El descenso del montículo rocoso y escarpado por aquella escalera excavada en la propia roca, resultó fácil aunque algo peligroso; impresionaba la verticalidad de la misma.
Llegaron al poblado. Gran parte de sus moradores habían salido a cultivar la tierra.
—Hay que encontrar comida y marcharnos. Esa gente tampoco nos va a decir por dónde debemos de largarnos —dijo Bobby, siendo el primero en adentrarse en una de las casas.
Se escucharon algunos gritos de mujer y al poco, Bobby apareció con dos patos cogidos por sus patas; en la otra mano sostenía una especie de hoz rudimentaria.
—Esto es lo bueno, a ver si hacéis lo mismo.
—Eso es robar, pero no nos queda otro remedio. Si no lo hacemos, moriremos de inanición —suspiró Phil.
Abigail dijo:
—Como dice el Derecho, nunca es punible un delito cuando éste evita otro mayor.
—No creo que a estas gentes les interese mucho el Derecho Jurídico norteamericano ni su Constitución, pero se van a tener que aguantar —dijo Swabo, siendo el segundo en penetrar en otra de las casas.
Poco después huían del poblado con gentes vociferando tras ellos, mas no llegaron a seguirles.
—Patos y conejos además de herramientas —comentó Graham, satisfecho.
Pasaron junto al lago y se sintieron algo más tranquilos al no verse seguidos por aquellas gentes que en buena parte eran ciegas.
El suelo estaba resbaladizo a causa de la lluvia de la noche, una tormenta corta pero diluviante.
Resultaba muy difícil averiguar cuál era el camino por donde habían llegado, pues la lluvia había borrado las huellas y no habían utilizado ningún sendero marcado para llegar hasta el poblado.
Atravesaron sembrados y se detuvieron en un bosque de abedules.
—Por aquí pasamos, seguro —dijo Abigail.
Bobby se dejó caer en el suelo al tiempo que farfullaba:
—Estoy agotado, no puedo más.
—Hemos caminado mucho y podríamos comer ya —opinó la muchacha.
Graham objetó:
—Si encendemos fuego, nos verán.
—¿Y qué más da? De todas formas, si quieren sabrán donde estamos. En realidad, ellos están seguros de que no podremos salir de este lugar, de esta especie de gran cráter volcánico —expuso Swabo.
—Para ellos, nuestra captura no tiene ni la gracia de una cacería humana —gruñó Ben Schneider—. Por lo que habéis explicado, ese lama está muy seguro de su poder mental. Será curioso ver lo que sucede cuando se proponga hacer regresar a la siguiente víctima para el sacrificio.
—Será Abigail —dijo Bobby con malicia.
—¿Yo, por qué?
—Déjalo estar, Abigail, y trata de no pensar en ello. Si nos sugestionamos será peor, nos pondremos en sus manos.
—Primero las mujeres, ese lama se sabe la lección —insistió Bobby, deseoso de intranquilizar a la joven.
—Quizá esta vez quieran variar y escojan a un varón —replicó Phil—, y tú serías el más indicado.
—¿Por qué?
—Porque eres el más gordo. A la diosa puede que le gusten los animales bien cebados.
—¡Te voy a…!
—Quieto —contuvo Phil, deteniéndolo con el antebrazo y propinándole un derechazo en la mandíbula que lo dejó sentado en tierra.
Graham resultó un maestro desplumando patos y dijo con naturalidad:
—Cuando vivía en el Canadá salía a cazar patos con mi padre y si no cazábamos no comíamos, ésa era nuestra norma.
—Pues irá bien ahora —sonrió Ben Schneider, que no podía dejar de pensar en el gran libro que tanto le atraía por su antigüedad, por su valor, por cuanto podía descifrar en él.
Comieron un pato y un conejo. Descansaron brevemente y fue la propia Abigail quien sugirió:
—Debemos reanudar la marcha, hay que llegar a la gruta antes de que sea de noche o seremos devorados por las fieras.
Se encontraron con las primeras pendientes llenas de piedras sueltas. El frío comenzaba a dejarse sentir con crueldad y el cansancio hacía mella en sus cuerpos.
En realidad no habían tenido tiempo de reponerse de cuanto habían andado y sufrido con anterioridad. La noche había sido aciaga y ahora, levantar cada pierna representaba un esfuerzo titánico.
—¿Faltará mucho, Phil?
Phil se colocó junto a Abigail para ayudarla a caminar.
—Aún no hemos encontrado las primeras nieves.
—Maldita sea, no saldremos nunca vivos de aquí. Fijaos a lo lejos, las paredes están como cortadas a pico y tienen cientos de metros de altura. Deben de tener varias pulgadas de hielo pegadas a ellas. Es inútil, no podremos llegar arriba.
—¿Ahora te descorazonas, Bobby? Creí que tendrías más ánimos para llegar a la salida de esta ratonera.
—¡Phil, estoy cansado, no escaparemos nunca, nunca!
