—¡Estamos perdidos, Phil, perdidos!
—¿Por qué?
—¿Y todavía lo preguntas? Nos hallamos en la lamasería y ya no podremos escapar.
—No desesperes. Ya que estamos aquí, veremos si se puede salvar algo arriba.
—¿Algo, a qué te refieres?
—Si es lo que pienso, alguno de nuestros compañeros puede estar vivo aún.
—¿Sigues creyendo que esas fieras les trajeron sin despedazarlos, obedeciendo al lama?
—Sí, parece incomprensible, pero esos grandes gatos pueden estar domados como se doman los guepardos.
—¿Y qué vas a hacer? Nosotros dos no podemos salvar a nadie, no tenemos más armas que ese pico que llevas y los colmillos que le arrancaste a la fiera.
—Algo pensaré. Por si acaso, tomaré uno de estos rollos de cable de oro.
—Es extraño tanto oro.
—Deben de tener un rico yacimiento en alguna parte. Es posible que para ellos tenga más valor el hierro que el oro. El oro lo tienen en abundancia y aquí no les sirve para comerciar. El hierro lo tendrán con escasez; es más útil por su dureza si se convierte en acero, pero sus hornos deben de ser muy rudimentarios. En cambio, el oro es más maleable. Golpeándolo, batiéndolo como el cobre, pueden hacerse planchas muy finas y estirándolo, se consiguen hilos delgadísimos con los que han fabricado estos cables. El oro es más pesado, pero apenas atacable por los elementos, y se garantiza una gran duración. Por otra parte, es un magnífico conductor eléctrico. Tener cables de oro es un lujo que no puede permitirse la industria occidental, teniendo en cuenta su costo. A lo sumo, se hacen revestimientos de centésimas de espesor.
Tomó uno de los rollos guardados allí, en las entrañas de la lamasería, inaccesibles desde el exterior. Se lo cargó al hombro notando su peso.
—¿Qué piensas conseguir con este cable?
—Todavía no lo sé, pero tengo una vaga idea de lo que puede hacerse.
—¿Qué idea?
—Ya te lo explicaré.
Cargados con el pesado cable y con una vela cada uno en su mano, ascendieron por un camino en espiral que subía a lo que parecía la bóveda de aquella gran sala que millones de años atrás pudo constituir el ojo principal del volcán.
El camino carecía de baranda y estaba cavado en la propia roca, quizá por los primeros emigrantes llegados allí huyendo del castigo de la persecución de los ingleses que, al principio de la colonización de la India, debieron tratar de barrer religiones que, como aquélla, practicaban el sacrificio humano.
Cuando llegaron a lo alto se encontraron ante una recia puerta de madera con refuerzos de oro. La abundancia del preciado metal era palpable a cada paso que daban.
—Mira, por aquí pasa el pararrayos.
Aislado de la pared por envolturas de un material silíceo y sostenido por cuerdas vegetales, el cable de oro no tocaba la pared en ningún punto.
—Quien ha construido este maldito pararrayos sabía lo que se hacía y ha tenido en cuenta todos los detalles. Quizá llegaron a descubrirlo antes que el mismísimo Benjamín Franklin, aunque el sabio americano lo inventó para evitar que los rayos destruyeran las casas y no para sacrificar vidas humanas.
—Phil, en tu cabeza bulle una idea.
—Es cierto, pero no sé si surtirá efecto.
Utilizando el pico de hierro y golpeándolo contra la roca, cortó el cable de oro del pararrayos.
—¿Por qué lo haces?
—Los pararrayos tienen un terminal que se hunde en la tierra, preferentemente húmeda, digamos en el fondo de un pozo y allí estalla y se descarga, esparciéndose los cientos de miles de voltios por el subsuelo. Si corto el cable, el pararrayos queda inutilizado.
—¿Ésa era tu idea, dejar el altar inutilizado?
Phil conectó un cabo del cable de oro que llevaba al seccionado pararrayos, dejando que el resto cayera al fondo de la gran sala volcánica mientras seguía explicando:
—Si la punta del pararrayos que hay en lo más alto de la lamasería no tiene continuación, queda anulado como tal, ya que el rayo no es más que la unión de la carga positiva y la negativa; la una viene de la tormenta.
—Pero atándole ese cable, ¿qué pretendes?
—Ya lo verás.
Abrieron la puerta y salieron a un corredor. Phil fue soltando cable.
El cable era largo, pero Phil ignoraba hasta dónde tendría que llevarlo y temía que pudiera acabarse.
Llegaron a un corredor donde se abrían mazmorras con puertas de gruesa madera reforzadas con tirantes y quicios de oro, lo que seguía demostrando que les resultaba muchísimo más fácil obtener oro que hierro.
