
Esas mujeres, todas ellas libertas, tienen nombres típicos de prostitutas. Thais y Lais son nombres de prostitutas de lujo griegas; serían nombres espléndidos para rameras romanas. De hecho, era habitual que las prostitutas eligieran un nombre adecuado. Una prostituta del siglo V que llegó a ser una santa cristiana es un buen ejemplo de esto:
Mi padre y mi madre me pusieron al nacer el nombre de Pelagia, pero los ciudadanos de Antioquía me llaman Margarita («Perla») por la cantidad de perlas que me han regalado en pago por mis pecados. (Jacobo, Vita 7)
Así, cuando Pelagia se hizo prostituta, adoptó el nombre de Margarita («Perla»). Además, la relación entre prostitutas y tabernas/casas de comidas, unida a la utilización de los templos como lugares de lenocinio nos lleva irremediablemente a especular que en el restaurante al borde del camino cerca del Templo de Venus se ofrecían también servicios sexuales. Fuese cual fuese el modo en que hubiesen sido liberadas —puede que ahorrando dinero y comprando su libertad—, disponían de suficiente capital para establecerse por su cuenta.
Mientras las prostitutas ejercían su profesión en esta variedad de sitios, se suponía que tenían que llevar un «atuendo oficial» —la toga—. Por lo menos eso es lo que han deducido los estudiosos a partir de los autores de la elite Horacio (Sátiras 1.2.63, 82) y Sulpicia ([Tibulo] Elegías 3.16.3-4), y de referencias más propias de una exigencia, enseguida descartadas, a que las mujeres condenadas por adulterio tuvieran que ir vestidas con toga. Aunque está claro que las prostitutas no iban a lucir la elegante insignia de la respetabilidad, la estola, otras referencias indican claramente que la toga no formaba prácticamente nunca parte de su atuendo habitual. De hecho, las fuentes antiguas en general no describen a ninguna prostituta en activo vestida de ese modo; ni Plauto, ni Apuleyo ni Petronio. Además, no existe ni una sola ilustración, erótica o de cualquier otro tipo, en esculturas, relieves, murales o inscripciones, en la que se pueda identificar a una prostituta con toga. Es difícil afirmar si estas presuntas reglas de vestuario estaban implantadas ampliamente o si se trataba más que nada de una confusión con la pallia, una capa que llevaban las mujeres, incluidas las prostitutas. Las descripciones detalladas de prostitutas que aparecen en textos literarios se ajustan más a lo que cabría esperar: mujeres emperifolladas con vestidos finos, coloridos y vaporosos, con carmín y maquillaje, o deambulando por un burdel con poca ropa o desnudas. Una carta de Egipto contiene una típica advertencia moral en el sentido que insta a la mujer a ser lo contrario de una prostituta, rechazar «las prendas tejidas con hilos púrpura y de oro», vestir recatadamente para «resultar atractiva a su marido, pero no al vecino» y a no usar carmín ni albayalde como maquillaje facial (Rowlandson, n.º 260). En las pinturas eróticas, las mujeres se muestran, o bien desnudas (a veces con una banda tapándoles el pecho), o bien vestidas (en diversos grados de desnudez) con típicas vestimentas femeninas; desgraciadamente, es imposible distinguir cuáles son esposas y concubinas lascivas y cuáles son putas consumadas. Sin embargo, en la Taberna de Salvio hay una pintura en la que es razonable pensar que aparece una prostituta y su posible cliente. La mujer lleva puesto un vestido largo de llamativa tela amarilla-anaranjada y elegantes zapatillas. Está besando a un hombre y éste dice: «no quiero [tirarme] a Myrtalis»; probablemente la gracia está en que rechaza a Myrtalis en favor de la encantadora mujer con la que se encuentra. También se insinúa la diferencia en la forma de vestir, ya que en el siguiente cuadro aparece una camarera vestida igual que la prostituta, pero toda de blanco y con calzado normal. En resumidas cuentas, las prostitutas anunciaban su mercancía; vender sexo significaba vender algo atractivo. La ropa provocaba esa atracción, y los funcionarios romanos no mostraban gran interés en dictaminar cómo debían vestir, y mucho menos en exigir que llevasen toga.
