CAPÍTULO VI

Descendieron por la escalera de caracol, deteniéndose ante la puerta que les había protegido de aquellas fieras de largos colmillos, no tanto como los extinguidos dientes de sable, pero sí más eficaces.

—La puerta está abierta —dijo Graham.

Un instinto de conservación sujetó sus pies. Afuera debían de estar aquellas fieras contra las que no podían luchar, contra las que estaban indefensos.

—Jennie se ha vuelto loca y si ella ha querido suicidarse no tenemos por qué hacerlo nosotros también —rezongó Bobby.

—¡Gordo animal! —escupió Swabo.

—¡Maldito indio, te voy a…!

—Tenía que salir lo de maldito indio, ¿eh? Lo llevas en la sangre —replicó Swabo cuando el fornido Bobby se le venía encima y él se disponía a rechazarle con sus puños.

Phil Steelman se puso entre ambos, separándoles.

—Pelear entre nosotros sólo hará que empeoren las cosas.

—Yo no salgo estando esas bestias sueltas —masculló Bobby.

—Es un riesgo salir —admitió Phil—. Iré yo en busca de Jennie, uno solo tiene más oportunidad de escapar a las fieras. Los demás, continuad encerrados aquí, ¿correcto?

—No —cortó Swabo.

—¿Por qué? —preguntó Bobby.

—Porque yo acompaño a Phil y hago lo que me da la gana, ¿entendido?

—Algún día te partiré la boca —gruñó Bobby.

Phil comprendió que dejarles juntos podía constituir un nuevo problema y decidió aceptar la compañía del piel roja.

—De acuerdo, Swabo, vámonos y que sea lo que Dios quiera.

Phil y Swabo cruzaron la puerta. Inmediatamente, ésta se cerró a sus espaldas. Bobby se había apresurado a hacerlo al tiempo que decía a través de ella:

—Que los gatos no os encuentren.

—Eres un estúpido, Bobby —acusó Abigail.

Los cuatro reemprendieron la ascensión por la escalera de caracol, de retorno a la biblioteca.

Las puertas, a excepción de las pequeñas, estaban abiertas, pero era como si estuvieran más cerradas que nunca. Hallándose las fieras libres, nadie del poblado se atrevía a subir al monasterio sabiendo que podían estar agazapadas por las escalinatas o tras cualquier roca.

—¿Dónde se habrá metido Jennie? —se preguntó Phil.

Se acercaron a la puerta de oro macizo que daba entrada al monasterio y miraron hacia afuera.

De pronto, hasta ellos llegaron claramente los rugidos de los guepardos, rugidos que espeluznaban, rugidos que debían de atravesar aquel fértil valle con buen clima hasta lo más recóndito del mismo. Era el dominio total de las fieras sobre el valle, si es que aquello era un valle realmente.

—¡Cuidado, Phil, una de esas panteras! —gritó Swabo.

En efecto, frente a ellos estaban los grandes ojos verdosos, a veces rojizos, observándoles con fijeza. Eran como dos pupilas suspendidas en el aire.

La demoníaca fiera, dispuesta a atacar, abrió sus fauces. Sus colmillos semejaron fosforescer al tiempo que rugía aterradoramente antes de lanzarse contra ellos, clavando en el suelo sus garras no retráctiles como las de los guepardos. Mas, aquella bestia que saltaba hacia ellos dispuesta a despedazarlos, a cortarlos en dos a dentelladas, a rasgarles los cuerpos con sus enormes colmillos que llenarían su boca de sangre, tenía un peso doble al del guepardo y sin contar la cola, sobrepasaba los dos metros de longitud.

Phil no lo pensó dos veces y empujó la puerta cuando la fiera se abalanzaba sobre ella. Swabo apoyó también su espalda para poder resistir la embestida del enorme felino, con más de doscientos kilos de peso.

La puerta vaciló. Los hombres sabían que si la fiera conseguía abrirla, los segundos de su vida estaban contados.

—¡Aprieta, Swabo, aprieta!

—¿Y qué estoy haciendo, maldita sea? —masculló el indio apretando los dientes mientras apoyaba los talones en el suelo para empujar la puerta con la espalda.

Phil Steelman sudaba copiosamente, aquél era el mayor esfuerzo de su vida.

La fiera arremetía contra la puerta que cedía a cada embestida y el animal parecía tener la conciencia de que los hombres, aquellos seres ridículos y blandos, cederían. Era como si la impulsara una mente demoníaca.

—Swabo, hay que aprovechar entre dos embestidas y ajustar la puerta para pasar el cerrojo.

—Entendido, hemos de conseguirlo.

Aguantaron la siguiente embestida mientras se oían los enormes zarpazos del animal arañando el oro, produciendo un escalofriante chirrido mientras rugía llenando la lamasería con aquella mezcla de odio y deseo de matar.

Se escuchó el pase del cerrojo y Phil suspiró.

—Ya está, le hemos dejado afuera.

Swabo respiró hondo. Luego, dijo:

—Esperemos que no quede ninguno dentro.

—Cualquiera sabe lo que encontraremos. Primero estas fieras, luego esos endemoniados y peligrosísimos cuervos. ¿Qué más habrá?

