Escondidos en la arcada, sumidos casi totalmente en las sombras, Phil y Abigail esperaban para tomar una determinación.
De pronto, por entre los monjes, tras aparecer por detrás de ellos, avanzó una extraña figura que estuvo a punto de hacer chillar a Abigail, pero Phil le tapó la boca, impidiendo que su grito estallara, retumbando por toda la lamasería.
Los propios bonzos se quedaron mirando a aquel monstruo vestido de verde, con la cabeza de uno de aquellos felinos y zarpas por manos, zarpas que goteaban sangre y manchaban su túnica.
Nadie le dijo nada, nadie osó detenerle; era como un ser surgido de las entrañas de la tierra, algo maligno y desesperantemente repulsivo.
Caminó hacia el altar. A Phil le hubiera gustado ver la cara del lama, mas no podía verle desde donde se hallaba.
Aquel ser siguió avanzando. Rodeó el altar colocándose detrás de Bobby, dejando a su espalda el gran retablo que mostraba la figura de la diosa Mudevi montada sobre el impuro asno y sosteniendo en una mano el pendón con el cuervo como emblema y en la otra, el rubí de Visnú.
Con voz quejumbrosa, impostada, pero alargada y profunda para que pudiera ser oída por todos, comenzó a decir:
—¡Ya no soy el rayo, al fin me he materializado como deseabais! ¡Vuestros sacrificios han sido bien recibidos por mí y seré condescendiente con vosotros! Todos seréis mis siervos, me obedeceréis ciegamente y volcaré la prosperidad sobre este pueblo que es el mío.
—¡Phil, Phil! ¿Qué es esto? ¡Me volveré loca, loca!
—Aguanta, veamos qué significa esta supuesta reencarnación de la diosa en ese extraño ser que se oculta bajo una cabeza de fiera.
—¿Es un hechicero?
—No. Ya lo oyes, pretende ser la propia diosa Mudevi, aunque su voz suena masculina, claro que para ellos eso no importa demasiado, saliendo de la garganta de ese ser mitad humano y mitad bestia.
—¡En adelante, ya no será el rayo quien consuma los sacrificios, seré yo misma, así tomaré lo que me pertenece!
Phil le vio alzar aquellas mortíferas zarpas, largas y afiladas, capaces de ser clavadas entre las costillas de un hombre y llegar a su corazón.
Mas, no llegó a tiempo. Las zarpas cayeron sobre la garganta de Bobby, hundiéndose en ella como lo hicieran antes con Ben Schneider.
El cuerpo de Bobby sufrió unas contracciones sobre el altar de oro cuando ya Phil llegaba hasta allí blandiendo en su mano el colmillo que él mismo arrancara a la fiera en la peña.
Aquel horrible ser se le quedó mirando y al instante, quitó las garras del cuerpo de Bobby.
Quiso reaccionar contra Phil, pero éste, con un veloz y ágil salto, pasó por encima del altar, derribándole. Al caer al suelo, le hundió el colmillo en el cuerpo, por debajo de la última costilla, llegándole al mismísimo corazón.
El monstruo rugió de dolor y al mover la cabeza, se le desprendió en parte la cabeza disecada y hueca de la fiera. Phil terminó de apartarla, descubriendo a quien estaba en su interior.
—¡Swabo!
El indio piel roja que había conseguido graduarse en la Universidad de Harvard, lo que resultaba casi increíble, estaba, allí muerto, sin poder explicar por qué se había convertido en un monstruoso asesino, por qué procedimientos había llegado a la lamasería y dónde había encontrado aquella cabeza disecada y las zarpas, aunque era fácil suponer que podían haber sido disecadas en el pasado por cualquiera de los monjes.
—¿Por qué, Dios mío, por qué?
Todo allí estaba manchado de sangre; el cuerpo de Bobby chorreaba sangre tras ser asesinado en aquel altar maldito.
Los murmullos de confusión de los monjes les devolvieron a la realidad.
Swabo ya estaba muerto, sólo cabía pensar que había enloquecido, quizá a causa de un golpe o a lo peor ya llevaba la locura dentro, sin él saberlo.
—¡La diosa Mudevi ha muerto, yo la he matado! —gritó Phil a pleno pulmón, ansioso de derribar el fatídico mito.
Saltó sobre el retablo colgándose de él hasta arrancarlo de la pared, destruyéndolo, haciéndolo caer. En aquellos instantes, comenzó a sentir una profunda jaqueca, una opresión en el cráneo. Se volvió hacia el lama «negro».
Aquel lama que daba culto al mal le estaba mirando fijamente, tratando de domeñarle con el poder de su mente. Phil lo comprendió a tiempo y en pocas zancadas, llegó junto a él, propinándole tal patada en la cara con sus botas de montaña, que le hizo rebotar hacia atrás.
—¡Al diablo, maldito!
Inmediatamente, se filtró tras las arcadas. La confusión entre los monjes era grande, todo se había desarrollado con rapidez.
Abigail le esperaba en la entrada del corredor.
—¡Phil, era Swabo! ¿Verdad que él era el asesino?
—¡Corramos, Abigail, corramos!
Llegaron jadeantes al lado del cuerpo sin vida de Ben Schneider. Abigail creía que el corazón iba a escapársele por la boca, no podía ya soportar tanto horror, tanta sangre, tanto esfuerzo.
—¡Nada se puede hacer, corramos!
