CAPÍTULO IX

Tras escuchar el relato de Phil y Swabo, cuando ya la inesperada lluvia había decrecido y los nubarrones habían sido barridos por fuertes ráfagas de viento, Abigail Johnson, con la cabeza escondida entre los brazos, sollozaba apoyada contra la mesa.

Graham no daba crédito a lo que había oído, le parecía increíble. Por su parte, Ben Schneider se hallaba reconcentrado frente al libro del que había conseguido traducir algo. Bobby estaba arrancando un candelabro de madera adosado a la pared para utilizarlo como arma mientras gruñía:

—Si uno de esos monjes se me acerca, le parto el cráneo, a mí no me van a freír en ese altar de oro aprovechando la energía eléctrica de un rayo que ellos creen es su diosa.

—Pronto llegará el amanecer y es de suponer que esas bestias sanguinarias regresarán al interior de la lamasería. La reja bajará y las gentes saldrán de sus casas para hacer su vida normal, labrar las tierras y pastorear el ganado.

—Supongo que avisarán —gruñó Swabo.

—Es de suponer que sí y nosotros hemos de salir de aquí y tratar de regresar al punto de donde vinimos. Sé que está lejos y va a ser difícil, pero es la única salida que conocemos.

—De modo que se trata de una huida en toda regla, de un «sálvese quien pueda».

Phil asintió a las palabras de Graham, agregando:

—En principio, unidos podremos ofrecer mayor resistencia, aunque ese maldito lama que da culto al mal ha llegado a un punto de misticismo que posee un gran poder mental y puede hipnotizarnos con facilidad, consiguiendo que nos tendamos en ese altar sin utilizar la fuerza y en contra de nuestra voluntad. Puede obligarnos a permanecer quietos mientras los cuervos nos comen los ojos y luego, hipnotizados, nos hará aguardar la tormenta y que un rayo sea atraído por el pararrayos de oro. Toda la descarga eléctrica llega al altar y ésa es la culminación del sacrificio humano. No sé qué harán con los restos carbonizados, no sé qué será de lo que quede de Jennie.

—Pero, alguna forma habrá de escapar al hipnotismo de ese lama que puede asesinar tan impunemente, ¿no? —preguntó Abigail, secándose las lágrimas, al borde de la histeria.

—Sólo matándolo —puntualizó Ben Schneider—, y aun así, no es seguro. Los lamas creen ciegamente en la reencarnación.

—No me diréis ahora que el lama no se puede morir si le parto la cabeza con esto, ¿verdad?

Bobby blandió su improvisada arma de madera.

—Posiblemente ya hay un monje predestinado a sucederle y luego otro a este segundo, de modo que cuando el lama muera…

—Viva el lama —dijo Swabo.

Phil admitió:

—Así es. Además, se pasan sus experiencias totalmente, se crea un estado de telepatía total entre ambos en sus estados de éxtasis y cuando el sucesor ocupa el cargo, no es él sino el lama, lo quiere decir que es el de siempre, el de hace diez años, el de hace un siglo, el de hace un milenio o el que vivirá mañana o dentro de un siglo. Ésa es su forma de sucesión. Aquí no hay lama primero, lama segundo, sólo es el lama y si hablamos con él nos dirá que es el que vino al monasterio hace un siglo o dos, quién sabe, aunque su cuerpo no tenga más de ochenta años. Ellos creen en el espíritu y no en el cuerpo propiamente dicho.

—Yo, lo único que sé, es que a cada uno que se me acerque le partiré la cabeza —advirtió Bobby.

—Si vamos juntos, en el instante en que veamos que uno de nosotros sufre un ligero trastorno que nos haga pensar en el hipnotismo, lo sujetaremos de forma que él solo no suba al altar de los sacrificios. Quizá así ese maléfico lama crea que ha fracasado, que su poder no es suficiente.

Tras el plan de Phil Steelman, Abigail preguntó:

—¿Y si nos hipnotiza a todos?

Phil suspiró y calló. Ben Schneider, que se hallaba frente al pesado libro de la diosa, respondió:

—En ese caso, ya sabemos cuál va a ser nuestro fin. Seremos sacrificados a esa legendaria diosa.

—No puedo creer que en pleno siglo veinte, casi en el veintiuno, cuando el hombre ya ha pateado la Luna, en lugares perdidos e ignorados de la Tierra sigan practicándose las abominables ceremonias de sacrificios humanos a dioses maléficos.

