Capítulo 7.

Capítulo 7.

Unos golpes repentinos en la puerta hicieron que todas se sobresaltaran. ¿Quién podía ir hasta allí con semejante tiempo? Desde hacía una semana la llanura había cambiado tan radicalmente de aspecto que, desde lo alto de su atalaya, Teresa a duras penas reconocía los paisajes que, sin embargo, se le habían hecho tan familiares a lo largo de los diez meses que llevaba allí. La lluvia había desleído el azul del cielo, los tonos dorados y rojizos del otoño e incluso el verde que los cipreses se obstinaban en lucir durante todo el año, para no dejar más que el gris y un marrón sucio en la superficie de algunos charcos y lodazales.

El diluvio se había abatido sobre la región el miércoles anterior. Debía de ser el 16 de octubre. La víspera, la radio había anunciado que Lluís Companys había sido fusilado en Montjuïc. El presidente de la efímera República catalana había sido entregado a Franco por el gobierno instalado ya en Vichy, capital de la zona libre. El Estado francés no quería poner en peligro su frontera sur.

A finales de julio, el mariscal Pétain había ido a visitar los campos de refugiados de Le Barcarès y de Saint-Cyprien para hacerse por sí mismo una idea de la situación. El anciano del quepis adornado con galones se había encaramado a lo alto de un mirador antes de informarse sobre el menú servido a los internos ese día de fiesta y de ir, por su parte, a llenarse la panza al casino de Canet.

Sí, fue el 16 de octubre cuando empezó el aiguat [6] .Como si el cielo catalán no pudiese dejar de llorar por la infame traición. O al menos así le gustó interpretarlo a Teresa.

En otoño de 1939 también había llovido. Unos chaparrones torrenciales habían hecho que se desbordasen los ríos y habían inundado parcialmente el campo de internamiento por el que Teresa arrastraba todavía su miseria y su enorme barriga. Pero aquello no había sido más que un ligero aguacero en comparación con lo que soltaron las nubes un año más tarde. Durante cinco días y cinco noches la lluvia cayó sin interrupción. Una cortina gris, gruesa como la franela, velaba las ventanas y ocultaba incluso los perales y los naranjos del parque.

Teresa había subido a la cristalera. No se podía acceder a la linterna, el tejado en terraza se había convertido en una piscina con la superficie acribillada por los impactos, como si una ametralladora gigante hubiese tomado a la maternidad por diana. Las gotas crepitaban sobre los cristales con un ruido ensordecedor. De vez en cuando una ráfaga de viento los hacía vibrar con un redoble de tambor. Era como encontrarse en lo alto de un faro azotado por las olas, en plena tempestad. Teresa se sentía minúscula en medio de aquella tormenta que la asediaba por todas partes y hacía naufragar los campos de alrededor. Por una vez se dijo que el arresto de Andrés en el fuerte Miradou tenía sus ventajas. ¡Al menos no estaba a merced de la intemperie y de las olas que estarían rompiendo sobre la playa!

Se había ido la luz y habían encendido velas en el nido y en la sala grande de la planta baja. Las mujeres permanecían juntas, apretadas las unas contra las otras; a Elisabeth, a quien nada parecía desequilibrar, le costó mucho conseguir que se distrajeran. Por suerte, ninguno de los bebés que estaban a punto de nacer se arriesgó a venir al mundo durante aquellos días de apocalipsis.

Sin electricidad la radio no funcionaba. Las noticias que llegaban a Elna eran confusas, pero no menos espantosas. Se hablaba de ríos de lodo y de casas enterradas con sus ocupantes, de laderas de montañas que se habían desmoronado, de edificios enteros arrastrados por las crecidas, de cementerios destruidos y de ataúdes reventados que flotaban en la corriente de agua que arrastraba rocas y troncos de árboles.

