—¡Estoy harto de todo esto! —rezongó Bobby.
—No haces más que gruñir.
Tras la acusación de Abigail, Bobby siguió rezongando.
—En mala hora se me ocurrió pagar esta expedición al Dhaulagiri.
—No la pagaste tú, sino tu padre —puntualizó Ben Schneider.
Graham caminaba arriba y abajo de la tétrica biblioteca con las manos en los bolsillos, como si estuviera midiendo lo larga que era.
—Será mejor que nos lo tomemos con calma —dijo—. Ya nada se puede hacer excepto partir de aquí mañana mismo. Sólo hay que seguir la dirección Sur y a alguna parte con puerto arribaremos.
Abigail, escéptica, replicó:
—Si estamos rodeados de altísimos picos que se elevan más de seis mil metros por encima de nosotros, no llegaremos a ninguna parte porque no podremos rebasar la cadena montañosa. No tenemos material para escalar ni para resistir unos días en los hielos de las cumbres. Me temo que nos quedaremos aquí hasta que venga alguien a rescatarnos.
—¿Cómo?
Tras la pregunta de Bobby, Abigail se encogió de hombros.
—No sé, con un avión o un helicóptero, tal vez.
—Un helicóptero no se atrevería a internarse en el Himalaya —advirtió Graham—. Las corrientes de viento son muy fuertes y traidoras. Una cosa es volar en los Alpes europeos o en las Rocosas americanas y la otra venir aquí al Himalaya, al techo del mundo.
—Si por lo menos supiéramos dónde hay un emisor-transmisor —siguió rezongando Bobby.
—En este lugar no creo que lo tengan. Viven anclados en el pasado, hasta esos felinos recuerdan a los extinguidos macairodontes pese a que ya están mutados y se parecen más a los guepardos asiáticos aunque doblen su tamaño. Estos animales existen aquí porque no han tenido ningún contacto con el mundo, al otro lado de esos elevadísimos montes que nos rodean.
—Vi una vez una película en la que un avión caía en un lugar semejante a éste, tenía una salida y la gente era buena —observó Abigail.
—Sí, ya lo leí en novela —agregó Graham—, pero no estamos en la misma situación. Esto es tétrico, hay algo maligno en el ambiente. Esos cantos lúgubres, esos seres ciegos, el propio Lester, la huida de Jennie. En fin, no me gusta nada esto, yo también deseo escapar.
—Quizá el secreto de todo se halle en este gran libro que hay aquí sobre la diosa Mudevi —dijo Ben Schneider tocando el libro con cierto reparo, pues aún le dolía la mano por haberle quedado atrapada con anterioridad por la pesada cubierta.
—Yo no soy espiritista ni creo en seres maléficos, sólo quiero largarme. No me gustan esos felinos que rugen afuera.
—Esos felinos nos indican que cuando abandonemos el monasterio sólo tendremos las horas diurnas para llegar adonde sea. Luego, al anochecer, cuando las fieras salgan a la caza de lo que haya vivo, quedaremos indefensos contra ellas —advirtió Graham con su acento afrancesado que no conseguía disimular.
—Me temo que todo lo que hay aquí está dedicado a la maléfica diosa y si queremos averiguar algo para poder escapar, debemos desentrañar primero los misterios que la rodean.
—¿Y por qué no intentas descifrar algo de ese libro, Ben? —le preguntó Abigail—. Quizá encuentres algo sobre una posible salida de este lugar.
—Este libro está controlado por una mente más poderosa que la nuestra, la mente de un lama que ha llegado a utilizar a voluntad unas partes del cerebro que los demás mortales sólo empleamos circunstancialmente y siempre sin control consciente.
—Yo no creo en los poderes de las mentes a distancia.
—Pues haces mal, Bobby. En varias cátedras universitarias se ha comprobado sobradamente la telekinesia, moviendo unos dados a distancia. En México también hubo un caso comprobado, fue el de unos niños que cuando entraban en un establecimiento farmacéutico se rompían los objetos que había en los estantes, de tal manera que se les prohibió la entrada.
—Eso es brujería —gruñó Graham.
—Nada de brujerías, son facultades paranormales. Todos las tenemos en mayor o menor grado, pero no sabemos utilizarlas. Sin embargo, se cree que los lamas consiguen controlar algunas de estas facultades y es de suponer también que unos lamas más que otros. Quizá nos encontremos con un lama muy poderoso.
—Tonterías. —Bobby se acercó al libro y levantó la tapa sin ningún obstáculo—. ¿Lo veis? Son tonterías, el libro no tiene ninguna particularidad.
Graham, Ben Schneider y la propia Abigail quedaron perplejos.
—Es incomprensible, antes no se podía abrir la tapa —dijo Abigail.
—Eso es que este judío y el superman de Phil, el gran jugador de rugby, nos querían jugar una mala pasada asustándonos, pero a mí no me la juegan.