—Yo también creo que sería mejor pasar la noche aquí —opinó Ben Schneider—. Estamos agotados.
—Si vienen las fieras, nos devorarán —gruñó Graham.
—Estamos ya muy lejos del monasterio, es posible que esas bestias no lleguen hasta aquí. Además, hace bastante frío.
—Llegarán, yo creo que llegarán hasta aquí —aseguró Abigail con miedo.
—Podríamos quedarnos si encontráramos donde guarecernos. Si descansáramos esta noche, mañana avanzaríamos con más rapidez en busca del camino que hicimos y que resultó muy ligero porque era bajada, pero ahora es todo subida y es natural que nos hallemos más agotados.
Tras las palabras de Phil, Graham objetó:
—No tenemos tiempo para construir una casa de piedra capaz de contener a esas fieras, habría que buscar una gruta.
—Pues busquémosla, o algo que se le parezca —aceptó Phil Steelman.
Siguieron avanzando.
—Eh, mirad aquella roca de unos treinta pies de altura —indicó Swabo, señalando una solitaria peña que era tan ancha de radio como alta.
—Esas fieras podrán subir a ella con facilidad —objetó Abigail.
—Es un buen lugar para dormir. Además, estamos armados —insistió Swabo—. Son armas rudimentarias pero armas al fin y al cabo. También podemos subir a lo alto piedras que resulten contundentes y algunas gruesas ramas de árbol. Con todo ello, si los guepardos nos atacan, podremos rechazarles como si defendiéramos una fortaleza.
—La idea de Swabo me parece buena. ¿Y a vosotros? —preguntó Phil.
—Si conseguimos trepar a lo alto, quizá sea una buena idea —aceptó Abigail.
—Y bien, ¿a qué esperamos? —inquirió Bobby, ansioso de descansar.
Se acercaron a la roca. Carecían de cuerdas y aquello resultaba un obstáculo.
—La dificultad principal está en el primer tramo de la subida —observó Phil—. Luego hay esa grieta que asciende casi en espiral y por ella se puede llegar arriba sin dificultades.
—Si cortamos un tronco de árbol, dejando el nacimiento de las ramas con un largo de un par o tres de palmos, podrá ser utilizado como escalera.
Lo apuntado por Ben Schneider se llevó a cabo con las herramientas de labrador que tenían.
El árbol escogido fue talado y desramado. Lo colocaron casi en vertical, apoyado contra la roca y les pareció óptimo, pues llegaba a la grieta a partir de la cual era más fácil ascender el resto.
Phil Steelman fue el primero en trepar a lo alto de la peña para observarla con atención. Luego, regresó a la base del tronco donde aguardaban sus compañeros.
—Arriba podemos dormir todos e incluso hay un hueco para hacer fuego sin que la llama se vea en la noche. Podremos comer y al amanecer reanudaremos la marcha.
Abigail subió la primera. Los demás fueron recogiendo piedras y las propias ramas que habían cortado al tronco, previamente deshojadas y descortezadas.
Al fin quedaron todos en lo alto cuando ya la noche les envolvía.
—Esto no está nada mal —dijo Ben Schneider—. En parte me siento tranquilo, aquí arriba podremos defendernos si somos atacados.
Prepararon fuego dentro de la cavidad natural de la roca y como las llamas no rebasaban la propia piedra, no había que temer que la luz les descubriera, tampoco el humo, ya que era de noche.
—Quizá esos gatos acudan atraídos por el olor a quemado —observó Swabo.
—Si vienen, los recibiremos como merecen —masculló Bobby, dándole un vistazo al conejo que comenzaba a dorarse.
De pronto, escucharon el rugido de los guepardos y sintieron temor. Bobby fue el primero en romper el angustioso y opresivo silencio que se había creado.
—¿No sería mejor echar abajo el tronco por donde hemos subido para que no lo utilice ninguna de esas bestias, si llegan hasta aquí?
—No, luego tendríamos dificultades para bajar. Si alguna de esas fieras intenta subir por el tronco, le arrojaremos una piedra.
La teoría de Phil les pareció buena, aunque dudaban de que lograran rechazar a aquellos felinos de espectaculares colmillos.
—¿Hacemos un turno de guardia? —preguntó Ben Schneider.
—Sí, pero en cuanto aparezca una de esas fieras hay que avisar en seguida a los demás —puntualizó Bobby.
Iniciaron el descanso tendiéndose sobre la roca, cerca del fuego que les proporcionaba un agradable calor.
Los rugidos se escuchaban lejanos.
El primero en montar la guardia fue Swabo, luego Ben y el tercero, Graham.
Fue éste precisamente quien vio refulgir en la oscuridad dos grandes ojos rojos a veces y verdosos otras.
—¡Eh, despertad, está ahí abajo!
Mas, parecía que el sueño de todos era demasiado profundo y nadie despertó.
Graham temió que habría de enfrentarse solo al guepardo.