Capítulo 19.

Capítulo 19.

La terraza del bar de Le Chat Noir estaba hasta los topes a esa hora de final de la mañana. El sol no había alcanzado todavía el cénit, pero ya hacía calor y los alemanes sudaban bajo sus uniformes. En las mesas contiguas, la gente de Perpiñán paladeaba en mangas de camisa su pastis [29] o su Byrrh sin fijarse, en apariencia, en sus llamativos vecinos. Septiembre era siempre un mes magnífico en el Rosellón. Teresa atravesó la place des Poilus todo recto, sin intentar evitar las miradas, lo que la habría hecho sospechosa de inmediato. Mientras subía la rue de la Fusterie, por la acera de la sombra, como los demás transeúntes en busca de un poco de fresco, se permitió echarse un vistazo en la luna de un escaparate: falda de flores y blusa blanca flamante, una chica encantadora, como tantas otras en la ciudad, le sonreía. Nadie podía adivinar de dónde venía o adonde iba.

La suela de madera de sus zapatos de verano taconeaba sobre el empedrado. Terminó de subir los últimos metros de la cuesta sin aminorar el paso. Dejó a su izquierda el pedestal vacío donde solo unos meses antes se erigía todavía la estatua del pintor Rigaud, que, según decía el periódico, había «desaparecido misteriosamente» una noche y se internó en la rue Petite-la-Réal. En el pequeño bolso de cuero que, colgado en bandolera, le golpeaba el costado, había guardado un sobre con las copias de las últimas fotografías hechas por Elisabeth, que acaba de recoger en el establecimiento del fotógrafo. En el paquete, entre las caritas sonrientes y mofletudas de otros niños de la maternidad, se encontraba un retrato reciente de Joseph.

Era el nombre que había elegido para el hijo de Esther cuando se convirtió oficialmente en el suyo.

Elisabeth se había quedado atónita cuando vio regresar a las dos mujeres al día siguiente de la cita abortada en Vinça. Se encerró con Esther en su dormitorio-despacho para intentar disuadirla de su insensato proyecto. El cara a cara había durado varias horas, durante las cuales Elisabeth había pintado bajo la luz más oscura lo que irremediablemente le ocurriría a una joven tan inexperta como su protegida. No le ahorró nada: interrogatorio, tortura, violación, deportación, ejecución. Esther se limitaba a sacudir la cabeza: sí, sabía todo eso. Pero, con todo, quería intentarlo. Sin saber ya qué más hacer, Elisabeth llamó a Teresa.

—Nuestra amiga, aquí presente, ha luchado en el ejército republicano. Está, pues, entrenada, y acostumbrada incluso, para llevar a cabo, si es necesario, ese tipo de operaciones y preparar, por ejemplo, la huida del padre de su hija, Pero ¿acaso lo intentó cuando estaba en Argelès? ¡No!

Elisabeth no debería haber elegido ese argumento. La vergüenza que en ocasiones le provocaba su situación privilegiada frente a los sufrimientos de los que se habían quedado o habían vuelto a los campos de refugiados ruborizó de golpe las mejillas de Teresa. ¡Bastante se había reprochado ella disfrutar cobardemente del confortable cascarón del palacete cuando los demás no tenían sino una manta vieja sobre la espalda y unas pocas zanahorias y nabos a los que hincar el diente! Su desazón la empujó a rectificar:

—Al contrario que Daniel, la vida de Andrés no corría peligro y sabía que era capaz de salir de allí sin ninguna ayuda.

Elisabeth le lanzó una mirada cargada de reproches. ¡Así que esta era la que iba a ayudarla a convencer a Esther de que renunciase!

—Es la verdad —se defendió Teresa—. Si Andrés se encontrara hoy en manos de las SS, sin duda, intentaría ayudarle a escapar.

Al ver que Elisabeth se molestaba, intentó rectificar.

—Pero, por supuesto, aunque ahora quede un poco lejos, estoy acostumbrada a las armas y a la acción. Y Andrés también. Estoy segura de que en ese caso, a pesar de que no conociese el proyecto, sabría reaccionar. Mientras que Daniel es tan inexperto como tú, Esther, y el uno por el otro, este plan corre el riesgo de convertirse en un desastre.

Elisabeth apoyó una mano de agradecimiento sobre su brazo.

—Teresa ha encontrado la palabra exacta: vas derecha al desastre.

Pero aquellas advertencias resbalaban sobre Esther como el agua por las plumas de un pato. ¿Querían que aguardara allí pacientemente a que fueran a detenerla como a la desdichada Lucie? Si iba a ser arrestada, prefería que fuera luchando por Daniel. ¿Les parecía demasiado joven a Elisabeth y a Teresa? Pero, por lo que ellas le habían contado, ¿no había chicas de dieciséis años o incluso menos que hacían de correo para los maquis?

Sabía exactamente qué tenía que hacer: dejaría la maternidad, se instalaría en Perpiñán con una identidad falsa, entraría en contacto con la resistencia y financiaría un comando que aguardaría el momento adecuado para entrar en acción. ¿Y si conseguía que la contratasen en el Hôtel de France, al lado de la prefectura, en el paseo de los quais de la Basse, donde se alojaba el comandante de la división SS Totenkopf? Entendía el alemán y podría recabar informaciones útiles.

