Capítulo 9.

Capítulo 9.

¡Pero ha perdido la razón!

Teresa había cogido del brazo a la directora en el momento en que pasaba por delante de ella, al pie de la escalera. Inclinada sobre su oído, le hablaba en voz baja para que nadie más la oyera, pero no por ello su tono era menos acuciante.

—¡Hacer venir a un rabino de Nîmes a Elna en los tiempos que corren! ¡Es una locura!

La señorita Isabel intentó calmarla.

—No hay por qué preocuparse. ¡Estamos en la zona libre!

Pero hacía falta mucho más para tranquilizar a Teresa.

—¿Durante cuánto tiempo? Por lo que sé, hasta ahora Hitler nunca se ha contentado con una conquista a medias. En cualquier caso, la política antijudía de Vichy no tiene nada que envidiar a la de los alemanes. Obliga a ese hombre a correr grandes peligros.

—Pero él estaba dispuesto a venir. Y para Hénia y su marido era importante.

Esa vez a Teresa le costó no traspasar el velo del susurro.

—Su marido también corre un enorme riesgo; a Maurice Eckstein lo están buscando. Lo han denunciado y ha tenido ya mucha suerte de escapar a la redada. A estas horas debería haber ingresado en el campo de Rivesaltes. En cambio, vive oculto desde hace meses en casa de unos franceses de gran corazón, que, por otra parte, corren tanto peligro como él, y ahora se le ocurre salir de su refugio para venir a la maternidad y asistir a la circuncisión de su hijo. Y hay más. Por lo que nos acaban de contar, el señor y la señora Wettreich, la pareja de amigos judíos que lo acompañan, también viven en la clandestinidad, en Perpiñán, escondidos en la casa de un pastelero[9] muy conocido en la ciudad. Podrá decir lo que quiera, pero a mí todo esto no me parece razonable.

—Si no hiciera más que cosas razonables, ¡usted no estaría aquí, Teresa! —sonrió la directora.

—Y nunca podré agradecérselo lo suficiente. Gracias a usted, Lili y yo estamos a salvo. Pero ¡esa gente, se meterá en la boca del lobo!

Teresa se encendía. Sin darse cuenta, sus dedos estaban oprimiendo el antebrazo de Elisabeth, que se soltó con suavidad.

—La circuncisión es un acontecimiento importante en la vida de un niño judío. Es entonces cuando recibe su nombre. Es una especie de bautismo que renueva la alianza entre Dios y el pueblo hebreo. ¡No es un capricho!

Este era uno de los raros motivos de divergencia entre ellas: como buena hija de pastor, la señorita Isabel consideraba esencial el bautismo, aunque no obligaba a nadie, mientras que Teresa, educada en un ambiente anarquista, lo desechaba de buena gana. A poco que lo pidiesen las madres, la directora se afanaba entonces para llamar al arcipreste de Elna o a algún pastor protestante que ella conociera a fin de bautizar a los niños de la maternidad, en presencia de las «internas», en la gran sala octogonal de la planta baja. Aquella costumbre había provocado ya algunos casos curiosos: Asunción, por poner un ejemplo, sentía tal admiración por la mujer que la había ayudado a traer al mundo a su hijo que quiso, aunque era católica, ¡bautizarlo por el rito protestante!

Y, por supuesto, a Elisabeth ni se le habría imaginado no conceder ese mismo derecho a los israelitas a pesar del peligro que se corría.

A Teresa le habría gustado replicarle, pero la directora se alejaba ya con paso apresurado para ver si Hénia estaba lista. Subió la escalinata pegada a la pared para no ensuciar los escalones que Celia estaba limpiando con la meticulosidad de costumbre. En la misma medida en que Teresa carecía de las cualidades de un ama de casa ejemplar, como decía con mucho tacto la directora, Celia era una obsesa de la limpieza, de modo que lavaba y fregaba hasta que todo brillase y reluciese. Como decía la otra María, la madre del pequeño Felipe: «Por donde pasaba Celia, ¡se podía comer directamente del suelo!».

