Todos se sobrecogieron.
La joven se detuvo frente a ellos, preguntando algo en una lengua extraña. Phil, con voz que trató de ser amigable, respondió a lo que suponía una pregunta:
—Somos extranjeros, americanos. Buscamos cobijo y guía para llegar a Katmandu.
—¿Blancos?
—Sí —respondió Jennie.
—Aquí no hay blancos. ¿Habéis llegado del cielo para salvar a nuestro pueblo que sufre?
Su inglés era muy malo, pero inteligible.
—¿Por qué os sacan los ojos? —inquirió Bobby rudamente.
La muchacha se sumió de pronto en un absoluto silencio y reanudó su marcha tanteando el suelo. Phil se acercó a ella y la cogió por el brazo.
—Espera, somos amigos, sólo queremos preguntarte…
La chica lanzó un prolongado chillido y luego cayó al suelo, revolcándose sobre sí misma, lanzando espumarajos por la boca. Jennie y Abigail retrocedieron instintivamente.
—¡Está endemoniada! —exclamó Bobby, con una repugnancia en su rostro que no intentó de ocultar.
—Bobby, venimos de un mundo civilizado, no creemos en endemoniados y sí en histeria, también en epilepsia y otras enfermedades por el estilo.
Se fueron abriendo las puertas de las casas y aparecieron hombres y mujeres.
Todos vestían aquella especie de saya con capucha y sus rostros amarillentos eran semejantes a las calaveras. Lo malo para los americanos es que todos iban armados de garrotes y herramientas campesinas semejantes a las hoces y guadañas.
Pudieron comprobar que entre ellos había muchos con las cuencas de los ojos vacías, pero otros sí veían, y uno de éstos se adelantó inquiriendo amenazador:
—¿Sois vosotros los demonios blancos?
Bobby, tartamudeando, preguntó a Phil:
—¿Has oído? ¡Están locos, locos!
—Sí, pero tranquilízate o correrá la sangre. Esta gente cree que le hemos hecho algo a la chica y pueden tomar represalias.
—¡Si no le hemos hecho nada!
—No le hemos hecho nada a la joven, se ha puesto a gritar de pronto —respondió Phil al campesino.
—Marchaos volando, demonios blancos. Nosotros somos los esclavos de Mudevi.
—Nosotros no volamos, que más quisiéramos —dijo Bobby, riendo estúpidamente cuando lo que deseaba era echar a correr.
—Sólo habéis podido llegar por el cielo o brotando de las entrañas del lago. Las grandes montañas nos rodean y protegen nuestro pueblo. No se puede entrar ni salir de aquí a menos que seáis dioses del bien o del mal. Si sois del bien, loada sea vuestra llegada, pero deberéis de vencer a Mudevi para que dejemos de ser esclavos y este valle sea liberado de su poder.
—Son unos supersticiosos —cuchicheó Jennie.
—Parece que son muy religiosos y se creen sometidos al poder del mal —opinó el judío Ben Schneider—. De momento, creo que lo mejor será seguirles la corriente e ir a la lamasería. Los lamas son hombres muy cultos y sabios y ellos podrán aclararnos la situación.
—Sí, vámonos de aquí, yo no soporto más esto, me volveré loca —dijo Abigail.
Algunos miembros del poblado se inclinaron sobre la desventurada joven para calmarla mientras los americanos retrocedían hasta el camino que conducía al escarpado montículo rocoso.
Allí existía una escalera cavada en la pura roca que ascendía en zig-zag y sin barandas de protección. Era una escalera peligrosa y subieron con precaución.
Agotados como estaban, hubieron de descansar en dos ocasiones. Ya desde casi lo alto, pudieron contemplar el valle en óptimas condiciones.
—Tienen razón, estamos rodeados de altas cumbres —observó Ben Schneider.
Swabo, el indio, opinó:
—Parecen paredes verticales, sólo accesibles por escalada, y una escalada con mucho material, exponiéndose siempre a que desde lo alto caigan piedras o bloques de hielo.
—Pero, si hemos venido a parar a este maldito lugar, también podremos salir, digo yo.
Nadie quería contestar a la pregunta de Bobby. Responderle sincera y objetivamente podía resultar el derrumbamiento de toda posibilidad de escapatoria.
—Pudiera ser que regresáramos al punto de donde hemos venido, es difícil, pero probable, pero allí también es arriesgado llegar y más cruzar aquella cueva. Cuando el agua de las nieves descienda por lo que ahora es hielo, será imposible ascender a contra corriente.
—¡No puedo creer que esto sea una ratonera! —exclamó Jennie mirando al vacío con miedo—. Una ratonera maligna… No, no voy a dejar que me arranquen los ojos como a Lester.
Phil intuyó lo que podía suceder en aquel instante y lanzándose hacia delante, con riesgo de caer al vacío, agarró a Jennie por una mano. Tiró de ella apartándola del abismo y luego la abofeteó con dureza.
—¡Basta de histeria, basta!
Jennie estalló en un sollozo.
—¡No le pegues más, Phil, no le pegues más! —gritó Abigail.
—Vamos, Phil, no exageres, no eres el padre de todos. Tú sabías más de montañismo, pero todos somos iguales —masculló Bobby.
—Ni yo pretendo otra cosa, pero dejar que Jennie, en un ataque de histeria, se suicide, es una estupidez.
Abigail abrazó a su compañera y dejó que ésta sollozara junto a ella.
Ben Schneider, práctico, opinó:
—Debemos calmamos, pero con prisa. Dentro de poco oscurecerá, y todo esto nos es desconocido, mejor será que hallemos cobijo. Mañana será otro día y buscaremos la salida a este lugar, tiene que haberla.
Jennie se tranquilizó y secándose las lágrimas, musitó:
—Sigamos.
