Epílogo.

Epílogo.

Elna, 22 de marzo de 2002

—¡Te equivocas! Este no es el camino del palacete.

Lili apoyó una mano tranquilizadora sobre la de su madre, a su lado en el asiento trasero del coche.

—No te preocupes. Mira los carteles: Maternidad suiza de Elna. Es aquí.

—No pienses que porque sea vieja y necesite gafas podéis hacerme creer cualquier cosa —refunfuñó Teresa, a quien la edad no impedía que conservara su tozudez—. ¡Pasé aquí por lo menos cuatro años de mi vida!

El coche se detuvo con un ligero chirrido de frenos, apenas audible, delante de una gran verja abierta y, dejando el motor encendido, el amable joven que las había llevado abandonó el volante para ir a abrirles la puerta.

Teresa asió la mano que le tendía y salió a duras penas del habitáculo. ¡Maldita vejez! Las articulaciones le dolían y la cadera la obligaba a apoyarse en un bastón. Pero ¿qué podía esperar? ¿No iba a celebrar en tres semanas sus «ochenta y ocho primaveras», como amablemente le decía su nieto Charles?

Lili, muy elegante con un bonito traje de chaqueta azul, que la hacía más delgada, le ofreció su brazo, mientras su encantador conductor se alejaba para ir a estacionar el coche en el aparcamiento dispuesto para tal efecto un poco más lejos. A Llibertat no le gustaba conducir distancias tan largas y habían cogido el tren para llegar desde Toulouse. Era menos cansado, pero habían tenido que recurrir a alguien que las llevase desde la estación de Perpiñán a Elna.

Teresa se ajustó sobre la blusa el corazón de oro y granate, regalo de bodas de su querido Andrés, y, satisfecha con su aspecto, echó por fin una mirada a través de aquella entrada que, decididamente, no le recordaba a nada.

Fue entonces cuando la vio.

La maternidad. Blanca y roja, recortada en el cielo azul, como en su recuerdo. Pero de lado, con la terraza, alrededor de la cual se enrollaba la doble escalera, de perfil. El antiguo paseo, que bajaba recto desde la carretera de Elna a Montescut, estaba abandonado en beneficio de uno nuevo trazado por el oeste. Un ala del palacete había desaparecido por ese lado y la sustituía un gran ventanal vertical decorado con una vidriera magnífica que daba a una piscina azul turquesa. Para una anciana dama que había conocido años y años de abandono, la maternidad tenía un hermoso aspecto. Teresa notó que los ojos se le humedecían. ¡Pues vaya! ¡No se iba a echar a llorar tan pronto con lo que quedaba de día!

La inevitable tramontana, que soplaba a rachas, la obligaba a ceñirse el abrigo para que la falda no se le levantara. A su edad ya no era una visión muy apetecible.

Había ya una muchedumbre al pie de la escalera y en la terraza circular delante de la puerta de entrada. Los escasos jóvenes que había, por supuesto del brazo de un abuelo o una abuela, parecían un poco perdidos. La mayoría debían de ser, como poco, sexagenarios.

Un señor alto de ademanes desenvueltos y sonrisa amplia fue a su encuentro. Se presentó: François Charpentier, maestro vidriero de profesión y feliz propietario del palacete, donde tenía el placer de recibirlas ese gran día. Llibertat le mostró la carta de invitación que les había llegado.

—Usted es «mamá Teresa» —exclamó—. ¡He oído hablar tanto de usted! Permítame que le dé un beso.

Uniendo el gesto a la palabra, tomó el rostro arrugado de Teresa, atónita, entre sus grandes manos y, en cada una de sus mejillas ruborizadas, imprimió delicadamente un beso.

—¡Y usted debe de ser la pequeña Lili! —prosiguió, repitiendo la operación con Llibertat—. Las acompaño al interior. Las están esperando con impaciencia, ¿saben?

