Testimonio de Guy Eckstein, nacido en la maternidad de Elna

Testimonio de Guy Eckstein,

nacido en la maternidad de Elna.

El libro que tengo aquí el honor de prologar trata de una mujer que ocupa un puesto entre los más relevantes modelos de humanidad. Se llama Elisabeth Eidenbenz y la mayor parte de su vida ha permanecido casi en el anonimato. Con razón, si hay una palabra que describe su actitud es sin duda: discreción. Y sin embargo…

Alma generosa y ciudadana del mundo, esta hija de un pastor protestante suizo, maestra en su país, apenas tenía veinticuatro años cuando acudió a España para ocuparse de los niños atrapados en la tormenta de la Guerra Civil. Y tenía veintiséis años, cuando en la primavera de 1939, tras la victoria de Franco, medio millón de republicanos atravesaron los Pirineos. Ese fue el momento en el que, con la ayuda de fondos particulares procedentes de organizaciones humanitarias suizas, creó en Elna, en los Pirineos Orientales, una maternidad improvisada bajo la égida de la Asociación de ayuda suiza a los niños víctimas de la guerra. Su finalidad era acoger a las refugiadas españolas que estaban a punto de ser madres y a las que las autoridades francesas mantenían en pésimas condiciones de alojamiento y promiscuidad, en los campos de refugiados de la costa del Rosellón. Aunque al principio no tenía ningún conocimiento específico de obstetricia y pediatría, Elisabeth Eidenbenz desempeñó, sin cejar, con gran voluntad y para mayor felicidad de las internas, su función de directora desde finales de 1939 hasta abril de 1944.

En medio de tantas privaciones y barbarie, la maternidad suiza de Elna se convirtió, gracias a la dedicación y al coraje lúcido de Elisabeth, en un islote de paz, sin duda relativa, pero, al menos, un lugar de entrega y generosidad.

Unos seiscientos niños nacieron allí, primero refugiados españoles, luego judíos y gitanos: todos ellos «indeseables», como se los llamaba entonces, a los que Elisabeth Eidenbenz, con tenacidad, mantuvo alejados de los campos de la muerte. Unos días antes de Pascua del año 1944, la Wehrmacht requisó el palacete-maternidad y dio solo tres días a Elisabeth y a sus protegidos (bebés, niños y adultos) para abandonar el lugar.

Nada más acabar la guerra, Elisabeth Eidenbenz proseguiría su periplo humanitario en Austria, donde, a iniciativa de las Iglesias protestantes de Suiza, pasó a ocuparse de los niños refugiados de los países de Europa del Este.

Yo soy uno de los beneficiarios de la actividad que Elisabeth Eidenbenz realizó en servicio de los demás y sobre todo de los más débiles.

Mi destino cruzó milagrosamente el suyo cuando mis padres, apátridas y refugiados polacos en Bélgica, huyeron del avance de las tropas nazis con la esperanza de llegar a España, vía Perpiñán. Mi madre estaba encinta y se le desaconsejó vivamente ir a dar a luz al hospital de Perpiñán, por temor a que no la aceptaran o fuera denunciada por judía y deportada con el bebé a un campo de exterminio.

Fue entonces cuando oyó hablar de la maternidad suiza de Elna, donde nací el 10 de octubre de 1941 y donde me amamantó la cocinera española, María Teresa, lo que, sin duda, explica por qué me gusta España, su lengua y su música.

Mi madre y yo permanecimos seis meses en la maternidad de Elna, mientras que mi padre se refugió en Thuir, a unos quince kilómetros de distancia. Para que pudiera eludir la deportación, unos campesinos de la zona, Juju y Tétin Capdet, aceptaron, a riesgo de su propia vida, proporcionarle un refugio clandestino en su casa. El escondrijo se encontraba encima de un establo, en un pajar.

Mi madre, que se había instalado en una casa del mismo pueblo conmigo, fue denunciada. Sin otra salida, retomó el contacto con Elisabeth Eidenbenz, quien, evidentemente, nos acogió y nos ocultó una vez más durante algunos meses. Así pues, mi madre y yo estamos doblemente en deuda con Elisabeth Eidenbenz por habernos salvado la vida.

Después de la guerra, mis padres regresaron a Bélgica. Intentaron encontrar de nuevo el paradero de su bienhechora suiza, en vano.

A partir de 1946, todos los años, volvieron con nosotros, sus hijos, cuatro al cabo del tiempo, al Rosellón, para visitar a la familia Capdet en Thuir y guardar recogimiento en el palacete, de nuevo abandonado.