Una de las principales razones por las cuales se recurría a una prostituta era que los servicios sexuales que ofrecía eran más excitantes, audaces y variados que los que podían esperarse de una esposa o incluso de una amante discreta. En la novela Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio aparece un ejemplo de esta destreza. Clitofonte afirma que su experiencia «se limita a transacciones comerciales con mujeres de la calle» y la describe gráficamente:
Cuando las sensaciones descritas por Afrodita están llegando a su punto álgido, la mujer enloquece de placer; besa con la boca totalmente abierta y se mueve agitadamente como una loca. Las lenguas se entrecruzan y acarician sin cesar, tocándose en apasionados besos dentro de otros besos […] Cuando la mujer llega a la culminación de los actos de Afrodita, jadea instintivamente con ardiente placer, su jadeo asciende rápidamente hasta los labios con la respiración del amor y allí encuentra un beso perdido. (Leucipa y Clitofonte 2.37)
En la misma línea podemos citar al cliente potencial de los servicios de una cortesana de La comedia de los asnos de Plauto (788): cuando la lámpara se apaga, insiste, ella «se anima».
Las muestras artísticas de Pompeya proporcionan ejemplos gráficos de lo que una prostituta tiene que ofrecer. Concretamente, se mostraban actos considerados por la cultura general como impúdicos. La felación y el cunnilingus —también hay lámparas decoradas con la posición del «69»— implicaban contacto oral y eran consideradas prácticas extremadamente sucias y degradantes a tenor de las numerosas menciones injuriosas presentes en la literatura de la elite y en los grafitos. Otra postura sexual que se muestra es la penetración por detrás. Sin embargo, justamente porque estos tentadores actos les estaban prohibidos a las «chicas buenas», probablemente eran accesibles a quienes estuvieran dispuestos a pagar. Sin embargo, hay que ser prudente en estas apreciaciones. Las escenas reproducidas en pinturas y en lámparas que muestran «actos antinaturales» (como diría Artemidoro), es decir, sexo oral, son, de hecho, muy poco habituales. Muchas de esas escenas eróticas pretendían como mínimo exhibir el cuerpo femenino y clasificar los posibles actos sexuales que podían realizarse con prostitutas.
Los actos sexuales más aceptables con las mujeres en general, como el coito en la posición «de cabalgar», con la mujer encima, también eran populares en la relación con profesionales, a juzgar por las pinturas. Viese lo que viese un espectador romano, hombre o mujer, en estas ilustraciones, su erotismo es incuestionable. Entre todos los temas posibles, probablemente la elección de escenas eróticas en los vestuarios de unas termas que aparentemente disponían de habitaciones en el piso de arriba, no es casualidad. Puede ser que a un espectador o espectadora le provocaran risa las acrobacias de algunos de los personajes dibujados, pero es muy probable que su último pensamiento fuera erótico, como sin duda se pretendía, ante las posibilidades que ofrecía el piso superior. Como he insistido anteriormente, las prostitutas estaban disponibles para todo aquél que pudiera y quisiera pagar por ellas; no había reparos a la hora de utilizar sus servicios. Como afirma Artemidoro, «tener relaciones sexuales con una mujer que trabaja como puta en un burdel, supone solamente una deshonra de poca gravedad y muy poco gasto» (Sueños 1.78). Un personaje de Plauto declara que recurrir a los servicios de una puta no comporta ningún desdoro, ni mucho menos un perjuicio legal, a diferencia de los riesgos sociales y legales que conlleva el adulterio. Cuando un personaje se dispone a entrar en un burdel:
Nadie dice «no», ni te impide que compres lo que está en venta, si tienes dinero. Nadie prohíbe a nadie que vaya por una calle pública. Haz el amor con quien quieras, mientras te asegures de no meterte en caminos particulares. Me refiero a que te mantengas alejado de las mujeres casadas, viudas, vírgenes, y hombres y chicos jóvenes de buena familia. (El gorgojo 32-7)
Las prostitutas cobraban precios muy diferentes por el mismo acto o por peticiones concretas. Un precio habitual era alrededor de un cuarto de denario, algo menos del salario bajo de un obrero por un día completo de trabajo. La prueba la tenemos en grafitos de Pompeya: «Optata, esclava, es tuya por 2 ases» (CIL 45105) y «soy tuya por 2 ases» (CIL 45372). Pocas eran las que cobraban menos que eso, y un insulto habitual hacía referencia a la moneda más pequeña, el quadrans, un cuarto de as, y consistía en llamar a alguien quadrantaria (puta barata). Sin embargo, algunas prostitutas consideraban que valían mucho más, como la anteriormente mencionada Attis, «tuya por un denario», o Drauca, inmortalizada en una inscripción en la pared del burdel de Pompeya: «En este lugar Harpocras se gastó un denario por un buen polvo con Drauca» (CIL 42193). Los precios son en «ases», la décima parte de un denario; lo interesante es que, incluso cuando los múltiplos de ases forman una cantidad para la cual existe una moneda concreta, como el sestercio (= 2½ ases) o el denario (= 10 ases), los precios se establecen casi siempre en ases. Esto se debe a que esa pequeña moneda era la que se utilizaba habitualmente en la calle; con dos ases podía comprarse el pan, un vaso de vino decente o un pedazo de queso. La gente corriente llevaba su dinero repartido en estas monedas, en su múltiplo (sestercios) y en su divisor (medio as o un cuarto de as). Por tanto, era natural que las prostitutas pusieran precio a sus servicios en esa moneda. Si alguien quería derrochar, aparentemente con 8 ases (es decir, aproximadamente el equivalente a un buen salario por un día de trabajo) podía comprar comida, una habitación y sexo en un prostíbulo. Naturalmente se exigía el pago por anticipado.
