CAPÍTULO PRIMERO

La ventisca resultaba infernal, si es que podía dársele este apelativo. El viento, fortísimo, ululaba como una fiera gigantesca antes de devorar a sus víctimas. No tenía una dirección fija, pues ésta cambiaba, arremolinándose, mientras el polvo de nieve les envolvía, cegándoles.

Resultaba muy difícil averiguar si estaba nevando o sólo era el viento que levantaba la nieve en polvo del suelo.

La expedición regresaba, descendía montaña abajo buscando pasos ya irreconocibles, puesto que a un metro de distancia no se veía nada.

El grupo de montañeros estaba compuesto por siete estudiantes que de aquella forma celebraban su final de carrera. Sin embargo, la expedición estaba resultando un fracaso y, por si faltara poco, altamente peligrosa.

En cordada, atados los unos a los otros, caminaban lentamente tanteando el suelo con sus piolets, aunque quien lo tanteaba con mayor cuidado y atención era Phil Steelman.

Él era la cabeza de aquella especie de gusano humano que avanzaba sobre la nieve y el hielo, rodeado de los copos de nieve que subían y bajaban enturbiando por completo su visión. A intervalos, se detenía para consultar la brújula, ya que allí no había otros puntos de referencia.

Phil, que era seguido de inmediato por Abigail Johnson, una chica tan fuerte como bella, no en vano era profesora de gimnasia femenina y se estaba graduando en derecho, se detuvo tratando de mirar hacia atrás a través de sus gafas protectoras.

En ocasiones, el ulular del viento en un ventisquero semejaba la queja larga y lastimera de alguien. Se volvía para averiguar si algún miembro del grupo tenía dificultades, pero su vista no llegaba más allá de la propia Abigail.

Aquella maldita ventisca había hecho imposible establecer un nuevo campamento y, desde él, que cinco miembros partieran hacia la culminación de la cima del Dhaulagiri, altiva y hostil, que sobrepasaba los ocho mil metros de altura en medio de la cordillera del Himalaya.

Le tiraron de la cuerda y se detuvo, volviéndose.

—Alguien no puede más —le dijo Abigail ostensiblemente fatigada y casi gritando a través del cubre bocas que impedía que la nieve llegara hasta lo más recóndito de sus pulmones.

—Es Bobby —observó Jennie, la otra chica del grupo de alpinistas.

Tanteando, siempre sujeto a la cuerda, Phil consiguió llegar junto al miembro del grupo que estaba sentado en el suelo.

Bobby era el más alto y grueso de la expedición. El propio Phil Steelman le había pedido que se quedara en el campamento, a lo que Bobby se había negado. No en vano su padre, un hombre que nadaba entre millones de dólares, era quien sufragaba en su mayor parte los gastos de la expedición.

La propia Abigail Johnson, como profesora de educación física en Radcliffe y estudiante de Derecho, no tenía más dinero que el que podía gastar para seguir adelante en sus estudios. Phil Steelman se graduaba en la Universidad de Harvard por una beca que, en el fondo, le había sido concedida gracias a que era el mejor jugador de rugby.

En la cancha verde le apodaban Phil el Lobo por su forma de luchar y correr sin desmayar, sin ceder al rival un solo paso, mientras trataba de ser placado por jugadores, si no más altos que él, sí con muchísimo más peso y que, de atraparle, le harían rodar por la hierba. Pero Phil escapaba una y otra vez y a la carrera era difícil alcanzarle.

No era la carrera de un puma que a unos cientos de metros podía cansarse, si no la del lobo que podía correr millas y millas sin desfallecer, sin variar su ritmo cardíaco.

—Vamos, Bobby, hay que seguir adelante —le dijo tirando de su brazo.

—No puedo más —farfulló agotado—. Dejadme aquí y seguid, ya os daré alcance.

—No digas tonterías, Bobby, hay que continuar. Aquí no podemos quedarnos, este maldito frío nos congelaría en un par de horas y la nieve nos cubriría, jamás seríamos hallados. Esto es un lugar perdido dentro del Himalaya y aquí no va a venir ningún equipo de rescate.

Todas las palabras parecían vanas para mover los ciento siete kilos de Bobby.

Las muchachas trataron de levantarlo, pero él se negaba insistiendo:

—Es inútil, no llegaremos nunca al campamento con esta ventisca. Está muy lejos y quizá ni lo encontremos, estamos perdidos…

—No desesperes, Bobby, Lester nos aguarda en el campamento, allí hay una tienda y alimentos, es un lugar seguro.

—¡No llegaremos nunca con esta ventisca, es el fin!

—Esta expedición está resultando un fracaso —se lamentó Ben Schneider, un joven judío.