Abriéndoles paso entre los grupos compactos que conversaban animadamente en la escalera, las precedió hasta lo alto de la escalinata donde se encontraba el alcalde de Elna, un bigotudo jovial descendiente también de exiliados republicanos españoles, y otras personalidades con aspecto muy oficial.

Cuando llegó delante de la puerta acristalada, Teresa soltó el brazo de su hija. En diciembre de 1939 había querido entrar sola en aquel edificio, del que entonces ignoraba que iba a convertirse en su casa durante más de cuatro años. Lamentable y absurdamente orgullosa. De nuevo quería volver a atravesar sola el umbral, casi exactamente cincuenta y ocho años después de haber sido obligada a abandonarla.

Tras las detenciones de Lucie y Esther, Elisabeth había acusado el golpe, pero continuó con valor su misión; otras madres y otros hijos seguían necesitándola. Teresa, hundida, pisaba sus huellas para remontar la pendiente y recuperar la energía con el objetivo de ser útil a la vida del palacete y de sus huéspedes. Se obligaba incluso a sonreír. Por Lili y Joseph.

Semana tras semana, Marruecos era el escenario de nuevos nacimientos; Elisabeth llevaba la cuenta. Habían llegado exactamente a quinientos noventa y siete cuando, en abril de 1944, los alemanes volvieron. Aquella vez no pretendían detener a nadie. El palacete había sido requisado; sus ocupantes tenían tres días para abandonarlo. ¡Tres días! Entre las llamadas telefónicas, los camiones que era preciso encontrar, las cosas para embalar, la mudanza fue un auténtico zafarrancho de combate. Había que trasladar el material, al personal, a las mujeres y a los niños a una nueva casa de acogida en Aveyron. Elisabeth propuso a Celia y a Teresa que se marcharan con ella, pero ambas declinaron la invitación. El marido de Celia seguía en Alemania y ella prefería no alejarse de España más de lo que ya lo estaba. Por su parte, Teresa quería, desde luego, permanecer cerca de Andrés, todavía con los maquis en las montañas. Fue así como se separaron sus caminos el día de Pascua.

Celia había encontrado trabajo con una familia de Elna, que la trataba bien. Teresa había optado por instalarse en Perpiñán con «sus» dos hijos. No se quedaron mucho tiempo: el 19 de agosto, la resistencia liberó la ciudad. Andrés desfiló con sus camaradas, con el arma al hombro y paso marcial a lo largo de los quais y la place Arago, al ritmo de los vivas de la población. Entretanto, los alemanes se marchaban del departamento, hostigados por los maquis, los FTP y FFE [32]. Para ellos era el final. El 25 de agosto, el general De Gaulle entraba en París, liberado a su vez por la segunda división blindada del general Ledere, quien contaba en sus filas, en la novena compañía, con soldados españoles.

De vuelta a la vida civil y a su «ampliada» familia, Andrés decidió que se marcharan a la zona de Toulouse, donde los exiliados españoles eran numerosos y estaban organizados. Ni hablar de atravesar los Pirineos: la derrota de las fuerzas del Eje no acarreó la caída de Franco como los exiliados de la retirada habían ansiado.

Andrés recuperó su profesión de maestro. Dado que su condición de apátrida le vedaba la enseñanza pública, la ironía del destino quiso que encontrara trabajo en un colegio católico, gracias a un cura, ¡que había desempeñado un importante papel en la resistencia local!