Tras ascender por aquella escalera cincelada en la roca, llegaron a la entrada de la lamasería; no era una gran puerta como pudiera ser la de un castillo. Hasta allí no se podía subir en carruajes ni jeeps, sólo a pie.
—Fijaos, la puerta es de latón —dijo Bobby.
Phil corrigió con gravedad:
—Es oro puro.
Ben Schneider se acercó a la puerta y la acarició con suavidad. La palpó y casi la escrutó para opinar:
—Sí, es oro puro y parece que de un grosor considerable. Debe de valer una fortuna.
El enjuto Graham opinó a su vez:
—Lo que indica que aquí el oro no escasea y además que estamos lejos de toda civilización; de lo contrario, esta puerta se habría transformado ya en lingotes y hubiera desaparecido en el interior de las bóvedas acorazadas de algún Banco.
—Sí, es oro y vale una fortuna. En el interior quizá hallemos cosas también muy valiosas y hay que tener presente que esto para ellos es la casa de su dios y no somos colonizadores. Debemos de respetarles y que a nadie se le ocurra apropiarse de nada, podrían haber represalias. Lo que para uno de nosotros pudiera significar un feo hurto, para ellos puede ser un sacrilegio.
—Phil, lo dices como si fuéramos ladrones —masculló Bobby, molesto.
—Los blancos siempre habéis sido ladrones por naturaleza —apuntilló el piel roja.
Bobby enrojeció, encarándose con Swabo.
—¡Te voy a…!
—¡Basta! —exigió Phil—. Quedamos en que no habría roces entre razas.
—Sólo falta que de mi dinero mantenga a un maldito indio.
La propia Abigail corrigió:
—No es dinero tuyo si no de tu padre. Por otro lado, Swabo pagó su parte de la expedición.
—¡No discutamos más! —gruñó Graham.
Todos estaban nerviosos, inquietos, y comenzaron a pelear entre ellos. Lo que les había exaltado los nervios era hallarse en aquel extraño lugar, en un rincón desconocido del Himalaya donde dejaba de ser coincidencia los ojos vacíos. Había algo maligno y todos lo acusaban.
Phil llamó a la puerta, golpeándola. Transcurrieron unos minutos y hubieron de insistir en la llamada. Al fin, la puerta de oro se abrió y aparecieron cuatro bonzos con la cabeza rapada y aceitada.
Vestían túnicas amarillas, su aspecto era místico, pero había algo desagradable en ellos pese a que no eran ciegos.
—Bien venidos al templo de la diosa Mudevi —saludó uno de ellos.
Abigail se apresuró a decir:
—Pedimos refugio por esta noche y orientación para llegar a Katmandu y regresar a nuestros países. Tratábamos de escalar el monte Dhaulagiri y por culpa de un alud de nieve nos perdimos. Suerte hemos tenido de salvar nuestras vidas.
—No sé por qué hablas tanto, a lo peor ni te entienden —rezongó Bobby.
—Sí le entendemos —replicó uno de los bonzos—, pero nosotros sólo somos discípulos en este templo y nada os podemos decir, porque nada sabemos. Sin embargo, pasad. La noche está por llegar y la noche es la muerte en la tierra de la diosa Mudevi.
La palabra «muerte» no les gustó, pero penetraron en aquel templo pétreo.
—¿Podemos hablar con el lama? —preguntó Phil.
—El gran lama de la tierra de Mudevi decidirá cuándo debe de hablar con vosotros.
Se introdujeron en una gran sala.
A derecha e izquierda se abrían sendas puertas, pero la principal estaba frente a ellos. Había un enrejado también de oro del que escapaban unos horripilantes rugidos de fieras.
Se sintieron atraídos por los rugidos y se acercaron al enrejado. A través de él pudieron ver a varios felinos con aspecto de guepardos, pero más grandes y de colmillos extraordinarios que recordaban a los extintos macairodontes o tigres de dientes de sable. Lo que era evidente es que pertenecían a una raza desconocida. Su aspecto era de maligna ferocidad y sus ojos despedían destellos homicidas, sus colmillos aparecían amenazantes y sus rugidos sobrecogían.
—Qué felinos más extraños, jamás los había visto antes —observó Phil.
—Hacen bien en tenerles enjaulados —comentó Ben Schneider echándose hacia atrás cuando una de las zarpas trataba de filtrarse por el enrejado para herirle.
—Cuando el sol esté oculto por completo, y será dentro de muy poco, esta reja se levantará y los felinos se adueñarán de la tierra de Mudevi. La recorrerán a lo largo y a lo ancho y aquel que haya quedado sin llegar a su morada, será sacrificado por ellos.
Tras las palabras de aquel bonzo, que hablaba el inglés correctamente, Jennie exclamó:
—¡Es una monstruosidad soltar a estas fieras para que se coman a algún ciego que quede rezagado!
—Ésa es la voluntad de la diosa Mudevi y no se puede alterar.
—¿Dónde está el lama? Queremos verle —exigió Bobby con su soberbia anglosajona.
—Si queréis verle, está al otro lado de esa reja.
Fue suficiente para que a Bobby se le pasaran las ganas de ver al lama, sacerdote supremo de aquella lamasería dedicada por lo visto al culto de la diosa Mudevi.
Cuando se apercibieron, los cuatro discípulos vestidos de amarillo ya se habían alejado hacia una de las pequeñas puertas laterales. Desaparecieron por ella, cerrando tras de sí.
—¡Eh, esperen!
Swabo corrió tras ellos y cargó contra la puerta, pero era lo bastante recia como para resistir la embestida de todos juntos.
—¡Maldita sea, se han encerrado!
En aquel momento, Jennie gritó horrorizada:
—¡Mirad, la reja de las fieras se levanta! ¡Van a escapar, nos van a devorar!