Los puentes estaban sumergidos, las carreteras y las vías de ferrocarril cortadas y, para colmo de males, en los confines de la llanura, en las desembocaduras del Agly, del Têt y del Tech, las playas estaban inundadas. Con todo el dolor de su corazón, la señorita Isabel tuvo que suspender las visitas a los campos de internamiento, aunque las embarazadas la necesitaban más que nunca.

Pero era preciso algo más que unas inundaciones, por históricas que fueran, para detener a la infatigable suiza. Dado que estaba aislada en el palacete, empezó de inmediato a reunir las mantas que sobraban, ropa de abrigo, medicamentos y las cajas de leche de más que había enviado la Ayuda suiza, todo lo que necesitaban imperiosamente las víctimas y que ella contaba con poder llevar hasta Perpiñán, inundada por la crecida del Têt, en cuanto el agua empezara a bajar y el Opel pudiera pasar por fin. Ninguna desgracia, ningún sufrimiento la dejaba indiferente.

—¿Por qué se toma tantas molestias por gente a la que ni siquiera conoce? —se aventuró a preguntar Teresa.

—¿Y que, tal vez, no lo merecen vista la manera como las han recibido aquí, es lo que quiere decir?

Teresa se ruborizó, molesta; la señorita Isabel le reprochaba a menudo su dureza.

—No solo eso. Usted ha venido de Suiza para ayudarnos, a nosotras, españolas, y ¡tampoco nos conocía! —intentó corregirse—. ¿Por qué?

La directora abrió los brazos con las palmas extendidas, en un gesto elocuente. ¿No estaba claro?

—Porque alguien tiene que hacerlo.

—Pero ¿por qué usted?

Esa vez la respuesta salió disparada como un cohete.

—Porque si todo el mundo espera que sea otro quien se encargue, ¡nunca se hará nada!

Se daba por vencida. Teresa, que llevaba mal no poder salir con «la ambulancia», se había juntado con Josefina, Ida y Dolores, nuevas ocupantes de la maternidad, para ayudar a su benefactora a empaquetar y llenar las cajas que se iban apilando en el salón trasero, pues la planta inferior que albergaba los espacios comunes corría también el riesgo de quedar inundada por las aguas. De todos modos, ¿qué otra cosa se podía hacer?

Por aquel entonces, Llibertat tenía ocho meses y empezaba a comer papilla, además de la leche que seguía brotando generosamente de los pezones de Teresa. Era una niña vivaracha y que tenía curiosidad por todo; nada estaba a salvo de su manita cuando intentaba gatear por el suelo de baldosas. Tenía su carácter, en el que Teresa reconocía su propia impaciencia y la cólera que podía sentir todavía cuando las cosas no salían como ella deseaba, y no dudaba en manifestar ruidosamente su descontento y su frustración. Podía incluso mostrarse un poco tiránica cuando consideraba que su madre no se ocupaba lo suficiente de ella.

«¡Se las va a hacer pasar canutas!», pronosticaba la directora con una sonrisa.

Teresa no podía sino estar de acuerdo con ella. Así que, como le aconsejaban las otras madres, se forzaba a dejar llorar a Lili un momento antes de correr en su auxilio, pero se derretía cuando la pequeña se acurrucaba contra ella, con la mejilla empapada de lágrimas que mojaban su camisa a la altura del corazón. Cuando su hija recuperaba la calma y se dormía, agotada por el cansancio, saciada de llanto y con la boca entreabierta entre sus mofletes rosados, Teresa se daba cuenta de su suerte.

