Capítulo 5.

Capítulo 5.

Nada en el cajón. ¿Y bajo la pila de papeles en la esquina del escritorio? Nada tampoco. Con todo, en alguna parte tenía que haber uno: ¡seguro que la señorita Isabel, cuando llegó, tuvo que necesitarlo! Pero ¿dónde podía haberlo guardado? Con dedos temblorosos, tanteó la parte superior de la estantería junto a la ventana desde la cual la directora divisaba una vista maravillosa del Canigó. Sobre todo, no debía hacer ruido. A esa hora, la mayoría de las mujeres estaban reunidas en la sala de abajo. En cuanto a las que acababan de tener a su primer hijo, el personal estaba ocupado en darles nociones de puericultura en el nido.

Teresa se había escabullido con el pretexto de una necesidad apremiante, pero no podía permanecer ausente demasiado tiempo. Tenía que encontrarlo rápido. El dormitorio, que también hacía las funciones de despacho, ocupaba el ángulo sudoeste de la segunda planta. Estaba amueblado con la misma sencillez que el resto; el único privilegio de la directora era dormir sola. Era también la única que disponía de un armario para guardar sus cosas. Aquel era el último lugar que le quedaba por registrar. ¡Ojalá no estuviese cerrado con llave!

—¿Qué hace usted aquí?

Teresa se quedó inmóvil, con la mano sobre la hoja de madera clara y la respiración entrecortada. ¡No! ¡Ella!

—Respóndame, por favor. ¿Qué está haciendo en esta habitación?

Teresa habría querido desaparecer en el armario, fundirse en la pared, cualquier cosa antes que responder. Buscaba desesperadamente una razón plausible a su intrusión, pero su mente daba vueltas sin sentido, paralizada por aquella presencia reprobadora que sentía a su espalda.

—¿Qué busca? ¿Dinero?

—¡No soy una ladrona! —protestó vehemente con voz ahogada.

—Lo sé —respondió con calma la señorita Isabel sentándose en el borde de la cama—. Pero, entonces, ¿qué está buscando que no pudiera pedirme directamente?

No la juzgaba, no la condenaba de antemano, esperaba solo una respuesta y no se movería de allí hasta haberla obtenido. Frente a aquella tranquila obstinación no era posible ni andarse con rodeos ni zafarse.

—Un mapa —confesó Teresa en un susurro.

Leyó la incomprensión en los ojos de la directora.

—Un mapa de carreteras de la zona —precisó.

Elisabeth parecía cada vez más perpleja.

—¿Para qué lo quiere si no sale del palacete?

Teresa bajó la cabeza. Le costaba revelar el plan que había estado ideando esos últimos días. Al principio, saber que Andrés estaba encerrado en el fuerte Miradou la había abatido, pero luego, enseguida, decidió actuar. En breve le llegaría el turno de subir al Opel para volver al campo de refugiados.

—Por eso, quiero marcharme.

—¿Adonde?

Parecía que nada podía hacer mella en la calma de la directora. Tenía los ojos alzados hacia Teresa, que seguía de pie delante del armario, y se alisaba con la palma de la mano el delantal que cada mañana se ceñía por encima del vestido. Simple curiosidad, en apariencia.

—¿Adonde? Todavía no lo sé. ¡Da igual dónde con tal de no volver allí!

Ya estaba dicho.

Pero Elisabeth no se contentaba con una respuesta tan lapidaria.

—Allí, ¿quiere decir al campo de internamiento?

Teresa asintió con la cabeza.

—Andrés no quería ver allí a su hija, por eso lo arriesgó todo para escapar. Ahora me toca a mí hacer lo que sea para evitarlo. ¡Nuestra Llibertat no será encerrada!

Se estaba exaltando. Cuanto más impasible se mantenía la directora, más ganas le entraban a Teresa de gritar alto y fuerte su rebeldía. Ni hablar de aceptar sin rechistar lo que el gobierno francés había decidido para ella y sus semejantes. ¡Iba a cambiar las reglas del juego, lo quisiera o no la señorita Isabel!

Pero esta no parecía querer oponerse.

—De acuerdo. Le doy un mapa y se va de aquí con la pequeña Lili. ¿Y luego? ¿Cómo se las arreglará para alojarse? ¿Para encontrar trabajo? La identificarán como refugiada española a la primera palabra que pronuncie.

