Capítulo 4.

Capítulo 4.

Llibertat es el nombre que he elegido.

La enfermera rubia, que no entendía ni una palabra de catalán, no reaccionó. Asintió vagamente sin perder la amable sonrisa que lucía siempre en los partos. La señorita Isabel, en cambio, se quedó con la pluma suspendida sobre la hoja de papel donde se disponía a anotar todas las indicaciones necesarias para ir a declarar aquel nuevo nacimiento al ayuntamiento de Elna. Teresa no le dio tiempo de objetar ni media palabra.

—¡Y no me diga que será una carga demasiado pesada de llevar para una niña pequeña! Al contrario, ¿no es el más hermoso programa que se le pueda proponer para su futura vida de mujer? Y ¿qué hombre no tendría ganas de gritar que ama la libertad, sobre todo, en los tiempos que corren? No, está decidido. Llibertat es el nombre perfecto.

—Y, si un día quiere volver a España, ¿no corre el riesgo de «marcarla» demasiado? —consiguió, no obstante, insinuar la directora.

—¿Al rojo vivo, como la hija de «rojos» que es? No se preocupe: ¡mi Llibertat no regresará a España mientras Franco esté allí!

La víspera, Teresa habría sido todavía incapaz de bromear sobre semejante cuestión, pero, en aquel preciso instante, mientras, dolorida aún, miraba cómo la comadrona francesa vestía a su hija sobre la mesa de madera blanca pegada a la pared y la enfermera rubia, cuyo nombre nunca lograba recordar (¿Betty? ¿Bethli? Siempre se confundía), terminaba de quitar las sábanas sucias, se sentía casi eufórica. Tenía la impresión de flotar, ligera, aliviada, liberada.

Liberada, en primer lugar, del sufrimiento. ¡Y pensar que ella creía saber qué era el dolor desde que recibió aquel disparo en el brazo! Horas y horas sin dejar de estrujar las sábanas, con esos calambres atroces que agarrotaban la cintura y la quemazón que abrasaba sin tregua el vientre como un puñal incandescente.

Al principio, Teresa había apretado los dientes: una miliciana debe ser valerosa y resistente al dolor. Pero luego lo olvidó todo: la dignidad en el sufrimiento, el sacrificio consentido, la victoria del espíritu sobre la carne. Todo excepto aquella tortura de cada una de las fibras de su cuerpo. Entonces, como las demás, gimió y lloró y hasta gritó. Como todas las mujeres reunidas allí, en la maternidad, y como todas las demás mujeres antes que ellas. Fugazmente pensó que, tal vez, su sufrimiento era mayor, que alguien o algo le hacía pagar por aquel orgullo insensato que la había incitado a querer ser diferente de las demás. Pero, después, también eso lo olvidó.

Ni siquiera sabía ya cuántas veces había empujado y cuántas había vuelto a derrumbarse sobre las almohadas, agotada y desesperada por la idea de tener que empezar otra vez.

También se había liberado, por fin, de la angustia. Cuando Teresa vio aquel inquietante pliegue de preocupación entre las serenas cejas morenas de madame Fillols, una mano invisible y helada se cerró sobre su corazón. Mientras la matrona de Elna intentaba explicarle, en una mezcla de francés y catalán, que el hombro del bebé estaba atascado y le impedía salir, se le apareció flotando en la pantalla de sus párpados crispados por el esfuerzo y el dolor la imagen de Susana.

La benjamina de la maternidad había ido a Marruecos confiada, incluso sonriente, con la promesa de que volvería con «el niño más guapo que nunca hayas visto». Pero el crío salió morado, con el cordón enrollado en torno al cuello, y no gritó. Susana lloró mucho, como una niña a quien le acabaran de romper una muñeca. La directora se la llevó aparte para hablar con ella y secarle las lágrimas, antes de llevarla de vuelta al campo lo más rápido posible, para que se encontrase con chicas de su edad. Teresa no había sido la única en pensar que, quizá, fuera mejor así. ¿Qué habría hecho Susana, que ni había terminado ella misma de crecer, con un bebé?

Pero, mientras temía, a su vez, por la vida de su niño, Teresa se reprochó haber tenido semejantes pensamientos. ¿Qué sabía ella de lo que podía haber experimentado Susana al ver a su bebé muerto?