Mientras respiraba el olor tan particular, a la vez agrio y azucarado que desprendía el cuerpecito húmedo apretado contra ella, no podía evitar pensar en todas las mujeres a las que había visto pasar por la maternidad y luego marcharse al campo de internamiento con su bebé. ¿Qué sería de aquellos niños risueños que habían balbuceado al lado de Llibertat? Habían vivido sus primeras semanas en la tranquilidad luminosa del nido, allí arriba, en la primera planta, para ser luego bruscamente expulsados y arrojados a aquel universo absurdo y mezquino, en el que se encontraban con el frío, el hambre y unas condiciones de higiene precarias. Las recién llegadas hablaban de una invasión de ratas y de turnos de guardia organizados por la noche para velar el sueño de los niños. A Teresa se le ponía la carne de gallina cada vez que lo pensaba. Y ahora aquel diluvio…

Por suerte, Remei había conseguido sacar a su pequeño Rubén de aquel infierno. En mayo había aprovechado sus habilidades de modista experimentada para conseguir un empleo en una fábrica de Isère que hacía pantalones para el ejército y contrataba mano de obra barata. Se había ido a los Alpes con otras siete «veteranas» de la maternidad, entre las que se hallaban Concha y María. ¡Al menos ellas se habían librado de las trombas de agua!

Volvieron a llamar con insistencia. Teresa miró de reojo por una de las ventanas estrechas y altas que flanqueaban la puerta de entrada. Vio en la escalinata una extraña figura imprecisa, informe incluso, casi monstruosa. Un murmullo de inquietud recorrió la mesa y algunas mujeres, más miedosas, se batieron en retirada hacia la escalera. Teresa confió a Llibertat a Ida, que estaba sentada a su lado, y se levantó. En calidad de único miembro del personal presente en la sala y de antigua miliciana, le tocaba a ella ir a abrir.

Vaciló una fracción de segundo delante de la puerta. El corazón le palpitaba con violencia en el pecho. Sentía tras de sí que sus compañeras contenían la respiración. Inspiró profundamente y giró, resuelta, el pomo de la puerta.

Le llevó unos instantes entender lo que se alzaba delante de ella: una lona, sucia de barro, que chorreaba agua y de la que surgía una mano temblorosa. Sin pensar, Teresa la cogió y la condujo hacia el interior. La víspera había empezado a remitir la lluvia e incluso, algunos momentos, escampaba, pero la persona bajo la lona estaba más que calada. Un gemido ronco se escapó de la figura informe, que estuvo a punto de caerse. Teresa dio un paso adelante y la recibió en sus brazos. Los recibió en sus brazos. La lona se había deslizado y Teresa descubrió que, en realidad, sujetaba a una mujer embarazada que acarreaba a la espalda a un chiquillo morado por el frío. Con ahogados gritos de compasión, las demás mujeres acudieron y cogieron al niño y a su madre para llevarlos cerca de la chimenea encendida.

La directora, alertada, entró en ese momento. Apartó a sus internas con autoridad.

—Señoras, por favor, déjenles respirar y recobrar fuerzas. Este jovencito está helado. Hay que subirlo y bañarlo en agua caliente.

Hizo una señal a la enfermera que aguardaba sus órdenes a dos pasos de ella. Esta levantó sin esfuerzo el frágil cuerpecito, que tiritaba y parecía tan ligero como una pluma, y se lo llevó al primer piso.

—Y usted, querida, no tiene mejor aspecto. Apóyese en mi brazo; vamos a darle ropa seca y a examinarla para saber si todo va bien con su bebé. No tema, aquí está en buenas manos.

La mujer, agotada hasta el embotamiento, se dejó arrastrar sin protestar. Teresa fue a recoger la lona enfangada que se había quedado en el umbral y cerró la puerta justo cuando un nuevo chaparrón descargaba sobre la escalinata.

—No puedo creérmelo.

La señorita Isabel sacudía la cabeza, incrédula, mientras bajaba la escalera. Sin embargo, no era de las que se asustaba por cualquier cosa. ¡Había visto ya tanto! Pero aquello no le cabía en la cabeza.

Tomó a Teresa por testigo:

—Figúrese, ¡viene de Saint-Cyprien a pie!

Teresa emitió un hipido de sorpresa. Efectivamente, ¡era difícil de creer!