Teresa esbozó una media sonrisa de triunfo; esperaba esa objeción.

—Hablo francés —respondió en la lengua de Moliere.

—Y casi sin acento —exclamó a su vez la directora, admirada, en ese «francés federal» que se hablaba en Suiza—. ¿Dónde lo ha aprendido?

—Un poco en el colegio, mucho en el frente —explicó Teresa mientras se sentaba también sobre la manta gris, al otro lado de la cama.

Si alguien hubiese entrado en ese momento en el dormitorio, las habría tomado por dos viejas amigas que intercambiaban confidencias y recuerdos de infancia. ¡La conversación había tomado un giro del todo inesperado!

En el piso inferior, un bebé se puso a berrear con tremendos sollozos. Teresa no se movió; no era Llibertat. Antes de ser madre, habría sido totalmente incapaz de distinguir un vagido de otro, pero en ese momento, por increíble que siguiera pareciéndole, sabía siempre cuándo se trataba de su hija. No habría podido decir en qué la reconocía, pero no se equivocaba jamás. De todas formas, faltaban dos horas para la siguiente toma.

—¿Les daban clase de francés en el ejército? —se extrañó la señorita Isabel—. Nunca lo había oído.

Esa vez, Teresa se rió abiertamente.

—¿Es que cree que el estado mayor republicano no tenía nada mejor que hacer? Carecíamos de armas y municiones, nos encontrábamos bajo el fuego de los aviones alemanes e italianos y ¿piensa que se les habría ocurrido hacernos aprender una lengua extranjera?

Tras un primer momento de desconcierto, la directora sumó discretamente su risa a la de Teresa. En efecto, pensándolo mejor…

—Fue un brigadista francés quien me enseñó —prosiguió Teresa recuperando la compostura—. Se llamaba Raymond y procedía de Clermont-Ferrand. Decía que le recordaba a su hermana pequeña. Me hizo leer el único libro que llevaba en su petate, La condition humaine, de un tal André Malraux, que, según me dijo, también se había alistado en España. Por el título, parece un libro complicado, pero, en realidad, la historia habla de la revolución en China. Era interesante, pero difícil para mí. Tuve que esforzarme.

La señorita Isabel indicó con un gesto que no conocía el libro. ¡En realidad, no debía de figurar en la biblioteca de la mayoría de las hijas de un pastor!

—¡Da igual! Pero ya ve que puedo manejarme —insistió Teresa—. Me iré a una ciudad grande, lejos de aquí, y fingiré que soy de campo. En todos los países, la gente de la ciudad desprecia a los campesinos, ¡no notarán la diferencia!

—Por lo que veo, le ha dado muchas vueltas —admitió la directora—. Pero no irá lejos sin papeles.

El argumento, enunciado con la misma voz apacible, era de peso. Teresa tenía que admitirlo, pero, con todo, se negaba a rendirse.

—Caminaré de noche, a campo traviesa.

Esa vez, Elisabeth sacudió enérgicamente la cabeza.

—¿Con un crío tan pequeño en los brazos? ¡Sea razonable!

El timbre áspero del teléfono la interrumpió. El aparato de baquelita negra colgaba en la pared del rellano del segundo piso.

—Debe de ser de la rue du Taur en Toulouse —exclamó la directora levantándose precipitadamente—. Espero una llamada de Maurice Dubois, el responsable de nuestra organización en el sur de Francia.

Teresa se levantó también, indecisa sobre qué hacer.

—Baje con las demás —le ordenó la señorita Isabel mientras descolgaba el auricular—. ¡Y no haga locuras! Voy a encontrar una solución, se lo prometo.

Pero no de inmediato. La llamada telefónica no procedía de Toulouse, sino del campo de refugiados de Saint-Cyprien: un camión encargado del abastecimiento de pan iba a desviarse para dejar en la maternidad a una joven embarazada que, la víspera, había intentado suicidarse. En el palacete se organizó un enorme revuelo. Las enfermeras se pusieron enseguida en movimiento para acoger a la desdichada cuyo estado se desconocía, pues el mensaje del médico jefe del campo había sido muy lacónico.

Desde Bilbao, el dormitorio que compartía con otras tres mujeres y adonde se había retirado para dar de comer a Llibertat, que se había despertado particularmente hambrienta, Teresa podía oír puertas que se abrían y se cerraban, pasos que subían y bajaban la escalera, conversaciones amortiguadas.

