Capítulo 3.
¡ Por fin, Remei se había puesto de parto en Marruecos! Ese era el nombre que las mujeres habían dado al paritorio, porque allí se sudaba y se sufría mucho. Y además, ¿no seguían acudiendo los jinetes moros de Franco a aterrorizarlas en sueños?
También habían bautizado cada una de las habitaciones con el nombre de una ciudad española: Madrid, el nido; Sevilla, la habitación para los niños enfermos; Córdoba, la de las mujeres embarazadas, y Barcelona, Bilbao, Santander, Zaragoza, San Sebastián… Un poco de España en tierra de exilio que les proporcionara calor en el corazón. Pero, en Marruecos, ¡no había que hacerse ilusiones!
Desde por la mañana, Teresa se sorprendía aprovechando el menor pretexto para subir la escalera hasta la primera planta y acechar los ruidos y gemidos que se filtraban a través de la puerta. Había oído lamentos de heridos en el frente, pero no habría podido explicar por qué estos la hacían estremecerse en lo más profundo de su ser, como si resonasen en cada una de las fibras de su vientre.
Volvió a mirar el reloj de péndulo. Los dolores habían empezado por la noche y ya era casi mediodía. Acababan de poner la mesa en el comedor. El desenlace no debería tardar y con ello acabaría de una vez la larga espera de Remei.
Remei, que estaba convencida de que su bebé llegaría como un niño Jesús por Nochebuena, había tenido que armarse de paciencia; el crío no parecía tener prisa por venir al mundo. El día de Año Nuevo había pasado. Sentadas en círculo delante de la chimenea, las mujeres habían canturreado por turno su canción favorita. Al personal suizo le gustaron en particular las viejas romanzas españolas, que cubrieron con un velo de emoción los ojos de más de una. Remei había elegido una nana en la que se hablaba de un olivo y de una joven morena. Para doblegar el destino. Pero no ocurrió nada. La morenita se tomaba su tiempo.
Con el paso de los días, la futura mamá estaba cada vez más abatida, al ver que las demás daban a luz. ¿Cuándo le llegaría a ella el turno?
Había enseñado a Teresa el sobre azul que su marido había preparado antes de que ella se fuera del campo y que debía utilizar para anunciarle el nacimiento: una cuadrícula trazada en las cuatro esquinas informaría al nuevo padre al primer golpe de vista. Joan le había prometido que se las arreglaría para acudir lo antes posible con el primer camión que se dirigiera a la maternidad. La idea de volver a ver a su Joan llenaba a Remei de alegría y aumentaba otro tanto su impaciencia.
Teresa no pudo evitar que se le encogiera el corazón ante tan tierno dispositivo. La única «atención» que Andrés había tenido hacia ella había sido la de amenazarla con delatarla si no acudía voluntariamente a la barraca de las mujeres embarazadas. Aunque era cierto que ella había prohibido a Andrés que mencionase siquiera su estado. La menor alusión la sacaba de quicio. ¿Había llegado realmente a convencerse de que si negaba la realidad, esta desaparecería? En algunos momentos se producía de nuevo un caos en su cabeza y se aislaba en un rincón de la maternidad. Habría preferido salir al parque, recorrerlo a grandes zancadas en todas direcciones, agotarse para dejar de pensar, pero hacía mucho frío. La hierba helada crujía bajo los pasos y una fina película de hielo cubría las orillas del arroyo que avanzaba en paralelo a la carretera. Aunque caminase rápido para entrar en calor, Teresa no aguantaba más de unos diez minutos fuera. Antes era más resistente. Detestaba a la remilgada en que se había convertido. El nudo que apretaba su garganta no se soltaba.
En la mesa, las demás mujeres la animaban a que se esforzara en comer un poco más. Concha, una de las compañeras de habitación de Remei, le acercaba el fruto más apetecible del canastillo diciéndole: «Alimentas al bebé al mismo tiempo que a ti. ¡Necesita vitaminas si quieres que nazca con buena salud y que viva!».
Pero ¿de verdad quería Teresa eso?
