Capítulo 2.

Capítulo 2.

Una caricia ligera como un soplo. ¿Un trozo de tela sedosa? ¿La cavidad de un hombro? Andrés. «Tienes la piel tan suave como la de una niña». Su risa. Sus dientes blanquísimos. El murmullo de la brisa en las ramas. El viento aumenta. Él pronuncia su nombre. La llama.

—¡Teresa!

El calor de las manos de Andrés sobre su cuerpo. La caricia fresca del viento en sus párpados y su frente. Insiste:

—Teresa, es tarde. Hay que levantarse.

Ella abre los ojos de golpe, se endereza como movida por un resorte y aparta las mantas con el mismo movimiento.

Un pálido rayo de sol atraviesa los cipreses pintando franjas de luz en la pared a la izquierda de la cama. Fuera debe de hacer bueno. Pero ¿qué hay fuera? Y, ¿dónde se encuentra?

—Venga, vamos perezosa, todo el mundo está ya en pie desde hace rato.

La voz del viento era en realidad la de una joven de pelo castaño, más bien corto y peinado hacia atrás; estaba embarazadísima. Teresa dejó que sus ojos vagasen a su alrededor. En aquel momento, todo le acudía a la memoria. La maternidad suiza.

La víspera por la noche, Teresa no había podido comer ni un solo bocado de los deliciosos platos preparados por la cocinera, a pesar de que en la mesa se había servido carne y verduras, e incluso fruta. Naranjas redondas y jugosas cogidas por la tarde en el huerto de detrás de la casa. Y pan recién hecho. Y café con leche a voluntad. Pero ¿cómo atiborrarse con todos aquellos alimentos cuando Andrés y los demás, en su choza de arena, tenían que contentarse con la sempiterna trinidad, de garbanzos, zanahorias y arroz, hasta el hastío? Ese pensamiento le había oprimido de tal forma la garganta que dejó su plato casi lleno, a pesar de la insistencia de la directora. Las demás mujeres la miraban extrañadas, divididas entre la compasión y la curiosidad. A Teresa le resultaba indiferente lo que pudieran pensar. No tenía nada en común con ellas. Aparte, claro, de su penoso estado.

La directora se había dado cuenta de sus reticencias y a la hora de acostarse condujo a Teresa a una habitación desocupada.

«La maternidad solo lleva abierta unas semanas y hay sitio. He pensado que preferiría dormir sola esta noche».

Teresa le dio las gracias con un cansado movimiento de cabeza.

El dormitorio estaba amueblado de manera muy sencilla con camas de hierro, cada una con una caja de madera vacía a un lado, que servía a la vez de mesilla y de armario, pero las sábanas eran de un blanco inmaculado, las mantas gruesas y cálidas y, en un rincón, tras una cortina, había un aseo. Calor, limpieza e intimidad, ¡auténtico lujo! Se desnudó, se puso el camisón que encontró doblado a los pies de la cama más próxima y se tumbó, prometiéndose que permanecería despierta.

¿Cómo disfrutar de semejantes comodidades mientras a los camaradas les resultaba imposible conciliar el sueño, helados en sus capotes húmedos, con ese maldito viento que silbaba como un demonio entre las planchas mal unidas? La tramontana barría de través la playa de Argelès y siempre, al levantarse, a Teresa le parecía que la temperatura, ya fría en aquel mes de diciembre, bajaba aún unos grados más. Hasta tal punto las ráfagas, afiladas como el cristal, atravesaban la ropa y el cuerpo. Los internos corrían entonces detrás de las barracas para protegerse de los remolinos de arena y de las salpicaduras.

También esa noche soplaba un viento que hacía enloquecer. Teresa veía por la ventana las nubes que galopaban en el cielo nocturno y las copas oscuras de los árboles que se balanceaban con violencia, arañando los cristales con sus dedos ganchudos. Pero allí los embates de la tramontana chocaban con gruesos muros y ventanas bien cerradas y cuanto más aullaba de despecho, más al abrigo se sentía Teresa. No, estaba decidido: esa noche no dormiría. Con los ojos abiertos en la oscuridad, llamó a su auxilio a todas las horas trágicas que había vivido con sus camaradas para, a pesar de la distancia, compartir también esa noche con ellos.

