Capítulo 8.

Capítulo 8.

¡Por fin, por fin vería a Andrés! Por más que Teresa aferrase el volante hasta que las articulaciones de los dedos se le ponían blancas, el Opel se arrastraba por los pueblos desgranados en rosario a lo largo de la carretera de Conflet, que remontaba el valle del Têt hasta la meseta de la Cerdaña. En otras circunstancias, Teresa se habría recreado con ese paisaje campestre, que perales y cerezos moteaban con pequeños copos de nubes rosas y blancas. El río, que se hacía más ancho en Perpiñán cuando sentía que se acercaba el fin de su viaje hacia las aguas turquesas del Mediterráneo, no era allí más que un torrente de agua cristalina que brincaba bramando entre las rocas redondeadas y pulidas por la erosión.

Llibertat, que había celebrado su primer cumpleaños hacía un mes, no paraba quieta sobre las rodillas de María. Con la nariz aplastada contra el cristal, soltaba grititos de alegría ante cualquier puentecillo de piedra o cualquier vaca recostada en un prado. ¡Salía tan poco del jardín de la maternidad! A veces daba un breve paseo, cuando no había demasiado viento, en el gran cochecito con sus pequeñas ruedas en el que podían caber hasta cuatro niños sentados, un poco apretados, es cierto, pero contentísimos, a lo largo de la carretera de Montescot. Ida y vuelta nada más y, en cuanto se veían las primeras casas, desandaban el camino. Aunque la señorita Isabel las dejase de buena gana a sus anchas, las internas en la maternidad no eran libres y la policía podía llevarlas inmediatamente de vuelta al campo de refugiados si se alejaban demasiado.

De modo que aquella salida hasta Prades con permiso oficial era todo un acontecimiento en el que la niña estaba disfrutando de cada minuto.

Teresa le había explicado antes de partir que tenía que portarse muy bien porque, por fin, iba a ver a su papá. Pero para la pequeña, que había crecido en un mundo sin apenas hombres, esa palabra no quería decir demasiado. Ver desfilar el paisaje desde el coche que conducía su mamá era suficiente para colmar su felicidad, y no tenía prisa por llegar.

Teresa, en cambio, sentía que la impaciencia perforaba cada fibra de su cuerpo. Una bola de calor palpitaba en la cavidad de su vientre y los pezones se le marcaban bajo el jersey. Por increíble que pudiera parecer, su cuerpo se había despertado desde que se enteró de que su hombre estaba libre.

Sabía que estaba intentando escapar de nuevo. ¡Hacía falta algo más que una estancia en el fuerte Miradou para que renunciara a una idea fija! Y como era más fácil escapar si no estaba rodeado de alambradas y torres de vigía, a Teresa no le había sorprendido que se presentase voluntario para la cuadrilla de trabajo. Una vez en las obras de Ille, solo era cuestión de tiempo.

Fue Sergi, que se había recuperado de su neumonía, pero estaba demasiado débil para un trabajo físico como nivelar el terreno, quien la había advertido a través de Juan. No tenía ni la más remota idea de cómo se habían conocido esos dos, pero el carpintero de la maternidad había aprovechado un rato mientras tomaba las medidas de Llibertat con vistas a fabricarle una cama más apropiada a su estatura para deslizar en la mano de Teresa un papel cuidadosamente doblado en cuatro.

El mensaje era sucinto: «Andrés libre, en el monte. Preguntar por Joseph». Seguía un número de teléfono que Teresa memorizó antes de tragarse el papel hecho una bolita. No es que desconfiara de nadie en la maternidad, pero no había que descartar una lengua un poco suelta, que hablara a la ligera.

Tuvo que esperar dos días hasta poder quedarse sola en el segundo piso, donde se encontraba el teléfono, y llamar a ese misterioso número con total discreción. Después de hablar con la operadora, escuchó unos castañeteos y tres timbrazos; descolgó una tal Brigitte Salètes, cuya familia regentaba un café hotel en Prades, que le confirmó con palabras encubiertas que «el cliente» Joseph efectivamente se alojaba allí, pero que dedicaba los días a «caminatas deportivas» por el macizo del Canigó. Teresa, con un nudo en la garganta, respondió, sopesando cada una de sus palabras para evitar cualquier imprudencia en el caso de que alguien escuchara su conversación, que le gustaría ir a visitarlo si pasaba por Confient y que, entretanto, madame Salètes lo «saludara» de su parte.