Cada una a su manera, las dos mujeres se habían vuelto indispensables y la señorita Isabel había decidido mantenerlas en la maternidad. En esa época se producían unos treinta nacimientos al mes y se precisaban refuerzos. El nido estaba lleno y, como cada mamá se marchaba con el capazo de su bebé, hacían falta más cucos. Así pues, Juan tuvo que construir unas cunas rudimentarias, que eran más parecidas a las cajas en las que Maguy ponía las verduras en el mercado, pero que tenían la ventaja, al ser más grandes, de poder acoger a dos niños, uno con los pies a la altura de la cabeza del otro. Aquellas camitas dispuestas en corona, delante de la ventana, en la habitación octogonal semejante a la de la planta baja, con un orinal esmaltado blanco al pie de cada una en el suelo, formaban una imagen tierna.

María se había ofrecido voluntaria para ayudar a las enfermeras que seguían acudiendo desde Suiza por turnos, de tres a seis meses, y se ocupaba principalmente de lavar y vestir a los bebés. Celia, más reservada, le echaba una mano por la mañana y se dedicaba a continuación a las tareas domésticas, en las que sobresalía. Huérfana de madre a los ocho años y con cuatro hermanos, había aprendido muy pronto a llevar una casa. No tenía rival a la hora de planchar y almidonar las tocas y los delantales blancos de las enfermeras. Ponía en ello todo su corazón, feliz de haber finalizado su peregrinaje.

Había que reconocer que al lado de Teresa, Celia era, a su pesar, una gran «viajera». ¡Imagínense! Originaria de Madrid, había huido del avance franquista hasta Barcelona, antes de pasar la frontera por Puigcerdá, en la Cerdaña. Muy coqueta, había hecho el viaje con un abrigo de cuello de piel y tacones, lo que lamentó enseguida, pues sus zapatos apenas la protegían del frío, totalmente helador en las altiplanicies nevadas. A continuación, los condujeron hasta la costa y, tras innumerables torceduras, entró en contacto con la arena helada de Argelès. Además, como ese año el aiguat había inundado el campo de internamiento de las familias, la trasladaron a una prisión de Niort, en Deux-Sèvres, donde se pasaba los días tejiendo calcetines para hombres, lo que le permitió al menos ganarse cuatro cuartos. Su marido, José, interno en Gurs, encontró entonces un trabajo de conductor en un arenal en Lodève y Celia fue a reunirse con él. Allí fue donde se quedó encinta, pero como los alemanes se acercaban, fue enviada de nuevo al campo de Le Barcarés, mientras que a José lo movilizaron para ir a trabajar a Alemania. Celia cayó enferma y tenía la moral por los suelos. Su llegada a la maternidad le permitió recuperar a la vez la salud y un poco de tranquilidad de espíritu. Estar rodeada de matronas y enfermeras la tranquilizaba; ya había perdido un hijo, un niño de tres meses, en la huida de Madrid a Valencia y no quería bajo ningún concepto que volviera a ocurrir.

Su «Celita» había nacido el 14 de febrero anterior y velaba por ella como una loba. En ocho meses cumplidos, la niña era una auténtica muñeca con vida para Llibertat, que, desde lo alto de sus veinte meses, disfrutaba jugando a las mamas con ella.

Teresa subió también algunos escalones, con mucho cuidado de no poner los pies en la parte mojada.

—Bueno, Celia, estarás de acuerdo conmigo. ¿No es una locura esto de la circuncisión?

Celia se encogió de hombros sin responder; jamás discutía las decisiones de la señorita Isabel, a la que reverenciaba igual que a una santa. Si la directora estaba conforme, ¡ella también!

—Además —insistió Teresa—, por lo que he podido saber mientras discutía con ella, ¡ni Hénia ni su marido son practicantes!

Esta vez, Celia se libró de responder porque se acercaban unos hombres que se dirigían al dormitorio-despacho de la directora, donde iba a celebrarse la ceremonia. El padrino, el señor Wettreich, llevaba una silla alta de bebé, que debía de representar la del profeta Elias. El rabino, un hombre curtido con un fino bigote moreno, sujetaba en la mano un maletín que contenía, sin duda, los instrumentos destinados a la operación. El señor Eckstein, tocado como los otros dos con un casquete de terciopelo negro, se arregló la corbata; estaba un poco pálido a decir verdad. Teresa aguardó a que hubieran pasado para lanzar un último dardo:

—Y, además, ¿no te parece cruel lo que van a hacerle a ese pobre niño? ¡Cortarle el prepucio, así en carne viva! ¡Y pensar que apenas tiene diez días!

