Capítulo 6.

Capítulo 6.

Aquel día Teresa podía asegurarlo: el aire del exterior no tenía el mismo sabor ni el mismo perfume.

Se llenaba los pulmones con deleite al tiempo que pedaleaba alegremente hacia Elna, al manillar de lo que la señorita Isabel llamaba «la ambulancia»: una bicicleta que arrastraba un remolque que igual servía para llevar las compras que para transportar a la matrona cuando debía correr a un parto y se estaba utilizando el coche en otra parte. ¡Y lo que ahorraba en gasolina!

Esa «ambulancia» se había convertido en la montura preferida de Teresa. Su sed de acción chocaba con los muros del palacete; y aquel delicado ambiente femenino, en el que la directora se movía como pez en el agua, le pesaba por momentos. Por ello, la misión de avituallamiento que le había sido encomendada era una auténtica bendición. Dejaba a Llibertat al cuidado de otra madre y se escapaba pronto por la mañana, de pie sobre los pedales, con los cabellos al viento y el corazón risueño. La primera vez que atravesó sola la verja echó pie a tierra con la respiración entrecortada, deslumbrada un instante por la cinta gris de la carretera que ningún puesto de guardia, ninguna barrera la vedaba. Era como un mareo, una ligera borrachera que hacía que la cabeza le diera vueltas. ¡La libertad, por fin!

Durante todo el trayecto, luchando contra la tramontana que le llegaba de costado, Teresa devoró el paisaje con los ojos, extasiada con las ramas que bailaban al viento por encima de ella y moteaban el asfalto de gotas de luz, con los campos verdes bien labrados, el agua cristalina y fresca que corría gorgoteando por las acequias y hasta con el gato gris atigrado, que, con un gracioso salto delante de su rueda, estuvo a punto de hacerla caer para desaparecer inmediatamente sin el menor ruido en un cañaveral. Cualquier cosa, la ropa tendida al sol, un muchacho que la adelantaba con el saludo malicioso de un timbrazo, hacía que asomaran las lágrimas a sus ojos.

Tuvo un recuerdo emocionado para Susana y sus gritos de alegría que la pusieron tan nerviosa el diciembre anterior, de camino a la maternidad. ¿Habría conseguido conservar al menos un poco de su entusiasmo juvenil tras volver a cruzar las alambradas del campo? ¿Y Andrés, de quien seguía sin recibir noticias? La señorita Isabel había intentado informarse durante sus visitas a Argelès, pero nadie pudo decirle cuánto tiempo había sido condenado a permanecer detenido en Colliure el padre de Llibertat. Aquella incertidumbre mortificaba a Teresa y le entristecía a veces el ánimo, pero se olvidó de ella el tiempo que duró aquella primera salida de «trabajadora libre».

Y, de nuevo, esa mañana, mientras corría a toda mecha por la carretera hacia Elna, de la que conocía ya hasta el menor bache, Teresa tenía que contenerse para no cantar a voz en grito. Pedaleaba más cómoda con alpargatas y pantalón.

La directora había mantenido su palabra y le habían devuelto el uniforme, lavado y remendado. Con aquel calor estival la guerrera estaba de más, por lo que se quedaba cuidadosamente doblada en la caja donde guardaba sus cosas, justo encima de la gorra que contenía el precioso puñado de tierra española fervorosamente conservado desde que atravesó la frontera. Sin embargo, Teresa se ponía el pantalón en cada salida; era mucho más práctico que la falda para ir en bicicleta. ¡No había riesgo de que una picara ráfaga de viento se lo levantara y mostrara sus piernas hasta los muslos! Completaba su atuendo con una camisa blanca. Un pañuelo de flores daba al conjunto un toque de feminidad que Teresa se sorprendía buscando cada vez más.

El resultado no debía de ser demasiado feo, puesto que un joven de unos quince años acababa de saludarla con un silbido de admiración. Desde luego, era solo un niño, pero, con todo, Teresa apreció aquel cumplido musical y espontáneo. ¿Desde cuándo no le rendía homenaje un chico? Hacía años. Desde que se alistó en el ejército. La República predicaba la igualdad de las mujeres y sus camaradas se habrían guardado muy mucho de expresar su aprecio hacia una de los suyos de una forma tan «machista». De todos modos, al verla cubierta de barro y sangre tras una ruda jornada de combate, seguramente ni se les habría pasado por la cabeza. Andrés, por su parte, prefería manifestarle su admiración de otra manera. Los momentos en los que podían estar juntos eran tan escasos y breves que nunca había suficientes caricias ni besos para saciarse de su piel. ¡No tenía tiempo para perderlo en palabras!