Pasito a pasito, Teresa atravesó la gran sala octogonal, donde había pasado tantas horas, hasta llegar al hueco de la escalera, con Llibertat tras ella. Al levantar la vista, se quedó un poco decepcionada por no ver un trozo de cielo azul y nubes pasando a merced del viento a través de la cristalera del tejado; los techos de cristal no habían resistido el paso del tiempo; habían sido sustituidos por planchas de madera. En lugar de proceder de arriba, la luz entraba a raudales por las grandes cristaleras del lado oeste. En la pared blanca, una fotografía mostraba el aspecto del edificio antes de la restauración. Estaba en un estado muy lastimoso. ¡Hacía falta ser un artista como monsieur Charpentier para pensar que era posible resucitarlo! Este estaba explicando a Llibertat con su voz dulce y entusiasta cómo se había prendado de aquella ruina y cómo, totalmente por azar, se había enterado de su historia. Teresa cerró por un instante los ojos. El sol le calentaba la mejilla a través de la vidriera iluminada como cuando subía para aislarse en el campanil y contemplaba la barrera de Les Albères, que la separaba de su país. ¡En ese momento sería completamente incapaz de subir! Pero, si se concentraba, quizá oyese de nuevo los gritos y las risas de los niños que habían correteado entre esos muros, revoltosos y despreocupados de la realidad terrible que les esperaba fuera.

Sin embargo, el barullo de las conversaciones ahogaba su recuerdo. Volvió a abrir los ojos.

Su mirada se detuvo entonces en una anciana (Lili se burlaba siempre de ella cuando empleaba esa expresión: «¡Esa señora debe de tener tu edad, mamá!»), que se había puesto casi de rodillas para acariciar un peldaño de mármol de la escalera.

—Gracias a él me quedé aquí —la oyó murmurar—. La señorita Isabel me había visto fregarlo y me preguntó si quería ayudar en la limpieza y en el cuidado de los niños.

¿Era posible? Teresa se acercó, casi intimidada.

—¿Celia?

Claro que era ella. Y la que la sostenía era, por supuesto, ¡su Celita! Cayeron las unas en los brazos de las otras, bajo la mirada enternecida de monsieur Charpentier.

—Tengo otra sorpresa para ustedes —les advirtió mientras se enjugaban discretamente los ojos con el pico del pañuelo—. ¡Miren a quién les traigo!

Y, como un mago que saca un conejo de su chistera, agarró al vuelo a un señor de edad madura de aspecto muy respetable, con su americana y sus gafas, que parecía muy emocionado.

—¿No lo reconocen?

Teresa escrutó aquel rostro que le recordaba vagamente al de alguien. Pero ¿a quién?

—Su mamá, Hénia, ha ido a sentarse un momento en la sala de atrás.

—¡Guitou!

Eran demasiadas emociones. Teresa vaciló y el señor que se parecía tanto a Maurice Eckstein, ahora se acordaba, se apresuró a ofrecerle una silla, mientras François Charpentier hacía lo mismo con Celia. Ambos empezaron a contarles, dándoles afectuosos golpecitos en la mano para que las dos ancianas se recuperaran, cómo el vidriero había anunciado un día la compra del palacete en la farmacia a la que solía ir en Saint-Cyprien y cómo la mujer del farmacéutico exclamó: «Pero ¡si ese es el palacete de Guy!». La señora no era otra que Francette, la pequeña Cécette, la hija de Juju y de Sébastien Capdet, que habían ocultado a monsieur Eckstein durante toda la guerra. Desde entonces, Guy y sus padres, que habían regresado a Bélgica, volvían todos los años a los Pirineos Orientales para visitar a aquellos hacia los que profesaban un agradecimiento eterno y ver cómo iba cayendo lo que quedaba de la maternidad cada vez más ruinosa. Guy, que había hecho carrera en las Naciones Unidas, primero en Madagascar y luego en Ginebra, donde ocupaba un puesto importante, se había prometido que un día compraría aquel edificio al que debía dos veces la vida. ¡François Charpentier había sido más rápido que él!

—¿Saben que él es el responsable del reencuentro de hoy? —retomó su anfitrión—. Guy me informó de lo que había ocurrido en este palacete y todo el mundo había olvidado y, además, ha encontrado a Elisabeth.

Aquel nombre bastó para que Teresa se estremeciera. De alegría. De agradecimiento. Había perdido el rastro de su bienhechora cuando esta dejó L’Aveyron después de la guerra. En la última carta que había recibido, Elisabeth le decía que se iba a Austria a ocuparse de los niños de los refugiados de los países del Este. ¡Más hijos!