Había tenido fe hasta el final. Hasta el final se había negado a pensar siquiera en la derrota. Su causa era justa, de eso estaba convencida, de modo que los republicanos no podían ser vencidos. Durante la horrible e interminable batalla del Ebro, mientras los fascistas roían inexorablemente el frente, metro a metro, había dado gritos de ánimo, se había convertido en enfermera improvisada, confidente e incluso escribiente para los camaradas que no habían ido a la escuela y no podían escribir a su familia. Como si ella sola pudiera reanimar su coraje y su fe, e impedirles pronunciar las palabras «retirada» y menos aún «derrota», que empezaban a murmurar. Pero, por supuesto, su convicción no había sido suficiente. Habían tenido que replegarse, más y más.

La población empezó a huir. Los catalanes, entre lágrimas, cerraban tras de sí la puerta de sus casas. Los demás, que habían conocido ya el éxodo desde su Andalucía, su Asturias o su Castilla natales, volvieron a liar sus petates y a retomar el camino, resignados, silenciosos. Barcelona había caído. Se les había dado la orden de partir hacia Gerona. Para establecer una nueva línea de frente. Para seguir resistiendo. Se esperaban armas de Francia. Luego se habían retirado a Figueras. Las armas no llegaban. Pero ¿quién creía todavía que se podía dar un vuelco a la situación? La frontera con Francia no estaba más que a unos kilómetros. La carretera trepaba por la montaña en zigzag. La nieve lloraba lágrimas heladas. Su camión adelantaba filas interminables de civiles despavoridos. Las mujeres se doblaban bajo un fardo enorme, llevaban al crío más pequeño a la cadera y a los demás aferrados a su falda, con los labios morados de frío. Los viejos se bamboleaban a lomos de un mulo o en carretillas. Los hombres, nudosos, arrastraban tras de sí maletas demasiado pesadas que guardaban sus últimas posesiones: un poco de ropa blanca, una manta, fotos, algunas joyas, todo lo que les quedaba en este mundo. Allí había, codo con codo, jornaleros y médicos, obreros y abogados, profesores y campesinos. Los más ricos, que habían salido en coche, abandonaban su vehículo por falta de carburante y se sumergían, a su vez, en la marea humana. Continuaban a pie, como los demás.

En cierta ocasión, Teresa creyó reconocer el rostro redondo y las gafas de Federica Montseny, la primera mujer que entró en el gobierno español. La manta enrollada que apretaba con determinación contra sí debía de proteger a un bebé. Una niña de unos seis años, con los ojos enormes por el espanto, le pisaba los talones y, juntas, seguían una camilla donde yacía una anciana. En el tiempo que tardó en llamar a Andrés para pedirle que fuera a buscarlas para subirlas a su camión, «Federica» había desaparecido entre la multitud. ¿Era la ministra de Sanidad o solo una mujer que se le parecía? Por supuesto, Teresa nunca lo sabría[2].

En la frontera, los gendarmes franceses, obedeciendo las consignas, no dejaban pasar más que a los civiles y a los heridos. Teresa y sus camaradas de combate tuvieron que esperar varios días, apretados los unos contra los otros en el camión, mientras la nieve azotaba el toldo. Y, con todo, felices de tener ese ligero abrigo. Los otros soldados pernoctaban directamente en el suelo, contra un peñasco o detrás de un talud. A lo lejos, entre dos tormentas, se oía cómo el ruido de los cañones se acercaba.

Por fin, el 5 de febrero llegó la orden de abrir la frontera a todos. El capitán reagrupó sus tropas; se trataba de pasar ordenadamente, en formación y al paso. Combatientes derrotados de momento, pero que no habían perdido ni un ápice de su dignidad ni de su orgullo, esa era la imagen que debían de dar. Antes de atravesar la barrera, Teresa hizo lo mismo que muchos de sus compañeros: con lágrimas en los ojos, cogió un puñado de tierra española, de su tierra natal, y la guardó en el puño cerrado mientras su grupo entraba en Francia. Los guardias provistos de cascos les habían obligado a arrojar sus armas, en montones, como vulgares manojos de sarmientos. Sin su fusil, que no la había abandonado ni siquiera para dormir, Teresa se había sentido casi desnuda, terriblemente impotente.