Usaba lentes de grueso cristal bajo las gafas protectoras de la nieve y era muy conocida su debilidad por el estudio de las lenguas muertas y la criptografía.

Él no era un deportista nato, ni siquiera por simple afición, pero al pensar que en aquella expedición pasarían por lugares difíciles, preñados de historia nepalí, le interesó la aventura.

Tratando de olvidar la dureza y los riesgos que acarrearía la expedición, se había interesado vivamente por participar en ella, máxime cuando no tenía que aportar ni un centavo y era nombrado cronista y fotógrafo de la misma.

—Phil, no podremos seguir adelante. No se ve nada, ni tú puedes estar seguro de que no hayamos errado el camino de regreso.

—Sí, la brújula, sin tomar punto de referencia, no es muy fiel, incluso podemos haber pasado cerca de algún depósito geológico de hierro y la aguja de la brújula habrá falseado los datos. Jamás sabremos que hay debajo de esta nieve que pisamos, es nieve eterna.

—Podríamos tratar de levantar la tienda aquí y encerrarnos dentro de ella hasta que pase la ventisca —propuso Graham, un joven enjuto y más bien huraño, con acento canadiense que trataba en vano de disimular.

Sus padres, canadienses, se habían instalado en Manhattan y apenas podían costearle la carrera.

Swabo, piel roja de Oklahoma, de familia rica gracias a los campos petrolíferos, también se graduaba como letrado, y por su naturaleza física era uno de los más resistentes del grupo.

—Graham tiene razón, es mejor plantar la tienda y esperar a que pase el temporal —opinó.

—Sí, es lo mejor, pero de estas ventiscas no podemos fiarnos. Lo mismo dura unas horas que una semana y no habrá víveres para tanto tiempo. Lester se va a poner nervioso esperándonos en el campamento.

Phil miró a Bobby de nuevo, y le vio a través de aquella maligna nieve que les envolvía tratando de cubrirlos como un sudario, y aceptó:

—Levantemos la tienda pero sin soltarnos de la cordada. El viento se puede llevar a cualquiera de nosotros en una ráfaga y no sabemos si estamos junto a un abismo o en mitad de una planicie, no hay forma de averiguar dónde nos hallamos.

La tienda de lona plástica, completamente impermeable hasta en su suelo, fue montada con muchas dificultades. El vendaval amenazaba a cada instante con arrancarla, haciéndola desaparecer entre la nieve, entre riscos tapizados de cortante hielo, pero los miembros de la expedición de la Universidad de Harvard consiguieron sujetarla al fin y esconderse dentro de ella.

Sólo cuando la puerta fue cerrada, aislados ya del exterior, respiraron a gusto. Estaban ateridos, pero se quitaron los protectores de ojos y bocas.

Phil se despojó de los dobles guantes y comenzó a preparar el infernillo de gas natural mientras Bobby pedía:

—Un trago de whisky me reconfortaría.

—Ni pensarlo, nada de whisky. Té caliente con mucho azúcar para todos es lo que irá bien. El que tenga apetito, que coma y después, a dormir, a esperar que la ventisca pase. Luego estaremos con más fuerzas para reanudar el regreso hasta la tienda de Lester. Aquélla es más grande y allí tenemos útiles de avituallamiento.

Bobby, sentado sobre su saco de dormir, gruñó, pero como nadie protestó por la negativa de Phil de que corriera el whisky, se aguantó y tomó el té como los demás. El calor del infernillo fue una verdadera estufa dentro de la tienda y transformó la nieve en líquido elemento para preparar la reconfortante infusión.

En la tienda cabían los siete, pero un tanto pegados los unos a los otros, embutidos en sus sacos de plumón e impermeabilizados.

Phil Steelman notó cómo Abigail se pegaba a él como buscando más calor y disponiéndose a dormir de esta forma. Lo mismo hicieron los demás, el calor humano allí también contaba.

Nadie hablaba, pero excepto Bobby, que roncaba, los demás permanecían despiertos, descansando física, pero no mentalmente. El viento zumbaba fuerte y la tela de la tienda temblaba mientras la nieve la azotaba implacable, como queriendo despojar a los montañeros de su cobertura que, a la vez que débil, era fuerte. Sin embargo, estaba bien sujeta y el viento no pudo con ella.

Pasaron las horas.

Jennie Ferguson abandonó su saco de dormir y se dispuso a salir al exterior. La tormenta parecía haber amainado un tanto, pero aún resultaba peligroso salir de la tienda.

—Ponte la cuerda a la cintura —le recomendó Phil— y no te alejes mucho.

Jennie sonrió. No pensaba alejarse, pero le era indispensable salir.

Afuera continuaba el vendaval de nieve. Aunque podía verse a unos metros más de distancia, todo aparecía blanco y era imposible gozar de la contemplación de un paisaje que los ojos humanos no alcanzaban a ver.