—La aterrorizaba la idea de dar a luz allí, en una barraca inundada de agua y sin ayuda médica —continuó la directora como para convencerse de la realidad de la confidencia que se le acababa de hacer—. Ha aprovechado la lluvia y la ausencia de los guardias, que se habían quedado al abrigo, para huir. ¿De dónde ha sacado fuerzas, embarazada de ocho meses, para cargar con su hijo de seis años a la espalda y atravesar los campos inundados por la crecida del Tech, durante cuántos, ocho, diez kilómetros? Más sin duda, porque ha tomado desvíos para rodear Elna y evitar todos los caseríos y las masías desde la costa por miedo a que volvieran a cogerla y que la llevaran de vuelta al campo de internamiento antes de haber podido dar a luz aquí, con seguridad.

—Pero ¡yo creía que las carreteras estaban impracticables!

—Ha ido a campo traviesa. ¡Qué locura! Y pensar que habría podido morir ahogada, enfangada o simplemente de agotamiento, y su hijo con ella.

—Pero lo ha conseguido, aquí está —concluyó Teresa con admiración.

—Sí, aquí está, gracias a Dios.

—Y, sobre todo, gracias a su coraje —no pudo evitar corregir Teresa a quien el trato con la directora no había vuelto más conciliadora con «el opio del pueblo»—. ¡Hostia, qué valor! ¿Dónde está ahora?

—Está durmiendo. Su hijo también, como un ángel. Los he instalado en Santander, porque había una cama libre. Me parece que van a dormir como lirones.

Y, con breves pasos apresurados, la directora desapareció por la escalera que conducía a la cocina, sin dejar de sacudir inconscientemente la cabeza. Tenía que procurar elegir bien sus palabras cuando redactase su próximo informe, si no, ¡Maurice Dubois no iba a creerla!

—Ahora gire a la izquierda, debería de estar al final del camino.

Teresa accionó dócilmente el intermitente e introdujo el Opel entre la fila de cipreses y el arroyo de agua clara que corría a lo largo del huerto de albaricoqueros. Era la primera vez que la señorita Isabel le pedía que le hiciera de chófer y Teresa se tomaba su misión muy en serio. Después, ella tendría que hacer el camino de vuelta sola, por lo que se esforzaba en memorizar todas las indicaciones de la directora para que no tuviera que repetírselas. ¡Ya estaba bastante ocupada!

Desde el verano, habían empezado a llegar refugiados de Polonia, de los Países Bajos, de Bélgica, del norte de Francia, de Alsacia, de la zona de París, pero también de los Alpes Marítimos, de Niza y de Menton. Las autoridades los habían dispersado por las comunas del departamento. Entre ellos había familias judías, algunas de las cuales huían de las persecuciones desde Varsovia. Las comunidades israelitas de Bruselas y Amberes habían llegado en grupo y se las había internado de inmediato en el campo de Saint-Cyprien. Como cabía esperar, contaban con mujeres embarazadas y a lo largo del año media docena de niños judíos habían proferido ya su primer vagido en la maternidad suiza.

Unos días antes, Edith, una matrona llegada de Zurich como refuerzo, había ayudado a traer al mundo al pequeño Wladimir. Era el hijo de una resplandeciente rusa con un nombre que no lo era menos: Perla. Aquella joven mujer, bella, libre y encinta, había huido de Varsovia justo antes de que se acercara el gueto con un muro y se cerrase la trampa; había atravesado sola media Europa hasta Bélgica, donde había sido detenida, para quedar finalmente varada en la orilla del Mediterráneo, en el campo de Argelès.

En adelante, en el palacete, había que acostumbrarse a oír hablar otras lenguas además del español y el catalán. Pero, a pesar de unos orígenes tan diversos, la relación entre las mujeres seguía siendo igual de buena. Por supuesto, al principio, fue preciso comunicarse por signos, lo que suscitó no pocos ataques de risa, pero luego, de manera natural, se había ido creando un vocabulario básico común, en una jerigonza que, sin duda, habría estremecido a los lingüistas, pero que se revelaba muy práctica.