Por lo general, Teresa protegía con celo aquellos momentos de intimidad en los que, piel contra piel, con la boca de Llibertat pegada a su pecho, unida a su hija en el mismo calor, tenía la sensación de no constituir más que un solo cuerpo con la pequeña, como si de nuevo la llevase en su vientre, como si por fin viviera aquel embarazo del que la había privado por su obstinado rechazo. Su leche era espesa y nutritiva, lo que la hacía enorgullecerse. ¿Quién habría dicho que sus senos menudos, ridículamente pequeños, todo hay que decirlo, comparados con los pechos opulentos de algunas de sus compañeras, serían tan feraces? Teresa, que se burlaba de la vanidad de las demás madres, se sorprendía experimentando un auténtico goce, un poco culpable a pesar de todo, al ver cómo Llibertat se dormía feliz y satisfecha por la sola gracia de aquel cuerpo de mujer del que había renegado tanto tiempo.

Pero, aquel día, no conseguía abstraerse de la agitación que zumbaba a su alrededor y, sin quererlo, aguzaba el oído para percibir el ronquido del motor que anunciaría la llegada de la «suicida».

Cuando todavía estaba en el campo, en Argelès, había visto a personas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que, atrapadas en la inactividad forzada, cedían a la desesperación y se volvían locas. A veces, al alba, podía verse a alguien que se dirigía hacia el mar, los ojos fijos en el vacío, como un autómata guiado por una voluntad que ya no era la suya. Se metía en el agua hasta las rodillas, hasta la cintura, hasta el pecho y, luego, con los ojos cerrados, se abandonaba a la marea en la que se diluía la amargura de su alma antes de desaparecer. Cuando alguien, en la playa, se daba cuenta a tiempo del drama que se avecinaba, avisaba a quienes estuvieran cerca y todos se arrojaban al agua para llevar al desesperado de vuelta a la arena. Pero podía suceder que nadie prestase atención y se diera la alerta cuando ya solo se veía una cabeza arrastrada por la corriente como el globo de un niño que se lleva el viento. Los guardias tenían entonces que echar una barca al agua para ir a sacar el cuerpo que se alejaba inexorablemente hacia alta mar. ¿La mujer a la que esperaban había querido ahogar así su miserable vida en el Mediterráneo?

Al oír el crujido de los neumáticos sobre la grava al pie de la escalinata, Teresa resistió la tentación de correr hacia la escalera. Enderezó sobre su hombro a Llibertat, que todavía no había expulsado los gases, y se obligó a bajar los dos pisos con tranquilidad, no muy orgullosa de su curiosidad, que consideraba malsana. ¿Qué quería saber en realidad? ¿Si la vida en el campo seguía siendo tan insoportable, pesada y vacía? ¿Si el mar seguía siendo el sepulcro de todos los sufrimientos? O, simplemente, ¿si aquella mujer, como había hecho ella misma durante meses, rechazaba la idea de dar a luz una nueva vida en tales circunstancias hasta el punto de querer terminar con la suya?

La joven a la que sostenía la hermana Betty (Teresa había aprendido ya a distinguir a las dos enfermeras) tenía largos cabellos claros, casi rubios, y la mirada extraviada. Su rostro inexpresivo estaba completamente petrificado a excepción del irreprimible temblor que agitaba la comisura de sus labios. ¿Tenía Teresa un aspecto tan lamentable cuando atravesó la puerta del palacete? Sin duda. ¿No había fracasado ella también en su intento de ahogarse a su manera? ¡Y pensar que, a su llegada a la maternidad, creyó que se mostraba digna! Verse así, como en un espejo, la privaba de la última ilusión que podía conservar al respecto.

Candelaria, como se sentía frustrada en su instinto maternal desde que se había separado de sus tres hijos, acudió de inmediato al encuentro de la recién llegada. Le acarició la mejilla al tiempo que le susurraba palabras tranquilizadoras y, cogiendo sus manos entre las suyas, la condujo hacia la mesa donde estaban sentadas las demás mujeres.