Aquella noche le costó dormirse. Pasó mucho rato con los ojos abiertos en la oscuridad, lamentando que hiciera demasiado frío para subir a pasar la noche en la linterna, desde donde habría podido contemplar la montaña en la que su amante, a resguardo en un cobertizo o en una cabaña de pastor, debía de estar también pensando en ella.

La respiración regular de sus compañeras de Bilbao, cubiertas hasta la nariz bajo las mantas grises, hacía vibrar ligeramente el aire frío del dormitorio. Magdalena gemía dormida. Aquella mujer, de naturaleza feliz, soñaba con su prometido, Pablo, todas las noches y sus sueños parecían tan voluptuosos como precisos. Su gemido iba en aumento. La mano de Teresa se deslizó bajo el camisón, a lo largo de su vientre, liso de nuevo, hasta el triángulo sedoso y húmedo entre los muslos.

No había sido fácil convencer a la señorita Isabel para que la dejara ir hasta Prades. El ardiente deseo que tenía de volver a ver a su amante no era una razón de peso para justificar semejante trayecto con el Opel. Sin mencionar que el salvoconducto de Teresa, que la autorizaba a circular hasta determinada distancia para satisfacer las necesidades de la maternidad, no era válido tan lejos. Tampoco recurrir al dolor de un padre que aún no había tenido nunca a su hija en brazos había hecho ceder a la directora. Era cierto que el año anterior había llevado a la madre y a la hija consigo a Argelès, pero no había hecho el viaje únicamente con ese propósito; tenía que ir, de todas formas, a recoger a Candelaria. En esa ocasión era distinto: nadie del palacete tenía nada que hacer en esa zona y había que ahorrar gasolina, que empezaba a escasear. Elisabeth quería darle esa satisfacción, pero Teresa no era la única interna. Las demás también tenían un marido, padres o una familia a los que llevaban semanas sin ver, a los que echaban de menos o por los que se preocupaban.

Un poco avergonzada por haberse mostrado tan egoísta, Teresa había dejado de atosigarla, pero en ese momento recibió la ayuda inesperada de María.

Por Año Nuevo, pensando en cómo dar las gracias a su bienhechora suiza, Emilia, Rolanda, Bernadetta, Gabriela y algunas otras habían confeccionado unas tarjetas de felicitación muy decorativas. Sobre un cartón amarillo habían dibujado unas flores y pájaros multicolores enmarcados con cintas de papel recortadas con el mayor cuidado y entrelazadas con arte. Un breve elogio que expresaba su agradecimiento y sus mejores deseos para el año 1941 completaba la obra. El resultado había provocado tantas exclamaciones de admiración que algunas decidieron agradecer del mismo modo a otro de sus bienhechores: Pau Gasals. María, la pinche de cocina y cantante de coro, se presentó de inmediato voluntaria para entregárselas al maestro. Era preciso, pues, llevarla a Prades, donde el gran músico se había establecido en 1939. Según las últimas noticias, se alojaba en la casa Salètes, en el número 103 de la rue Nationale.

¡Era demasiado bonito para ser verdad!

Teresa se unió entonces con fervor al coro de las súplicas de las mujeres. Ante tanta insistencia, la señorita Isabel, al final se rindió. Solo pidió que esperasen a que hiciera mejor tiempo —la carretera estaría mejor— y a que ella regresara de Toulouse, donde iban a reunirse en torno a Rodolfo Olgiati, iniciador de su actividad, los voluntarios del servicio civil que se habían dedicado a ayudar a los niños españoles, tarea ampliada desde el comienzo de las hostilidades con Alemania en una Asociación suiza de ayuda a los niños víctimas de la guerra.

Además de la maternidad de Elna funcionaban ya en el sur del país, en zona libre por tanto, cantinas, casas para niños y adolescentes y repartos de víveres en los diversos campos de internamiento. Y es que estos se habían multiplicado y habían desbordado las playas catalanas, que no podían «acoger» al medio millón de refugiados que había atravesado la frontera. Al hilo de los traslados de un campo a otro y de la llegada de algunas mujeres a la maternidad, Teresa se había enterado así de los nombres de Brani, Vernet d’Ariège, Septfonds, Gurs, Récébedou cerca de Toulouse y también, hasta en los Pirineos Orientales, de Rivesaltes, un campo abierto el mes de enero anterior, continuamente azotado por un violento viento, al norte de Perpiñán. La tela de araña donde quedaban atrapados los indeseables se extendía y se hacían necesarias otras iniciativas de la Ayuda suiza.