Por suerte, aquella vez, la comadrona había visto sus esfuerzos coronados con el éxito: con habilidad había conseguido girar a Llibertat, que finalmente pudo soltar su grito liberador.

Teresa habría chillado con ella si la emoción no le hubiese hecho un nudo en la garganta. ¡Para ella se había acabado el sufrimiento!

Madame Fillols, con sus bonitas orejas adornadas con unos elegantes pendientes de oro y coloradas por el esfuerzo, depositó entre sus brazos un paquete que pataleaba y berreaba con toda la fuerza de sus pulmones recién estrenados. ¡Menudo carácter tenía ya su Llibertat!

La señorita Isabel se inclinó por encima de ella con una sonrisa:

—Siempre podremos llamarla Lili.

Tenía que decir siempre la última palabra.

Unos días más tarde, Remei y su pequeño Rubén se marcharon a Argelès, donde los esperaban Joan, Emilio y el resto de la familia. Como Llibertat estaba tranquilamente dormida (¡era el único momento en el que estaba tranquila!), en el nido de la primera planta, Teresa, que acababa de dejar la habitación de las recién paridas, salió a despedirla a la escalinata, con el vestido ahora demasiado amplio a su alrededor. Ayudó a Remei a meter en el maletero del Opel la bolsa de tela que contenía sus cosas y la preciosa canastilla de Rubén, así como la cesta con su colchoncito relleno de paja que la maternidad regalaba a todos los bebés, para que pudieran seguir durmiendo con una mínima comodidad en el campo. Luego el coche arrancó.

Teresa se sentía más triste de lo que habría podido imaginar aquella primera mañana en el palacete, cuando lo que había tomado por la tramontana la sacó de un sueño culpable. Habían pasado dos meses, pero parecía ayer. Esperaba que el futuro se mostrase más clemente con ellos de lo que había sido hasta entonces. Y, sobre todo, que nunca se separasen. ¡Pues, vaya! ¿No se le ocurriría echarse a llorar?

Una mano apareció por la ventanilla medio bajada de la puerta trasera del Opel en el momento en el que el coche reducía la velocidad a la altura de la verja, antes de girar en dirección a Elna. La mano agitó al viento un rectángulo claro antes de desaparecer en el interior del coche. La carta que anunciaba a Andrés el nacimiento de su hija. Teresa había empleado varios días en escribirla. La había empezado diez veces y diez veces la había tirado arrugada al cubo de la basura.

«No hay mucho papel, ¡no deberías malgastarlo así!», la había regañado Remei.

¡Como si fuera tan fácil! Andrés y ella nunca habían hablado de tener un hijo, ni siquiera cuando este se anunció sin avisar ni pedirles su opinión. Claro que la culpa había sido de ella, de Teresa. Había sido ella quien, cortante, había frustrado todo intento de discusión. ¿Cómo saber cuál era en este momento el estado de ánimo de su «hombre»? Hasta el parto, ni siquiera se había planteado esa pregunta, centrada como estaba en la agitación que sentía tanto en su cabeza como en su cuerpo. Pero, a partir de ese momento, empezó a temer su reacción. O, tal vez peor, su ausencia de reacción.

Se habían conocido en el fondo de una zanja. Un intenso fuego de artillería los había obligado a arrojarse en ella sin pensar, para ponerse a cubierto. Con las costillas magulladas por las piedras que se habían desprendido del talud, la cabeza hundida entre los hombros y las palmas apretadas sobre los oídos para ahogar el ruido ensordecedor de las detonaciones, ni siquiera tuvieron conciencia de la presencia del otro hasta el final del ataque. Solo cuando hubo vuelto la calma, se miraron con estupor antes de estallar en carcajadas. La explosión de un obús había levantado no lejos de ellos un géiser de arcilla y sus rostros estaban cubiertos de una máscara roja que solo perforaban sus ojos como platos y los dientes blancos de Andrés, divertido. ¿Puede uno enamorarse de unos dientes? En cualquier caso, Teresa encontró aquella sonrisa irresistible. Y también la dulzura con la que él había intentado limpiar su cara con un faldón de su guerrera. Como también estaba cubierta de polvo, el resultado no fue brillante, pero ¡qué importaba!