Aquel contingente suplementario planteaba, sin embargo, problemas de intendencia. Desde la instauración de las cartillas de racionamiento había que hacer un alarde de imaginación para conseguir víveres: estaba prohibida la venta de legumbres y arroz, y el café se mezclaba con un sucedáneo en una proporción de uno a dos tercios. Se tenía derecho a trescientos gramos de pan y a un cuarto de litro de leche por persona, aunque para las mujeres embarazadas la cantidad era de medio litro. La señorita Isabel había alquilado una porción de terreno en la linde del parque, donde Pepe cultivaba algunas verduras. Aunque contasen con la generosidad de Maguy y de algunos otros tenderos todos los viernes en el gran mercado de Elna, era complicado asegurar los repartos en los campos de internamiento además de las comidas del palacete. Por otra parte, la comprensiva vendedora de verduras ya no podía favorecer como antes «a esas pobres mamás» de la masía Mirous —que era como se llamaba al castillo de En Bardou en los alrededores—, puesto que entonces todo el mundo, internos, refugiados y habitantes del terruño, sufría el racionamiento. Teresa no podía reprochárselo; los tiempos eran duros para todos y, a diferencia de los habitantes de Elna, las mujeres alojadas con la señorita Isabel se beneficiaban de los paquetes procedentes de Suiza. Con todo, faltaban algunos productos de primera necesidad, especialmente para las españolas. Sobre todo, el aceite de oliva. Era por eso por lo que, ese día, la directora había decidido aventurarse más allá de Thuir, entre Corbère-les-Cabanes y Saint-Féliu-d’Avall, para hablar con un campesino que le habían recomendado. Confiaba que lo que guardaba en su cartera lo incitara a no prestar demasiada atención a las cartillas de racionamiento. Si hacían negocio, Teresa podría ir una vez a la semana o cada quince días para reponer las reservas.

El Opel traqueteaba entre las profundas roderas del camino polvoriento. Teresa intentaba imaginar el furioso torrente que debía de haber fluido por allí durante las inundaciones de octubre. La zona se estaba recuperando todavía de sus heridas. El balance definitivo había alcanzado las cincuenta víctimas y a la población le costaba rehacerse de la conmoción. A lo largo del trayecto desde Elna, la directora y ella habían podido evaluar la magnitud del desastre por las terribles cicatrices que había dejado tras de sí.

Por todas partes, había gente limpiando, retirando escombros y reconstruyendo. Sin embargo, la visión de los andamios había llevado una sonrisa a los labios de Teresa. En efecto, Andrés había vuelto, por fin, de Colliure. Según decía la señorita Isabel —aunque, quizá ella se mostrase optimista para no preocuparla—, no parecía que el cautiverio le hubiese dejado una profunda marca y estaba más combativo que nunca. Había aprovechado una visita a Argelès para entregarle una fotografía de Llibertat que le había hecho en la escalinata del palacete. Bajo el lazo blanco que sujetaba sus cortos rizos morenos, la pequeña se reía a carcajadas de las muecas que Miguel, el chico que había llegado con su madre en pleno aiguat, hacía a espaldas de la directora, pensando que esta no se daba cuenta. ¡Lili estaba para comérsela! Su padre nunca la había tenido entre sus brazos, pero ya estaba loco por ella. Elisabeth había sacado tres copias de esa foto: Teresa guardaba la suya envuelta en un bonito pañuelo que Remei le había bordado y del que nunca se separaba; por su parte, la señorita Isabel había pegado su ejemplar en el gran álbum de fotos en el que figuraban todos los niños nacidos en la maternidad y la mayoría de sus madres.