Remei no comprendía su actitud. Ella estaba loca de alegría con la idea de tener su primer hijo. Apostaba por una niña. Quería llamarla Margarita. Era el título de una poesía que había aprendido en Saint-Cyprien y que le gustaba recitar por la noche, mientras charlaban antes de acostarse. Y ¿si era un chico? Entonces, se llamaría Robert. Pero la víspera, la hermosa Mercedes de mirada triste había dado a luz a una pequeña Rosa María y Remei quería ver en aquello un buen presagio.
Remei no dejaba de mostrar la canastilla que había preparado en Argelès, ante la cual las demás mujeres encinta exclamaban de admiración. Había que reconocer que había aprovechado la menor oportunidad con gusto e ingenio. Durante un reparto de ropa recogida por asociaciones de ayuda, Remei había conseguido unos jerséis de lana fina e incluso uno hecho en parte con seda. Una vez que deshizo los jerséis, lavó la lana y devanó los ovillos, pudo confeccionar un jerseicito de rayas rosas y blancas y unos minúsculos patucos blancos y azules bordados con rosetas y con una cinta.
Su marido había cortado a escondidas en la verja del campo de internamiento los extremos del alambre de espinos para hacerle unas agujas de punto y otra de ganchillo muy fina. Remei estaba orgullosa de exhibir su destreza para bordar con una puntilla de cordoncillo el escote y las mangas de las camisitas destinadas al bebé. Para confeccionarlas había sacrificado uno de sus camisones de percal. Cada una tenía su color: rojo, amarillo y azul.
Remei revolvía en el «cofre del tesoro» que había dejado encima de la mesa para encontrar el tono adecuado. Ese «tesoro», que no la había abandonado desde el principio del éxodo, no tenía una gran apariencia —una simple caja metálica de galletas Solsona—, pero encerraba todo lo que le quedaba de su vida anterior, de su vida de modista en Badalona: decenas de carretes de hilos multicolores de reflejos tornasolados, en desorden. Remei los acariciaba con las puntas de los dedos y los ojos llenos de estrellas, como si se tratara de piedras preciosas. Le gustaba contar que, cada vez que la desesperanza se adueñaba de ella en la sombría nostalgia del campo, no tenía más que abrir la caja para devolver a su vida los colores de la esperanza.
Una tarde, dejó algunos de aquellos carretes en la palma de la mano de Teresa, al tiempo que la invitaba a elegir; le prestaría los que más le gustasen para bordar la ropa de su futuro bebé. Teresa, sin embargo, rechazó educadamente su ofrecimiento; era incapaz de bordar o coser nada.
«España tiene suficientes mujeres hábiles para manejar la aguja al calor de la lumbre. Ahora lo que necesita son mujeres instruidas, capaces de asumir responsabilidades y de participar en la vida del país. Es preciso construir una España nueva», le repetía su madre agitando bajo su nariz, con una mueca de asco, como si se tratase de un trapo sucio y pestilente, uno de aquellos maravillosos tapetes de encaje que hacía casi con los ojos cerrados.
Aunque se negase a poner el pie en una iglesia, no dudaba en pasarse noches enteras para realizar blondas tan sutiles como una tela de araña para el bautismo de una sobrina o de un vecinito.
«No lo hago por el cura —se obstinaba en precisar—, es que un ser tan pequeño y frágil debe empezar su vida con algo suave y hermoso. Lo entenderás cuando tengas hijos. Entonces te haré kilómetros…»
Pero ella ya no estaba allí para regalar sus encajes a aquel o a aquella que la habría hecho abuela.
Teresa sacudió la cabeza con indignación. Sin duda, desde hacía algún tiempo tenía ideas extrañas. ¡La última, ceder a la nostalgia como una modistilla! Aunque ahora lamentase no haber recuperado tras el entierro algunas muestras de la habilidad de su madre, entonces tenía mucha prisa por reunirse con su unidad, por cumplir con su deber. ¿Podía uno demorarse en un duelo familiar cuando toda una nación estaba agonizando? En ese momento, no obstante, tenía que confesar que echaba de menos aquellos insignificantes recuerdos de su vida anterior, antes de ponerse el uniforme y entregarse en cuerpo y alma a la lucha, hasta el punto de olvidarse de sí misma. Tal vez también a ella le habría hecho bien tener una «caja de hilos de colores».