En definitiva, tenía respuesta para todo.

Elisabeth tuvo que rendirse a la evidencia: había encontrado a alguien más obstinado que ella. Había que desconfiar de las «flores de salón» encerradas demasiado tiempo en el invernadero, ¡podían transformarse sin previo aviso en leonas!

Por suerte, semejante plan no podía organizarse de un día para otro y, si encontraba dificultades, Esther todavía tendría tiempo para cambiar de opinión.

Elisabeth seguía pensando que su joven protegida habría hecho mejor pasando a España.

Fue entonces, cuando a comienzos de agosto, les llegó la noticia de una refriega entre maquis y aduaneros alemanes en la masía de Els Cabanats, por encima de Valmanya. Según el periódico, un aduanero había resultado muerto y los autores de los disparos habían huido. Por desgracia, el propietario de la granja[30] había sido detenido. Teresa pasó varios días angustiada; se preguntaba si Andrés formaría parte del comando y dónde estaría en ese momento. Un breve mensaje en clave de Brigitte Salètes la tranquilizó finalmente: Andrés y sus camaradas habían atravesado las cumbres para refugiarse en Vallespir y la red se había disuelto.

¡Y pensar que Esther y su bebé podrían haberse encontrado allí, huyendo por la montaña, mientras las balas silbaban en sus oídos! Hasta Elisabeth reconoció que, al fin y al cabo, quizá el paso por la montaña no era la mejor solución.

Con lágrimas en los ojos, la directora entró entonces en acción. Una española acababa de abortar a los seis meses de gestación. Por lo general, el feto se enterraba de manera anónima en un rincón del parque, pero, aquella vez, Elisabeth pidió a Juan que construyera un pequeño ataúd y declaró la muerte de David. Ese mismo día, extendió un falso certificado de nacimiento para el segundo «hijo» de Teresa. Tenían mucha suerte de que el nuevo hermano de Llibertat fuese un bebé pequeño para sus dos meses; en unas pocas semanas, no se notaría ya la diferencia entre su edad real y la del registro civil.

A la hora de buscarle un nombre, Joseph se impuso sin discusión. Tenía la doble ventaja de ser a la vez el nombre de un patriarca hebreo y el de Stalin y convenía tan bien al hijo de una pareja judía como al retoño de una refugiada republicana española. Además, era el nombre de guerra de Andrés en el maquis.

No obstante, se declaró que Joseph había nacido de padre desconocido. Andrés seguía huido e inscribir su nombre ¡habría sido admitir al menos un encuentro con Teresa nueve meses atrás!

Su última noche en la maternidad, Esther la pasó velando al que, oficialmente, ya no era su hijo. Mientras dormía en sus brazos, lo olió y lo aspiró mientras las horas se desgranaban en el reloj de péndulo. Escuchó el latido de su corazón y se impregnó de su calor, conteniendo las lágrimas para no despertarlo.

Cuando Teresa fue a buscarla de madrugada y descubrió a la madre y al hijo unidos de esa manera, se dijo que Esther flaquearía y renunciaría a marcharse. A decir verdad, deseó ardientemente que ocurriera.

Pero ¡aquella «hermanita» a la que había cobijado bajo su ala no dejaba de asombrarla!

Esther depositó a Joseph con delicadeza entre sus brazos, lo arropó con la mantita de algodón que se había escurrido y abandonó la habitación sin volverse. Teresa oyó que se despedía de Elisabeth y luego vio desde la ventana del nido cómo bajaba por la alameda hasta la verja, orgullosa y erguida, con su pequeña maleta en la mano y su espléndida cabellera morena cuidadosamente recogida en un pesado moño sobre su grácil cuello. A continuación, giró hacia la izquierda, en dirección a Elna, sin echar una sola mirada atrás, para no perder, sin duda, el coraje que tanto le había costado encontrar. Luego desapareció detrás de la casa del guarda y de los árboles que bordeaban la carretera. Iría a pie hasta la estación, pues no era conveniente que la vieran bajarse del Opel de la maternidad, de sobra conocido por todos los habitantes de Elna. En adelante no tenía ningún vínculo con el palacete. Era otra persona.

El impasse des Amandiers[31] no debía de quedar muy lejos. Teresa había memorizado cuidadosamente el itinerario para no llamar la atención preguntando el camino. Esther había conseguido hacerles saber su nueva dirección mediante un «fontanero», que había llamado a la puerta del palacete con el pretexto de arreglar la tubería, en efecto atascada. Elisabeth había encontrado el lugar en un plano de Perpiñán: estaba a dos pasos de la ciudadela. ¡Qué locura!

—Es como meterse en la boca del lobo —había comentado la directora, dominada por un sombrío presentimiento.

A Teresa le pareció oír la voz de su amiga que, como ella misma había hecho un día, había respondido unas semanas antes: «Es entre las orejas del lobo donde se corre menos peligro; ¡sus mandíbulas no pueden alcanzarte!».