Después, por supuesto, la derrota y el internamiento infamante habían quitado hasta a los más mujeriegos las ganas de coquetear. Ni siquiera los guardias del campo, que, sin embargo, no se privaban de intercambiar en voz alta sus obscenas apreciaciones sobre los «encantos» de las prisioneras, a quienes prometían rendir homenaje a su manera, habían posado nunca su mirada sobre Teresa, a la que tomaban por un chico con su pelo tan corto y sus mejillas hundidas. ¡Tanto mejor!

En cuanto al palacete, más valía no hablar, dado que los únicos rostros de varón que se veían allí eran los de Jaime, Pepe y José, internos también ellos, cuyas mujeres trabajaban en la cocina o en la lavandería del edificio y a los que la señorita Isabel había contratado respectivamente como albañil, jardinero y encargado de las grandes provisiones, que eran demasiado pesadas para los brazos de Teresa. En concreto, José iba, cada día, temprano por la mañana, a casa de un granjero de los alrededores a buscar la leche para la maternidad y los niños del campo de Argelès. ¡Eso suponía innumerables cántaros que había que transportar en «la ambulancia»! El único soltero era Juan, el carpintero, que arreglaba los armarios y, con cajas y trozos de tablas cogidos de aquí y de allá, construía pequeños muebles para mejorar la comodidad de los internos, grandes y pequeños, del palacete. Pero Juan reservaba sus tímidas atenciones a las enfermeras cuyos rubios cabellos bajo las cofias almidonadas parecían fascinarlo.

Teresa se apeó al acercarse a los primeros puestos. Casi todos los días acudía a Elna, aunque solo fuera a por el pan, pero su preferido era el viernes, el día de mercado. A pesar de que la carne escaseaba desde que las medidas de racionamiento habían restringido su venta, el centro de la ciudad seguía muy animado. A Teresa le gustaban los olores fuertes de los quesos, de las especias, del bacalao salado y de las anchoas, los colores vivos de las verduras y de las frutas, el batiburrillo de los artículos de bazar y la palabrería de los vendedores que ensalzaban su mercancía.

En primer lugar encargaba lo que hacía falta para la maternidad y luego deambulaba un rato entre los puestos, con la nariz al viento, antes de pasar a buscar y pagar sus compras, con las que llenaba el remolque de «la ambulancia».

Todo el mundo la conocía ya y algunos, no todos desde luego, le devolvían el saludo y se paraban incluso para intercambiar algunas palabras. Teresa siempre compraba las verduras a la sonriente Maguy de grandes ojos negros, que, desde el principio, se había mostrado afectuosa con ella. Al enterarse de que su clienta venía del palacete de En Bardou, preguntó de inmediato a Teresa si también ella tenía un hijo, y desde entonces se informaba regularmente sobre «la pequeña Lili». Quería saberlo todo, llevaba la cuenta de los niños que nacían un mes tras otro, tomaba nota del número de niñas y de niños y de sus nombres originales.

La lamentable historia de Cristina, que había vuelto al campo de internamiento con una pequeña mestiza de color café con leche, y a la que, a pesar de las exhortaciones de la señorita Isabel, le costaba mucho considerar como su hija, le había arrancado lágrimas de los ojos.

Era tal su amabilidad que solía apartar en una caja disimulada bajo la gran tabla que, apoyada sobre unos caballetes, le servía de tenderete, los tomates o las judías un poco estropeados, demasiado maduros o pasados, que daba luego a Teresa, además de su pedido, para esas «pobres mamás», que necesitaban reponer fuerzas.

Sus atenciones hacia «la española» suscitaban a veces entre sus vecinos de mercado comentarios ácidos que decían lo suficientemente alto para que ella los oyera. Maguy —después de pensarlo, Teresa había llegado a la conclusión de que se trataba de un diminutivo de Marguerite— se ruborizaba hasta la raíz de sus cabellos morenos, en los que el sol creaba reflejos rojizos, pero nunca respondía. Se limitaba a reír más fuerte. ¡Aquella muchacha tenía agallas! A Teresa eso le gustaba.

