Se colocaron las mochilas a la espalda y sujetaron la cuerda a los mosquetones del cinturón para quedar atados entre sí y que nadie se perdiera. De esta forma, comenzaron a correr mientras el fragor del alud se hacía cada vez más horrísono, ensordeciéndoles. Era como un gigantesco monstruo que fuera a devorarlos y rugía y rugía mientras se les acercaba.
Phil Steelman, que como siempre encabezaba la cordada, corría sin saber bien hacia dónde. En medio de la nieve que caía, era difícil discernir cuándo estarían a salvo o cuándo podían morir.
La nieve cedió bajo los pies del pesado Bobby y éste perdió el equilibrio.
—¡Socorro, me despeño!
Phil clavó su piolet en la nieve para hacer fuerza, pero Bobby había arrastrado consigo a Jennie y a Graham y como la nieve seguía cediendo en aquel suelo inestable, todos se precipitaron hacia lo que podía ser el abismo, un abismo sin fondo para ellos.
—¡Phil, Phil, tengo miedo! —le gritó Abigail.
Phil pensó en cómo había propuesto a Abigail que participara en la expedición al Himalaya nepalí. Ahora se sentía culpable por lo que le pudiera suceder a la joven maestra de cultura física.
Sus pensamientos apenas duraron fracciones de segundo. Sujetos los unos a los otros, rodaron, saltaron, se deslizaron. Eran como muñecos de goma brincando entre la nieve que se desprendía de la cima del orgulloso picacho, lanzándolos al abismo para sepultarlos y hacerlos desaparecer.
Caían y caían.
Phil no podía pensar en los demás. Sabía que cualquier bloque de hielo que alcanzara a alguno de los miembros de la cordada sería suficiente para matarlo, y cuando llegaran al fondo, si estaban vivos, serían sepultados por el alud que seguía cayendo junto con ellos. Toneladas de hielo y nieve les cubrirían para siempre y jamás serían hallados pese a que pudieran conservarse incorruptos a causa del frío.
Lo que más temía Abigail era que la pendiente terminara y apareciera una de aquellos impresionantes paredes que tanto abundaban en la cordillera, paredes verticales como cortadas a pico, de puro hielo y que se alzaban más de mil pies.
Sería como precipitarse a la calle desde la cúspide del Empire State Building de New York.
Phil cayó al vacío y luego, sobre un banco de nieve. Tras él siguieron los demás. Allí hubieran podido quedarse, quizá a salvo, pero el impulso de caída que llevaban era tan grande que Phil no pudo evitar introducirse por una garganta que terminaba en una cueva de piso totalmente helado.
Era como un río subterráneo que penetraba por aquella cueva, un río helado sobre el que patinaron perdiéndose en su negrura. De no haber sido su cauce ancho y su bóveda alta, a la velocidad con que se deslizaban se habrían matado, golpeándose contra las paredes revestidas de duro hielo.
Jennie y Abigail eran las que más gritaban. Su caída semejaba tener que terminar en el mismísimo infierno, pues continuaban deslizándose por la pendiente helada como hacia las entrañas de la tierra. No supieron cuánto tiempo estuvieron resbalando sobre el hielo, atados entre sí sin poder controlar aquel grotesco patinaje, pero, al fin, se hizo la luz y salieron de la cueva que terminaba en mitad de una pared.
El agua de aquel río subterráneo estaba helada y ellos cayeron sobre un banco de nieve en polvo que cubría totalmente el lago que recibía la cascada.
Todos estaban aturdidos, desconcertados. Jamás podrían saber dónde estaban, sólo que allí lucía el sol y no nevaba. Era como haber dejado atrás la ventisca.
—Hay que salir de aquí antes de que pueda ceder el hielo que cubre el lago donde nos hallamos.
Apresuradamente, llegándoles en algunos momentos la nieve en polvo hasta la cintura, pues se hundían en ella con mucha facilidad, dejaron atrás el lago. Jadeantes, siguieron el curso del río helado.
—Abajo parece que no hay nieve, es como un valle —observó Phil.
Descendieron por lugares muy peligrosos y sin caminos. Al fin, la nieve comenzó a escasear y el río se tornó agua corriente y saltarina.
—Parece imposible que hayamos conseguido llegar a los valles habitados —comentó el judío Ben Schneider.
—Sí, pero no es éste precisamente el camino que tomamos para la ascensión. Esta expedición ha resultado un fracaso y lo que más hay que lamentar es la muerte de Lester.
—Lo importante es que estemos vivos —gruñó Bobby, saltando entre las piedras.
Ya se habían desatado, no había peligro. Habían descendido miles de pies, hacía frío, pero ya no corrían el riesgo de congelación.
El que más y el que menos tenía un montón de cardenales en su cuerpo y las ropas con destrozos, pero estaban vivos y aquello era lo que más importaba.
Ben Schneider opinó:
—Hay que agradecer al Señor que estemos todos vivos. Parece imposible que pese a estar inmersos en aquel gigantesco y demoledor alud hayamos salvado la vida.
—¡Mirad, es un valle verde, lleno de vida! —gritó Jennie, distendiendo sus pulmones.
La vegetación comenzó a espesarse. Había árboles, entre ellos abedules y acacias.