A partir de aquel momento bastó con que sus miradas se cruzasen antes de un movimiento o un combate para llenarse de valor. Y, luego, una noche, tras una jornada particularmente aterradora en la que vieron el cielo en llamas durante horas y la tierra temblar bajo los ataques de los morteros, las ráfagas de las ametralladoras que desgarraban el aire con un silbido agudo y los camaradas que caían por decenas como peleles descoyuntados con la boca abierta en el polvo, se encontraron en el fondo de un granero. Fuera, los resplandores temblorosos del fuego de la guardia hacían bailar unas sombras fantasmagóricas sobre los muros desconchados, agrietados por los lagartos, y se podía ver a través del tejado hundido cómo titilaban las estrellas en el cielo nocturno. Sus cuerpos se unieron febrilmente para olvidar el tufo a muerte que se les pegaba a la piel. En los brazos de Andrés, Teresa se sintió viva.

Su unión la ayudó a resistir un mes tras otro y no pedía más. Aunque casados, sus padres, como buenos anarcosindicalistas, no eran unos incondicionales de la institución del matrimonio y no la habían inculcado como a tantas de sus compañeras de infancia, la obsesión por conservar celosamente su virginidad hasta el día en que fuera conducida al altar. Pero ¿qué sabía ella de Andrés? En realidad, muy poca cosa. No más de lo que él sabía de ella, por otra parte. Era de Tarragona y acababa de convertirse en maestro cuando lo movilizaron. Eso era todo. Cuando el futuro es tan incierto, no se siente la necesidad de hablar del pasado. Solo cuenta el momento presente, que puede ser el último.

Teresa apenas había tenido noticias de él desde que había llegado a Elna. Solo una breve carta de agradecimiento, a través del conductor de un camión, por el chocolate y la caja de pasteles que le había hecho llegar a principios de año. Aseguraba que aquellos dulces habían aportado «un poco de sol al estómago y al corazón» de sus compañeros y de él mismo. Le informaba además de que Sergi, el guasón de la cuadrilla, enfermo de neumonía doble, había sido conducido al hospital de Saint-Louis en Perpiñán y Andrés le confesaba su preocupación: las monjas que trabajaban allí como enfermeras eran célebres por su lengua viperina respecto a «esos bandidos rojos, violadores de monjas y asesinos de curas». Solo al final de la carta se había permitido preguntarle con una escritura febril: «¿Y tú? ¿Cómo estás? ¿Va todo bien?».

«Todo» era, por supuesto, su embarazo y el bebé que iba a nacer, palabras que Teresa siempre se había negado a pronunciar y que, por eso, él no se atrevía siquiera a escribir. ¿Se había preocupado Andrés por las noches, mientras intentaba conciliar el sueño sobre su jergón? ¿Había pensado, soñado, antes que ella, con ese niño que era el suyo y que iba a ver la luz en un mundo al borde del caos, que no quería nada de él? Teresa descubría con apuro que no lo sabía. Peor incluso: que nunca había pensado en Andrés como futuro padre.

Como el camión volvía a partir de inmediato, Teresa simplemente transmitió un mensaje de palabra al conductor, un asturiano con el rostro hundido y a quien los sufrimientos habían envejecido antes de tiempo, con el encargo de repetírselo a Andrés: pensaba en él y en el desdichado Sergi y «todo» iba bien.

Ahora que Llibertat había nacido, Teresa debía a su amante, que ignoraba todavía que era padre, todas las explicaciones que había evitado hasta entonces. Pero ¡qué difíciles de encontrar eran las palabras!

Por fin, tras ver cómo su hija, la hija de ambos, pataleaba con brío en su canastillo, Teresa consiguió verter sobre el papel azul que la maternidad ponía a disposición de sus «huéspedes» los sentimientos que desbordaban su corazón y que Remei llevaba en ese momento dentro de su bolsillo hacia Argelès.

La respuesta de Andrés le llegó una semana más tarde, por correo. No había podido esperar a un nuevo camión de avituallamiento y había conseguido un sello con el poco dinero que le quedaba. Las pesetas republicanas ya no eran de curso legal, pero algunos especuladores que merodeaban por los alrededores del campo de internamiento las compraban a un precio ridículamente bajo. Teresa se aisló en el jardín para leer la carta.