Después de las inundaciones de octubre se habían pedido voluntarios en los campos de refugiados para reparar los mayores desperfectos. Muchos soldados franceses estaban presos en Alemania y la necesidad de brazos españoles era acuciante. La cuadrilla de trabajo de Andrés había ido a Ille-sur-Têt para arreglar las orillas del río y el canal de riego que atravesaba esa parte del Rosellón que llamaban el Ribéral. Aquella vez la directora había aceptado prestar a Teresa un mapa de carreteras para que pudiera ver dónde se encontraba su hombre. No estaba más que a una docena de kilómetros de la masía a la que en ese momento se acercaba el Opel.

Un trozo de madera clavado de través en el retorcido tronco de un viejo almendro les indicó que habían llegado a buen puerto. La pintura descascarillada hacía casi ilegible la inscripción Mas de l’Oliu, pero solo podía ser allí. Teresa aparcó con habilidad el coche cerca del portón desvencijado que una cuerda sujetaba mal que bien al marco.

Unas gallinas picoteaban libremente en el patio de tierra. La casa tenía un piso, pero parecía baja, como encorvada de tanto oponerse a la tramontana, a la que daba la espalda. La fachada, cubierta con un lastimoso revoque grisáceo, estaba solo perforada por unas estrechas aberturas que apenas debían de dejar pasar la fría luz de aquel hermoso mediodía de diciembre.

Un hombre viejo con boina y una chaqueta de pana raída salió a su encuentro. Bajo sus enmarañadas cejas, sus ojos las estuvieron observando un instante, desconfiado. Luego, satisfecho sin duda con lo que veía, se pasó la colilla apagada que chupeteaba con aplicación de un extremo a otro de su boca desdentada y les hizo una señal para que lo siguieran al interior.

Estaba tan oscuro como había supuesto Teresa. Tuvo que agacharse para no golpearse la cabeza al traspasar el umbral y se quedó un momento vacilante y ciega, justo el tiempo que sus ojos necesitaron para acostumbrarse a la penumbra. Un péndulo invisible desgranaba los segundos con su cascado tictac. La señorita Isabel, tan a gusto en aquel cuchitril oscuro como en el paritorio inmaculado de la maternidad, estaba explicando al anciano el negocio que había ido a proponerle. Había sacado un puñado de billetes que el hombre fingía no ver. Taimado, se hacía el indiferente sin dejar de chupar la colilla babeada. La directora insistía. Un tronco que se consumía en la chimenea se quebró con un ruido seco.

—Voy a ver el aceite en la almazara —susurró la directora a Teresa al tiempo que seguía a su anfitrión al exterior—. Quédese aquí y sea discreta; mientras el negocio no esté cerrado, de nada sirve que estas gentes sepan exactamente quién es usted.

Teresa asintió imperceptiblemente con la cabeza para mostrar que había entendido. Con las manos en los bolsillos del abrigo, paseó una mirada curiosa por la habitación. El retrato del mariscal en uniforme de gala dominaba la estancia desde encima de una vieja cómoda de madera de frutal ennegrecida. Su mirada vacía la observaba sin verla. Teresa escrutó el espeso y bien peinado bigote blanco para intentar distinguir su boca. ¿Habría tenido aunque solo fuera un ligero estremecimiento cuando el mariscal estrechó la mano de Hitler en octubre en Montoire? El rubicundo restaurador de sillas, vecino de Maguy en el mercado, había ido a enseñar la foto del periódico al anciano René en el preciso instante en que Teresa se había parado a saludarlo.

«Todo esto no huele nada bien —le había comentado el viejo buen hombre al oído mientras se inclinaba para deslizar en su cesta unas cuantas cebollas grandes y rojas, deliciosas en una ensalada—. ¡Ojalá que madame Elisabeth pueda quedarse y continuar con su hermosa obra!». Aquella era una frase increíblemente larga para un hombre tan taciturno como él.