No obstante, Teresa, al principio, tenía miedo de crearle problemas, pero el anciano René, un buen hombre de maneras rudas que pregonaba ristras de ajos y cebollas dos puestos más allá, acabó por confesarle, entre dos largos silencios, que Maguy ya era la diana de ciertas críticas mucho antes de que la conociera. Y es que era lo que en francés llamaban una «hija-madre». Resultaba increíble cómo aquellas palabras, tan bonitas por separado, podían expresar el desprecio y la desaprobación cuando iban así unidas. Teresa comprendió mejor entonces su interés por esas «pobres mamás» solas con sus hijos. Aquello hizo que aumentara su afecto por Maguy.

Teresa también se dio cuenta en ese momento de que podía ser conveniente no revelar su conocimiento del francés, del que estaba tan orgullosa. Delante de una extranjera, la gente hablaba despreocupadamente. ¡Qué iba a entender ella!

De ese modo, Teresa se enteró de la derrota francesa ante el ejército alemán. En el palacete, por la noche, escuchaban a veces los informativos de Radio Andorra, pero la directora prefería sintonizar un programa musical, para no desmoralizar aún más a las internas.

Por su parte, los asiduos del mercado de Elna no hablaban más que de la guerra y del éxodo provocado por el avance inexorable de los alemanes. ¡La señorita Isabel había tenido mucha razón al impedirle que anduviera sola por esos caminos con Llibertat! En aquel momento, estaban abarrotados por millones de franceses que huían, mujeres, niños y viejos, en coche, en carretas y a pie, bajo el fuego de los aviones de la Luftwaffe. También ellos, entonces, estaban viviendo su retirada. Teresa, sin embargo, no experimentaba ninguna satisfacción revanchista; ella, que, por haberlas vivido, sabía las calamidades que se veían obligados a afrontar, se sentía muy triste. No necesitaba imaginar cómo lo estaban pasando los habitantes de Elna en el interior de sus casas; le bastaba con recordarlo.

El desfile de la Wehrmacht al paso de la oca por los Campos Elíseos había sumido al mercado en el estupor, pero la esperanza había vuelto a finales de junio, cuando el presidente Lebrun recurrió al mariscal Pétain. El héroe de Verdún salvaría a la patria una vez más. ¿No se había consagrado a Francia «para aliviar su desgracia»? Algunas voces se alzaron tímidamente entre comentarios sobre el tiempo, para insinuar que, en lugar de firmar el armisticio, quizá habría hecho mejor si hubiese convocado a las tropas, en plena desbandada, a reunirse y resistir, como ese general, cuyo nombre no sabían, había hecho, al parecer, desde Londres. Eso era todo; si había allí gente que escuchaba la radio inglesa, ¡no lo pregonaba! No obstante, aquellas tímidas voces discordantes se habían silenciado rápidamente ante el alivio general. ¡Los combates habían cesado sin haber tocado ni a Elna ni a los Pirineos Orientales! Las fanfarronadas de la prensa y de las autoridades militares francesas quedaron olvidadas en cuanto los restos del ejército republicano atravesaron la frontera. Teresa tuvo un recuerdo para el joven teniente de infantería español que había contestado con orgullo al coronel francés que ironizó con desprecio en Le Perthus. El ejército francés había resistido mucho menos tiempo frente a Hitler que las andrajosas tropas de las que se había burlado.

¿Habría saboreado su amarga revancha su compatriota en el campo de refugiados en el que se pudría desde hacía meses?

La vuelta era siempre más penosa. El remolque lleno pesaba lo suyo y Teresa tenía que ejercer toda su fuerza sobre los pedales para no quedarse clavada en la carretera. Pero no le importaban sus pantorrillas doloridas, al contrario: poco a poco recuperaba su musculoso cuerpo de miliciana. ¡La época de los sufrimientos había quedado definitivamente atrás!