—¿Va a venir también? —inquirió con voz acuciante.

Mientras Guy asentía con una sonrisa, Teresa se volvió hacia su hija.

—Lo sabías, ¿verdad? ¿Por qué no me lo has dicho?

—Guy no estaba seguro de que hiciera el viaje. Vive al lado de Viena, en Austria, está lejos. Madame Elisabeth dudaba, el trayecto le parecía demasiado cansado. Yo no quería que te decepcionaras.

Teresa replicó al punto, con la voz firme, segura:

—Elisabeth nunca me ha decepcionado. ¿Llegará pronto?

Los dos hombres confirmaron con una misma voz.

—Han ido a buscarla al aeropuerto de Barcelona y está descansando un poco antes de venir a la maternidad. No sabe que son tantos quienes la esperan y tampoco que la cónsul general de Israel en Marsella va a otorgarle hoy mismo ¡la medalla de Justo entre las Naciones!

Teresa se llevó a la boca una mano temblorosa. Aquella vez sintió que las lágrimas se desbordaban. ¡Qué más le daba si la tomaban por una vieja loca! ¡Qué hermoso día estaba viviendo!

Los niños nacidos en la maternidad eran cada vez más numerosos: Pepita, siempre tan vivaracha, que entabló de inmediato una animada conversación con su «hermana mayor» Llibertat; Consuelo, delgada y elegante; Sergio, que era el presidente de FFREEE, la asociación local que reagrupa a los descendientes de los refugiados republicanos españoles; Andrea, la hermana del desdichado Sabiniano; Narcisse, el niño que se curó milagrosamente con la patata dulce, que se había convertido en joyero en la costa; Anito, al que habían puesto un nombre español para que no se supiera que era un judío polaco; Antón, cuyo nacimiento Elisabeth no había declarado hasta el día siguiente, el 21 de abril de 1942, porque el 20 era el cumpleaños de Hitler, y Pedro y Encarnación. María y su hijo Felipe habían venido de México. Pobre María, que se había ido del palacete a finales de 1942 para ir a reunirse con su marido al otro lado del Atlántico y lo había encontrado allí con otra mujer y, por si fuera poco, embarazada de él. Pero ese día, María resplandecía al ver cómo Felipe abrazaba a su «hermano» Wladimir. ¡Qué triste historia también la de aquel niño de la rusa Perla! Su madre había sido detenida en Lyon y deportada. A él lo confiaron a una familia que lo maltrató y además le ocultó su pasado. No supo quién era ni quién era su madre hasta mucho más tarde y desde entonces buscaba desesperadamente en internet cualquier información sobre Perla, desaparecida también en el horror de los campos, y sobre sus orígenes.

Teresa por poco no reconoció a Remei, cuyo luminoso rostro bajo el pelo corto peinado hacia atrás le recordó lo joven que era la modista de Badalona cuando dio a luz a Rubén. ¿Sabía él, mientras sonreía cogido del brazo de su madre, que estuvo a punto de llamarse Robert? Sin duda, ese nombre habría sonado peor para su carrera de profesor de guitarra española.

Guy acababa de caer en los brazos de María Teresa, la cocinera que lo amamantó. Remei había sacado de su bolsillo la aguja de ganchillo que su Joan, ya desaparecido como Andrés, le había fabricado cortando un trozo de la alambrada del campo de Argelès. En ese momento llegó alguien a quien Teresa aguardaba desde hacía un buen rato y que por fin se reunía con ellos. Se inclinó y le dio un beso con afecto.

—¿Te acuerdas de Joseph? —preguntó Teresa volviéndose hacia Celia—. ¡Ya no es el bebé al que hacías mimos! —Orgullosa añadió—: Es primer violín en la Ópera de Montpellier.