Elisabeth había prometido que una vez estuviese esto resuelto, María recibiría una autorización especial para ir a ver al maestro y Teresa la acompañaría allí en coche.

Emilia, Gabriela y las demás se habían vuelto a poner con entusiasmo manos a la obra sobre las mesas de la gran sala delantera, donde se estaba muy a gusto cuando el sol calentaba los cristales, mientras la tramontana envolvía el parque con su abrazo brutal y helado. La propia Teresa había intentado representar el Canigó en un trozo de cartón, pero Josefa, a quien había mostrado con orgullo su dibujo, no había reconocido el «volcán» que dominaba la llanura y el palacete. Con todo, Teresa se aplicó a reproducir la nieve, que en aquella época llegaba muy abajo, y las laderas azuladas que surgían de las colinas verdes de los Aspres… Despechada, acabó sacando la conclusión de que los verdaderos artistas eran siempre unos incomprendidos y, para consolarse, pintó un bonito y redondo sol amarillo encima del pico. Seguro que el señor Casals, un gran artista, lo apreciaría. A Teresa le resultó más fácil redactar las palabras de agradecimiento. Al fin y al cabo, ¿no era gracias a él que su deseo más querido iba a realizarse?

A continuación, Teresa esperó, con más o menos paciencia, el regreso de la directora. Después de un año y medio de separación, ¿qué eran unas semanas más?

Teresa esbozó una sonrisa cuando el Opel pasó por delante del letrero que indicaba la entrada a Marquixanes. Mientras estaban inclinadas sobre el mapa para preparar el itinerario, la señorita Isabel se mostró de lo más sorprendida al enterarse de que, como la «x» en catalán se pronunciaba «sh», ¡había que decir «Marquishanes»!

El pueblo, dominado por un campanario cuadrado rematado con una corona de piedra, no era grande y mientras Teresa todavía pensaba en la mirada estupefacta de la directora, el coche ya atravesaba el paso a nivel que había pasadas las últimas casas, justo delante de un cartel nuevo que anunciaba triunfalmente: Prades 6 km. Teresa sintió que los latidos del corazón se le aceleraban aún más. A cada vuelta de rueda que la acercaba a su amante, escuchaba más y más distraídamente a María, que disertaba sobre la carrera del maestro.

María estaba contando lo cercano a la gente común que era el gran hombre —había fundado en Barcelona la Asociación obrera de conciertos para que los más humildes tuvieran acceso a la gran música—, cuando al final de una recta bordeada de plátanos cuyas ramas esqueléticas estaban todavía desnudas por la escarcha, apareció la ciudad de Prades, adormecida bajo el sol, en el centro de una pequeña llanura rodeada por montañas. ¿Quién habría dicho que la visión de aquella apacible localidad pudiera suscitar tanta emoción? Teresa sujetaba el volante con manos húmedas e incluso María guardaba silencio, impresionada por la inminencia de aquel nuevo encuentro con el maestro. Solo Llibertat, ajena a la importancia del momento, balbuceaba al ver los escaparates adornados de las tiendas y las gentes que se cruzaban en las aceras.

Teresa se metió hábilmente con el Opel por la rue Nationale, entre una carreta tirada por un hombre, llena hasta los topes de cazuelas para restañar, y tres vacas pardas que una chiquilla de rubicundas mejillas, enmarcadas por dos finas trenzas que acababan en unos ralos cabellos, guiaba con descuidados golpes de cayado. Teresa condujo hasta aparcar justo enfrente del número 103.

Cuando abrió la portezuela, el viento, que corría encajonado por la calle, pasó una mano fría por sus piernas desnudas y Teresa se ciñó un poco más el abrigo en torno a las caderas para evitar que la corriente de aire desvelase más de lo que ella deseaba. Quería estar guapa para el reencuentro con «su» Andrés y había renunciado a su habitual y práctico pantalón, pero la falda de lana de color ciruela hasta media pantorrilla y los calcetines blancos recogidos en los tobillos que se había puesto debajo de los zapatos de trabilla dejaban, para su gusto, un trozo demasiado grande de piel desnuda.