¿Se quedó Celia contrariada por lo que iba a ocurrir o porque su amiga había empleado el término «prepucio», que una española como es debido no pronunciaba jamás? En cualquier caso, sufrió un ligero sobresalto, pero no por ello dejó de bruñir a conciencia la escalera.

Como cada vez que estaba contrariada o irritada, Teresa sentía la necesidad de salir a tomar el fresco.

—Voy a pasear a la mainada [10] .Hace bueno, hay que aprovechar antes de que llegue el mal tiempo. ¿Quién sabe si, de aquí a finales de mes, no tendremos otro diluvio, como el año pasado? ¿Te vienes?

Celia levantó la cabeza, tentada. Pero todavía le quedaban varios escalones por fregar y quería que estuviera seco cuando bajaran todos de la habitación de la directora. ¡Solo faltaría que uno de ellos resbalara en el mármol húmedo y se hiciera daño por su culpa! Sacudió la cabeza y retomó el trabajo con brío.

—¡Qué se le va a hacer! —suspiró Teresa—. Pero me llevo a Celita; me parece que está un poco paliducha últimamente.

Daba gusto ver cómo reían y parloteaban en el carrito. Llibertat se las daba de mayor. Se había lanzado a un discurso, como poco incomprensible, en aquella jerga que solo entendía ella, pero en la que empezaban a reconocerse algunas palabras como «mamá», «papá», «Lili». Emergían a la superficie de aquel magma confuso como los guijarros de Pulgarcito, que la ayudarían, paso a paso, a encontrar su camino hacia un idioma más comprensible. Los más pequeños parecían disfrutar con la actuación; la celebraban con unos agudos grititos, que inevitablemente recordaban a Teresa los de las gaviotas por encima de los barracones de Argelès.

Había conseguido meter en el pesado cochecito, además de a su hija y a la de Celia, a Felipe, el hijo de María, y a Pepita, la niña de Josefa, que se había curado de milagro. Iba a cumplir diez meses y, al verla agitándose para intentar agarrar el lazo blanco que adornaba el pelo de Celita, ¿quién habría podido imaginar que habían creído que la perdían? No obstante, era un hermoso bebé cuando volvió con su madre al campo de Rivesaltes, donde la esperaban ya una hermana mayor de siete años y un hermano de cinco. Pero la vida en la barraca 29 —la que les habían asignado— era muy dura. La enfermedad iba a golpear aquellos cuerpecitos debilitados por el hambre. Una rata llegó a arrancar incluso un trozo de la oreja del bebé. La pequeña Pepita estaba tan débil que ya no sostenía la cabeza. La muerte cavaba unas sombras azuladas en su pálida piel. La pusieron en una caja de zapatos. No había nada que hacer.

Pero Josefa, su madre, no lo veía de la misma manera. Herida en un brazo durante el bombardeo de Barcelona, flaca, agotada por las sucesivas estancias en los campos de Argelès, Saint-Cyprien y finalmente Rivesaltes, encontró todavía fuerzas para negarse con obstinación a que cerrasen la tapa.

—Mientras esté caliente, no está muerta. Ya habrá tiempo de sellar el ataúd cuando esté fría. Si su vida no tiene que durar más que unos instantes, dejémosla que los viva hasta el final. Seré yo quien la cierre.

Por lo pronto, la niña seguía con vida seis horas después. La sacaron de la caja y Josefa consiguió que la llevasen a Elna. Allí su piel recuperó rápidamente un bonito color rosado y ella gritaba con toda la potencia de sus pequeños pulmones su deseo de vivir. La obstinación de Josefa había salvado a su hija.

Como ocurría a menudo, la «resucitada» había recibido al nacer el nombre de su madre, pero, en realidad, la llamaban Pepita, un apodo que chisporroteaba como ella. ¡Un auténtico diablillo!

Teresa compartía el asombro de la señorita Isabel, que se confesaba siempre sorprendida al comprobar cómo esos bebés, tan frágiles en apariencia, poseían a veces una fuerza insospechada en ellos, capaz de dar la vuelta a los pronósticos más pesimistas. El álbum de fotografías de la directora se hacía día tras día más grueso. El 25 de junio, las matronas le dejaron el honor de encargarse del parto número trescientos, que había resultado ser doble: unos mellizos, niña y niño, a los que llamaron Carmen y Salvador. La vida encontraba su camino.