Al acercarse a la maternidad, echó una ojeada hacia el campo de judías, pero el «silbador» no estaba a la vista. Se quedó levemente decepcionada. Se paró un instante para recuperar el aliento antes de empujar con las dos manos el batiente de la gran verja de hierro forjado y subir el paseo hacia el palacete, sujetando «la ambulancia» por el manillar. Hacía un día radiante y Teresa notaba cómo las gotas de sudor se deslizaban una a una bajo su camisa, por la columna vertebral. Sin duda, las enfermeras habrían sacado todas las cunas a la sombra de los árboles para que los bebés pudieran patalear al aire libre. Seguro que los mayores, entre ellos Lili, estaban jugando en el gran parque con barrotes de madera montado sobre una manta. Con un último esfuerzo, Teresa tensó sus músculos.

Un enorme coche negro estaba aparcado delante de la escalinata y en la maternidad había una efervescencia poco habitual. Teresa se quitó el pañuelo para secarse el sudor que le mojaba el cuello y estuvo a punto de chocar con la hermana Betty, que bajaba corriendo por la escalera de piedra, con la almidonada cofia blanca torcida.

—¡Dios mío, Dios mío, qué honor! —repetía con aquel gracioso acento germánico, que hacía su español a veces incomprensible, sobre todo cuando estaba alterada como aquel día.

—¿Qué sucede? ¿De qué honor está hablando?

—El maestro ha venido a visitarnos.

Teresa seguía sin entender. Con la caja de verduras apoyada en la cadera, subió los escalones y descubrió una auténtica aglomeración en la gran sala delantera. Las mujeres soltaban risas ahogadas, hacían aspavientos y se daban codazos para ver mejor al que era el centro de toda la atención. Teresa dejó las judías y las lechugas encima de la mesa y tuvo que hacer como las demás para averiguar, por fin, quién suscitaba semejante expectación.

De entrada, aquel señor bajo y rechoncho con gafas redondas, que cubría su calva con un sombrero blando, no le decía nada. Amable y atento, se informaba sobre la salud y la historia de cada una, un hombre con un notable don de gentes, acostumbrado a moverse en público. Entonces se encendió la luz en el cerebro de Teresa. ¡Pau Casals! El célebre violonchelista había salido de España después del pronunciamiento, en 1936. El músico se había negado a tocar ni una sola nota bajo la bota fascista —había rechazado incluso la invitación que se le había hecho de dar un gran concierto en Berlín— y se había establecido justo al otro lado de la frontera, en Prades, al pie de aquel Canigó que reinaba sobre la llanura del Rosellón y a la que dominaba con toda la majestuosidad de sus cimas azuladas.

Desde que la retirada había arrojado a cientos de miles de sus compatriotas a los campos de internamiento, Pau Casals, a quien los no catalanes llamaban Pablo, se afanaba por acudir en su ayuda. Ninguna petición de socorro quedaba sin respuesta. Algunas mujeres de la maternidad se lo habían pedido a comienzos de año y él les había enviado dinero. La señorita Isabel, conmovida, le escribió para agradecerle su generosidad. Teresa, mientras ordenaba unos papeles en el escritorio de la directora, había encontrado la carta en la que el músico le contestaba y protestaba. ¿Qué eran unos billetes comparados con el consuelo y los cuidados prodigados a sus compatriotas por el personal de la Ayuda suiza a los niños? Prometía que, en cuanto su agenda se lo permitiera, acudiría a la maternidad a manifestar su apoyo personalmente. La misiva estaba fechada en el mes de marzo. En mayo, ante la invasión alemana, había decidido irse a Portugal. Pero el barco que tenía que coger en Burdeos se había hundido y el músico había tenido que renunciar. De vuelta en su refugio de Prades, no se había olvidado de su promesa. Había esperado hasta comienzos de julio, pero estaba allí.

—Pero ¿dónde está la señorita Isabel? —preguntó Teresa, extrañada, a la hermana Betty, que volvía, toda sofocada, con María Sarda, la pinche de cocina—. ¿Es que nadie la ha advertido?

—Está en Marruecos, ocupada con un parto…

Teresa iba a replicar que alguien podía sustituirla un momento, pero María ya se acercaba al maestro.

—En Barcelona, cantó en un coro bajo su dirección —susurró la enfermera al oído de Teresa—. ¡Elisabeth ha pensado que, en su ausencia, ella podría guiar al señor Casals en su visita a la maternidad!