Cuando hubo terminado, se dispuso a regresar a la tienda. De pronto, descubrió una figura humana. Parpadeó, la nieve trataba de unir sus pestañas para impedirle ver. Se frotó los ojos con los guantes.

—Eh, ¿quién es usted? —preguntó dubitativa, sintiendo un miedo atávico.

Aquella figura oscura seguía en pie, quieta, sin responder. Jennie sintió un escalofrío en el espinazo que nada tenía que ver con el frío reinante.

—¡Phil, Phil, Phil! —gritó abalanzándose contra la puerta de la tienda que estaba cerrada para que dentro se conservara en lo posible la atmósfera un tanto caliente, comparada con el exterior.

Phil se apresuró a abrir. Aquella llamada a gritos hizo que todos se pusieran en pie a excepción del corpulento Bobby, que seguía roncando.

—¿Qué es lo que pasa?

—¡Ahí, ahí hay un hombre!

—¿Un hombre?

La noticia les dejó a todos perplejos. Era muy raro que pudiera haber un ser viviente en medio del temporal de nieve y viento.

La curiosidad les hizo salir a todos excepto a Bobby. En la puerta de la tienda, soportando la inclemencia del tiempo, observaron la figura humana que a unos pocos pasos de distancia se hallaba en pie, inmóvil, recibiendo la nieve que le caía encima.

—¡Eh, usted, identifíquese! —le conminó Phil.

No obtuvo respuesta. Al fin, Phil decidió ir hacia la figura para descubrir el misterio que significaba aquella aparición humana.

—¡Cuidado, Phil! —gritó Abigail—. No sabemos quién puede ser y qué intenciones trae consigo.

Phil siguió avanzando; Graham y Swabo lo hicieron tras él.

Aquella figura tenía gran cantidad de nieve encima, sobre la capucha del anorak, sobre sus hombros. Tenía los pies hundidos en la nieve hasta la mitad de la pierna.

—Debe de hacer rato que está aquí, no se mueve —observó Graham.

—Oiga, ¿se encuentra bien? —preguntó Phil.

Jennie y Abigail se acercaron también, curiosas. Al ver a sus tres compañeros alrededor de aquella figura humana, perdieron el miedo.

—Es Lester —sentenció el indio Swabo.

A manotazos, Phil le sacudió la nieve de encima, le liberó el rostro casi totalmente cubierto por la nieve.

—¡Si es Lester! —gritó Jennie—. Y había tenido miedo, qué tonta soy.

—Está muerto —observó Phil roncamente. Se produjo una desagradable tensión en el grupo.

—Pero ¿cómo habrá podido llegar hasta aquí? —se preguntó Abigail.

Graham le quitó un guante y observó con hondo pesar:

—Está hecho un témpano, todo él es un bloque helado. Debe de hacer horas que está muerto.

Phil masculló:

—No me explico cómo ha podido llegar hasta aquí para morir y cómo se ha quedado de pie como un poste clavado en la nieve.

Al quitarle las gafas y ver su rostro, les fustigó una sensación de terror.

Abigail se tambaleó y cayó sobre la nieve blanda, invadida por el mareo, mientras Jennie gritaba hasta la exasperación. Su grito halló eco en las gargantas heladas de las montañas mientras el viento seguía ululando.

—¡Dios mío, qué horror, no tiene ojos! —exclamó Graham.

—Parece que se los han arrancado —gruñó Phil.

—Debe de ser un espíritu maligno de estas montañas, quizá estemos profanando algo que desconocemos y ese algo se ha vengado en Lester —gimió Jennie.

—Debemos protegernos. No sé si será maligno o no, pero hay algo por ahí que es desagradable. No creo que el propio Lester, en un rapto de locura dentro de su soledad y en medio del temporal, se haya arrancado los ojos a sí mismo.

Phil, que se había quedado solo frente al cadáver helado de Lester, le cubrió las cuencas vacías con las gafas de protección y retornó a la tienda donde todos se estaban armando con los piolets, temerosos de que algo o alguien desconocido les atacara. En aquel momento, Bobby despertó.

—¿Qué pasa, qué es lo que ocurre? ¿Ha pasado la tormenta?

En aquellos momentos comenzaron a escuchar un rumor sordo y bronco. Era algo lejano y cercano a la vez, como si toda la tierra vibrara bajo sus pies.

—¡Es un alud, hay que ponerse a salvo! —gritó Phil Steelman.

Se miraron entre sí con miedo y desconcierto. ¿Habría llegado hasta ellos, a través de la nieve, el cadáver sin ojos de Lester para advertirles de que morirían sepultados por un gigantesco alud?