Era marzo y la temperatura era más agradable. En el azul del cielo había un no sé qué de ternura, como un anticipo de la primavera que se avecinaba. El parque de la maternidad parecía una estampa japonesa: de la nieve rosa de los melocotoneros en flor surgía la masa azulada del Canigó, con su capuchón blanco. El «volcán» que tanto la había impresionado a su llegada se daba un aire al Fuji-Yama. La serenidad del paisaje prolongaba la que ella empezaba a sentir en lo más profundo de sí y salía para saborearla tan a menudo como se lo permitía el exigente apetito de la pequeña Llibertat y las tareas domésticas a las que, como las demás, ya estaba sujeta.

Esperó a llegar a su rincón favorito, bajo un árbol un poco torcido cuyas ramas caídas la resguardaban de las miradas indiscretas, para rasgar la solapa del sobre. Sus dedos impacientes sacaron de él tres hojas cubiertas con una escritura apretada. Como no le había permitido hablar durante meses, ¡Andrés tenía que recuperar el tiempo perdido!

Teresa podía intuir en el temblor de la pluma y de las palabras, que se apelotonaban hasta quedar a veces unidas las unas a las otras, todo lo que su amante había retenido en el umbral de sus labios y qué duro debía de haber sido para él plegarse a las exigencias de la mujer que se negaba a admitir que llevaba a su hijo. Teresa tenía la impresión de descubrir a un hombre distinto: locuaz, entusiasta, conmovedor.

Ni una palabra de reproche por su terca actitud. Sin falso pudor daba rienda suelta a su orgullo de ser padre. Le preocupaba saber si la niña mamaba bien y si ganaba peso. Aprobaba sin reservas la elección del nombre y pedía que, cuando la señorita Isabel acudiera la siguiente vez a Argelès, le llevase los papeles necesarios para poder reconocer a Llibertat y que la niña llevara así su apellido.

Añadía que había pensado por un instante en enrolarse en la Legión Extranjera para seguir combatiendo contra el fascismo puesto que Francia estaba ya en guerra contra la Alemania de Hitler, pero, por supuesto, ahora que era padre, había «cambiado de planes».

Terminaba con unas tiernas palabras que hicieron asomar unas lágrimas en los ojos de Teresa. Decididamente, se estaba volviendo una sentimental.

La cinta gris de la carretera se desenrollaba con regularidad bajo las ruedas del Opel. Llibertat, por una vez en silencio, abría unos grandes ojos asombrados sobre las rodillas de Teresa. Sin duda, la niña simplemente estaba fascinada por las manchas de color que se deslizaban a toda velocidad detrás del cristal, pero parecía sumida en la contemplación del paisaje bajo la rutilante luz de abril.

Era una sensación extraña hacer de nuevo el camino a la inversa.

En un primer momento, la señorita Isabel se había negado de plano. Pero, cuando Teresa estaba decidida, sabía mostrarse persuasiva. Recordó su rechazo a admitir el embarazo, mostró la carta de Andrés, explicó hasta qué punto estaba empeñada en borrar sus nueve meses de negación dando a su hombre la más hermosa de las sorpresas. La directora, contenta en el fondo de ver que su huésped recobraba la sonrisa y la combatividad, capituló: el siguiente domingo, tenía que ir a recoger a una madre de tres niños, embarazada del cuarto, que salía de cuentas y, estaba decidido, llevaría a Teresa consigo para que pudiera presentar a Llibertat a su padre.

Extensos cañaverales se balanceaban indolentemente con la brisa; se acercaban al mar. Teresa sintió que se le hacía un nudo en la garganta al reconocer el pinar y las villas blancas. Había olvidado qué siniestro podía resultar el chillido sardónico de las gaviotas, incluso al sol.

Familias de franceses endomingados, las mujeres con sombrero y los niños con calcetines blancos, se apiñaban en los accesos de las alambradas. El campo de Argelès se había convertido en una de las curiosidades de la zona y un destino para el paseo.

Algunos grupos, menos exuberantes, enarbolaban una pancarta con uno o varios nombres; eran españoles establecidos en Francia desde hacía años, que iban a ver si en el campo tenían familiares de los que pudieran responsabilizarse y permitir así a primos o abuelos salir de ese infierno. Como a menudo había traslados de un campo a otro, acudían con regularidad por si llegaba uno de ellos.

