Sobre sus cuerpos caía una lluvia de agua nieve, fría y desagradable. Siguieron ascendiendo, pero cada vez resultaba más dificultoso andar.
—No se ve nada —se quejó Abigail.
—Las nubes nos han envuelto, hay que encontrar un refugio.
Durante unos momentos, hubo una separación entre nubes y su vista alcanzó a ver algo más de cien yardas. La joven señaló un grupo rocoso.
—Allí podremos refugiarnos, entre las rocas habrá algún recoveco.
Cuando llegaron al lugar, les pareció bueno, aunque no conseguían librarse de la fría lluvia.
—Si encontráramos una hendidura en las rocas, aunque fuera pequeña —gruñó Phil en voz alta, escrutando a su alrededor.
Al poco, descubrieron una fisura en la piedra; no era muy grande, pero por ella cabía una persona siempre que se pusiera de lado para rebasar los dos primeros pasos.
—¿Qué te parece, Abigail? No sé lo que vamos a encontrar dentro.
—Fuera nos moriremos de frío y, al mismo tiempo, por aquí no pasaría una de esas horribles bestias.
Phil pasó delante al interior de la gruta. Abigail le siguió y ya dentro de la misma, se acostumbraron a su semioscuridad.
—Aquí se está ancho y no hace tanto frío.
—Podemos descansar y comer un poco.
Se despojaron de los anoraks para que se secaran, pero hacía frío y no había nada con que encender fuego.
Comieron la carne asada, de conejo cuyos pedazos habían guardado en los bolsillos y se sentaron en el suelo, el uno muy cerca del otro.
Entre mordisco y mordisco, Abigail comentó:
—Qué extraño resulta todo esto. Quién nos lo hubiera dicho cuando estábamos en la Universidad de Harvard.
—Sí, cuando se emprende una aventura jamás se sabe cómo va a terminar. Es más, siempre he creído que no se puede saber nunca lo que se hará al día siguiente. Cualquier hecho puede cambiar totalmente nuestras vidas. Un viaje imprevisto, un accidente de automóvil, algo que nos impresiona profundamente.
—Sí, es una teoría que admito, pero cualquier científico nos diría que estamos soñando si le explicáramos que nos hallamos refugiados en una gruta perdida en un mundo extraño e ignorado por nuestra civilización, dentro de lo que hace millones de años pudo ser un enorme volcán y donde viven seres que rinden culto a un ser maligno, siendo perseguidos, además, por esos felinos que todos creen extinguidos.
—Ésa es la soberbia de nuestra civilización. Hemos puesto tímidamente el pie en la Luna porque creemos que el planeta Tierra ya está totalmente conquistado, cuando bajo las profundidades marinas hay mundos que ignoramos y también en la propia tierra, ya lo hemos comprobado. Aquí, cerca del Himalaya, la India es un mundo inmenso donde la desaparición de un millón de personas no habría de notarse. Con respecto a China, se ignora a ciencia cierta los millones de seres que la pueblan y en más y en menos, se barajan docenas de millones, esas docenas que en Occidente constituyen naciones enteras. Este planeta nuestro aún puede depararnos muchas sorpresas, aunque algunos lo crean ya muerto.
Escuchándole, Abigail se recostó contra su cuerpo y cuando Phil pudo darse cuenta, ella se había dormido buscando su calor humano, la protección de su brazo musculoso, propio de un delantero de rugby; estaba agotada.
Phil no se apartó de ella. Tiró de su propio anorak, el más grande, y la cubrió con él pese a que estaba húmedo exteriormente.
Dejó pasar el tiempo mientras afuera continuaba lloviendo y a lo lejos tronaba.
Volvió a llegar la noche y la tormenta desapareció tan rápidamente como llegara. Allí, las tormentas eran algo especial. Se formaban en las cumbres del Himalaya y hallaban aquel remanso donde volcaban su agua, su nieve, su electricidad que aquel lama «negro» utilizaba para sacrificar a las víctimas que entregaba a la diosa.