A propósito de la caja… ¡Remei! ¿Dónde estaba? Eran las dos pasadas. Las madres estaban terminando de fregar los platos en el sótano, ya que las mujeres que todavía no habían parido estaban exentas de las tareas domésticas. Teresa subió sin hacer ruido la escalera hasta la primera planta. En el momento en que posaba el pie sobre el rellano de cristal, resonó un chillido agudo. Teresa se pegó a la pared, con el corazón desbocado. ¿Cómo era posible que ese pequeño grito estridente la conmoviera hasta hacerla llorar? ¡Hostia!, pero ¿qué le estaba ocurriendo?
La puerta de Marruecos se abrió en aquel momento y la hermana Nelly salió, acompañando a un hombre con un fino bigote marrón, que se iba abotonando los puños de la raída camisa, cuyas mangas había debido de recogerse. A madame Fillols, la sonriente comadrona de Elna que oficiaba por lo general en la maternidad, la habían llamado temprano por la mañana para asistir a una mujer del pueblo y se había ido a buscar urgentemente a un médico español interno en Saint-Cyprien. Se disponía a regresar allí, no sin llevarse con él una caja de medicamentos y suministros para romper un poco la triste monotonía del campo.
La hermana Nelly se cruzó con la mirada de Teresa, que seguía pegada a la pared.
—Todo bien. Puedes entrar ver la amiga.
Entre las mujeres era objeto de bromas: la enfermera no hablaba el español tan bien como la directora, que había pasado varios meses en Madrid durante la Guerra Civil y había escoltado a algunos niños de la capital hasta Valencia para ponerlos a salvo. La hermana Nelly chapurreaba una jerigonza hecha de palabras pegadas las unas a las otras sin preocuparse por la gramática ni la conjugación. Con todo, ¡era siempre mejor que el alemán suizo que utilizaban entre sí! Y además, era muy amable.
Remei descansaba sobre la camilla, con las facciones pálidas y tensas, pero los ojos brillantes de felicidad. Sostenía apretado contra su corazón un bulto envuelto en un echarpe de punto blanco del que surgía una cabecita roja y arrugada, apenas mayor que un puño. Tenía la nariz con sus minúsculas ventanitas toda hinchada. Sin duda, la criatura había sufrido durante el parto.
—El doctor ha dicho que se le debería arreglar —explicó Remei radiante de orgullo—. Pero, aunque se le quede un poco torcida, no es grave. Es un chico.
Teresa no sabía qué hacer con sus manos y no se atrevía a tocar el pequeño cráneo con pelusilla albergado en el pecho de su madre. Se cruzó torpemente de brazos.
—¡Así que este es Robert!
Remei se mordió el labio inferior, dividida entre el fastidio y un ataque de risa.
—En realidad, se llama Rubén.
—Pero ¿cómo? ¿Has cambiado de opinión?
A Remei le costaba cada vez más mantener la compostura.
—La hermana Nelly no ha entendido bien lo que le decía. Y, como hace unos días me oyó comentar que Rubén, el hijo de la costurera, era muy mono, ¡ha pensado que quería llamar a mi bebé como él!
Ante la expresión estupefacta de Teresa, Remei no pudo contener la risa.
—No importa, Rubén también es bonito. Pero ¡no sé cómo voy a explicárselo a Joan!
Indiferente al malentendido de que había sido objeto y que preocupaba a los adultos por encima de él, el pequeño Rubén se chupaba el pulgar con aplicación.
Remei no tenía motivos para inquietarse; encantado de tener un chico, el feliz papá no pareció siquiera darse cuenta del «desliz» del nombre. Llegó siete días después del parto en compañía de su hermano Emilio. Los dos hombres habían aprovechado un camión que iba a recoger paquetes y leche en polvo a la maternidad. Solo tenían tiempo para cargar, pero era mejor que nada.