Cogió a Llibertat en brazos para colocarle el gorrito mientras María recogía las cartas de agradecimiento que llevaba y que habían caído de su bolso. Luego, una vez listas, empujaron la puerta de cristal del café.

Los parroquianos eran todavía pocos a esa hora de la mañana. Algunos viejos de facciones hundidas y cráneos poco poblados jugaban a las cartas en una mesa de un rincón. Con gesto teatral arrojaban los naipes sobre el tapete desgastado y soltaban largas retahílas de palabrotas que habrían hecho ruborizarse a la señorita Isabel, como digna hija de un pastor protestante. Dos hombres con las manos encallecidas y con unos gruesos zapatos de agricultor sucios de tierra apuraban un vaso de tinto en la barra, detrás de la cual se pavoneaba la que parecía ser la dueña del lugar con ojo avizor y una sonrisa afable pero enérgica.

Brigitte Salètes —solo podía ser ella— dejó las botellas para acercarse a dar un vigoroso abrazo a las recién llegadas, como si fueran viejas conocidas, ostensiblemente extasiaba ante el buen aspecto de la nena. A continuación, después de haber apaciguado la curiosidad de los asiduos, volvió a servir de forma autoritaria a los dos campesinos aferrados al cinc y llamó a uno de los jugadores de cartas:

—¡Eh, padrí[8]!.

¿Podría guardarme el negocio un rato mientras hago los honores a mis primas?

El viejo interpelado le echó una mirada astuta y se sumió en el examen de su juego con una atención exagerada. Teresa lo observaba fascinada por su perfil de tortuga y la mata de pelos blancos que le salía de la oreja, que tenía un lóbulo desmesuradamente grande. Sus comparsas habían interrumpido su intercambio verbal esperando el desarrollo de los acontecimientos con una sonrisa en la comisura de los labios.

Brigitte Salètes, que sabía cómo manejar a aquel buen hombre, se acercó con una sonrisa y le dio un toquecito en el hombro.

—Vamos, yo sé que le encanta ponerse del otro lado de la barra. Y, para compensarle, ¡le ofrezco una copita de blanco!

—Dos —respondió el viejo sin apartar los ojos de las cartas.

La dueña se rió.

—Dos, de acuerdo. ¡Está hecho todo un negociante, padri!

Y mientras la «tortuga», triunfante, se dignaba por fin a levantarse, la camarera condujo a sus dos visitantes a la trastienda, que comunicaba con la parte del edificio destinada a hotel.

Teresa aguardó algunos instantes entre las barricas de vino, las cajas de Byrrh y Picón, los jamones y los salchichones suspendidos de ganchos clavados en las vigas del techo en tanto que su anfitriona precedía a María y sus tarjetas de felicitación por la escalera hasta la habitación que servía de salón a Pau Casals y a sus allegados. Llibertat, un poco intimidada en los brazos de su madre, respiraba a pleno pulmón aquellos perfumes desconocidos para ella. Brigitte Salètes reapareció enseguida, sola. Se quitó el delantal y comprobó maquinalmente en un pequeño espejo desportillado, colgado de un clavo, el arreglo de sus cabellos castaños recogidos en copete que despejaban su fino rostro alargado de marcados pómulos. Satisfecha con el resultado, se puso por encima del vestido un grueso chaleco de lana tejido en azul marino y se cambió las sandalias que llevaba en el café por unos zuecos con suela de madera.

—El camino no es muy bueno —explicó lacónica al tiempo que cogía una cesta recubierta con un paño de cuadros rojos y blancos que aguardaba en una silla coja.

Luego empujó con resolución la puerta del fondo que daba a un patio rodeado de altos muros, al que proporcionaba sombra un magnífico magnolio.

Sin dejar de apretar contra sí a Llibertat, que no decía ni pío, Teresa la siguió a lo largo de un estrecho callejón que serpenteaba por detrás de las casas y al que la ropa tendida decoraba con banderas de todos los colores. La salida de aquel laberinto las dejó en los campos que rodeaban la ciudad. Brigitte Salètes, con la cesta firmemente sujeta bajo el brazo, se internó sin dudar por un sendero apenas visible, en la linde de un huerto de manzanos. El viento agitaba las ramas floridas, que dejaban caer sobre sus cabezas una nieve virginal de pétalos blancos.