—¿Así que este es el ejército republicano español?

El oficial francés se había adelantado un paso, bien plantado sobre sus botas, desdeñoso. Un joven y famélico teniente de infantería se sacudió el uniforme polvoriento y se cuadró.

—¡Mi coronel, solo espero que, cuando Hitler ataque Francia, el ejército francés resista tanto tiempo como el ejército del que hoy se mofa!

Aquella orgullosa respuesta tuvo el efecto de un latigazo en Teresa y en sus camaradas. Irguieron la barbilla, enderezaron los hombros y se abotonaron sus uniformes hechos jirones.

Andrés señaló con un índice acusador la nariz de un soldado burlón.

Pronto os llegará el turno.

Se apoderó de Teresa un furioso deseo de entonar El himno de las mujeres libres, el himno del grupo de mujeres libertarias al que se había unido en Barcelona antes de alistarse; con ello demostraría lo que valían las mujeres de su país:

Puño en alto, mujeres de Iberia

hacia horizontes preñados de luz…

Pero le dio miedo que se fijaran en ella y que la separasen de los hombres, de modo que hizo como ellos y desfiló al paso, con la cabeza erguida, cantando La Internacional con el puño en el que atesoraba la tierra de España bien en alto.

De lo que había ocurrido después no conservaba más que algunas imágenes fragmentarias, imprecisos reflejos de un espejo, como si su memoria se negase a que en ella se imprimiera la película de aquel desastre lamentable y desesperante.

La larga y agotadora marcha al pie de las montañas, hacia el pálido sol naciente de invierno. El desierto de dunas hasta el agua gris. La incomprensión. ¿Adonde los llevaban? A ninguna parte. Habían llegado. El caos. Incluso los gendarmes tuvieron que dormir las primeras noches sobre la arena sin más. El viento. El frío. El hambre. Los piojos. Las ratas. La disentería. Las humillaciones. Los espahíes marroquíes detrás de las alambradas, siniestras réplicas de los moros de Franco. Los fusiles apuntados tan pronto como alguien hacía ademán de querer salir. ¡Venga, ya! ¿Era esa la patria de los derechos del hombre?

Debió de ser entonces cuando el cansancio la venció y se quedó dormida, bien abrigada bajo las mantas. ¡Qué vergüenza! ¿Cómo había podido permitir que un par de sábanas limpias le hiciera olvidar a sus compañeros?

Se levantó bruscamente como si la tela blanca le quemase la piel y contuvo un grito de dolor. ¡Maldita tripa!

La joven que la había despertado afirmó con aire de entendida:

—No debería hacer movimientos bruscos. ¿De cuánto está? ¿De siete meses? Yo ya tendría que haber parido.

Con un gesto delicado se llevó una mano a su abultada barriga.

—Pero el bebé se está haciendo esperar. Sería gracioso que se decidiera a llegar hoy, ¿no le parece?

Ante la mirada estupefacta de Teresa, precisó riéndose:

—¡Es Navidad!

Todas las mujeres, con Susana a la cabeza, andaban revolucionadas. En todas las plantas se oía parloteo y risas ahogadas. Teresa no tenía ganas de unirse a esa agitación. Todavía se sentía culpable por haberse entregado a la comodidad durante la noche. Aquel ambiente de gineceo le pesaba. Había perdido la costumbre de estar rodeada solo de mujeres. Se ahogaba.

Aprovechando que el personal de la maternidad estaba ocupado en misteriosos preparativos y que el resto de mujeres, al menos las que ya habían dado a luz, quitaban la mesa después de comer, Teresa se dispuso a descubrir su nueva «prisión».

Había que reconocer que tenía un aspecto bonito: era un gran palacete, casi un castillo, que databa sin duda de comienzos de siglo. En Sabadell, donde había crecido entre edificios desconchados, cubiertos de un polvo rojo, y fábricas textiles con grandes ventanas con barrotes, entre el tictac de las lanzaderas, el chirrido de los telares y la sirena que acompasaba el trabajo y el asueto de los obreros, Teresa apenas había frecuentado ese tipo de lugares y no tenía, pues, un juicio formado en materia de arquitectura. Con todo, le llamó la atención la originalidad de la planta de cruz griega. De día, la lucerna que atravesaba su centro y permitía ver el azul del cielo a través de tres paneles de cristal —¡pues se trataba de cristal de verdad!— era todavía más impresionante.