Cuando atisbo las dos cabezas desgreñadas y mal afeitadas por el resquicio de la puerta de la habitación donde descansaba, Remei emitió un agudo grito, que rápidamente quedó ahogado en los brazos de su marido. El azar había hecho bien las cosas: era la hora de la toma. De modo que Joan pudo contemplar a su mujer y a su hijo durante diez minutos; un plazo demasiado corto, apenas el tiempo para colmar sus ojos con aquella escena con la que, sin duda, llevaba soñando semanas, acurrucado en uno de aquellos campamentos de barracones que, poco a poco, sustituían las chozas improvisadas.
Teresa, a quien Remei había querido presentar a «sus» hombres, aprovechó para intercambiar algunas palabras con Emilio. Le habían herido en Aragón antes de que los franquistas lo hicieran prisionero; una vez liberado, había pagado a un pasador para llegar a Francia, donde se encontraba ya el resto de su familia. Había reencontrado a sus dos hermanos, Joan y Domènec, en el campo de Saint-Cyprien y buscaba desesperadamente el modo de reunirse con su mujer y su hijo, refugiados en Troyes.
Mientras tendía la mano hacia las llamas, su capote descolorido, tieso por la helada, goteaba sobre el zócalo rojizo que enmarcaba el suelo de baldosas de la habitación delantera. Aquellos últimos días habían llegado hasta los siete grados bajo cero durante la noche y por el día la temperatura no pasaba de los seis grados. Las tuberías de agua se habían reventado y del surtidor de la fuente junto a la casa del guarda colgaban carámbanos. Incluso en el interior del palacete hacía frío. Las habitaciones eran neveras. Las mujeres permanecían el día entero abajo, cerca de la chimenea; habría resultado demasiado caro calentar todos los dormitorios. Hasta ese momento, aparte de en la sala octogonal, solo se encendía el fuego en el nido y en el paritorio. Pero había sido necesario encenderlo también en la habitación donde las nuevas madres, entre las que se contaba Remei, se reponían de sus partos.
En Argelès, como en el resto de los campos en la playa, aquello debía de ser el infierno. El hermano de Joan eludía con pudor las preguntas demasiado directas, pero a Teresa no le costaba nada imaginar las mantas de mala calidad del ejército apiladas sobre los hombros ateridos, la bufanda anudada en torno a la cabeza para luchar contra el frío que oprimía las sienes, el viento acerado como una cuchilla que, silbando, se colaba entre las tablas contra las que estaban adosados los catres y la arena helada que entumecía los pies a través del cuero agujereado de los zapatos. Además, al haberse helado las canalizaciones, no había agua potable desde hacía varios días. ¡Y ella allí, bien caliente y con el estómago lleno!
Emilio intentaba bromear, pero sus labios agrietados se resentían al sonreír. Luego Joan bajó corriendo del piso superior. El motor del camión rugía ya al pie de la escalinata y los dos hombres desaparecieron como habían llegado, en la bruma gris de enero.
Su visita había llevado a la maternidad una tufarada del aire de los campos de refugiados. Incluso Remei, que resplandecía de felicidad el instante anterior, se derrumbó sobre la almohada, deshecha en lágrimas.
—No sé cuándo volveré a ver a Joan —sollozaba—. Me ha dicho que estaban formando cuadrillas de trabajo y que él seguramente se iría de Argelès. ¿Cómo me las arreglaré cuando vuelva allí en medio de este frío y con el bebé? ¿Y mis padres, que están enfermos? ¿Qué va a ser de nosotros, Teresa? ¿Qué hemos hecho para ser tratados así?
Esas preguntas se las planteaban todas, pero nadie conocía la respuesta.
Al día siguiente, una niña vio la luz. Su madre quiso llamarla a toda costa «Concentración».
—¡Para que nadie olvide lo que nos han hecho sufrir aquí! —repetía la mujer, totalmente indignada.