Llibertat, que ya sabía andar, habría querido que su madre la dejara en tierra, pero su guía avanzaba demasiado rápido y el suelo era demasiado irregular. Como no paraba de tropezar con las piedras y los terrones, Teresa enseguida lamentó su coquetería, recién estrenada, que le había hecho preferir unos elegantes zapatos con tacón a las botas de hombre que solía llevar en invierno con los pantalones. Si se torcía un tobillo, ¡iba a tener un aspecto estupendo cuando se acercara a Andrés cojeando!

Brigitte Salètes se había detenido en lo alto de un talud cubierto de maleza, que marcaba el final de los árboles frutales. Más allá se extendían los viñedos. Saltando con agilidad sobre un pilar de ladrillo que sostenía la compuerta de un estrecho canal de riego, señaló con el dedo una pequeña cabaña rematada con un tejado de tejas rojizas que se distinguía algo más lejos, apoyada en una ondulación del terreno.

—Ese es el casot.

Teresa no pudo evitar dar un paso atrás. ¿Aquella casucha de piedra estaba habitada? ¿Sería prudente…?

—No tiene nada que temer; pertenece a mi familia. La utilizamos para guardar las herramientas, el material del campo y, de vez en cuando, sirve de refugio para quienes lo necesitan. En esa casa pueden pasar la noche tranquilos antes de volver a salir de madrugada allí donde el deber los llama. La están esperando.

—¿Están?

—Nuestros «amigos» nunca se mueven solos. Su Joseph está acompañado por uno de sus camaradas, que se quedará de guardia.

Brigitte Salètes le entregó la cesta que seguía cubierta con el paño. Teresa estuvo a punto de perder el equilibrio por el peso.

—Les he preparado algunas provisiones para el almuerzo, y algo más. Lo que sobre se lo llevarán arriba —prosiguió la propietaria del café indicando con la barbilla el cercano macizo, del Canigó—. Yo me vuelvo antes de que el padri se me beba todo el bar.

Ya se estaba alejando. Teresa permaneció indecisa, con los brazos cargados con su doble fardo. Sin volverse, Brigitte Salètes levantó una mano a modo de saludo.

—¡No le costará encontrar sola el camino de vuelta! ¡Dejaré la puerta trasera abierta. No tendrá más que empujarla. Adiu!

Su chaleco azul desapareció detrás de los árboles.

—Gracias —murmuró Teresa, que no se atrevía a gritar para no llamar la atención.

Era enorme el agradecimiento que tendría que haber mostrado a esa francesa a quien las quejas atemorizadas de la vieja de la masía de l’Oliu no habían rozado y que ofrecía su ayuda sin reservas, sin pedir nada a cambio, simplemente porque era su «deber», como decía siempre la señorita Isabel. Sí, habría tenido tantas cosas que decirle y, sin embargo, solo una palabra había acudido a sus labios:

—Gracias.

Teresa nunca supo cómo había conseguido regresar a Elna. No conservaba ningún recuerdo de la carretera, de las encrucijadas donde a la fuerza tenía que haberse parado, ni de los otros vehículos con los que debía de haberse cruzado. Nada aparte de aquella maravillosa sensación de plenitud en su cuerpo dolorido y sereno y de las imágenes que se atropellaban en su cabeza hasta el punto de nublarle la vista.

Se había creído morir allí mismo, en medio de las viñas, cuando Andrés corrió hacia ella. Su sonrisa debía de verse hasta en Prades, tanto resaltaban los dientes blancos en su rostro bronceado por el aire puro de las montañas. Atrás quedaban las oscuras ojeras que le hundían los ojos en las órbitas como pintadas con unos dedos sucios, se habían terminado las mejillas demacradas y los labios agrietados, los granos y las costras cuando se rascaba hasta hacerse sangre, las articulaciones que parecían enormes en los miembros flacos y las costillas que se le podían contar a través de la lana del jersey. Se habían esfumado, sobre todo, la desesperanza y la rebeldía que le crispaban la mandíbula y le hacían chirriar los dientes detrás de la alambrada del campo de internamiento. Estaba en plena forma, resplandeciente de salud y vigor, la mirada límpida y el rostro relajado, juvenil casi. Era de nuevo el Andrés que Teresa había conocido y amado a primera vista en la zanja en la que habían buscado refugio de los obuses y de la metralla. Reencontrarlo así era como recibir un fuerte puñetazo en el estómago. Se le cortó la respiración y un velo negro cayó delante de sus ojos. Pero ¡no era cuestión de desmayarse a sus pies como una jovencita asustada!