El edificio tenía en total cuatro plantas. En el sótano, a la altura del jardín, se encontraban las dependencias comunes, la lavandería, la cocina y el trastero. La planta baja, en lo alto de la escalinata por la que había entrado la víspera, daba acceso a la gran sala octogonal donde las mujeres se reunían durante el día, sala que tenía su réplica del otro lado del hueco de la escalera, donde se servían las comidas. Un montaplatos permitía subir las humeantes cazuelas desde la cocina al office, junto al comedor. La primera planta estaba dedicada a los niños con el nido, también octogonal, que estaba orientado al sur, la sala de partos y las habitaciones reservadas a las recién paridas. Todo era limpio, claro y luminoso. La segunda planta estaba dividida en habitaciones de tres o cuatro camas, salvo la de la directora, que también era su oficina y ocupaba ella sola.

Pero la escalera seguía subiendo más arriba, hasta el cielo. Después de llevar meses viviendo como una medusa varada en la orilla del mar, a Teresa le entró de repente un ansia de altura, de una vista despejada y de un paisaje que se extendiera con voluptuosidad hasta el horizonte; de alzarse por encima de esa sombría realidad, que conservaba los colores de la pesadilla.

Aquel maldito vientre le pesaba y su ocupante se agitaba como para protestar, pero nada le podía impedir subir, escalón tras escalón, hacia aquel trozo de cielo azul por el que pasaban unas nubecillas como el penacho de humo blanco de una locomotora de vapor.

Finalmente fue a parar bajo la cristalera, sostenida por una fina armazón metálica, colocada sobre el tejado. Al pie del edificio, el parque se extendía en corona hasta la cerca y la verja de entrada. Había plantados árboles frutales, algunos de los cuales, que no podía reconocer desde aquella altura, balanceaban al viento sus ramas desnudas, mientras que otros, en la parte de atrás, lucían un follaje oscuro y brillante. Eran, sin duda, los naranjos cuyos frutos habían iluminado la mesa de la cena.

Detrás de la verja, la carretera serpenteaba entre dos hileras de altos plátanos, hacia un pueblo del que se llegaban a ver las primeras casas de ladrillo rematadas con tejas rojizas. Más allá de la cinta gris, los campos y los viñedos protegidos por setos de pálido carrizo y altos cipreses negros desplegaban un manto de arlequín con apagadas tonalidades de tierra y verde polvoriento. Pero la mirada apenas se demoraba allí, atraída, como un amante, por la majestuosa montaña que dominaba la llanura con todo su poder y su belleza. El sol, al ponerse, incendiaba la cumbre nevada de oro y cobre. Semejaba un volcán que escupiera fuego y lava.

—¿Qué hace ahí? Como puede imaginar, en su estado no es muy prudente trepar hasta aquí.

Teresa no había oído a la directora subir la escalera detrás de ella. Sin duda, a su manera, aquella mujer era sorprendente.

—El paisaje desde aquí es magnífico —prosiguió pasando su brazo bajo el de Teresa—. A menudo subo para admirarlo. Esta cristalera fue lo primero que me llamó la atención del palacete de En Bardou cuando pasaba en bici por la carretera para hacer la compra en Elna.

Teresa, que se había quedado con la mirada fija en el pico encendido, se sustrajo a su contemplación y posó sobre la directora una mirada asombrada. Ignoraba si era el objetivo buscado por la joven suiza de mirada clara, pero lo había conseguido: había logrado arrancarla del cielo para llevarla de vuelta a la tierra, allí, en la maternidad.

—Karl Ketterer, un compatriota sobrecogido al ver cómo las refugiadas españolas daban a luz sobre la paja en las caballerizas de Perpiñán, me pidió que me uniera a su proyecto; había elegido Brouilla, no lejos de aquí, para instalar una maternidad. Era un palacete muy bonito, con una gran terraza. Allí nacieron unos cuarenta niños. Pero tuvimos que irnos.

—¿Por qué?

La directora emitió un cloqueo jovial.