La directora, a quien como de costumbre se le pidió ayuda, empleó un largo rato en convencerla de la pesada carga que resultaría semejante nombre para la criatura. ¿Qué hombre se atrevería a decirle un día: «Te quiero, Concentración»? Y, por otra parte, en unos meses esos campos de la vergüenza desaparecerían y en algunos años todo el mundo los habría olvidado. Tuvo que desplegar toda su persuasión para convencerla de que se decantara por «Concepción».
Teresa se juró que, llegado el momento, no se dejaría doblegar. Ni por la directora ni por nadie. El nombre que elegiría sería, más que un nombre, una profesión de fe. Era la primera vez que pensaba en dar un nombre a lo que se movía en su vientre.
—¿Contra quién está resentida, Teresa?
Creía sin embargo que nadie la había visto desaparecer del palacete y refugiarse en el huerto de naranjos. La ola de frío había pasado y, aunque las temperaturas siguieran siendo bajas, sentía una gran necesidad de tomar el aire. No soportaba seguir encerrada. Además, los bebés estaban enfermos. En ese momento eran quince, bien alineados en sus cestas de mimbre bajo las ventanas alrededor del nido, y la gripe los había afectado a casi todos. Remei estaba angustiada: el pequeño Rubén tenía mucha fiebre y vomitaba la poca leche que conseguía mamar, de modo que irremediablemente perdía peso. Las enfermeras habían aconsejado a las mujeres embarazadas que evitaran la primera planta y permanecieran apartadas, en su habitación o en algún otro lugar por donde no rondara el virus. Teresa pescó la ocasión al vuelo para escaparse de la asfixiante maternidad y saborear por fin unos instantes de soledad. Unos instantes demasiado breves.
Decididamente, ¡la señorita Isabel tenía el don de sorprenderla!
En realidad, como le había dicho la primera noche, la directora se llamaba Elisabeth. Elisabeth Eidenbenz. Pero ese nombre no existía en español y solo las enfermeras suizas lo utilizaban. Para las internas en el palacete, era, pues, la señorita Isabel.
Teresa se había enterado, al hilo de algunos comentarios y conversaciones, de que era la hija de un pastor protestante de los alrededores de Zurich. La propia Teresa había acudido en su infancia al colegio protestante de la calle del Sol en Sabadell. Sus padres, anarquistas convencidos, lo habían elegido por su reputación de tolerancia y porque, contrariamente a la regla de los colegios católicos, el rezo no era obligatorio. Teresa había guardado un buen recuerdo del señor Estrudi y de doña Magdalena, su esposa, y, por eso, tenía una opinión favorable hacia todos los protestantes.
Sin duda era en su familia donde la directora había aprendido a ponerse, con tanta naturalidad como discreción, al servicio de los necesitados. Era maestra en Dinamarca cuando el Servicio Civil Internacional recurrió a ella. Le pidieron que se ocupara de los niños atrapados entre dos fuegos en esa atroz guerra fratricida que desgarraba España. Aquel conflicto no le concernía, pero no lo dudó. Imaginar a aquella mujer menuda tranquilizando a sus jóvenes y aterrorizados protegidos, mientras el autobús que los conducía hacia zonas más seguras daba tumbos por las maltrechas carreteras llenas de baches a causa de las granadas, infundía a Teresa un profundo respeto hacia ella.
La directora volvió a la carga:
—Teresa, usted es una mujer enfadada.
La directora además de valiente era también obstinada. Y, desde su llegada, Teresa la había visto en acción lo suficiente como para saber que no renunciaría hasta conseguir lo que se propusiera. Sin ponerse nerviosa. Con insistencia.
Pero ¿por qué ir hasta allí para hacerle una pregunta cuya respuesta conocía? En cualquier caso, si era preciso poner los puntos sobre las íes, Teresa estaba dispuesta a trazar para ella unos bien grandes y bien negros.
Hundió los puños en los bolsillos del abrigo que le había cogido prestado a Susana para salir e inspiró profundamente.
—¿Enfadada? Sí, evidentemente. ¿No cree que tengo razones para estarlo?