Después de todo, tal vez tuviera razón. Al menos, eso era lo que Teresa quería creer cuando se internó por el estrecho callejón maloliente. Los almendros que le dieron en otro tiempo su nombre ¡habían desaparecido hacía mucho! Por encima de su cabeza, los tejados inclinados parecían juntarse y estaba tan oscuro que le costó encontrar el número que buscaba. Un canario solitario piaba triste en una jaula colgada del desconchado balcón del primer piso y Teresa se acordó de la señora Rosa y su papada en Sabadell. En un edificio tan ruinoso, evidentemente, no había portera, lo cual era una ventaja dadas las circunstancias. Después de echar un vistazo a la calle para asegurarse de que nadie la había seguido, empujó la puerta y se metió en el hueco de la escalera. Los peldaños, recubiertos de baldosas rojas desportilladas, eran desiguales y debía tener cuidado para no tropezar en la oscuridad. El ruido de una pelea le llegaba a través del tabique. Una voz chillona de mujer; grave y amenazadora la del hombre. Un fuerte olor a orín la recibió en el rellano del segundo y Teresa estornudó. Se quedó quieta. ¡Ojalá nadie la hubiese oído! En efecto, no se oyó paso alguno. En el piso de al lado la disputa iba en aumento. Teresa retomó su ascenso con el corazón palpitante.

¡Ojalá Esther estuviera en casa! No sabía que su amiga iba a visitarla; advertírselo habría sido difícil además de imprudente. Si el mensaje era interceptado…

En cambio, que una mujer joven acudiera por sorpresa a saludar a una amiga recién instalada en la ciudad, ¿no era de lo más natural? Teresa sonreía mientras subía los últimos escalones. ¡Qué sorpresa iba a llevarse Esther y qué contenta iba a ponerse de verla! ¡Qué prisa tenía por contarle los progresos del hijo de ambas y por regalarle la foto que le había sacado Elisabeth debajo de los naranjos! Pero Esther quizá habría encontrado ya un trabajo. En ese caso, Teresa introduciría la foto por debajo de la puerta y Esther la encontraría al volver.

Había un ventanuco abierto en el descansillo del tercero y el polvo bailaba en el rayo de sol que lamía el piso, desgastado pero limpio. Esther debía de haberlo barrido para hacer la entrada a su alojamiento un poco más acogedora.

Teresa, impaciente, levantó la mano para llamar a la puerta, pero no terminó su gesto. La puerta estaba entreabierta.

Antes incluso de empujarla, supo que algo terrible había ocurrido.

En la pequeña habitación que hacía de comedor reinaba un caos indescriptible: la mesa y las sillas estaban volcadas, los platos rotos, la ropa esparcida por las baldosas negras y blancas, los papeles arrugados. Todo había sido registrado, saqueado, revuelto.

Aquel desolador espectáculo era el mismo en la alcoba contigua, que no recibía la luz más que por la vidriera en lo alto del tabique. El colchón estaba tirado en el suelo, habían dado la vuelta al somier, la caja de madera que servía de mesilla estaba rota y la cortina de rayas que aislaba el minúsculo aseo colgaba medio arrancada de las anillas.

Con un gesto mecánico, Teresa recogió un camisón que tenía todavía la huella negra de las suelas que lo habían pisoteado y volvió a la habitación principal apretándolo contra su corazón. Allí, levantó una silla y se derrumbó sobre ella con la nariz hundida en el fino trozo de tela hecho una bola; estaba todavía impregnado del perfume de Esther. Fue como si recibiese un puñetazo en el estómago. Una náusea la sacudió. Se inclinó hacia delante, con la cabeza entre las rodillas. Su mirada fue a parar a un cabo de cordel oscuro al pie del único mueble todavía en pie, una cómoda coja con todos los cajones abiertos. Aquel cordel olvidado la intrigaba. Lo agarró con dos dedos y lo levantó hasta la altura de sus ojos. Pasó el índice por encima: la cuerdecilla era suave, sedosa.

En su furor destructivo, los alemanes no debían de haber visto que se deslizaba por el rodapié de la pared. A no ser que la propia Esther se hubiera desembarazado de él, para que no sospecharan nada.

Teresa abrió su bolso y sacó el paquete de fotos que había llevado para mostrar a su amiga. Introdujo con cuidado en el sobre el amuleto que Esther, sin duda, se había hecho la noche anterior a su marcha de la maternidad, trenzando algunos finos cabellos negros cortados de la cabeza de su hijo.

Luego se marchó del revuelto apartamento. Le ardía la cabeza. ¡Tendrían que haberle impedido abandonar la maternidad, encerrarla con doble vuelta de llave en su habitación si era preciso! ¿Por qué se habían dejado convencer? ¿Por qué?

Desde el rellano, por el ventanuco abierto, Teresa, desconcertada, divisó la parte superior de las torres y el tejado poblado de hierba de las casamatas de la ciudadela.

Que el Dios de Elisabeth acudiera en su ayuda; Esther estaba en la boca del lobo.