Ruborizada, María se estaba dando a conocer al gran músico. Ya porque efectivamente se acordase de la ex cantante, ya porque simplemente no quisiera ofenderla, dijo estar encantado de volver a verla. La exquisita educación de aquella celebridad era un agradable cambio frente al desprecio que exhibían los hombres que habían tratado hasta entonces, ya fueran guardias, gendarmes, jefes de campo o estraperlistas de todo tipo.

Teresa recogió la caja que había dejado sobre la mesa. Si aquel gran hombre se quedaba a comer en el palacete, ¡haría bien en bajar lo más rápido posible las verduras a la cocina!

—Y usted, hija mía, ¿de dónde es?

Teresa se volvió, sorprendida. El maestro le sonreía con María a su lado. Sin pensarlo siquiera, Teresa se cuadró. Por costumbre. Porque ya no sabía manifestar su respeto de otro modo desde hacía años, desde que se había enfundado el uniforme de miliciana. Oyó cómo las demás mujeres soltaban una carcajada. Era cierto que debía tener un aspecto ridículo con el brazo rígido a la altura de la sien, el pañuelo de flores al cuello y la caja repleta de verduras a la cadera, pero Pau Casals no hizo el menor ademán de burlarse. Muy al contrario, con el semblante serio, se irguió para responder al saludo militar.

—¿En qué unidad ha servido, soldado? —le preguntó.

Aquella palabra, que nadie había vuelto a usar para dirigirse a ella desde su salida del campo, hizo que los ojos de Teresa se empañaran.

Era su refugio, su atalaya, su cabaña en el árbol. En cuanto la enorme barriga dejó de entorpecer sus movimientos, empezó a subir a menudo a la cristalera del tejado que la había atraído ya el primer día. Desde allí tenía una vista increíble: trescientos sesenta grados sobre el campo de los alrededores. La llanura en torno al palacete era fértil y esos primeros días de verano los campos y los huertos daban fruto a espuertas. A pesar de las restricciones, allí no se pasaba hambre. Hacia el sudeste se distinguía la orgullosa silueta ocre de la catedral que dominaba la ciudad enroscada a sus pies.

Según el arcipreste, que, cuando se lo pedían las madres, iba a bautizar a los niños nacidos en la maternidad, Elna había sido durante siglos la sede del obispado antes de que fuera trasladado a Perpiñán. El abad Jampy había hablado a la señorita Isabel de un claustro de mármol rosa con capiteles esculpidos con criaturas fantasmagóricas. Teresa lo había escuchado fascinada, a pesar de no estar muy segura del sentido de las palabras que oía. ¡Los términos de arquitectura y de historia del arte no formaban parte del vocabulario francés que le había enseñado Raymond, el brigadista de Clermont-Ferrand!

Pero la cristalera tampoco estaba lo suficientemente alta, no se veía lo bastante lejos. De modo que Teresa salía al tejado y subía por la escalera metálica que ascendía basta la linterna de arriba. El primer propietario del palacete, un rico fabricante de librillos de papel de fumar, se la había añadido al proyecto inicial, pues deseaba a toda costa ver el mar. Entonces no podía imaginar que, un día, Teresa treparía hasta allí para escrutar el horizonte hacia el este, por el lugar donde un ribete azul oscuro separaba el cielo de la tierra, para intentar distinguir los barracones del campo de Saint-Cyprien. Y más hacia el sur, por un claro a la derecha de la catedral, los de Argelès. Habría subido con ganas aún más alto para distinguir Colliure y el fuerte Miradou, pero a menos que fuera un pájaro…

Por otra parte, ¿quién podía asegurar que Andrés siguiera allí? ¿Cómo saberlo? Desde la capitulación del ejército francés, a las autoridades militares de los campos poco les importaba la suerte de un interno español rebelde. Así que Teresa subía después de la cena a su puesto de vigía y dedicaba largos minutos a mirar hacia Argelès, diciéndose que, tal vez, su hombre estuviera allí de vuelta sin que la hubiesen informado a ella.

Pero, si Teresa se quedaba allí horas e incluso noches enteras desde que la temperatura lo permitía, era para desafiar la barrera de terciopelo verde de Les Albères en un interminable cara a cara. Aquella muralla de montañas, erizada de colmillos rocosos y de torres vigías, limitaba el Rosellón por el sur antes de precipitarse en el Mediterráneo. Detrás estaba España, el país que Teresa seguía considerando su casa; unos bandidos la habían expulsado de ella por la fuerza, pero regresaría un día, cuando se los hubiese echado.