En 1991 cumplí cincuenta años y acudí también con mi familia a Elna. Conseguí en el ayuntamiento una copia de mi partida de nacimiento, que estaba confirmada por «Elisabeth Eidenbenz, con domicilio en Elna, de veintiocho años de edad, directora de la maternidad suiza de Elna». Ignoraba entonces si Elisabeth Eidenbenz estaba todavía en este mundo, pero empecé una busca obstinada. Después de intensas investigaciones, fue grande mi felicidad cuando, por fin, en septiembre de 1991, la encontré viva en Austria. No me es posible referir con detalle aquel acontecimiento, pues los sentimientos que me inspiró son indecibles. Más allá del afecto mutuo que experimentamos, conservo el profundo recuerdo de una mujer que se distinguía por una compasión inmensa y por el respeto al prójimo. Después de aquello, Elisabeth escribió a mi madre:

No se puede ni imaginar mi sorpresa cuando, hace unos quince días, un señor me llamó desde Ginebra… Me alegra que guarde usted un buen recuerdo de mí. Demuestra que, en aquellos tiempos difíciles y poco seguros, pudo sentirse un poco a salvo en la maternidad… Deseo de corazón que pueda olvidar aquellos difíciles años y disfrutar ahora de sus hijos y nietos, que son la recompensa por todas las preocupaciones y tormentos que ha vivido.

Hasta entonces no se le había concedido ninguna distinción, ningún agradecimiento público, pero a ella no le importaba, hasta tal punto su naturaleza está impregnada de discreción y modestia.

El tan merecido homenaje público llegó finalmente el 22 y 23 de marzo de 2002, en Elna, en el lugar mismo donde llevó a cabo su actividad y en presencia de unos cuarenta niños a quienes ella había ayudado a nacer, entre los que me encontraba yo mismo. En esa ocasión, Elisabeth fue honrada con la medalla de los Justos entre las Naciones otorgada por el Estado de Israel y, en un mensaje leído por el representante suizo, la anterior presidenta de la Confederación Helvética, Ruth Dreifuss, celebraba «a través del ejemplo luminoso de Elisabeth Eidenbenz y de sus bebés… el recuerdo de las mujeres y de los hombres cuyo compromiso no revelaba otra motivación sino la lucha por la justicia y los derechos del hombre».

El 12 de febrero de 2006, la reina Sofía de España le impuso la Cruz de Oro de la Orden Civil de la Solidaridad por su trabajo humanitario a favor, particularmente, de los niños de la Guerra Civil de España.

En esa maternidad reinó un magnífico sentimiento de solidaridad entre mujeres de orígenes y religiones diferentes. Elisabeth Eidenbenz y sus amigos actuaron por idealismo y no por afán de medrar, de gloria o de heroísmo. Supieron desobedecer las órdenes engendradas por la barbarie, siguiendo una llamada interior que les mandaba decir no, negarse. A veces hay que desobedecer para seguir siendo un ser humano. Salvar a la humanidad combatiendo el horror administrativo mediante la generosidad del corazón: eso es lo que encarna Elisabeth Eidenbenz. Ella llevó a cabo su trabajo a riesgo de su propia vida y dio prueba de «resistencia humanitaria». Pero, por muchas familias que deban la vida y el nacimiento de su hijo a Elisabeth Eidenbenz, los deudores, los responsables son también los gobernantes y los países que no supieron responder a su grandeza de alma. A la cobardía colectiva, al silencio y, sobre todo, a la indiferencia, ella y sus amigos opusieron un notable coraje individual. Frente a todos los absurdos y los dramas que jalonan nuestra existencia cotidiana, nos han legado una enorme y sobria lección de fraternidad y humanidad, que permite seguir confiando en el género humano.

Elisabeth Eidenbenz, que vive en Rekawinkel, cerca de Viena, tiene hoy noventa y tres años y sigue volcada en los niños que sufren. Por eso, cuando en octubre pasado me llamó por teléfono para felicitarme por mi cumpleaños, me dijo que, al contrario que otros años, no me enviaría flores, sino que, en su lugar, ¡había hecho un donativo a una institución humanitaria católica para «los niños de las calles» de Moldávia!

Agradezco a Hélène Legráis la redacción de este testimonio conmovedor, más edificante y auténtico que la propia realidad histórica. Encuentra siempre las palabras justas y ha puesto al servicio de esta obra unas notables cualidades como escritora y narradora. Le agradezco que haya compuesto este himno de amor a los niños, a la grandeza de corazón y a la belleza de los paisajes del Rosellón al mismo tiempo que lega a las personas desamparadas una fuente luminosa de esperanza. A título personal, le doy las gracias por ayudarme mediante su libro a transmitir a mi familia, mi mujer, Tania, mis hijas, Sylvie, Muriel y Emmanuelle, a sus parejas y a mi nieto, Damien, el sentimiento de gratitud que debo a Elisabeth Eidenbenz.

Querida Elisabeth Eidenbenz, mi madre y yo se lo debemos todo, usted me dio la vida. En nombre de la memoria de mis padres, Hénia y Maurice, y de todas las mujeres que dieron a luz en aquella maternidad, en nombre de todos los niños que nacieron allí, gracias. Gracias de todo corazón.

GUY ECKSTEIN.

Ginebra, enero de 2007