Mientras Lili seguía parloteando ante su extasiado auditorio, Teresa empujaba el cochecito por el arcén de la carretera a lo largo de los árboles que, poco a poco, se engalanaban con los colores del otoño. Las hojas de los plátanos se teñían de oro antes de transformarse en bronce mate; las de los melocotoneros, todavía verdes, veían cómo su extremo se volvía cobrizo en una curva punta de lanza que parecía amenazar la tierra fértil.

Solo cuando Teresa hizo por segunda vez el recorrido de ida y vuelta se dio cuenta de lo que, inconscientemente, estaba haciendo: al tiempo que paseaba a los niños, montaba guardia, al acecho de un coche que, tal vez, reduciría la velocidad ante la verja y del que saldrían unos policías de civil o de uniforme. Se paró en seco. ¿Es que era tonta? En primer lugar, su comportamiento inquieto, aunque involuntario, era el modo más eficaz de llamar la atención sobre lo que estaba ocurriendo en el palacete aquel día. Además, después de que el paseo la hubiese ayudado a recuperar la calma, tenía que admitir que una vez más se había acelerado demasiado y que la señorita Isabel tenía razón: los Eckstein habían elegido correr ese riesgo por un acto que consideraban importante, como ella misma, Teresa, lo había hecho al ir hasta Prades con Llibertat para ver a Andrés, que también había salido durante unas horas de la clandestinidad. ¿Con qué derecho condenaba ella su elección?

Hénia, que al contrario que su marido hablaba un francés excelente, le había contado cómo uno y otro, de niños, habían dejado Polonia, donde los pogromos se multiplicaban, y se habían ido a Bélgica, donde sus familias habían creído encontrar por fin la tranquilidad. Fue allí, en Charleroi, donde se conocieron y se casaron. Maurice vendió gemelos antes de establecerse como diamantista en Amberes. Pero su tranquila vida fue brutalmente interrumpida por la llegada de los alemanes y un rótulo en la luna de un restaurante en el que tenían intención de cenar: Prohibida la entrada a los perros y a los judíos. De nuevo la huida, los muebles vendidos, atravesar Francia de norte a sur en un vagón de ganado, el hotelito de Perpiñán, luego la casa alquilada en Thuir, el ruido de botas en la calle cuando todavía no ha despuntado el alba, el vecino caritativo que sale a barrer delante de su puerta y oye la decepción de la jauría: «El pájaro ha volado», y la nota dejada a la vista por Maurice: «Me voy con destino desconocido», antes de subir al pajar de la familia francesa, que le había ofrecido de manera espontánea un refugio, y desaparecer, el hospital de Perpiñán donde más vale no ir, le dicen, cuando se es judía y Hénia que llega a la maternidad con su abultada tripa el mes de julio anterior… ¡Uno y otro habían vivido ya lo suficiente para saber lo que hacían!

Teresa volvió a encaminarse hacia la verja. Iba a entrar de nuevo en el palacete, a felicitar a los dichosos padres y a compartir su alegría. Nada debía ensombrecer ese hermoso día.

El corazón le dio un vuelco cuando, en el momento de entrar en la alameda, vio que alguien aparecía por la carretera, dirigiéndose hacia ella. Durante un instante que le pareció interminable, se imaginó lo peor: la policía, una redada. Pero se trataba simplemente de Azucena en su bicicleta, que llevaba al pequeño Sergio al palacete para una revisión.