Todos tenían en los oídos un zumbido doloroso y la jaqueca era común. El ascenso había sido muy rápido y aunque ignoraban a qué altura se hallaban, debían de estar muy bajos, habida cuenta de la temperatura y la vegetación que les rodeaba.
—Yo no puedo más —dijo Jennie, sentándose.
Descansaron y se quitaron parte de la ropa que les hacía sudar. Luego, siguieron adelante. Phil Steelman había consultado en vano los mapas; aquella región no aparecía por parte alguna.
—¡Eh, mirad, es tierra cultivada, aquí hay gente! —gritó Ben Schneider.
Siguieron adelante hasta que Phil descubrió a un ser a lo lejos.
—Allí hay un campesino indígena, está arando la tierra con un yak.
Se acercaron. El campesino ghurka seguía arando, inclinados los hombros y la cabeza.
—¡Eh, buen hombre! —llamó Bobby.
—No nos va a entender, posiblemente no hable nuestro idioma —advirtió Abigail.
El campesino se detuvo. Tenía la cabeza cubierta por una especie de capucha, parecía un fraile y no se volvió cuando los jóvenes estudiantes, casi abogados ya, se le acercaron.
—¿Entiende nuestro idioma? —preguntó Phil.
El campesino se volvió hacia ellos. Jennie y Abigail tuvieron que contener un gemido de sorpresa, angustia y miedo.
El ghurka apenas tenía carne en su cuerpo. La piel estaba pegada a sus huesos, y su rostro semejaba una amarillenta calavera, una calavera sin ojos; sus cuencas estaban vacías.
—¿De dónde venir?
Todos se miraron entre sí, preocupados, aquello se ponía feo. Ya de por sí era extraño que un campesino nepalí hablara inglés, pero lo peor eran sus cuencas vacías que les hicieron recordar de inmediato a Lester, su compañero muerto. Quién sabía dónde se hallaría ahora su cuerpo, quizá bajo el peso de miles de toneladas de hielo y nieve.
—Realizábamos una ascensión cuando un alud nos ha precipitado y, la verdad, ni siquiera sabemos cómo hemos venido a parar aquí. Un compañero nuestro ha muerto.
—Afortunado él que ya está libre de Mudevi.
Tras aquellas palabras siguió arando, guiado por sus pies que controlaban el suelo por donde iban pasando animal y arado.
A nadie se le ocurrió interrumpirle, abordarle de nuevo. Se había creado un ambiente desagradable y tenso. Era terror, miedo, pero nadie se atrevía a pronunciar aquella palabra.
—Sigamos adelante —propuso Bobby, más por deseo de alejarse del extraño y cadavérico campesino que por continuar andando, pues estaba agotado, sus fuerzas flaqueaban.
—Eh, mirad, allí a lo lejos, sobre aquella especie de monte rocoso, hay un monasterio —dijo Jennie.
—Una lamasería —corrigió Abigail—. Los monasterios del Tibet o Nepal se llaman lamaserías y rinden culto a la doctrina budista, aunque no en la misma forma que los chinos, japoneses o hindúes. La gente de este país cree en los demonios y en las reencarnaciones.
—Si ese campesino habla un poco de nuestro idioma, es seguro que allá arriba habrá un lama que lo hablará perfectamente y a través de él buscaremos la ruta del regreso —propuso Phil.
Siguieron adelante. No había camino fijo, atravesaban sembrados y pequeños grupos de árboles.
Cerca del montículo rocoso y casi inaccesible sobre el que se hallaba encaramada la lamasería, había un lago donde se deslizaban una docena de cisnes negros.
—Esto es precioso —comentó Abigail.
En efecto, el lago rodeado de sauces y abedules, con aguas límpidas y deslizándose por ellas los cisnes negros, tenía una gran belleza plástica, pero Graham no opinó igual.
—Siento que hay algo raro en el ambiente, aunque no sabría explicarlo con certeza.
—A mí tampoco me gusta esto. No soy un gallina, pero he leído que existen cultos orientales que han costado la vida a muchos occidentales. Además, lo que le pasó a Lester y ahora ese campesino… En fin, creo que lo mejor es que Phil se oriente bien con el mapa y la brújula y nos larguemos hacia Katmandu.
—Bobby tiene razón. Es mejor regresar al mundo civilizado, puesto que la expedición ha fracasado ya.
Todos asintieron a las palabras de Jennie, pero Phil objetó:
—Estamos agotados, maltrechos por los golpes. Es ya de por sí un milagro que ninguno de nosotros no tenga por lo menos fracturado un brazo o una pierna. Mañana sentiremos dolores por todos nuestros cuerpos. Nos hace falta descansar, comer bien y mañana reanudaremos el viaje.
Al pie del montículo rocoso, de casi un centenar de metros, sobre el que se ubicaba la lamasería, había un poblado con casas de piedra y techos de troncos que sostenían piedras y ramajes para escupir el agua.
Las puertas eran de madera muy gruesa y Ben Schneider observó:
—Parece como si tuvieran miedo de que les atacaran. Sus casas están reforzadas.
El poblado semejaba desierto a simple vista, pero escucharon griterío de niños a los que no vieron.
De pronto, descubrieron a una joven que avanzaba por aquella que podía llamarse calle y utilizaba un significativo bastón, tanteando como un insecto haría con sus antenas.