A la espera de aquel feliz momento, Teresa se consumía los ojos intentando ver a través de aquel último extremo de los Pirineos sobre el que salía el sol, la copa plateada de los olivos balanceándose al viento, la tierra tostada un año tras otro hasta quedar abrasada, los caminos blancos por el polvo y los muros encalados que al mediodía deslumbraban, la escalera que subía hasta la catedral de Gerona y la Rambla de las Flores en Barcelona e incluso las fábricas de ladrillos rojos de Sabadell, que le parecían tan feas cuando era pequeña.

Si se concentraba podía ver el canario desplumado de doña Rosa, la viuda con enorme papada del tercer piso de su edificio; el animal se desgañitaba todo el día para sentirse menos solo tras los barrotes de su jaula. Las lágrimas terminaban siempre por empañarle la vista, pero Teresa ya no se avergonzaba; las lágrimas le hacían bien, eran un bálsamo refrescante para su corazón lastimado.

Teresa extendió sobre la plancha metálica la manta que sujetaba enrollada bajo el brazo y puso encima la almohada que había cogido de su cama. De ese modo estaría más cómoda. El perfume azucarado de las cebollas que habían puesto a secar sobre el tejado plano embalsamaba el aire nocturno. Detrás del macizo del Canigó, el sol, al ponerse, improvisaba cuadros impresionistas de colores brillantes, en los que las nubes se teñían por debajo de naranja, malva y rosa. Pronto se encenderían en el cielo las primeras estrellas y desde lo alto de su «cabaña en el árbol», Teresa vería cómo los pequeños cuadrados de las ventanas de las casas y de las masías les respondían. Ya no había ni toque de queda ni pintura azul para atenuar las luces; de nada servían en ese momento.

Las cigarras hacían resonar sin cesar su exasperante estribillo. No se callarían hasta que empezase a refrescar, pasada medianoche. Teresa se tumbó sobre la manta y se estiró el camisón sobre las piernas. En definitiva, había sido una hermosa jornada. Pau Casals se había marchado de vuelta a Prades con la promesa de enviar más ayudas, pero las sonrisas que había arrancado durante su visita eran ya un bonito regalo. Además, por una vez, Llibertat se había dormido sin montar el número. ¡La nana de Remei hacía maravillas!

Por encima de su cabeza, ligeramente a la izquierda, el lucero vespertino brillaba delicadamente. ¿Estaría Andrés mirándola en ese momento? Sin darse cuenta, Teresa se puso a tararear:

Al olivo, al olivo,

Al olivo subí

Por coger una rama

Del olivo caí.

Quién me levantará

Esa gachí morena

Que la mano me da

Que la mano me da

Que la mano me di

Esa gachí morena

Es la que quiero yo

Es la que quiero yo

Es la que he de querer

Esa gachí morena

Ha de ser mi mujer

¡De veras era eficaz la cancioncilla de Remei! Los ojos se le estaban cerrando.

La puerta de la cristalera chirrió. Alguien había subido al tejado, por debajo de ella. Teresa se apoyó sobre el codo para echar una ojeada por la puerta de la linterna, que había dejado abierta para que entrara un poco más de aire; la señorita Isabel estaba apoyada en el aljibe que había mandado construir sobre el tejado para que a la maternidad no le faltase agua. Solía ir allí cuando en su dormitorio hacía demasiado calor y deseaba un poco de fresco.

—¡Buenas noches, Teresa!

Evidentemente la directora sabía que Teresa estaba allí arriba.

—Es una pena que no haya podido ver al señor Casals —le respondió tumbándose de nuevo sobre la manta.

—Los bebés no tienen ningún respeto por la música —suspiró la señorita Isabel, un piso más abajo—. He tenido el tiempo justo de salir del paritorio para estrecharle la mano.

Elisabeth soltó un ligero cloqueo divertido.

—Tenía el delantal lleno de sangre, pero es un caballero y ¡fingió no darse cuenta!

Estallaron en una carcajada a la vez. La luna cómplice escuchaba su conversación desde lo alto del firmamento. Teresa oyó cómo la directora se daba la vuelta apoyada en el aljibe.

—Lo único que lamento es no haber podido hacer una foto.