Joseph se agachó para besar a su antigua nodriza, al tiempo que se disculpaba por haberse retrasado un poco, pero había mucho tráfico en la autovía, ¡ya saben cómo se pone! Era un chico encantador. Estaba perdiendo el pelo y echando barriga, pero seguía teniendo ese carácter dulce y solícito, que, sin duda, había heredado de aquel padre al que nunca había conocido.

Mientras iba a saludar a su hermana y a «entablar de nuevo» relación con sus compañeros de nido, Celia se inclinó sobre su amiga.

—Entonces, Esther…

No se atrevió a terminar la pregunta. Teresa, con el rostro de pronto ensombrecido, asintió con la cabeza.

—Andrés acabó averiguando, a través de sus camaradas, lo que había ocurrido. Esther no cometió ninguna imprudencia como temíamos; era su contacto con la resistencia, al que seguían. Fue detenida y deportada. Nunca volvió. Ni ella, ni su marido, ni nadie de la familia. Según parece, todos murieron en Auschwitz. Cuando los campos fueron liberados, la busqué por todas partes. Fui incluso a París, adonde llegaban los convoyes, y a Lille, donde vivía antes de la guerra. Escribí a todos los organismos imaginables, consulté listas interminables, nada. Removí cielo y tierra, créeme. Durante años me negué a darme por vencida. ¿Estaría tal vez hospitalizada en alguna parte? Finalmente tuve que admitir la realidad. De todos modos, si hubiera estado viva, se habría puesto en contacto conmigo; había dejado mi dirección por todas partes.

Un rumor que se expande. Exclamaciones que proceden de la escalinata.

—Al mismo tiempo —completó Teresa mientras Joseph se acercaba para ayudarla a levantarse—, intenté encontrar a Lucie. Pero ella también desapareció.

—¡Qué tragedia! —murmuró Celia con el rostro crispado—, ¿Lo sabe madame Elisabeth? Ella que hizo tanto por cuidarnos…

No tuvieron tiempo para demorarse en aquellos tristes pensamientos. Por todas partes las apremiaban: rápido, rápido, estaba llegando madame Eidenbenz. Las madres y sus hijos nacidos en la maternidad tenían que colocarse en primer lugar en la escalinata. El alcalde de Elna no había podido localizarlos a todos, claro está, y las madres, sobre todo, eran poco numerosas, dada su edad. A Teresa le habría gustado ver a Susana, por ejemplo. Pero por mucho que examinó los rostros envejecidos, fatigados, arrugados, ninguno le recordaba a la chiquilla demasiado maquillada con la que había llegado al palacete. No importaba, puesto que iba a ver de nuevo a Elisabeth.

Era tan bajita y menuda como recordaba. Incluso más, porque se había achaparrado con la edad y, como Teresa, se apoyaba en un bastón mientras Guy, radiante, la sostenía por el otro lado, para ayudarla a subir los escalones. Sus cabellos nevados ya no estaban trenzados en corona alrededor de la cabeza, pero su mirada no había perdido su vivacidad y su inteligencia cuando, con la cabeza levantada, miraba con detenimiento el caserón que, durante aquellos años tan sombríos, ella había convertido en un refugio y un remanso de paz, al que regresaba por primera vez. Teresa percibía su emoción en el ligero temblor de la comisura de sus labios. También a ella le costó contener las lágrimas. A tientas, buscó sobre su pecho el corazón de Andrés y lo apretó fuerte entre los dedos, que la artritis había vuelto nudosos y rígidos. ¡Vamos, soldado, no era el momento de derrumbarse! Hizo un esfuerzo para serenarse y dirigir una sonrisa animosa a Llibertat y a Joseph, que la rodeaban atentos.