La sangre palpitaba en sus tímpanos al ritmo de la carrera desenfrenada de su hombre, que iba acercándose. Teresa no recuperó el sentido hasta el momento en que él tomó su rostro entre sus manos y pegó sus labios a los suyos como un sediento al caño de una fuente tras horas de vagar por un árido desierto. Teresa llevaba dos años esperando aquel beso, desde que, con lágrimas en los ojos, se vio obligada a integrarse en la zona destinada a las mujeres en Argelès. Habría deseado que no acabase nunca.

Pero Llibertat no era de la misma opinión. No estaba acostumbrada a que nadie acaparase de ese modo a su mamá y enérgicamente hizo saber su desacuerdo: valiéndose de sus manitas apartó con todas sus fuerzas la cara de aquel salvaje que agredía así a su madre.

—¡No! —gritó intentando cogerlo del pelo.

Sus ojos negros echaban chispas.

Desconcertado, Andrés se soltó y luego se echó a reír.

—¡Vaya con la pequeña!, ¡es una auténtica tigresa! ¡Es tu vivo retrato, querida!

Teresa, un poco sofocada, unió su risa a la de él para disgusto de su hija, que no entendía nada. ¡Decididamente los mayores eran muy raros!

—Como ves, no necesito guardaespaldas; ¡ya está nuestra Lili para defenderme!

Después, al advertir la mueca de reprobación de la pequeña se dirigió a ella:

—No te preocupes, no es un señor malo. ¡Es papá!

Llibertat vaciló; no estaba dispuesta a entregar tan rápido las armas frente a aquel gran mocetón que le tendía tímidamente los brazos. Pero la sonrisa de Andrés era cautivadora y su hija no se resistió más que Teresa. Se dejó coger sin protestar más y escondió la cara en el cuello paternal con un suspiro de gusto que hizo que las lágrimas asomaran a los ojos de Andrés. Teresa notó que se había afeitado con cuidado para ofrecer una mejilla lisa y suave a aquella niña a la que no había visto más que en fotografía.

Teresa dejó que padre e hija se conocieran y llevó la cesta que le había dado Brigitte Salètes hasta el casot, delante del cual un maquis montaba guardia. Era un francés de mediana edad, alto y enjuto. Sus mejillas se escondían bajo una barba dura y Teresa supuso que, la víspera, Andrés debía de tener también el mismo aspecto hirsuto que su compañero. Este la saludó ceremoniosamente, asegurándole con galantería que «Joseph» se había quedado muy corto al hablar de su belleza; Teresa notó que se ruborizaba. El francés se presentó con su nombre de guerra «Pierrot» y Teresa no preguntó más. En aquellos tiempos de confusión, cuanto menos se supiera, menos se podría decir. Solo sacó en claro que planeaba unirse, vía España, con aquel general De Gaulle que se había ido a Londres para ponerse al frente de la Francia que se resistía a la derrota. Si todavía no había pasado la frontera era porque, al parecer, aguardaba a un primo suyo; habían jurado alistarse juntos en las Fuerzas Francesas Libres. Aunque anticomunista, cosa que no ocultaba, «Pierrot» se deshizo en elogios de los guerrilleros como Andrés que habían acudido en gran número a unirse a la resistencia local, que estaba empezando a organizarse. Y no lo hacía solo para halagar a Teresa. Los españoles, la mayoría tras huir de los campos de internamiento, eran recibidos con los brazos abiertos por los maquis franceses, que estaban muy necesitados de su experiencia en el combate y de la autoridad lograda al precio de su sangre durante la Guerra Civil. Teresa sintió un absurdo orgullo.