Tras un nuevo rugido de la fiera que se sentía frustrada afuera, rugido que obtuvo respuesta en sus hermanos de especie, se escuchó un profundo y larguísimo chillido de mujer. Era como si hubiera brotado de lo más hondo de una sima.

—Es Jennie —musitó Phil mientras se miraban cara a cara.

—Pues habrá que encontrarla. Deberíamos haber buscado una vela, esto está bastante oscuro.

—Nos las arreglaremos. Es posible que encontremos más de esas hediondas velas.

De nuevo comenzaron a escucharse los quejumbrosos cánticos de los monjes guardianes de la extraña lamasería. Ambos miraron hacia el techo buscando algo, una bóveda que no veían; la negrura les rodeaba.

—Esos malditos cantos… Habían callado y empiezan otra vez, algo significarán —gruñó Swabo.

—Pues no sé si podremos averiguarlo. Los monjes se han ido por esa puerta, ellos también temen a los enormes gatos.

—¿Qué haremos entonces?

—Los bonzos han dicho que el lama estaba tras la reja de oro y nadie mejor que el lama puede aclararnos lo que ocurre aquí y, por supuesto, dónde está Jennie.

—Estaba como loca. Mientras no se arroje al vacío…

Avanzaron con cautela.

Tras la reja olía fétidamente y todo estaba sucio por el orín y los excrementos de los felinos. Había restos de carne que se disputaban las ratas chillando, ratas que no se atreverían a aparecer cuando los amos y señores estuvieran allí encerrados.

—Hemos de encontrar una salida, un paso que nos lleve a alguna parte. En realidad, esto es como una antesala protegida por esos guepardos o lo que sean.

—Encenderé mi mechero.

Swabo prendió el mechero y miró en derredor. Algunas ratas chillaron mostrando sus dientes hostiles al comprobar que sólo eran hombres y no felinos.

—Allí hay algo que parece una puerta.

En un rincón había una angosta puerta de rejas también de oro.

—Parece que el oro abunda en este lugar perdido del mundo, debe de existir un yacimiento de importancia.

La reja estaba cerrada, pero Phil pasó su mano por entre los barrotes y descorrió el cerrojo, acción que no podía ocurrírsele a ninguno de aquellos felinos.

—Sigamos adelante, tenemos paso libre ahora.

Cruzaron la reja y Swabo se apresuró a cerrarla.

—Por lo menos tendremos las espaldas guardadas.

—Mira, ahí hay uno de esos candelabros adosados a la pared y con velas. Tomaremos un par de ellas y nos servirán para iluminarnos el camino.

Cogieron sendas velas de un grosor de unas tres pulgadas de diámetro, que garantizaban la continuidad de la luz durante horas y encendieron sus mechas.

—Lo que es extraño es que si está cerrada esta reja, Jennie haya venido por aquí.

El indio, con el rostro iluminado por la vacilante luz de las velas, que semejaba arquear más sus cejas, respondió:

—No hay otra puerta, a menos que se haya ido afuera y entonces los grandes gatos la habrían despedazado. Si eso hubiera ocurrido, no habríamos escuchado su chillido hace unos momentos.

—Supongo que en todo esto, Jennie no ha estado sola. Una mujer enloquecida y huyendo que encuentra puertas como ésta, no las abre y vuelve a cerrarlas.

—Sí, no es un comportamiento lógico.

—Entonces, andemos con cuidado. En la desaparición de Jennie han intervenido mentes inteligentes con las que debemos de contar.

Se adentraron por un angosto corredor siguiendo aquellos cánticos quejumbrosos que sobrecogían.

Encontraron varios caminos. El corredor era una especie de túnel pétreo que se escindía.

—Puede que esto sea una trampa.

Swabo volvió su rostro hacia Phil y preguntó:

—¿Crees que pueda ser un laberinto?

—No lo sé, pero quizá nos perdamos. Ignoramos totalmente cómo es esta lamasería por dentro.

—Entonces, dejémonos guiar por nuestra intuición.

—De acuerdo.

—Podríamos separarnos, pero creo que será peligroso.

—Sí, es mejor ir juntos. Estando desarmados, cuatro manos valen más que dos.

—Eso opino yo también.

Anduvieron por más túneles con la sensación de que estaban caminando en círculo. De pronto, aparecieron en una gran sala.

Era la nave principal del templo, iluminada por grandes candelabros de pie.

Ambos se sintieron intrusos en un lugar donde se les consideraría como infieles, como seres impuros.

—Mira los monjes —señaló Swabo.

Los bonzos estaban arrodillados en el suelo con los brazos cruzados y los ojos cerrados mientras sus bocas se movían para entonar aquel canto que después de retumbar en los túneles del monasterio ascendía hacia la bóveda principal que terminaba en el mismísimo cielo, ya que culminaba en una circunferencia descubierta en el centro de la cual se veía claramente la luna.

—¡Mira, Swabo, es Jennie!

El indio agrandó sus ojos ante aquella sorpresa. Tendida sobre el altar del templo estaba la trigueña Jennie.