Su nuera, embarazada, había roto aguas repentinamente un día que fue a buscarlo a su predio, justo enfrente del palacete, y el anciano René, desconcertado, corrió a llamar a la puerta. La señorita Isabel se hizo cargo inmediatamente de la joven y la historia había concluido felizmente con el nacimiento de un niño que tenía la misma barbilla que su abuelo, o, al menos, así lo aseguraba él. Por ello, el viejo guardaba eterna gratitud a «madame Elisabeth» y no dudaba en hacer cerrar el pico a quien se atreviera a criticar en su presencia a «las señoras del palacete», como las llamaba él.

Un nuevo crujido en el hogar distrajo a Teresa de la contemplación de la marcial fotografía, piadosamente decorada con un ramo de laurel bendito.

Una pesada figura estaba sentada en una silla con brazos, en el rincón de la chimenea, inmóvil. Teresa reprimió un sobresalto, pero la sombra no se levantó, ni esbozó siquiera un gesto; Teresa se acercó unos pasos para ver mejor.

Una anciana vestida totalmente de negro sostenía sobre las rodillas a una niña que parecía completamente absorta en la contemplación de un pequeño objeto que apretaba entre sus manos menudas. La abuela llevaba una falda larga y amplia al estilo de antaño y sus cabellos grises estaban cuidadosamente recogidos bajo la cofia tradicional de puntilla blanca. Unas finas arrugas en forma de abanico se desplegaban en el rabillo de sus ojos, complacientemente fijos en la niñita que sacudía una nuez junto a su oreja como si fuera un cascabel. La chiquilla debía de tener más o menos la edad de Llibertat. Un gorrito rosa de ganchillo le cubría la cabeza y el extremo del chal cruzado en el pecho pretendía protegerla del frío de la habitación a pesar de las brasas que palpitaban como un corazón detrás de los morillos de forja. Su expresión grave y concentrada mientras escuchaba la suave música de la cáscara era irresistible y Teresa le sonrió.

—¡En qué mundo vivimos, nena!

La niña interrumpió su tejemaneje con la nuez y levantó unos ojos asombrados hacia la vieja, que prosiguió con el mismo tono agrio:

—La chusma roja se pavonea en coche mientras que tu pobre madre se desloma todo el día en los campos y yo me arrastro por esos caminos, a pesar de mi reuma, para traer madera para el fuego o hierba para los conejos.

Se expresaba en un francés áspero, tropezando en algunas palabras como si a su boca le costase reconocerlas.

Debía de hablar habitualmente en el catalán del Rosellón que Teresa había oído ya en los puestos del mercado de Elna. La pronunciación era un poco diferente del que ella hablaba y se había dado cuenta de que algunas palabras procedían claramente de una deformación del francés, pero en conjunto no tenía dificultades para entenderlo. ¿Por qué diantre se tomaba aquella abuela la molestia de dirigirse a una niña, su nieta sin duda, en una lengua que le era tan poco familiar?

—¡Mi pobre Louisette! Esa gentuza cree que todo le está permitido. ¡Pronto dejaremos de estar en nuestra casa!

Miró disimuladamente a Teresa, que se quedó muda. Al ver que no reaccionaba, la vieja sacó la conclusión un poco precipitada de que su visitante española no comprendía lo que decía. Continuó:

—¿Quién les ha pedido que vinieran aquí? ¿Que habían perdido la guerra? No tenían más que someterse en lugar de huir como conejos. Su Franco es un militar como nuestro mariscal, un hombre de honor. ¿Acaso nosotros hemos cruzado la frontera después del armisticio? ¡No! ¡Nos hemos quedado en casa sin invadir a nadie! Hay que saber guardar la dignidad.

Teresa se contuvo para no replicar con aspereza sobre la dignidad de la desbandada del ejército francés; la directora, que conocía su temperamento impulsivo, le había recomendado discreción.

La pequeña Louisette, contenta de que su abuela se dirigiera a ella, había abandonado la nuez y se reía palmoteando como si la abuela le estuviera contando un bonito cuento.

