Subieron los peldaños pétreos de la escalera de caracol hasta llegar a una amplia sala de alta bóveda. Todos miraron en derredor. La luz era muy escasa, sólo se veía gracias a la luz que todavía penetraba desde el exterior a través de los altos ventanales.
—Habrá que buscar algo para vernos mejor —opinó Graham.
—En la pared hay candelabros —indicó Swabo.
Acercó la llama de su mechero y prendió las mechas de aquellas velas gruesas y amarillentas que inmediatamente despidieron mal olor.
—No sé de qué harán estas malditas velas que huelen tan mal —gruñó Bobby.
Abigail, suspirando, dijo:
—Por lo menos, nos dan luz, que es lo más importante.
—¡Eh, mirad, si esto es una biblioteca!
Tras la exclamación de Ben Schneider, erudito en criptografía y lenguas muertas, todos miraron en derredor. Había grandes anaqueles en los que estaban cuidadosamente colocados volúmenes y rollos de papiro que debían tener una gran antigüedad.
Algunos de los libros eran totalmente de piel, cada hoja una lámina de piel perfectamente curtida.
—Será tu paraíso, ¿eh, Ben? —opinó Phil Steelman con una sonrisa, tratando de romper el desagradable ambiente que les había dominado poco antes.
Ya no se escuchaba el rugido de aquellos grandes gatos de enormes colmillos, temibles zarpas y ojos homicidas.
De pronto, algo brotó de la bóveda en donde se hallaban, graznando con una fuerza que aterrorizó a las muchachas.
—¡Son cuervos! —gritó Phil.
Hubieron de protegerse, pues las negras aves descendieron desde lo alto para lanzarse sobre sus rostros.
Jennie se refugió junto a una ventana mientras dos de aquellas aves picoteaban el brazo con que se protegía la cara.
Phil Steelman, comprendiendo la situación que estaba pasando, se acercó a ella y de dos puñetazos lanzó a los cuervos por la ventana mientras Jennie, con algunas heridas entre el cabello, de las que manaba sangre, lloraba angustiada.
Swabo y los demás consiguieron deshacerse de los feroces cuervos que terminaron alejándose por las ventanas.
—Malditos cuervos, nos querían comer los ojos… —masculló Bobby.
Abigail, sombría, se preguntó en voz alta:
—¿No serán ellos los culpables de lo que le pasó a Lester y también de la cantidad de ciegos por ojos vaciados que hay en este maldito pueblo?
—Imposible —sentenció Graham—. Un cuervo no soportaría jamás las alturas a que estábamos, la nieve, ni tan bajas temperaturas.
—Yo opino como Abigail —terció Jennie—. Esos cuervos son peligrosos, hay que estar atentos con ellos si no queremos quedarnos sin ojos. En este lugar, nadie puede estar tranquilo. Los grandes guepardos andan sueltos durante la noche y luego, esos cuervos están buscando a víctimas a quienes dejar ciegas. Con razón las casas son de construcción tan recia.
—Mañana hablaremos de todo esto con el lama, si es que nos recibe. Tengo entendido que son muy cordiales, pero difíciles de dejarse ver —dijo Phil.
Mientras, Swabo había iluminado más de las velas que se hallaban en candelabros colgados de las paredes. Ya tenían luz suficiente para que ningún rincón de aquella biblioteca quedara en las sombras.
—Esto no tiene salida —dijo el indio—. Sólo se puede entrar o salir por donde lo hemos hecho nosotros.
—Yo estoy fatigadísima, no puedo más —suspiró Abigail.
—Nos hace falta descanso a todos, pero habrá que vigilar. Las ventanas no tienen cristaleras, a los monjes de la lamasería no debe preocuparles el frío, por lo tanto, los hombres montaremos guardia; las chicas podéis dormir.
Todos asintieron a las palabras de Phil. Incluso, Ben Schneider se apresuró a decir:
—Yo haré la primera guardia, si no os parece mal. Estoy muy interesado en los rollos de papiro que pueden ser muy antiguos y en los libros de piel. Jamás pensé que tendría una ocasión tan especial como ésta. Para mí, esto es más importante que alcanzar la cumbre del Everest.
Nadie opuso inconvenientes.
Las dos chicas escogieron la mesa para dormir, haciéndolo debajo de la misma. No tenían mantas para cubrirse y debían de agradecer que la temperatura era primaveral y ellos llevaban acolchadas ropas de abrigo.