Alrededor de dos o tres ases al día eran suficientes para ir tirando durante la mayor parte de la época imperial. La paga por día de trabajo era de entre cinco y diez ases; sin embargo, el trabajo regular para alguien que no fuera un soldado, el cual disponía de entre dos y tres ases al día para gastar además del salario inmovilizado para las deducciones obligatorias (comida, alojamiento, material y ahorro), era algo muy poco habitual. Así pues, una prostituta que trabajase regularmente, incluso cobrando únicamente dos ases por servicio, podía ganar veinte o más ases al día, lo cual era mucho más de lo que ofrecía cualquier trabajo asalariado y el doble de lo que podía recibir un trabajador bien pagado.
No obstante, me gustaría hacer hincapié en el hecho de que la mayoría de las prostitutas libres trabajaban por intermediación de un proxeneta, el cual se quedaba con gran parte de los ingresos. Una prostituta esclava entregaba la mayor parte de sus ganancias, cuando no su totalidad, a su amo. Para hacernos una idea de cómo funcionaba esto, veamos cómo san Pablo provocó la ira de los amos de una chica esclava:
Sucedió que mientras íbamos al lugar de oración, salió a nuestro encuentro una muchacha que tenía poderes de adivina y que, echando la suerte, obtenía mucho dinero para sus amos. Seguía a Pablo y a nosotros gritando: «Esos hombres son siervos del Dios Altísimo y os anuncian el camino de la salvación». La muchacha hizo eso durante muchos días. Cansado de ello, Pablo se volvió y dijo al espíritu: «En nombre de Jesucristo te ordeno que salgas de ella». Y en el mismo instante el espíritu salió. Al ver sus amos que perdían las esperanzas de seguir ganando, tomaron a Pablo y a Silas y los arrastraron hasta el tribunal ante los magistrados. (Hechos 16:16-19)
Del mismo modo, el amo de una chica esclava prostituta la consideraba una fuente de beneficios y la enviaba a un burdel o a hacer la calle para que trajese dinero al final de la jornada. Un documento de Egipto señala: «Drimylo compró una chica esclava por 300 dracmas. Cada día salían a la calle y obtenían espléndidos beneficios» (Rowlandson, n.º 207). Un epigrama literario plasma en la ficción la inscripción funeraria de un proxeneta especializado en señoritas de compañía para banquetes:
Aquí yace Silo, que llevaba a los agradables banquetes de jóvenes las chicas licenciosas que deseasen; cazador de chicas débiles que se ganaba un salario deshonroso traficando con carne humana. Pero caminante, no tires piedras a su tumba ni le pidas a otro que lo haga. Está muerto y enterrado. Perdónale, no porque le pareciese bien ganarse así la vida, sino porque, al proporcionarles mujeres corrientes, apartaba a los jóvenes del adulterio. (The Greek Anthology, Epigrams, 7403/Paton)
Los hombres se sentían legitimados para hacer comentarios y proposiciones lascivas a las prostitutas callejeras. Cuando una mujer casada, perteneciente a una familia próspera, salía a la calle, vestía de manera recatada y adecuada para dejar clara su condición. Una chica de una familia de ese tipo vestía siempre de forma que se apreciase su posición e iba acompañada de una esclava o de una mujer mayor encargada de contener las miradas y palabras indiscretas. Sin embargo, las chicas y jóvenes corrientes que salían a la calle por cualquier motivo no disponían de esa protección; al fin y al cabo, no salían para exhibirse ni para dar un paseo, sino para realizar alguna tarea concreta, y no podían permitirse el lujo de llevar vestidos primorosos o una guardia privada. El hecho de que las prostitutas corrientes estuviesen desprotegidas, las convertía en una presa fácil a ojos de los hombres, ya fuese para ser abordadas directamente o simplemente para ser objeto de comentarios. En definitiva, cualquier joven o mujer vestida de manera corriente, como también vestían las esclavas, era un blanco legítimo; y mucho más si la mujer vestía de manera llamativa, como haría una prostituta. Ulpiano lo explica elocuentemente en el Digesto:
Si alguien hace proposiciones deshonestas a una joven, especialmente si viste como una esclava, la cosa no es demasiado grave. Mucho menos si viste como una prostituta en lugar de ir vestida con el atuendo que corresponde a una señora respetable. (Digesto 47.10.15.15)