También había algunos periodistas, reconocibles por sus cámaras fotográficas. Recorrían la cerca en busca de un resquicio o de un centinela que se dejara sobornar para entrar a escondidas. Teresa se acordaba de uno de ellos, un inglés con pecas, que había pasado por chozas y barracas para hacer preguntas que traducía un brigadista que hablaba su idioma. Indignado por lo que poco a poco iba descubriendo, había prometido «denunciar aquel escándalo que deshonraba a Francia y al género humano en su totalidad» antes de irse por donde había venido.

¿Lo había hecho? Tal vez. Sin embargo, nada había cambiado. Y los reporteros eran cada vez más escasos desde la declaración de guerra a Alemania, el mes de septiembre anterior.

Por último, entre los mirones merodeaban especuladores y aprovechados de todo tipo con sus morrales o sus mochilas de tela. Cambiaban paquetes de leche o un pollo por un reloj o una cadena de oro. Se veía cómo se inclinaban, con los ojos entornados, sobre las joyas de la familia salvadas durante el éxodo, que los refugiados acudían a ofrecerles a través de los huecos de la alambrada, y luego, después de algunas palabras, cómo les tendían los escasos víveres ansiados, guardándose rápidamente en el bolsillo el collar o el anillo.

Cuando frenaron al acercarse a la gran verja de entrada que quedaba enfrente de los confortables barracones reservados a quienes aceptaban regresar a la España de Franco, la señorita Isabel soltó contra aquellos buitres una palabra en alemán suizo que Teresa no entendió, pero que, desde luego, no tenía nada de amable.

Teresa contuvo la respiración mientras la directora mostraba su salvoconducto en el puesto de guardia, pero el militar de servicio, acostumbrado a ver el coche de la Ayuda suiza cargado de mujeres embarazadas o con niños, ni siquiera le echó una ojeada. La señorita Isabel aparcó justo detrás del gran pórtico que señalaba la entrada; no podía avanzar más a riesgo de que las ruedas del Opel se hundieran en la arena. Por más que la apisonaran los miles de pies que la hollaban desde hacía ya más de un año, seguía estando blanda en algunas zonas.

—Espéreme en el coche —ordenó la directora apagando el motor—. Más vale evitar tener que dar explicaciones; oficialmente, usted sigue interna en este campo y la dirección podría aprovechar la ocasión para retenerla. Al fin y al cabo —añadió con una sonrisa dirigida al bebé, que mantenía los ojos muy abiertos, llenos de asombro—, nuestra Lili tiene ya más de un mes y a las autoridades les podría parecer que su estancia en Elna ya ha durado suficiente. ¡No tentemos al diablo!

—¿Y Andrés? —quiso intervenir Teresa.

Pero la señorita Isabel había pensado en todo.

—Voy a pedir que lo llamen para entregarle los papeles que pidió y se lo traeré discretamente. Lo reclutaré para que lleve el equipaje de la señora que hemos venido a buscar.

En esto cerró la puerta de golpe y se alejó con paso decidido hacia el barracón de la enfermería.

Teresa estaba nerviosa. Para distraer su impaciencia, ajustó la chaquetita de lana blanca que llevaba Llibertat y, mojándose el dedo con saliva, se esforzó, sin demasiado éxito, en alisar los escasos y finos cabellos que se erizaban en la pelusilla del cráneo de su hija. Tenía que estar guapa cuando viera a su padre.

Teresa sacó a continuación el espejo de bolsillo que le había regalado la hermana Nelly cuando se marchó a Suiza y comprobó la buena disposición de su peinado. El pelo le había crecido desde que salió del campo y se le rizaba sobre los hombros. ¡Andrés no la iba a reconocer!

Mientras guardaba de nuevo el espejo en el bolsillo, echó una mirada por el parabrisas. ¡Ojalá no estuviera en la otra punta de la playa! Tenía tanta prisa por volver a verlo… ¿No era aquel que se aproximaba a la cerca con las manos en los bolsillos de su capote informe? ¡No, qué tonta! Todavía no habían emitido el anuncio para convocarlo a la enfermería. Los altavoces difundían, como de costumbre, retahílas de pasodobles que para esos militares ignorantes debían representar, sin duda, la esencia de la cultura española.