Graham, Bobby y Swabo se repartieron, no alejándose mucho entre unos y otros, mientras Ben Schneider, menudo y enjuto, iba de una parte a otra como un ente codicioso en medio de un gran botín recién descubierto y sin saber dónde escoger primero.
Al fin, se decidió por un grueso libro de piel con incrustaciones metálicas.
Aquel enorme volumen, pues pesaría cerca de los cincuenta kilos, parecía la obra más preciada de aquella biblioteca, desconocida para el mundo y custodiada por las altas cumbres eternamente heladas de los montes del Himalaya.
* * *
—¿Te ayudo?
—Ah, Phil. ¿Es que no piensas dormir?
—Pues, la verdad, estoy agotado, pero me costaría mucho pegar un ojo.
—Yo tampoco podría pegarlo teniendo aquí tanto por leer y descifrar. Es posible que casi no descifre nada, pero sólo tocarlo me produce escalofríos en la espalda. Es como abrir las puertas a una nueva dimensión, aquí está todo un pasado que el mundo occidental posiblemente desconoce.
—Quizá estemos profanando algo sagrado.
—Para el saber, para el descifrar el pasado, para la historia y la filología, no hay profanación, Phil.
—Sin embargo, los monjes de este lugar pueden no estar de acuerdo.
—No pienso llevarme estos libros a nuestro mundo, en primer lugar porque necesitaría un vehículo para trasportarlos. Con éste tan sólo, apenas puedo levantarlo.
—¿Y tú entiendes lo que pone aquí en la tapa con letras de oro?
—Algo, tengo que refrescar mi memoria. Esto es sánscrito y, si no me confundo, aquí dice: «Libro de la diosa Mudevi».
—¿La diosa que domina este valle o lo que sea?
—Eso es, Phil.
—A ver si no habláis tan alto y dejáis dormir —gruñó Bobby.
Bajaron los tonos de la voz mientras levantaban la tapa de cuero distinto a las hojas, mucho más grueso y duro.
Lo primero que descubrieron fue un gran dibujo que mediría sesenta por cincuenta centímetros.
—¡Phil, es la diosa Mudevi, aquí abajo lo pone!
—Bueno, yo no entiendo sánscrito, pero aquí veo a una mujer con aspecto maligno que cabalga sobre un asno y lleva un pendón en el que se ve un cuervo.
—¡Exacto, Phil, exacto! —exclamó Ben Schneider. Al mirar a Bobby, volvió a bajar el tono de su voz—. El asno es su impureza, puesto que ella era la segunda esposa de Visnú y el cuervo es su animal simbólico. Los cuervos anidan en esta lamasería, lo que quiere decir que aquí deben de ser aves sagradas; por lo tanto, no cabe duda de que este recinto está consagrado a la diosa Mudevi.
—Ben, sólo sé lo básico acerca de Visnú y sus reencarnaciones, que tienen cierta analogía con las teorías darwinianas sobre la evolución.
—Según ellos, no se muere jamás. Si un lama muere, otro ocupa su lugar y le sigue en todo, pero no en la forma que entendemos en occidente, si no que el nuevo lama tiene el espíritu del anterior y así siempre es el mismo. Si vemos a un lama longevo al que podemos deducirle una edad de entre ochenta y noventa años, no debemos asombrarnos si dice que tiene novecientos años, pues según su teoría de la reencarnación no miente.
—Todo esto está muy bien, pero somos occidentales y no nos tragamos lo de la reencarnación.
—Phil, te asombrarías de cuánta gente en toda la Tierra cree en esas teorías.
—Si ellos siguen esa teoría, hemos de pensar que tendrán un lama viejo que nos dirá que tiene muchos más años de los que realmente tenga.
—Sí, posiblemente nos hable como si estuviéramos en la Edad Media o algo por el estilo, máxime teniendo en cuenta que ellos pueden estar encerrados en este lugar desde hace siglos sin conocer nuestra civilización.
—Ellos chapurrean nuestro idioma, por lo tanto han debido de tener contacto con nuestra civilización.
—Sí, pero hace ya siglos que los ingleses pasaron por la India, China o Pakistán.
—Ben, tú pareces creer en todo esto.