Sabemos, por tanto, que las autoridades ofrecían escasa protección frente a los insultos de los hombres o frente a una aproximación no deseada. Las prostitutas tenían que cuidar de sí mismas. Esto podía no ser fácil si eran atacadas por rufianes.
Cuando C. Plancio, amigo de Cicerón, era joven, se vio involucrado en la violación múltiple de una actriz de pantomimas:
Dicen que tú y un grupo de jóvenes violasteis a una actriz en la ciudad de Atina, pero ese hecho es un derecho antiguo cuando se refiere a actores, especialmente en lugares remotos. (En defensa de Plancio 30)
Seguro que las prostitutas no salían mejor paradas en caso de ser atacadas por matones o por hombres o jóvenes disolutos. Como he señalado, la mayoría de las prostitutas dependían de un proxeneta. Las oportunidades para la explotación y los abusos físicos proliferaban, y una ramera disponía de pocos o ningún recurso; en muchos sentidos era como una esclava, incluso aunque hubiera nacido libre. Esta condición conllevaba a menudo una vida opresiva y deprimente de la que, en la práctica, no había escapatoria. Al maltrato físico había que añadir el maltrato social. Aunque sería exagerado decir que la deshonra era una especie de «letra escarlata» para las prostitutas, no cabe duda de que vender sexo llevaba aparejado un estigma vergonzoso. En un grafito de Pompeya se lee:
La muchacha a la que escribo y acepta mi mensaje enseguida es mi chica por derecho, pero si responde con un precio no es MI chica, sino la de todo el mundo. (CIL 41860)
Ya he señalado que las prostitutas eran probrosae, lo cual, según las leyes matrimoniales de Augusto, significa que no podían casarse con ciudadanos romanos libres. Además, eran objeto de infamia: no podían otorgar testamento o ser herederas de pleno derecho. No obstante, por un lado la prostitución no era una condición irreparable; una prostituta podía dejar su oficio, casarse y vivir feliz para siempre. Por otro, el estigma moral no era tan grande como para impedir que muchas mujeres continuasen en el oficio. Ante una serie de alternativas negativas no es de extrañar que la «deshonra» por sí sola no fuese impedimento para que las mujeres se dedicasen a la prostitución.
Sin duda, a las prostitutas les preocupaban más temas prácticos que la supuesta vergüenza. Por ejemplo, quedarse embarazada era un gran inconveniente. Como dice Mírtile en los Diálogos de las cortesanas de Luciano, «Todo lo bueno que he obtenido de tu amor es esta enorme barriga, y pronto daré a luz a un niño, lo cual es un terrible fastidio para una mujer de mi clase» (282). Por lo que se refiere a evitar embarazos, uno de los métodos preferidos eran los hechizos mágicos, como por ejemplo este conjuro: «Coge una alubia perforada y úsala como amuleto tras atarla en una piel de mula» (PGM 63.26-8). También se utilizaba el método de la abstinencia según el ciclo menstrual de la mujer. Los médicos creían comprender la ovulación femenina, pero, de hecho, estaban completamente equivocados, y los periodos considerados seguros eran en realidad los más fértiles. Los supositorios vaginales y los ungüentos eran más prácticos; se pensaba que «cerraban» el útero y, por tanto, impedían la concepción. El aceite era una de las sustancias preferidas, ya fuese de oliva o de otro tipo, mezclado con ingredientes como la miel, el plomo o el incienso, pero carecía de eficacia. También se recomendaba el uso de pociones, como la mezcla de hojas de sauce, óxido de hierro y escoria, todo ello finamente molido y mezclado con agua, o beber raíces de helecho macho y hembra mezcladas con vino dulce. Existen pruebas arqueológicas y documentales del amplio uso por parte de las mujeres de esponjas y otros métodos de barrera para evitar la concepción, con vinagre común como espermicida (cosa que es cierta). Obviamente, a menudo se producía el resultado deseado —la prevención del embarazo— coincidiendo con alguno de los muchos métodos propuestos por la medicina popular y profesional, lo cual animaba a las prostitutas a seguir recurriendo a dichos métodos, pero, en realidad, la contracepción era un tema de ensayo y error.