Los monjes les perseguían gritando, deseosos de alcanzarles, pero cruzaron la puerta que daba al ojo del volcán y Phil pasó el cerrojo.
—Por lo menos, tendrán para un rato si quieren romperla.
Se internaron en los corredores que daban a las celdas y al fin llegaron a la pendiente que descendía en espiral hacia el fondo por aquel camino tan peligroso.
En aquellos momentos se escuchó un gran estruendo; era el primer rayo de la tormenta.
—¡Corramos más aprisa!
Llegaron al fondo cuando un rayo caía en el pararrayos. La lamasería se estremeció y en lo alto se escuchó un horrísono fragor que hizo temblar las rocas, resquebrajando las junturas que las unían unas con otras.
—Cojamos velas para el camino —dijo Phil.
En pocos segundos se aprovisionaron de velas.
Se internaron por las grutas naturales que daban al ojo del volcán cuando otro rayo caía en el pararrayos y de nuevo, el estruendo.
Lo que no habían podido ver Phil y Abigail era que, al primer rayo, la puerta de la mazmorra a la que había sido sujetado el cable de oro, había sido arrancada de sus goznes y las paredes se habían resquebrajado. Cayó sobre el húmedo suelo y allí, encajó el segundo rayo.
La lamasería se resquebrajó y también el montículo rocoso que la sostenía. Si bien en su exterior semejaba muy sólido, interiormente estaba hueco y mientras huían por la gruta escucharon un gran fragor.
El monasterio y todo el montículo, debido a la treta del pararrayos, se desmoronó aplastando cuanto allí había. Todo se convirtió en un montón informe de rocas, quedando libre el poblado de su maléfica influencia.
Siguiendo el rastro de personas y animales que había por la gruta, tomaron el camino de la galería más grande mientras afuera llovía y tronaba.
Gracias a la abundancia de velas no tuvieron dificultades e incluso descubrieron la gran veta aurífera de donde aquellos monjes habían sacado el oro, un oro puro allí aprisionado y muy fácil de extraer, un filón que habrían descubiertos sus antepasados en el viaje emigratorio.
Anduvieron horas, cayeron y volvieron a levantarse.
Estaban totalmente agotados cuando llegaron a una sala donde había unos carros de madera muy viejos, posiblemente abandonados allí porque no cabían en la galería. Pero, frente a ellos estaba la orilla de un gran río subterráneo, un río que aún tenía que nacer.
—Ya no podemos avanzar más, tenemos el río delante, esto es el fin —sollozó Abigail.
—No desesperes. Si ellos llegaron por aquí es que esto tiene una salida.
—¿Una salida? No la veo, los carros se quedaron aquí, no pudieron pasar. ¿De dónde vendrían?
—Por el río.
—No lo entiendo. La corriente es descendente y por donde aparece con fuerza, es demasiado angosto.
—Pudiera ser que cuando ellos llegaron aquí, el río estuviera seco, quizá hubo una pertinaz sequía por estas latitudes.
—Pero, si ellos entraron con el cauce seco, nosotros no podremos salir con el agua.
—Si nos quedamos aquí, pereceremos, de modo que no nos queda otro remedio que seguir adelante.
—¿Cómo?
—Meteremos un carro en el río y lo usaremos como balsa. Dejaremos a la corriente que nos lleve.
Empujó el pesado carro hasta conseguir hundirlo en el agua, donde flotó. De inmediato, subieron sobre él, mojándose y dejándose llevar por la corriente.
—Tengo frío, el agua está helada.
—Abigail, no sé si saldremos vivos de ésta, pero si no nos podemos casar en este mundo, espérame en el otro.
Ella trató de sonreír y apretó con fuerza la mano varonil.
Durante una media hora, fueron impulsados por la rápida corriente del río. Luego, el techo se fue haciendo más y más bajo; Phil temió lo peor.
—Hay que saltar del carro, Abigail. Va a quedar bloqueado de un momento a otro.
—¿Y nosotros, nos ahogaremos?
—Abajo.
Tiró de ello por delante del carro antes de que, al bloquearse, les cortara el paso. Después, se sumergieron en la corriente.
Con la boca llena de aquel agua helada, Phil le gritó:
—¡Baja la cabeza y aguanta la respiración cuanto puedas!
—¡Phil, te amo, te amo! —gritó antes de que él le hundiera la cabeza en el agua.
Cogidos de la mano, se sumergieron en el río subterráneo.
Phil sintió que sus pulmones querían reventar y temió que la muchacha estuviera ya tragando agua cuando, de pronto, se vieron lanzados al vacío.
Cayeron por una cascada.
Abigail había perdido el conocimiento y, nadando Phil la llevó hasta la orilla. Allí, le hizo el boca a boca hasta conseguir que la joven respirara y le abrazara. Aquella forma de volver a la vida le estaba gustando.
Se hallaban ya fuera de las grutas, habían cruzado grandes gigantes de hielo por sus entrañas y se encontraban lejos del alcance de las nieves, en el nacimiento de uno de los grandes ríos del sur de Asia.
La pesadilla había terminado, pero nadie iba a creerles una sola palabra si trataban de explicar que habían aparecido por aquel manantial abierto en la roca viva, por donde brotaba el agua con fuerza y en el que resultaba imposible adentrarse.
Abigail, temblando de frío, con el cuerpo empapado por el agua helada, sólo deseaba abrazar y ser abrazada, besar y ser besada, pero no pensar en cosas que podrían sumirla en la locura.
F I N