Tras la exclamación de Graham aparecieron los cuervos que penetraron volando por las altas ventanas sin cristales y ascendieron a la bóveda de la biblioteca situándose en una cornisa interior que allí había, totalmente inalcanzable para los humanos que carecían de alas como las negras y lúgubres aves que comenzaron a graznar desagradablemente.

—¡Malditos, si tuviera un rifle no iba a quedar ni uno de vosotros! —chilló Bobby.

Tomó un rollo de pergamino y lo lanzó hacia lo alto sin conseguir llegar hasta la cornisa en la que se aposentaban los pajarracos que graznaron con más fuerza, como burlándose del intento de Bobby por dañarles.

Pasaron los minutos y luego una hora, después otra y llegó la amanecida que resultó fría.

Se escucharon cerca los rugidos de las fieras y el sonido de un cuerno al ser soplado.

—Ése es el aviso —dijo Bobby.

—Hay que aprovechar el tiempo y huir hasta donde se pueda. Tenemos un día por delante y al mismo tiempo debemos de buscar alimento, estamos todos hambrientos. Hemos de conseguir también comida para llevarnos al reino de los hielos y las nieves.

—Pero ¿qué clase de comida?

A la pregunta de Abigail, Phil respondió resuelto:

—Esas gentes del pueblo crían animales. Intentaremos llevarnos algunos para comer su carne.

—¿Y cómo la asaremos cuando nos hallemos en los hielos? —preguntó Bobby.

—Si no tenemos con qué asarla, nos la comeremos cruda, lo importante es subsistir.

—Ésa es la idea —dijo Swabo—, y si tenemos suerte, no terminaremos cometiendo antropofagia como en los Andes.

—Eso te gustaría a ti, ¿eh, indio? —rezongó Bobby—. Te gustaría comer mi carne, ¿verdad?

—Pues, no estás mal de gordo para ser utilizado como recurso si llega la ocasión.

—¡Maldito indio, antes de que me devores te mataré yo a ti!

—¡Basta, Bobby! —cortó Phil, tajante—. ¿No te das cuenta de que es una broma?

—¿Broma? No estamos para bromas. Cualquier cosa que ahora parezca una broma, dentro de unas horas puede ser una tragedia y si alguien me ataca, defenderé cara mi vida.

—¿Te estás volviendo loco, Bobby?

—Sólo faltabas tú, judío.

—No temas, yo no practicaría la antropofagia ni aunque tuviera que morirme de inanición, claro que antes de permitir que me comáis vosotros a mí, me lanzo al abismo.

—Dejémonos de tonterías y salgamos de aquí cuanto antes, no perdamos más tiempo.

Tras las palabras de Phil, Ben Schneider, con las manos sobre el gran libro de la diosa Mudevi, suspiró:

—Me gustaría llevármelo, nada he deseado tanto en mi vida.

—Me temo que tendrás que dejarlo. No podemos lastrarnos con el libro, su peso es excesivo.

—Es una lástima, jamás volveré a encontrar nada semejante. Si por lo menos tuviera tiempo para descifrarlo todo…

—Es mejor cargar con patos o con esos cisnes negros que había en el lago —concretó Graham.

Se dirigieron a la escalera de caracol y comenzaron a descender por ella.

Su huida era muy problemática, no se les escapaba que era casi imposible, utópica, pero debían de intentarla a menos que quisieran ser sacrificados.

Llegaron al fin frente a la puerta y Phil la abrió con sigilo. Los rugidos de las fieras se oían cerca de donde estaban.

—¿Están ahí esas malditas bestias? —preguntó Bobby, nervioso.

—Sí, pero tras las rejas —repuso Phil, abriendo la puerta totalmente.

Se dirigieron a la puerta principal del monasterio y se dispusieron a abandonarlo cuando Abigail cogió a Phil por el brazo.

—¿Vamos a dejar a Jennie? —preguntó con un hilo de voz.

—Jennie ya no vive, hay que olvidarla. Nada podemos hacer ya excepto salvar nuestras vidas. Ese lama dijo claramente que nos había escogido a todos nosotros para ser sacrificados en ese altar y si no huimos, no podremos escapar.

—¡Pues huyamos!

Y cruzaron el umbral de la recia puerta de oro.