Con la mano como visera por encima de los ojos, Teresa intentó reconocer alguna cara amiga: alguno de sus compañeros de armas a quien le hubiesen encargado alguna tarea o, por qué no, a Susana, riéndose del brazo de sus amigas o incluso a Remei, que, si se enteraba de que la señorita Isabel estaba en la enfermería, acudiría para mostrarle cuánto había crecido su Rubén. Pero el campo estaba subdividido por otras alambradas en zonas más pequeñas, reservadas, según el caso, a los militares de este o aquel cuerpo, a los heridos o a las familias, y los internos más cercanos, detrás de su cerca interior, estaban demasiado lejos del coche para que ella pudiera reconocer a ninguno.

En cualquier caso, seguía habiendo muchos niños que se empeñaban enjugar entre las barracas. La propuesta del comité de ayuda y acogida a los refugiados no había obtenido, pues, resultados. Antes de que Teresa se fuera a la maternidad, por el campo corría el rumor de que, en Perpiñán, se habían reunido representantes de diversos partidos políticos —comunistas, socialistas y radicales—, así como asociaciones de familia, para pedir que cada familia catalana acogiera a un niño español bajo su techo. Este generoso ofrecimiento, que les demostraba que existía una Francia diferente a la que los mantenía encerrados como a criminales, había supuesto un consuelo para los exiliados. Por desgracia, era evidente que no había podido concretarse.

Un movimiento cerca del barracón de la enfermería le hizo volver la cabeza: sosteniendo a una mujer que lloraba, la señorita Isabel volvía con los brazos cargados de paquetes.

¿Y Andrés? ¿Dónde estaba Andrés? Teresa sintió que la sangre abandonaba su rostro al tiempo que una mano helada le apretaba la garganta. Había ocurrido algo.

Al tiempo que se peleaba con los bultos que le entorpecían el paso, la directora se afanaba en convencer a la desesperada mujer de que subiera al coche:

—Deje de llorar, Candelaria. Sus vecinos de barraca son gente encantadora y se ocuparán estupendamente de sus hijos hasta que volvamos a buscarlos. Es cuestión de unos días, no más. A continuación irán en tren a Talloires, cerca del lago de Annecy, donde se encuentra una de nuestras casas para niños. Allí disfrutarán del aire puro y de una alimentación saludable y abundante. Mientras usted les da un hermanito o una hermanita, ellos recuperarán la salud. Se lo aseguro, ¡es la mejor solución para todo el mundo!

La llamada Candelaria esbozó una sonrisa entre las lágrimas y, resoplando, se metió con su vientre, en el Opel donde la señorita Isabel había conseguido finalmente colocar sus cosas.

Solo cuando la directora se dejó caer, casi sin aliento, detrás del volante, Teresa pudo, por fin, articular:

—Pero ¿dónde está Andrés?

Elisabeth le hizo una señal para que se callara.

—¡Luego! —susurró mientras arrancaba el motor.

Aguardó a estar fuera de la vista de los centinelas del campo de internamiento para detenerse al borde de la carretera. Teresa estaba en ascuas.

—¿Va a decirme de una vez por qué no han avisado a Andrés? —estalló, sintiendo en el corazón un peso de plomo.

La directora apoyó una mano tranquilizadora sobre su brazo.

—Cuando se lo he pedido, me han contestado que ya no estaba en el campo.

—¿Lo han trasladado?

Una mueca fugaz se dibujó en el rostro grave de la joven suiza.

—Intentó fugarse con otros dos camaradas.

¡Una evasión! Así que ese era el «cambio de planes» que Andrés anunciaba en la carta. Había querido huir del campo para ir a Elna, al encuentro de las dos mujeres de su vida, con la esperanza, sin duda, de llevarlas a otra parte, allí donde pudieran construir una vida juntos.

—Lo han… —empezó Teresa, incapaz de terminar la frase.

—¿Matado? ¡No, no, tranquilícese! Solo lo han apresado.

Teresa sintió un enorme alivio.

—¿Está en la cárcel?

—En el fuerte Miradou, en Colliure.

La directora puso de nuevo el contacto. No había ninguna necesidad de decir más, la dos sabían lo que eso significaba: el capitán que comandaba ese campo de disciplina, reservado a los principales jefes republicanos y a los más rebeldes, sentía un odio feroz contra los españoles antifascistas. Su reputación de hombre cruel había traspasado los muros del fuerte e, incluso en Francia, se habían alzado voces para protestar. Andrés estaba en ese momento a su merced.