Durante el embarazo existía la opción del aborto. Como procedimiento médico era muy poco habitual, y los escritores sobre temas médicos lo desaconsejaban por ser extremadamente peligroso. Sin embargo, había varias pociones que, según se aseguraba, provocaban el aborto. Se tomaban por vía oral o en forma de supositorios vaginales; en ambos casos, el desconocimiento de la fisiología hacía que se tratase de técnicas de dudosa eficacia, aunque es posible que algunos brebajes funcionasen. Cuando nacía un niño, era posible deshacerse de él recurriendo al abandono o al infanticidio.
En los tiempos modernos, la prostitución acarrea un peligro muy real para la salud de la prostituta y del cliente: las enfermedades de transmisión sexual. Las prostitutas del mundo grecorromano no tenían que preocuparse tanto en este sentido. Por supuesto, la ETS más mortífera de todas, el sida, no existía en la Antigüedad, y no se conocía la sífilis. A pesar de que a lo largo de los años ha habido una encendida discusión entre los historiadores de la medicina que sostienen que la sífilis es una enfermedad del Nuevo Mundo que surgió en América fruto del intercambio colombino, los que afirman que existen pruebas de que se originó en el Viejo Mundo, e incluso quienes defienden ambos orígenes se manera concomitante, análisis óseos realizados en esqueletos antiguos han demostrado de manera concluyente que en la Antigüedad no existía sífilis en Occidente. Fuesen cuales fuesen los síntomas atribuidos a dicha enfermedad, pueden atribuirse a enfermedades similares. De manera que una prostituta no tenía que preocuparse por este azote concreto de los prostíbulos. Es posible que la gonorrea, la segunda enfermedad de transmisión sexual más temida, existiera en la época romana, pero, dado que no deja señales en los huesos, la osteología no puede ayudarnos, y las referencias de los autores médicos no son concluyentes. Sin embargo, de los textos de dichos autores se desprende claramente que sí existían dos enfermedades venéreas más leves (aunque también dolorosas y dañinas), concretamente el herpes genital (clamidia) y las verrugas genitales (condilomas); sin embargo, curiosamente, ningún escritor médico relaciona directamente éstas u otras infecciones con el contacto sexual. Por muy molestas que fuesen estas enfermedades, una prostituta podía ejercer su oficio sin temor a que su vida se viera amenazada por enfermedades de transmisión sexual. Al menos en este sentido, la vida en la Antigüedad era más segura que hoy en día.
Hemos de pensar que en el mundo grecorromano la prostitución estaba muy extendida entre la gente corriente; era una posibilidad para niños, mujeres y algunos hombres, y un recurso normal para que los hombres diesen rienda suelta a su instinto sexual. Mujeres, tanto libres como esclavas, ya fuese por elección, necesidad u obligación, se dedicaban a la profesión más antigua del mundo. Caminando por la calle de cualquier ciudad, podías ver a las rameras esperando en los alrededores del foro, haciéndote señas desde un portal o abordándote al salir del teatro. Constituían un aspecto popular de las vidas de la gente corriente. Sin embargo, ser prostituta era a menudo peligroso, y la explotación estaba muy extendida. Comportaba cierta deshonra, aunque no puede compararse con el vilipendio al que era sometida por la literatura de la elite. Si las circunstancias eran favorables, las prostitutas podían llevar una vida razonablemente buena, tal vez incluso un poco mejor que la gente corriente. En circunstancias desfavorables, la despiadada explotación podía llevar al maltrato y a una muerte temprana.