Las caras cambiaban continuamente. Cinco o seis semanas después del parto, si el niño no estaba enfermo y había ganado suficiente peso, la madre y su bebé regresaban al campo. No solo Remei y Susana, también Concha, María la asturiana, Charo, que era de Galicia, Asunción, Mercedes y Margarita, todas se habían ido una tras otra. Hasta Angeles, que había dado a luz a una niña nacida muerta. La directora la había llevado rápidamente de vuelta junto a su familia en el campo para que la hija de su hermana, que había nacido en el campo de refugiados antes de que la maternidad entrase en funcionamiento, pudiera beneficiarse de la leche que hinchaba su pecho.

Otras habían ocupado su lugar. Habían llegado con su enorme tripa, preocupadas o relajadas, según hubieran pasado ya o no por la prueba del parto, y según lo que hubieran oído decir sobre la señorita Isabel y su palacete.

A su regreso a Argelès o a Saint-Cyprien, las madres hablaban entre sí, contaban la calurosa acogida del equipo de la Ayuda suiza, daban detalles sobre la carne, las verduras y las frutas que comían, el café con leche a discreción, las camas confortables, los servicios inmaculados y el fuego en la chimenea. Por supuesto, era tranquilizador para todas aquellas que descubrían que estaban esperando un niño y sabían ya que, al margen de las privaciones que soportaban en ese momento, cuando llegase la hora, se ocuparían de ellas. El combate cotidiano de Elisabeth Eidenbenz daba sus frutos.

Aquella vez, Teresa llamó educadamente a la puerta del despacho de la directora antes de entrar. Con toda aquella agitación en torno a Cristina —ese era el nombre de la joven suicida— pensaba que la señorita Isabel se había olvidado de su promesa. Pero un momento antes, cuando terminó de fregar los platos de la cena, María la costurera se había pasado por la planta de servicio para decirle que la directora la esperaba en su habitación.

Teresa subió los escalones de cuatro en cuatro. En el paso de las semanas había recuperado la delgadez de su figura y para ella era un placer, cada día renovado, sentirse de nuevo ligera y viva. Su moral se había repuesto. No importaba lo que decidiera la señorita Isabel, Teresa se sentía capaz de arreglárselas, ¡sola incluso, si era preciso!

La directora estaba sentada al escritorio. Delante de ella se acumulaban expedientes y pilas de formularios, y la papelera estaba llena de bolas de papel arrugado.

—Me horroriza todo este papeleo —exclamó, harta, girándose hacia Teresa—. Informes y más informes. ¡Como si no tuviésemos bastante que hacer aquí!

Ajustó con mano impaciente un mechón que se había escapado de la eterna trenza que coronaba su cabeza. Dos marcas rojas jaspeaban sus mejillas. Teresa nunca la había visto perder así su circunspección, ni siquiera en las situaciones más difíciles, que, sin embargo, eran frecuentes en el palacete.

—¡Pretenden que sea una administradora! —protestó con vehemencia—. Pero los niños que viven en estos campos de la vergüenza necesitan la taza de leche diaria que les proporciono para sobrevivir. Y a las mujeres embarazadas, ¿quién irá a buscarlas? ¿Quién las ayudará a parir las noches de luna llena cuando los bebés quieren venir al mundo todos a la vez? Madame Fillols es extraordinaria y responde siempre a nuestra llamada, pero ¡no puede estar en todas partes a la vez! En esos casos hay que ayudarla. ¿Que no es mi oficio? ¡Y qué! ¡No vamos a dejarlos morir! ¿Y las provisiones y los medicamentos que tenemos que ir a buscar donde nuestros amigos cuáqueros o a la estación de Perpiñán? ¿No es eso más importante que todos estos papeles que me reclaman sin parar?

Más que a Teresa hablaba consigo misma. Se percibían el cansancio y la irritación demasiado tiempo contenidos. Cogió una hoja de papel mecanografiada de encima de su carpeta: la carta del médico jefe de Saint-Cyprien, que el conductor del camión le había entregado.

—¿Sabe por qué esa desdichada de Cristina quiso acabar con su vida? La violó uno de los guardias del campo, un senegalés al parecer. Bajo el efecto de la conmoción, perdió la razón y se arrojó al mar. La administración se contentó con llevarla de vuelta a su barraca. Luego, ella descubrió que estaba embarazada de su violador y de nuevo quiso poner fin a sus días. Fue en ese momento cuando la dirección del campo reaccionó. No para evitar que la próxima vez logre su intento, sino porque espera un crío y ¡por eso pueden recurrir a nosotros!

La indignación la hacía tartamudear.

—Y, frente a tanta incuria y sufrimiento, ¿en qué tengo que emplear mis noches? ¡En hacer informes!