De nuevo, volvieron a escucharse los rugidos, algo lejanos, de los grandes felinos. Phil Steelman agudizó sus sentidos y Abigail despertó sobresaltada.
—¿Están aquí?
—No temas, no nos han descubierto y tampoco podrían entrar en esta cueva. Por suerte, son más voluminosos que nosotros.
Phil, que sentía también el calor de la mujer junto a él, notó cómo ésta se le estrechaba más, aplastando los senos contra su costado.
El calor de ambos se fundía en un solo. Eran, una vez más, la pareja humana frente al peligro. Así había sido desde el comienzo de los siglos y así seguiría sucediendo hasta el fin de los tiempos, si es que alguna vez llegaba.
Phil pensó que posiblemente millones de años atrás, otra pareja se habría encontrado en su misma situación: abrazados dentro de una cueva mientras afuera rugían las fieras y a lo lejos aguardaba algo maligno que intentaba destruirles.
—Phil, ¿qué vamos a hacer? No escaparemos nunca de aquí.
—No desesperes. De momento, ya tenemos un cobijo.
Encendió la llama de su mechero de gas y descubrió de pronto:
—Fíjate, por ahí prosigue esta gruta.
—Siempre me han dado miedo las grutas. Jamás se me ocurriría hacerme espeleóloga.
—En este caso nos está protegiendo. ¿Qué te parece si voy a explorar?
—No, si te vas, yo te acompaño.
—De acuerdo, iremos los dos. Cojámonos de la mano para no separamos. La luz del mechero sólo podremos utilizarla en casos contadísimos, de lo contrario se nos agotaría inmediatamente.
—De acuerdo, será como estar ciegos, como esos campesinos que se han quedado sin ojos, como Lester. ¿Cómo llegaría Lester frente a la tienda con los ojos vacíos?
—No lo sé. Quizá esos cuervos se internaron por algún valle desconocido y sorprendieron a Lester tendido en el suelo durmiendo. Le atacaron y, por sorpresa, consiguieron dañarle gravemente.
—¿Y luego?
—Nosotros fuimos tanteando por las montañas y quizá él, tanteando, subió buscándonos con desesperación. Por faltarle los ojos no llegó a ver la tienda y allí se quedó.
—Pero ¿en pie?
—Ignoramos si murió helado o de un ataque cardíaco y si ya estaba insensibilizado de piernas por tenerlas congeladas, pudo quedar en pie por un curioso equilibrio mientras la nieve le rodeaba, afianzándole más.
—¿Es como quedar una moneda de canto?
—Sí, es muy difícil, pero no imposible. Ahora, olvidemos ese desagradable suceso e investiguemos qué hay por aquí.
—No nos saldrá ninguna bestia infernal, ¿verdad? —preguntó dubitativa, moviéndose trémula entre las tinieblas.
—No pienses en tonterías. La peor bestia que hay en este valle es ese lama «negro», sus ideas que no mueren con un cuerpo porque las hereda otro y así sucesivamente por obra y gracia de su fe en la reencarnación, llegando a anular sus personalidades individuales para conseguir una sola personalidad que persiste a través de los siglos.
Tanteando las paredes, se fueron alejando de la entrada.
Phil caminaba delante para que Abigail no pudiera caer en una sima insondable. Adentrarse en aquella cueva sin luces era muy peligroso, Phil lo sabía, pero quedarse afuera era un suicido y no dudó en escoger.
—La galería es ancha, lo suficiente para que, de momento, no nos rompamos la cabeza —comentó.
—Parece que descendemos.
—Sí, a mí también me lo parece.
—¿Qué debió de ser esta gruta?
—Quién sabe, quizá una de las vetas de desahogo del primitivo volcán. Por aquí podrían escapar la lava o los gases.
—No iremos a parar al centro de la tierra como en la novela de Julio Veme, ¿verdad? —preguntó Abigail, medio en broma medio en serio, sin soltar la mano masculina, apretándola con fuerza cada vez que sus pies vacilaban ante un suelo irregular.