Sacaron las provisiones de la cesta. Andrés volvía al galope con Lili, que reía a carcajadas sobre sus hombros. Comieron juntos los cuatro sobre la hierba, como si fuera un domingo cualquiera, en familia, en época de paz. Evitaron tácitamente hablar de los campos de internamiento, del encuentro entre Franco y el mariscal Pétain en Montpellier, de la muerte de Alfonso XIII, en el exilio, e incluso de la maternidad de la Ayuda suiza. Era relajante ceñirse a temas más ligeros e incluso bromear. Sentada sobre las rodillas de su padre, Llibertat intentaba atrapar los pétalos que volaban por el aire hasta ellos como mariposas. Andrés estaba completamente subyugado por el encanto de su hija y hasta «Pierrot» sonreía al oírla parlotear con entusiasmo. La pequeña estaba a sus anchas y no le importó quedarse con el camarada de su padre cuando, una vez concluida la comida, Andrés condujo a Teresa al casot. La risa de Llibertat, a la que «Pierrot» hacía cosquillas jugando, los acompañó mientras se deslizaban entre las azadas, los picos y los cuévanos de mimbre para dejarse caer, enlazados, sobre el «colchón» de sacos de arpillera que Andrés había instalado al fondo.

El primer encuentro fue casi brutal. ¡Habían esperado tanto! El hambre que sentían el uno por el otro era insaciable y sus cuerpos se unieron con furor, rodando sobre el lecho improvisado como para fundirse el uno en el otro. Era un combate en el que no había perdedor y que los dejó jadeantes y sudorosos, con la piel marcada por los estigmas de su lucha apasionada. Necesitaron algunos minutos para recuperar la respiración y apaciguar el tumulto de sus sentidos. Teresa tenía la sensación de estar flotando por encima de su cuerpo. Fue entonces cuando Andrés empezó a besar cada una de las marcas rojas en sus senos y su vientre, y sus labios dulces, a veces ligeros, a veces insistentes, la condujeron hasta el más insoportable de los deleites. Andrés ahogó con su boca su grito de goce.

—¡Qué guapa eres! —murmuró besándole en la nuca mientras Teresa se vestía de nuevo.

Ella no respondió. Andrés había encendido una especie de luz en ella. ¡Era inevitable ser hermosa cuando una se sentía tan querida!

Mientras aparcaba el Opel delante de la escalinata del palacete, sentía todavía que el calor de Andrés iluminaba su piel.

La señorita Isabel, que acudió a su encuentro para ayudarla a subir a Llibertat, que estaba dormida, hasta su cama, no le hizo ninguna pregunta; la serena sonrisa y la falda arrugada debían de ser bastante elocuentes. María había corrido ya al interior para contar a las demás mujeres el buen recibimiento que le había hecho Pau Casals y el placer con el que había leído sus cartas.

—Es una pena que no haya podido venir con nosotras a Prades —aventuró Teresa, que habría querido que ese día todo el mundo fuera tan feliz como ella—. Habría podido añadir su foto al álbum.

La directora encogió un hombro con gesto cansado.

—¡Oh! ¡Tenía mucho trabajo aquí! Ha nacido un pequeño Sabiniano.

Teresa, que estaba arropando a su hija, interrumpió su acción:

—¿Ha parido Carmen?

—Con todas las mujeres a punto de salir de cuentas que hay aquí, ¿cómo ha adivinado de cuál se trataba? ¿Acaso es un poco bruja, Teresa? —le tomó el pelo Elisabeth cerrando tras de sí la puerta de Barcelona, la habitación donde dormían los niños mayores.

—No hay ningún misterio. Carmen me dijo que si era un chico le pondría el nombre de su marido. ¿Sabía que tiene veintidós años más que ella? Se conocieron en la enfermería de Argelès.

—¿Es médico? —se extrañó la directora.

—No, se dedicaba a limpiar y a cepillar a los enfermos de sarna y ella a lavar sus sábanas. ¡Y este es el resultado!

Teresa brincó por la escalera.

—Voy a ir a verla. ¿No estará demasiado cansada?

Sin esperar la respuesta, subió tres escalones antes de cambiar de parecer.

—Isabel, ¿sabe a qué se dedicaba el marido de Carmen en Barcelona antes de la retirada? Era conductor de taxi. ¡Un oficio predestinado cuando uno se apellida Calle!

Teresa se rió antes de desaparecer en el recodo de la escalera. Ni siquiera se había dado cuenta de que, en su entusiasmo, había llamado a la directora por su nombre. A esta ni se le ocurrió molestarse. ¡Era tan refrescante, e incluso tranquilizador, ver a la soldado Teresa divertirse como una chiquilla traviesa!