—No podría llegar muy lejos, creo que empalmándolo aquí será suficiente. Estas paredes están bastante húmedas por filtraciones y servirán de toma de tierra. No puedo asegurar el éxito de este tipo de demoledor dejado al azar de la tormenta, pero no podemos utilizar nada más.
—¡Phil, Phil!
Ambos se miraron; la voz había partido del otro lado de la puerta.
—¡Es Ben! —exclamó Abigail.
—¡Ben! ¿Estás ahí? —llamó Phil.
—¡Sí, estoy aquí encerrado! ¿Podéis sacarme o también estáis encerrados?
—Aguarda.
Phil descorrió el cerrojo de la mazmorra. Atraído por la luz de la vela, el pequeño judío, que había perdido sus gafas y apenas veía, salió del calabozo.
—¿Cómo estás, Ben?
—Con algunas heridas, pero todavía vivo. ¿Cómo habéis podido escapar vosotros?
—Hemos llegado hasta aquí por galerías volcánicas. Por lo visto, este valle es un laberinto de galerías subterráneas. Algunas son ríos alimentados por los deshielos, por las nieves de las cumbres que nos rodean y también por las continuas tormentas que se abaten sobre este lugar.
—Que Dios os bendiga por haberme sacado de aquí. Llegué en las fauces de una de esas fieras, recibiendo toda clase de golpes por el camino y creyendo que iba a despedazarme de un momento a otro, pero, al fin, me dejó arriba, ya dentro de la lamasería y los bonzos me han encerrado aquí.
—¿Y los demás?
—No lo sé. Perdí las gafas y veo muy mal. Oí a Bobby chillar, creo que bajó hasta aquí y luego se lo han llevado arriba. Ha sido horrible. Esas fieras nos cazaron como a conejos y nos han traído al monasterio para ser sacrificados. ¿Conseguisteis vosotros quedaros arriba sin que las fieras os atacasen?
—Nos atacaron, pero pudimos defendernos —explicó Phil.
Abigail le mostró el colmillo.
—Era de uno de esos felinos; Phil tiene el otro.
—Diablos, tendré que descubrirme ante vosotros. Ahora habrá que regresar a ese laberinto por el que habéis venido.
—No sin antes subir y tratar de salvar a quien se pueda. Quizá lleguemos a tiempo de evitar un sacrificio.
—Sí, es cierto, pero yo no te serviré de mucho, apenas veo.
—Entonces, no te separes mucho de nosotros. —Phil consultó su reloj fosforescente y agregó—: Ahora es de día y las fieras están enjauladas, claro que para ellos no es ninguna dificultad abrir la reja y dejarlas sueltas.
—Frente a ellas estamos perdidos, tienen una fuerza atroz. Que me llevaran a mí entre las fauces no es ninguna hazaña, pero Bobby pesa lo suyo y ha venido aquí lo mismo que yo.
—Subamos o si no, quedaros aquí esperándome.
—¡No! —dijo Abigail, resuelta—. Yo subo contigo.
—Por cierto, Ben, ¿sabes algo más de lo que hacen esos monjes?
—¿Lo preguntas por lo que pude traducir del gran libro?
—Sí.
—Pues, sólo sé que llegaron a este valle por las entrañas de la tierra, huyendo de los invasores extranjeros que querían exterminarles. No es muy preciso lo que estoy diciendo, pues tendría que descifrarlo mejor, pero eso me pareció que decía.
—Entonces, coincide.
—¿Coincide con qué?
—Con las huellas que hemos hallado en las galerías volcánicas del subsuelo. Ellos debieron de narrar su emigración y como carecían de papel, lo hicieron en piel y remachándolo en oro, que es un metal que ellos poseen en abundancia.
—A mí me pareció que el libro era más viejo —objetó Ben Schneider.
—Pudiera ser que toda su historia fuera más vieja y reescrita en ese pesadísimo libro, aunque ellos debieron de traer consigo muchas cosas, entre ellas pergaminos, a través de las galerías volcánicas.
—Todo parece tan complicado y ahora, maldita sea, sin gafas, ya no podría descifrar nada más aunque volviera a ver el libro —se lamentó Ben.
Los tres se dirigieron hacia arriba. Se hallaban ya en la lamasería propiamente dicha, edificada sobre el montículo rocoso ojo del extinto volcán.
Phil sabía que Ben Schneider corría mucho peligro, su dificultad de visión iba a perjudicarle si había que correr, mas nada podía hacer, en todo caso pedirle que se quedara quieto esperándole en alguna parte.
En aquellos momentos, Phil temía más al poder mental de aquel maligno lama que a los colmillos de los grandes felinos, y para salvar a sus compañeros, si es que aún era posible, había que llegar hasta la mismísima nave principal del templo.
De pronto, muy cerca, escucharon los rugidos de los macairodontes mutados.