Phil tanteaba las paredes y el suelo. De pronto, sus manos palparon el vacío y pidió a Abigail:
—Aguarda un momento.
Phil encendió el mechero y descubrieron tres galerías.
—¿Qué hacemos, Phil, por dónde vamos ahora?
—Es difícil, tendremos que escoger al azar, pero marcaremos esta entrada que dejamos para el regreso.
Sin embargo, Phil pensaba que tal como iba transcurriendo el tiempo, quizá no volverían a salir de aquel laberinto de grutas volcánicas.
Eligieron la galería más grande y siguieron avanzando tras dejar una piedra como señal en la entrada de la gruta que acababan de abandonar.
Avanzaron durante más de una hora hasta escuchar un ruido que fue aumentando.
—¿Qué es eso, Phil?
—Agua, debe de haber algún río subterráneo. Recuerda que nos rodean montañas con hielos eternos. Habrá filtraciones que luego constituirán el nacimiento de grandes ríos. Además, en este sitio llueve a diario por lo visto, no sé si será porque nos hallamos en época de lluvias.
No tardaron en encontrar un río subterráneo que pasaba por debajo de ellos. La gruta por la que avanzaban quedaba cortada y después proseguía en la margen opuesta.
—Ya no podemos seguir —dijo Abigail.
—Si saltamos, lo conseguiremos.
—¿Saltar? Phil, tengo miedo.
—¿Miedo tú, que eres una perfecta gimnasta?
—Pero, si caemos al río, nos arrastrará y quién sabe adónde.
Para decidirla a saltar, pues Phil estaba convencido de que si habían de encontrar algo sería continuando adelante, se apartó de la muchacha y saltó llegando a la orilla opuesta mientras sostenía el mechero en su mano.
—¡Phil! —gritó Abigail, temiendo quedarse sola.
—¡Salta!
Ante el temor de quedarse sola, saltó y Phil la recogió entre sus brazos, apagando el mechero para conservar el máximo de combustible.
Sus bocas se encontraron y se besaron. Era amor, compañerismo, desesperación, deseos de permanecer unidos en aquella situación insólita, perdidos en las entrañas de la tierra.
Permanecieron un tiempo abrazados, besándose, ninguno de los dos pudo calcular cuánto. Phil, con voz ronca, le dijo:
—No sé si saldremos alguna vez de aquí, pero si lo conseguimos, algo ha de unirnos para siempre.
—Phil —musitó ella buscando de nuevo los labios del hombre, como esperando encontrar en ellos el amor y la fuerza de la vida.
Anduvieron más y más tiempo hasta llegar a una galería más amplia.
—Phil, hay huellas en el suelo.
El hombre observó con atención las huellas a la luz de su mechero que ya había perdido bastante potencia.
—Son huellas claras de animal y también de personas, aquí no hay humedad.
—¿Pueden ser los felinos?
—No, yo diría que pertenecen a un yak, huellas de animal de tiro doméstico.
—Pero ¿por qué aquí?
—Por lo visto, esta galería que es más amplia ha sido utilizada en alguna ocasión, aunque es difícil determinar el tiempo. Hay lugares con humedad donde las huellas no subsisten, pero en otros puntos como éste las huellas se conservan claramente. Es muy curioso todo este laberinto volcánico subterráneo.
—¿Para qué utilizarán esta galería?
—No lo sé. Si te parece, podemos seguir la dirección de las huellas.
—De acuerdo, ahora estoy más tranquila dentro de lo que cabe.
Siguieron avanzando y la galería llegó a su fin en una amplia sala donde había maderas, unas cajas con velas y objetos diversos.
Phil, aprisa, intuyendo algo especial, tomó una de las velas y le prendió fuego.
La llama grande les mostró cuanto les rodeaba y Phil descubrió un cable de oro que descendía desde lo alto de la bóveda natural de la gruta, hundiéndose en la tierra.
—¡Abigail, estamos en el subsuelo de la lamasería, ese cable de oro es su pararrayos!