Guy y Nicolás García, el alcalde de Elna, estaban presentando a Elisabeth a las personalidades llegadas para honrarla aquel día en el mismo lugar en el que ella había entregado tanta energía, tanta compasión y tanto amor. Elisabeth respondía a su saludo con un movimiento de cabeza; las grandes palabras y las relaciones sociales nunca habían sido su fuerte. A Teresa le habría gustado que fueran todavía más numerosos los que le rindieran aquel homenaje, que seguramente, por lo que la conocía, Elisabeth nunca se habría esperado, pero que merecía cien veces. Seiscientas veces.

Por fin, todas las autoridades terminaron de inclinarse sobre su mano apergaminada y llegó el momento que Teresa estaba esperando desde que se había enterado de su llegada. Sus miradas se encontraron.

Si es cierto que los ojos son los espejos del alma, la de Elisabeth no tenía ni una arruga. Fue como si los años que habían transcurrido no hubiesen sido más que minutos. Se abrazaron durante largo rato.

—¡Qué bien encontrarnos aquí, juntas! —suspiró Elisabeth soltándose, como a disgusto.

—¿Tienes familia, hijos, nietos? —preguntó Teresa al tiempo que se secaba las mejillas mojadas por aquellas lágrimas deliciosas.

La pregunta había sido un mero convencionalismo para poder presentar a continuación a los suyos. Estaba casi segura de conocer la respuesta: Elisabeth ya se la había dado muchos años atrás.

—Tengo los de las demás —repitió, efectivamente Elisabeth—, los que he ayudado a traer al mundo y ¡son tan numerosos!

—Hoy aquí hay más de treinta. Y, entre ellos, los míos, Lili y Joseph.

El hermano y la hermana se adelantaron muy emocionados. Elisabeth los besó sin hacer comentarios. El modo con que Teresa había dicho los «míos» lo había dejado claro.

Las demás madres y niños se acercaron a su vez. Elisabeth pasó de brazo en brazo, de besos a nombres susurrados al oído, de sonrisas a lágrimas, muchas lágrimas. Y a continuación la llamaron; había llegado el momento de imponerle la medalla de los Justos. Pero, antes de ocupar su puesto en la gran mesa alrededor de la cual estaban ya sentadas las autoridades, Elisabeth retuvo a Teresa un instante del brazo.

—¿Lo sabe? —preguntó en voz baja señalando a Joseph con la mirada.

—Cuando comprendí que Esther y su marido no volverían, no pude decidirme —confesó Teresa con repentina gravedad—. Joseph era un niño rodeado de amor, contento de vivir, ¿tenía que anunciarle en un mismo día que yo no era su madre y que la suya había muerto, víctima de la barbarie de los nazis? ¿Perder a dos madres de una sola vez?

—¿No sabe nada de Esther?

—Conoce la triste historia de la joven judía que era mi amiga. Se la he contado a menudo a Lili y a él. Cuando tenía ocho años, Joseph me dijo: «Querías mucho a Esther, mamá». ¿Qué podía responder? Le dije: «Sí, mucho. Era muy valiente».

Elisabeth aumentó la presión sobre su brazo.

—Ahora es adulto y padre de familia. Tiene el derecho de saber, Teresa. Es el lugar adecuado y el momento adecuado.

Como de costumbre, tenía razón. Teresa inclinó la cabeza.

—No había decidido nada, pero creo que en el fondo es lo que estaba pensando.

Teresa sacó del bolsillo de su abrigo el cepillo con mango de plata con el que había desenredado tan a menudo la espléndida cabellera de Esther, quien se lo había dejado olvidado en su habitación en el palacete, apremiada como estaba por ir a intentar liberar al hombre que amaba.

El palacete de En Bardou, donde estaba instalada la maternidad suiza, fue comprado de nuevo el 1 de julio de 2005 por la ciudad de Elna, gracias, particularmente, a una gran suscripción popular.

El objetivo es continuar la obra de Elisabeth Eidenbenz, creando allí un «albergue humanitario» para acoger a las mujeres y a los niños víctimas de los diversos conflictos que tiñen de sangre nuestro planeta.