—Se hacen los pobres, fingen que lo han perdido todo, pero llegan con las maletas llenas de billetes, oro y joyas. ¡Mi prima de Boulou los ha visto! Y Francia, hija mía, los acoge. Francia los alimenta sin que se molesten en hacer nada.

Alimentarlos, ¿de verdad? Si aquella mujer comiera la misma ración que les daban en el campo de internamiento, ¡no exhibiría esas mejillas redondas como manzanas! Callarse, sobre todo callarse. Pero nada parecía poder detener a la vieja una vez que se había lanzado.

—Lo dice el periódico, Louisette. Algún día vendrán a degollarnos en nuestra propia cama —insistía inclinándose hacia su nieta, que había dejado de reírse y empezaba a moverse inquieta en sus rodillas—. Se cuentan por millares, están acostumbrados a luchar y nuestros hombres se hallan presos en Alemania. ¿Quién nos defenderá si se amotinan y salen de los campos? Tu pobre padre, nena, mi hijo Antoine, está muy lejos de la masía, en algún lugar de Westfalia.

Teresa ya no sabía qué pensar; jamás habría imaginado que unos lastimosos exiliados pudieran inspirar tanto terror. ¿Qué le habían contado a esa apacible abuela de serenas arrugas bajo la cofia de puntilla para que dijera tantas sandeces llenas de rencor a su nieta? Por eso a Teresa no le costó seguir mostrando el aire bobalicón de quien no entiende ni una palabra de lo que se dice en su presencia.

—¡No tengas prisa por crecer, Louisette! Al parecer, allí, esos salvajes sin Dios han sometido a los mayores ultrajes a unas santas monjas. No respetan nada. ¿Quién sabe si, aquí, no llegarían a atacar hasta a los niños?

Esa vez Teresa tuvo que concentrarse de nuevo en el bigote impávido del mariscal para no saltar. La vieja le echaba subrepticias ojeadas para asegurarse de que no reaccionaba. Hacer como el bigote, no estremecerse.

La puerta de entrada se abrió con estrépito y la chiquilla se puso a chillar. La señorita Isabel, con los labios apretados y las mejillas más pálidas que de costumbre, parecía impaciente por irse. Se despidió rápidamente y, pasando su brazo con la autoridad habitual bajo el de Teresa, intentó arrastrarla fuera.

Teresa se soltó con calma y, muy tranquila, avanzó hacia la abuela que intentaba apaciguar a su nieta. Teresa leyó la duda y el miedo en las pupilas deslavadas de la vieja, que se pegó al respaldo de la silla de brazos como si quisiera encontrar en él refugio y protección. Teresa se acercó a ella con una amplia sonrisa y luego se agachó para acariciar la mejilla húmeda por las lágrimas de la muchachita que todavía hipaba.

Ai, Louisette, manyaga, et planyo[7]!

— murmuró sin que la vieja pudiera saber por qué motivo «la española» compadecía a la hija de su hijo.

¿Porque estaba llorando? ¿O porque la extranjera había entendido todo lo que ella…?

Teresa no esperó a saber a qué conclusión iba a llegar la abuela; en dos zancadas salió al patio y alcanzó a la directora, que la aguardaba golpeando el suelo con los pies cerca del coche, junto al que había dos garrafas de aceite. Sin una palabra, Teresa las colocó en el maletero del Opel y a continuación se sentó detrás del volante y arrancó con un mismo movimiento. Solo una vez que el almendro con el letrero crucificado hubo desaparecido detrás del primer recodo, Teresa recuperó el habla.

—Señorita, no sé si lo sabe, pero esa gente…

—No vamos a volver —la interrumpió la directora apoyando la nuca en el respaldo del asiento—. En el fondo, esa gente es más ignorante que mala. A Dios gracias, no todo el mundo en la zona es como ellos. Encontraremos otro proveedor.

A pesar de su avidez de beneficio y sus ganas de hacer negocio, ¡el viejo de la colilla apagada también debía de haberle confiado sus más íntimas opiniones sobre la «chusma roja»!