La señorita Isabel no respondió. Llevaba su inseparable cámara de fotos consigo. Apoyada en el tronco de un naranjo, la directora manipulaba indolentemente el diafragma como si reflexionara sobre el mejor ángulo para la fotografía que quería tomar. Aguardaba.
—Usted no sabe lo que es esto, señorita Isabel. ¡Seguramente nunca ha estado en esta situación! Cuando eres traicionado desde todas partes y por todos, primero te quedas aturdida, incapaz de reaccionar, incrédula. Sencillamente no puede ser. Pero luego te domina la rabia, te abrasa, te devora y ya no te abandona.
—¿Quién la traicionó?
Teresa no pudo contener un gesto de impaciencia. ¿Es que había que explicárselo todo?
—¡Pues todo el mundo! En primer lugar los grandes propietarios acomodados y los burgueses tibios, los meapilas y los banqueros rapaces que desearon la muerte de la República y acogieron con los brazos abiertos a los soldados de Franco.
—¿Le sorprendió?
De nuevo aquella voz tranquila, llena de sentido común. Teresa, desengañada, interrumpió su exaltada agitación.
—En realidad, no. Tiene razón. Nunca quisieron la República, así que no la traicionaron. La gente de la que nada se espera no puede traicionar, ¿no?
—Entonces, ¿por quién? —insistió la directora—. ¿De quién más esperaba algo?
Teresa dejó escapar una risa amarga.
—De aquellos en los que creíamos, con los que nosotros, pobres locos, contábamos. ¡Esos supuestos países democráticos no han levantado ni siquiera un dedo para ayudarnos y han visto cómo nos hundíamos bajo la bota de los nacionales sin inmutarse!
La directora había sacado un pañuelo blanco de debajo de su capa de grueso paño de lana y se había puesto a limpiar el objetivo de su Rolleiflex. Aquella indiferencia, que Teresa sabía solo aparente, terminó de exasperarla.
—¡Hicieron oídos sordos porque tenían miedo del contagio revolucionario y de que Hitler y Mussolini se volvieran contra ellos! ¡Oh! Ya sé lo que piensa: que, incluso con su ayuda, nuestras divisiones internas nos habrían arrastrado a la vorágine. Y, tiene razón. Mi tío Alberto era comunista y, cuando yo era pequeña, más de una vez las reuniones de familia estuvieron a punto de terminar a puñetazos. E, incluso en plena guerra contra los fascistas, sus enemigos comunes, ¡comunistas y anarquistas siguieron tirándose los trastos a la cabeza!
La directora continuaba callada. De repente, el rencor atenazó la garganta de Teresa como un flujo de bilis amarga.
—Creí sí, cuando Paquita Boris[4] exhortó a todo el mundo a la resistencia en las ondas de Radio Barcelona, cuando pidió que se defendiera cada metro de terreno hasta la muerte, bajo pena de ser declarado traidor a España y a la República y ser fusilado. Y yo estaba dispuesta a morir. También creí a Lluís Companys [5] cuando nos prometía que íbamos hacia tiempos mejores. Seis días después, ¡Barcelona cayó casi sin combate y nosotros no estábamos muertos! No cesaban de darnos la orden de retroceder más y más. ¡Nos hablaban de contraatacar, pero ya estábamos huyendo! Si bien es cierto que otros no esperaron tanto tiempo para huir.
—¿A quién se refiere?
—¡A mi padre!
Había salido solo. De golpe. Teresa se detuvo, estupefacta por haber soltado aquella palabra que no había pronunciado desde hacía meses. Era el momento de poner fin a esa conversación que estaba tomando un cariz demasiado personal para su gusto.
No había hablado de sus padres a nadie, ni siquiera a Andrés. ¡No iba ahora a confiarse a una mujer que, después de todo, no era nada para ella! No obstante, se asombró al oír que proseguía:
—Murió de repente. Una crisis cardíaca, dijo el doctor. Sin embargo, ¡nunca había padecido del corazón! En realidad, no soportó ver a Franco ganar terreno un día tras otro. Tal vez presentía ya la derrota. En cualquier caso, prefirió desaparecer antes que asistir al triunfo de los fascistas sobre un ideal que él había defendido toda la vida.