Durante los primeros meses, la historia de todas las madres era casi la misma: tras la retirada, habían ido a parar a un campo de internamiento adonde había acudido a buscarlas la señorita Isabel; en cambio, ahora, con el transcurso del tiempo, todas tenían trayectorias diferentes y muy agitadas, incluso las españolas. Elvire, por ejemplo, que debía su nombre a un antepasado francés, había llegado desde Casefabre, un pueblecito al sur de Ille-sur-Tét, donde su marido trabajaba cortando madera, para dar a luz a la guapa Encarnación. Azucena, por ejemplo, que en ese momento llegaba en bici, no se había quedado en el departamento tras entrar en Francia siguiendo la vía del ferrocarril por el túnel de Balistres, en Cerbère; la habían enviado directamente a Le Cher, al castillo de la Brosse, sin pasar por las arena de los campos de internamiento de las playas. Cuando se enteró de que su marido, Fernando, capitán en el ejército republicano y anarquista en la vida civil, había conseguido llegar a Lyon gracias a la ayuda de unos anarquistas franceses, Azucena se las arregló para reencontrarse con él allí. Una vez reunidos, se pusieron ingenuamente a buscar trabajo y la policía los detuvo. Entonces los enviaron a los Pirineos Orientales, donde fueron dando tumbos de Argelès a Le Barcarès y luego de Le Barcarès a Saint-Cyprien. Fue en este último campo donde por fin les sonrió la suerte: el dueño de Transports Ponsaty de Elna fue un día en busca de un carrocero. Ese era precisamente el oficio de Fernando. De ese modo, pudo salir del campo con Azucena e instalarse en Elna.

¡Claro que no vivían en un palacio! Una humilde habitación, junto a una fábrica de carretas, cerca de la puerta de Francia. Pero ya no había alambradas que les impidieran ir y venir a su antojo y se ganaban la vida dignamente. Azucena tenía estudios de enfermería y cuidaba con afecto a todos los que sufrían. Algunos seguían reacios a llamar a la «española», pero ¡puesto que era gratuito…! Y Azucena recorría Elna y sus alrededores en su inseparable bicicleta, día tras día, desde la madrugada hasta entrada la noche. Cuando se quedó embarazada, sin madre, ni hermana, ni tía que la asistieran, se dirigió con toda naturalidad a la señorita Isabel, en la maternidad de la Ayuda suiza a los niños, donde sabía que encontraría cuidados apropiados y una familia de corazón. Así era como el pequeño Sergio había visto la luz, como los demás, en Marruecos.

Teresa, aliviada, llamó a Azucena. Esta echó pie a tierra con mucho cuidado de no desequilibrar el carricoche atado detrás de la bici, en el que su hijo dormía plácidamente, instalado como un pachá en el canasto que le servía de cuna desde que nació, seis meses atrás. Ni siquiera entreabrió un ojo y su madre, tranquilizada, se permitió responder al saludo de Teresa mientras se remetía la blusa por la cintura de la falda.

—¡Qué criaturas más graciosas! —exclamó mientras seguía arreglándose la ropa, un poco descolocada por el esfuerzo que había tenido que realizar encima de la máquina—. ¡Qué grande está Lili!

—La hermana Bettina afirma que no para de crecer —replicó Teresa al tiempo que detenía el cochecito al lado de la bicicleta—. Pero ¡no será por lo que come! Se conforma con picotear del plato, siempre con una nalga en el aire, impaciente por levantarse de la mesa. ¡No sé cómo lo hace!

—Mire a Sergio —asintió Azucena retocándose el moño, al que el viento de la carrera le había soltado algunos mechones—, yo no podía amamantarlo y no ha tomado más que la leche en polvo de la maternidad. Pero no está más enfermo que los otros. ¿Quién lo entiende?

Teresa, que se disponía a proseguir, se interrumpió para sujetar a su hija, que había descubierto una nueva «muñeca» en el remolque y se inclinaba peligrosamente fuera del cochecito. Más valía continuar la charla mientras avanzaban.

Por la escalinata y al pie de los escalones, las enfermeras y las internas de la maternidad se arremolinaban en torno a los felices padres, que resplandecían. El rabino y el padrino discutían, acodados en la barandilla. La ceremonia había terminado.

—¡Teresa! ¡Ya ha llegado!

Hénia se separó del grupo y fue a su encuentro. Se había puesto para ese gran día un vestido de flores de manga larga, que le daba un poco de color a su tez todavía pálida tras el parto. Teresa echó una mirada furtiva a la carita coronada con una mata de pelos rubios que emergían de la manta azul que Hénia sujetaba entre los brazos. El bebé fruncía sus minúsculos párpados bajo el sol de octubre, pero no parecía resentirse de lo que acababa de sufrir.

—Guy, mi chiquitín, ha sido muy valiente y se ha portado muy bien —se extasió Hénia—. ¡Casi no ha llorado!

Azucena manifestó su admiración con entusiasmo, pero Teresa, perpleja, se limitó a asentir con la cabeza.