—Tú puedes creer lo que quieras —replicó Ben Schneider—, pero este libro está controlado por un poder a distancia, algo difícil de hallar y de comprender, ya lo sé, pero que cualquier parapsicólogo ruso, americano o de la Europa occidental podría explicar mejor que yo.
—Pues a mí no me influye esa fuerza magnética o lo que sea —replicó Bobby, altivo.
—Es posible que quien controlara el libro, quien nos estuviera controlando, haya dejado de concentrarse en nosotros para fijar su poder mental en otra cosa que crea más importante.
—Yo no lo creo, a mí sólo me inspiran cierto respeto los felinos que hay afuera y si tuviera un buen fusil «Magnum», ya veríais lo que haría con ellos. No se volvería a oír un solo rugido más en este maldito lugar.
—Eso es una barbaridad. Estos animales serían recibidos con elevadísimo interés en los zoos de Moscú, Nueva York, Londres, Berlín o Barcelona, lo mismo que los raros osos panda del Himalaya o el gorila blanco guineano que se halla en el zoo barcelonés. No se puede exterminar una especie.
—Tonterías.
—Para ti todo son tonterías, Bobby, sólo te interesa el dinero, comer y dormir.
—¿Es que acaso hay algo más interesante? —Miró a Abigail con más atención y agregó—: Bueno, sí hay algo más interesante.
—No seas imbécil y deja de ensuciar tu imaginación con mi persona —le replicó la muchacha.
—¿Qué has pensado que estoy imaginando yo? —inquirió con picardía.
—Sólo hay que verte la cara para saberlo, eres un libro abierto.
—Abigail, deja de menospreciarme… Nadie se va a dar una vida tan regalada como yo, sólo tienes que ser buena conmigo —dijo acercándosele.
—Ni lo sueñes, eres todo lo que yo no deseo en un hombre. Hijo de millonario, engreído, vulgar, materialista, estúpido y por si faltara poco, capaz de asfixiar a cualquiera con tu peso.
Bobby se fue acercando más y la joven retrocedió hacia la ventana.
Ben Schneider, a la luz de las velas, había comenzado a descifrar cuanto podía del misterioso, pesado y lujoso libro, un libro que en el mundo occidental se consideraría valiosísimo, disputándoselo los sabios más afamados al conocer su existencia.
Graham se interpuso entre el alto y corpulento Bobby y la chica.
—¡Déjala en paz!
—¡Aparta! A mí no se me desprecia después de aceptar mi dinero.
Dio un empujón a Graham, que fue a dar contra la mesa, golpeándose en ella.
—Bobby, eres un bestia —le escupió Abigail—. Yo no he aceptado dinero tuyo, sólo tomo parte en una expedición que ha costeado tu padre y de la que seguramente espera sacar su buena publicidad, porque vosotros sois de los que no regaláis nada filantrópicamente.
Bobby iba a ponerle las manos encima cuando se produjo el estruendo de un relámpago.
—Vaya, tenemos tormenta —exclamó Ben Schneider, apartando del libro sus ojos, protegidos por las gruesas gafas.
Bobby había vacilado y fue suficiente para que Abigail se apartara de él cuando ya estaba acorralada junto a la ventana.
En el exterior comenzó a caer un chubasco.
Graham, levantándose, se acarició la dolorida cabeza.
—¿Cómo te encuentras, Graham?
El huraño canadiense se apartó instintivamente de la joven, desdeñando su solicitud.
—Bien, gracias. —Se acercó a la ventana y opinó—: Con qué facilidad aparece aquí una tormenta. Hace un rato brillaban las estrellas y ahora caen los rayos.
—Es comprensible estando rodeados por las altísimas cumbres, posiblemente en los deshielos de primavera y verano el agua baje a este lugar y se vaya filtrando por Dios sabe qué agujeros y luego, en alguna parte, nacerán los grandes ríos asiáticos como el Brahmaputra, el Mekong, el Yang-tse-kiang y otros. Esto podría ser como una enorme cisterna natural que recoge y reparte las aguas de las nieves y de la lluvia.
—Pero, si esto se llena de agua, las gentes se morirán —observó Abigail.
—Posiblemente, por eso la lamasería en que nos hallamos se encuentra en lo más alto de este montículo rocoso o quizá no se llene nunca de agua.
Bobby soltó de pronto una fuerte risotada, una carcajada de estúpido mientras miraba el aguacero que caía en el exterior.
—¡Ahora, ahora se mojarán los gatos!
Abigail se lo quedó mirando como si lo creyera loco cuando en aquel instante aparecieron dos figuras por la escalera de caracol que les sobresaltaron.
—¡Phil, Swabo!
Los dos semejaban anonadados, sus miradas estaban extraviadas. En aquel instante, un rayo cayó sobre el mismísimo monasterio dedicado a la maléfica diosa Mudevi y todo él vibró en medio de un gran estruendo.
Phil y Swabo abrieron los ojos en forma anormal y al unísono exclamaron:
—¡Jennie!