La señorita Isabel levantó una ceja perpleja.
—¿Una huida? ¿Es así como interpreta su muerte? ¿No es un poco injusta con él?
Un rictus doloroso deformó los labios de Teresa.
—Y mi madre se reunió con él dos meses más tarde; no podía vivir sin él, se dejó morir. Estaban muy unidos, en lo cotidiano y en la lucha política. Formaban un solo ser.
—Un amor así es admirable —aventuró la directora.
A Teresa se le quebró la voz al gritar:
—¿Admirable? ¿Y yo? ¿Acaso pensaron en mí? ¿Es que yo no los necesitaba? Pero no. ¡Nada ni nadie existía fuera de su pareja! Siempre estuve de más y me dejaron sola sin remordimientos.
La señorita Isabel alzó la mano como si quisiera posarla sobre el hombro de Teresa, pero renunció; semejante desesperación no admitía ningún consuelo. Se guardó también las palabras de alivio, que, por costumbre, acudían a su boca y que en esa ocasión habrían resultado casi insultantes. De todos modos, Teresa no las habría oído: una vez que se había lanzado nada podía impedirle llegar hasta el final. El torrente furioso que se agitaba en su interior y minaba su alma había roto los diques que pacientemente había edificado para no derrumbarse y continuar avanzando. Era preciso que fluyera hasta el final, a riesgo de que, en el tumulto, se llevara los restos de certidumbre que la mantenían en pie. Solo después quedaría liberada. Había que esperar.
—Y para rematarlo, ¡esto! —prosiguió Teresa señalándose con un dedo colérico el vientre, que le levantaba los faldones del abrigo—. La última traición. ¡Nunca tendría que haber ocurrido!
La directora procuraba no perder el hilo, pero le costaba seguir los pensamientos desbocados de Teresa. Frunció su frente pálida y despejada.
—Disculpe que le haga esta pregunta, pero ¿la han violado?
Por un instante, Teresa pareció desconcertada.
—¿Por Andrés? ¡Qué ocurrencia! Es una persona muy correcta y, cuando no combate, también sabe ser dulce. Fue eso lo que me sedujo de él. Le tomaba el pelo diciéndole que tenía una sonrisa de chica.
—Entonces, si usted lo ama y él no la ha forzado, ¿dónde está la traición?
Teresa, cuyo rostro se había relajado un poco al evocar a su «hombre», esbozó una mueca de hastío.
—¡Nunca pensé que pudiera quedarme embarazada! Sentía mucho frío por dentro y su piel me abrigaba. En sus brazos me olvidaba de los gritos, la sangre y la muerte. Me ayudaba a resistir, para que pudiera continuar el combate.
Un sollozo ronco le desgarró la garganta.
—Pero ¡mi cuerpo me ha traicionado! No tenía derecho. Estaba por entero al servicio de la República y de España. Era su misión y fracasó. ¡Yo fracasé!
Balbuceaba de frustración.
—¿Qué se puede hacer en este estado? No soy más que un pingajo informe, incapaz de caminar un cuarto de hora sin desplomarme sobre una silla. Y ya no valgo para nada, puesto que no puedo luchar.
Las lágrimas se desbordaban de sus ojos y resbalaban por sus mejillas sin que Teresa hiciera ademán de secárselas. Elisabeth le tendió el pañuelo que todavía tenía en la mano.
—¡Por supuesto que sí! Y ahora es por su hijo por quien lo va a hacer. La necesita.
Teresa se sobresaltó.
—¡Para lo que tengo que ofrecerle! Un horizonte limitado a las alambradas de espino de un campo de internamiento, una patria que quizá nunca conozca y ningún futuro.
Elisabeth enjugó sus párpados húmedos delicadamente, pero con autoridad.
—Se equivoca, Teresa, es él quien le va a proporcionar a usted un futuro. ¿Y quién sabe si el de España no está naciendo ahora aquí, en esta maternidad?