—No es que crea, es que estudio su religión y su filosofía. Para ellos, Visnú es la segunda persona de su Trinidad, el sumo hacedor, representado como un pez, un quelonio, un jabalí o un hombre-león, millones de años después, Ellos siguen la evolución partiendo también de la base de que la vida nació en las aguas. La última reencarnación de Visnú fue en Buda, teoría que no comparten los japoneses, los chinos ni los indochinos. La verdad es que resulta muy difícil comprenderlo, pero para ellos, la medida del tiempo es distinta que para nosotros.
—Un día es igual a otro día, aquí y en Nueva York —puntualizó Phil, escéptico.
—Sí, pero no para sus espíritus.
—De acuerdo, aceptaremos su extraña forma de ser el tiempo que tarden en indicarnos cómo regresar a Katmandu o a cualquier otro lugar con aeropuerto o puerto de mar.
—Esperemos que lo sepan, quizá no hayan visto jamás un avión, ni siquiera el mar.
—Será mejor que estas opiniones no las digas muy en alto, Bobby está que revienta y las chicas, asustadas.
—¿Y quién no? Podemos hallarnos en un mundo desconocido, anclado en el tiempo.
—A ti, esto te parecerá un pastel de cumpleaños, Ben, pero los demás nos interesaremos más por el sánscrito, el budismo y su Visnú cuando estemos en Estados Unidos y en una confortable biblioteca, sin cuervos con ganas de sacarnos los ojos.
Ben Schneider, pensativo, sin dejar de contemplar la imagen de la diosa Mudevi que aparecía en el grabado sobre piel montada en el impuro asno y sosteniendo el pendón del cuervo, se preguntó:
—¿En quién creerán ellos que se ha reencarnado la diosa Mudevi?
—Ah, pero ¿tú crees que esa diosa está aquí?
—Yo no soy politeísta, Phil, pero ellos sí creen en esa diosa. Este lugar, ellos mismos nos lo han dicho, está consagrado a la diosa Mudevi. Se sienten dominados por ella, le rinden culto y sus ceremonias tendrán un equivalente a las misas negras de Occidente que dan culto a Satanás.
—¿Quieres decir que alguien les domina, haciéndose pasar por la diosa Mudevi?
—No lo sé, Phil, aunque esos dioses no se reencarnan necesariamente en una persona. Como te he dicho, Visnú fue pez, tortuga, jabalí y hombre-león. Ignoro lo que pueden estar adorando estas gentes, pero, sea lo que fuere, por ser diosa maléfica, será forzosamente maligno.
—Sí, en el mundo hay muchos cultos maléficos, desde el vudú a las supuestas brujerías, pero yo no creo en sus poderes, aunque sí acepto que hay neuróticos practicantes y no me gustan.
—A mí tampoco, pero lo que aprenda aquí, aunque sea en más horas, pueden ser grandes revelaciones cuando las cuente en la Universidad de Harvard.
De pronto, la gran tapa del manuscrito se cerró, atrapando la mano de Ben Schneider.
El judío lanzó un grito de dolor que despertó a sus compañeros.
Phil Steelman, desconcertado, alzó la tapa para que Ben Schneider pudiera sacar la mano. Éste consiguió hacerlo, pero doliéndose de ella.
—Por todos los diablos, Ben, ¿qué te ha ocurrido? —inquirió Phil.
Jennie y Abigail salieron de debajo de la mesa. El gran libro estaba sobre ella, cerrado, y todas las miradas convergían en él.
—No me harás creer que este libro tiene vida propia, ¿verdad, Ben? Tendrá algún resorte en su interior.
—No lo sé, Phil, pero los lamas poseen poderes que no están a nuestro alcance.
—Tonterías.
Phil Steelman intentó abrir el libro sin conseguirlo. Todos seguían mirándole con perplejidad. Phil trató de cargar con el libro, pero semejó que lo hubieran lastrado con una tonelada de plomo.
—No te esfuerces, Phil. Este libro está bajo el poder de algo superior a nuestras fuerzas.
En aquel momento comenzaron a escucharse unos cantos quejumbrosos que parecían brotar de las mismísimas piedras. Eran cantos que sobrecogían mientras el gran libro de la diosa Mudevi permanecía sobre la mesa sin que pudieran moverlo.
Jennie, sin poder controlar más sus nervios, se arañó el rostro y comenzó a gritar al tiempo que, sin que nadie lograra impedirlo, echaba a correr hacia la puerta de la escalera de caracol, desapareciendo por ella.
—¡Jennie, Jennie! —chilló Abigail sin poderse mover, como si hubiera quedado atrapada dentro de un enorme bloque de hielo.