—El guarda del palacete nos había alquilado aquel caserón, ¡sin advertir al propietario! Cuando se enteró, no le pareció bien. Entonces me acordé de este edificio abandonado con este campanario tan bonito, que admiraba cada vez que iba por provisiones. Había sido construido por una familia de la gran burguesía del Rosellón, que luego lo vendió. Desde entonces pertenecía a una familia de campesinos, que solo utilizaba el parque después de haberlo transformado en huerto. La casa estaba en un estado lamentable: las hierbas y las zarzas crecían sobre el tejado y sus raíces levantaban las baldosas, el techo se había hundido y llovía en el interior de tres plantas. Pero ¡estaba convencida de que era el sitio ideal!

Teresa se sorprendió de darle la razón.

—Y estaba usted en lo cierto.

La directora agitó ligeramente la cabeza para agradecerle su aprobación.

—Fui a Zúrich para explicarles precisamente eso. Al final, la dirección de la Ayuda suiza a los niños aprobó una subvención de treinta mil francos suizos para las obras, y ¡este es el resultado!

Apretó el brazo de Teresa.

—Pero no querría que, por admirarlo, cayera usted por la escalera y perdiera al bebé. Vamos, baje, son casi las seis y tenemos una sorpresa para todas ustedes. Tiene que reunirse con las demás en la sala de la planta baja. Iremos a buscarlas cuando todo esté listo.

A las siete en punto, la directora y las enfermeras acudieron a liberar a las mujeres que, desde hacía ya tres largos cuartos de hora, ardían de impaciencia. Después de haber sido despreciadas, de haber sido tratadas durante muchos meses como indeseables, como seres sin ningún valor, ¡habían organizado una fiesta para ellas! La emoción era palpable.

Casi intimidadas, siguieron a sus anfitrionas hasta el comedor situado en la parte posterior del edificio. Se oyeron exclamaciones de alegría y luego un largo silencio. Las luces estaban apagadas y solo rompían la oscuridad las pequeñas llamas de unas velas, que bailaban en el interior de unas mandarinas vaciadas, sobre las mesas cubiertas con manteles blancos y adornadas con ramos de muérdago y acebo. El personal de la maternidad había decorado la habitación con guirnaldas multicolores y delante de cada cubierto había un paquete. Susana abría unos grandes ojos de niña maravillada y las lágrimas brillaban en los de numerosas mujeres.

La propia Teresa sentía un nudo en la garganta. Sus padres, anarquistas y militantes en la CNT, no celebraban la Navidad por convicciones políticas, pero a su hija siempre le había gustado ese período del año durante el cual se escapaba del pequeño apartamento donde se hacinaban cinco personas, con los abuelos, para intentar ver, por la ranura de una puerta cochera entreabierta o por una ventana iluminada, la brillante decoración que instalaban las familias ricas en Navidades. Teresa tenía predilección por el cálido resplandor de las velas, tan frágiles, que vacilaban a la menor corriente de aire, pero de las que, sin embargo, emanaba una gran serenidad. Cuando era pequeña, llegó a colarse en las iglesias para permanecer largos minutos absorta ante aquellas zarzas de luces que iluminaban la base de las estatuas. Por supuesto, nunca dijo nada a sus padres: ¡lo que habría tenido que oír sobre el opio del pueblo! Prefería aguantar en silencio los lamentos de su madre por «esa dichosa niña que siempre hacía lo que se le antojaba». Era curioso, hacía años que Teresa no había vuelto a pensar en sus breves fugas «luminosas». Era cierto que en el frente ¡casi ni había tiempo de encender velas!

—Que cada una se siente en su sitio. Los nombres están escritos en los paquetes.

Con un gesto, la directora las animaba a acomodarse. Entonces se produjo un revuelo. Con un gritito de éxtasis, Susana empezó a rasgar con dedos impacientes el papel que envolvía su regalo.

—¡Calma, señorita! ¡Abrirán sus paquetes después del postre!

Se sentaron mientras la cocinera trinchaba unas magníficas aves de corral asadas, doradas en el punto justo. El delicioso aroma que desprendían hacía salivar a Teresa, que, una vez más, sintió vergüenza de disfrutar de semejante magnificencia, mientras sus camaradas tenían que contentarse con bacalao cocido en agua en sus barracas de Argelès. Por lo visto, no era la única que pensaba en los que se habían quedado allí, en los campos. La joven que había ido a despertarla aquella mañana también parecía rehusar la apetitosa comida que llenaba su plato.