—¿No iba a llamarse Didier? —se extrañó.

Hénia se echó a reír.

—Maurice tiene un acento yiddish muy fuerte y no conseguía pronunciarlo correctamente, así que hemos preferido cambiar de nombre. Y como a mí me encantan los libros de Guy de Maupassant…

Así que, después de que Robert se hubiera convertido en Rubén, ¡Didier se había transformado en Guy! ¿Cómo llamarían entonces a Llibertat si hubiese sido la hermana Bethli quien hubiese rellenado en aquella época el formulario de registro en lugar de la directora? ¡Teresa prefería no imaginarlo!

—El minyan no estaba reunido —prosiguió Hénia incansable— porque no había diez hombres judíos presentes, como exige la tradición. Pero, dadas las circunstancias, Dios no será tan meticuloso. En cualquier caso es una hermosa Brith Mila[11]amen.

La señorita Isabel, con su Rolleiflex en la mano, estaba reagrupando a todos. ¡Vamos, que todo el mundo se ponga en fila para la foto de recuerdo! Hénia se reunió con su marido en el centro del grupo que la directora intentaba organizar de palabra y con gestos.

Schwester[12] Elisabeth —la llamó una mujer originaria de Stuttgart—, venga con nosotros. ¡Usted también tiene que salir en la foto!

También aquello era nuevo en el palacete, aquellos «Schwester Elisabeth», que, poco a poco, se hacían tan frecuentes como los «señorita Isabel» con la afluencia de refugiadas judías, ya vinieran de los campos donde estaban internas o de las casas que todavía tenían el derecho de alquilar libremente después de haberse registrado debidamente en la comisaría más cercana. Pero cualquiera que fuera el acento o la lengua, ser madre en aquel lugar único acercaba a todas las mujeres y las unía alrededor de la directora y de su personal.

Todo el mundo llamaba a Elisabeth a voz en grito. Teresa se le acercó y le quitó el aparato de las manos sin darle tiempo de replicar:

—Póngase, ya la hago yo. ¡Usted toma fotos de todos y nunca sale en ninguna!

La señorita Isabel se dejó convencer de buen grado. Se coló en la primera fila y se sentó en medio de las enfermeras. Teresa retrocedió un poco para que nadie quedara cortado o fuera de encuadre. Mirando por el objetivo se dio cuenta de que Hénia llevaba el mismo vestido que la víspera de su parto.

En la maternidad se había celebrado una reunión de los responsables de los diversos establecimientos de la Ayuda suiza en el sur de Francia. Llamaba la atención un joven alto, rubio y delgado que se ocupaba de las casas para adolescentes de Le Chambon-sur-Lignon. ¡Había hecho volver la cabeza a más de una enfermera! Teresa, sin embargo, se había quedado sobre todo impresionada por la juventud de aquellos voluntarios suizos. Tenían todos menos de treinta años y dirigían comedores, colonias de niños o una maternidad, como la señorita Isabel. A decir verdad, ¡el joven alto y rubio no debía de ser mucho mayor que algunos de los chicos a los que alojaba!

Al final de la reunión se habían sacado varias fotografías, una de ellas con las mujeres de la maternidad. Teresa, a quien no le gustaba demasiado ese tipo de cosas, se había ofrecido ya entonces para apretar el botón de la máquina. El rubio estaba justo en el extremo derecho del grupo; Hénia casi en el centro. No se le veía más que la cara enmarcada por sus morenos cabellos hábilmente peinados con la raya al lado, y los hombros cubiertos por ese mismo tejido de flores; las mujeres delante de ella disimulaban su prominente barriga. Era el 9 de octubre; al día siguiente dio a luz al que debía llamarse Didier.

—¡Que nadie se mueva! —ordenó Teresa—. ¡Una sonrisa!

Todos posaron encantados.

Sus rostros orgullosos y alegres hicieron que Teresa comprendiera de repente por qué los Eckstein habían puesto tanto empeño en aquella circuncisión: en un momento en que los judíos eran más indeseables que nunca, perseguidos y detenidos, el respeto a los rituales era una forma de afirmar su voluntad de seguir existiendo, a toda costa. ¿No había llamado ella a su hija Llibertat para gritar a todo el mundo que la España libre no estaba muerta? La señorita Isabel, ella sí, lo había entendido hacía mucho tiempo.