Se apretó los párpados cansados con el índice y el pulgar. La noche anterior, una vez más, había tenido que levantarse a las tres de la mañana para ir a buscar urgentemente a madame Fillols, que no tenía teléfono. Al parecer, el niño tenía prisa por ver la luz, a pesar de que la madre, que había llegado del campo hacía solo cinco días, todavía estaba débil. Y, por supuesto, en todo el día no había encontrado un momento para descansar.

Inspiró profundamente y luego levantó la mirada, que había recuperado su claridad, hacia Teresa, quien seguía esperando, muda, delante de la ventana.

—Ya es de noche. ¿Podría cerrar las contraventanas para ocultar la luz, por favor?

Teresa cumplió la solicitud con diligencia. El gobierno francés había promulgado medidas estrictas en previsión de eventuales incursiones aéreas nocturnas. Alemania quedaba lejos de allí, pero, al fin y al cabo, ¿quién sabía si Franco no se decidiría un día a devolver a Hitler el favor y la ayuda que este le había proporcionado con tanta eficacia durante la guerra civil, como los pocos supervivientes de Guernica podían atestiguar? También los cristales de la maternidad se habían pintado escrupulosamente de azul, aunque por el momento no se hubiese avistado ni el menor avión enemigo en el cielo del Rosellón.

—¡Bueno, a lo nuestro!

Dando la espalda a su escritorio irremediablemente sumergido en el papeleo, Elisabeth se levantó de la silla para mirar cara a cara a Teresa.

—No crea que me hace gracia llevar de vuelta a las madres y a sus hijos a los campos de refugiados, cuya mera existencia es una infamia, pero no tengo elección; de lo contrario ¡las autoridades no me dejarían traer a ninguna mujer!

Teresa bajó la cabeza, decepcionada. ¿Estaba intentando la directora que se sintiera culpable?

—Dicho esto, reconozco que usted es un caso aparte. Es una combatiente acostumbrada a la acción y no la veo aguantando sin rechistar los reglamentos estúpidos y las vejaciones. Como su compañero, un día u otro terminaría por rebelarse, por buscar el modo de huir, y, como él, corre el riesgo de ir a parar a la cárcel. ¿Y qué sería de la pequeña Lili, completamente sola?

—Era por eso por lo que yo quería… —intentó intervenir Teresa.

—Y sé que lo haría —la interrumpió la directora—. Pero saber que la niña está con usted en la carretera tampoco me agrada. Francia está en guerra y solo Dios sabe cómo se desarrollarán las cosas.

Teresa, incómoda, se preguntaba adonde quería llegar.

—Podría enviarla a una de nuestras casas para niños, para que ayude en la cocina o con la limpieza, ¡aunque no sea su fuerte!

Teresa no pudo reprimir una mueca involuntaria. Intentaba esforzarse, aunque ¡jamás sería un ama de casa ejemplar!

—Pero, al final, he tenido una idea mejor —prosiguió la señorita Isabel sin darse cuenta, en apariencia, de su rictus confuso—. ¡Se quedará aquí!

Teresa se quedó casi sin voz.

—¿Quedarme? ¿Placiendo qué?

Placía falta algo más para desanimar a la directora:

—¡Trabajo precisamente no falta! Ya tenemos una cocinera, una costurera y una lavandera. Veamos, ¿qué más sabe hacer aparte de hablar francés, que ya es bastante?

—En el ejército aprendí a conducir coches y camiones.

—¡Formidable! Yo, antes de venir aquí, nunca había cogido un volante. Fue Karl Ketterer quien me inició en la conducción de automóviles, cuando estábamos en Brouilla, con nuestro viejo y querido Rocinante, superviviente de nuestra misión en España. ¡Tenía que arreglármelas sola cuando se marchara! Ahora seremos dos y podrá sustituirme para hacer las compras e incluso para ir a recoger algunos paquetes a Perpiñán. ¡Eso me permitirá ganar un montón de tiempo!

—También podría echarle una mano para ordenar todo este jaleo —añadió Teresa señalando irónicamente con un dedo el escritorio abarrotado—, contestar el correo, ocuparme de las facturas y llevar los libros de cuentas. Eso también sé hacerlo.

Una hermosa y amplia sonrisa relajó el rostro cansado de la directora.

—¡Teresa, es usted mi salvación!