Se había presentado a Teresa mientras aguardaban en la habitación delantera. Se llamaba Remei y era modista. Profesora de corte y confección había precisado con orgullo, en un taller de Badalona. Había atravesado la frontera en camión por la costa, en Portbou. Con un espanto retrospectivo recordaba los barcos que disparaban desde el mar contra el convoy que serpenteaba siguiendo la carretera en zigzag del rocoso litoral. Y, con emoción, la acogida de la población de Cerbère, el primer pueblo francés tras la frontera, que bajó a la calle, en plena noche de febrero, para dar de comer a los desdichados fugitivos exhaustos, ya una hogaza de pan, ya un tupi[3] de sopa humeante. Algunos, apiadados por tanta miseria, habían invitado incluso a las madres con sus hijos a su mesa, donde se habían podido calentar tanto con el calor del fuego como con el de sus anfitriones. El alcalde del pequeño puerto que señoreaba sobre una inmensa estación ferroviaria había intervenido ante las autoridades: se había erigido garante personal de todos los refugiados originarios de Portbou, la ciudad gemela al otro lado de la montaña. Serían alojados en casas particulares, pero los demás tenían que partir de nuevo.

Remei había pasado algunos meses en Argelès con su mando, Joan, y sus padres, antes de ser trasladada a otro campo, en la playa de Saint-Cyprien. Por uno de esos caprichos cuyo secreto solo la administración conocía, sus familiares habían sido enviados de vuelta a Argelès en el momento en el que Remei se fue a la maternidad; estaba preocupada por ellos. Sobre todo por su padre, que ya casi no veía. No era difícil imaginar adonde volaban sus pensamientos mientras el muslo de pollo se enfriaba en el plato.

Susana, en cambio, repetía. El jugo le resbalaba por la comisura de los labios y rebañaba alegremente su plato con pan, sin preocuparse por las conveniencias. Incluso se sirvió otro trozo de pollo. La tarta y los frutos secos corrieron la misma suerte. Seguramente aquella bobalicona acabaría enferma, pero nadie se atrevía a detenerla al ver lo mucho que estaba disfrutando después de meses de privaciones.

Mientras Susana cascaba todavía algunas almendras, la directora anunció que había llegado la hora de abrir los paquetes. Procedían de la Ayuda suiza a los niños y cada uno contenía una camisita para el bebé recién nacido o a punto de nacer y otra prenda de ropa para la madre. Susana, que había llegado del campo de refugiados con una fina chaqueta de entretiempo, se pavoneaba con un abrigo escocés de color verde. Teresa, por su parte, había recibido un vestido de lana, al igual que Remei, que apreciaba el tejido con ojo experto.

En los paquetes había también todo un surtido de golosinas. Hacía más de tres años, desde el comienzo de la guerra y las restricciones, que aquellas mujeres no habían visto ni chocolate ni pastelillos, y no dejaban de mirarlos sin atreverse a tocarlos.

—¡Todo tiene una pinta tan buena! Mi Joan, que es muy goloso, estaría en la gloria —suspiró Remei con voz temblorosa—. Si al menos pudiera hacerle llegar la caja de pasteles y las tabletas de chocolate, compartiría un poco nuestra Navidad.

—Encontraremos un medio de hacérselos llegar —prometió Teresa, que también estaba pensando en Andrés y en los hombres de su sección—. No tenemos más que entregárselos a la directora cuando vuelva a ir al campo.

Teresa había lanzado aquella idea sin pensar; por naturaleza, tenía la costumbre de buscar una solución a cada problema. Tanto en su vida anterior como en el frente. Pero aquella simple decisión le hizo un gran bien. Por fin volvía a tomar la iniciativa. Iba a demostrarles que a una miliciana como ella no le faltaban recursos, ¡incluso con una tripa de ballena!

—Pues, entonces, está decidido— asintió Remei, radiante, mientras guardaba de nuevo los pastelillos en el papel de envolver. —¡Se los reservo para él!