Capítulo 17.

Capítulo 17.

El día languidecía en el valle del Têt. La luna, una pompa de jabón translúcida suspendida por encima de la cumbre sin nieve del Canigó, intentaba recordarle discretamente al sol que había llegado el momento de abandonar su puesto hasta el día siguiente. Pero el astro se demoraba, prolongando hasta el infinito las sombras de los árboles y del campanario sobre la tierra quemada por el calor del verano. El sendero que ascendía al asalto de la colina, entre los viñedos en terrazas apoyadas en muretes de piedras secas, era abrupto. Pequeños guijarros redondos rodaban bajo sus suelas y tenían que agarrarse a los matorrales espinosos para no resbalar. La mochila, con su pesada carga, le tiraba de los hombros. Teresa apoyó un pie sobre una gran piedra y se inclinó para izar a Esther hasta ella. La joven judía llevaba en brazos al pequeño David, por lo que le costaba mantener el equilibrio.

—Un esfuerzo más —la animó Teresa—. ¡Casi estamos en la cima!

Andrés había dicho: la capilla en ruinas en lo alto del promontorio entre Rodès y Vinça. Tenía que ser allí. Alivió de su preciosa carga a Esther, que se las veía y se las deseaba con un repecho, y tiró de ella cogiéndola de la mano los últimos metros. Por fin, las dos pudieron dejarse caer, sudorosas y sin aliento, sobre los tambaleantes escalones invadidos por la vegetación, delante de la puerta de la vieja iglesia. No quedaba más que esperar.

«Las judías no deben quedarse aquí». En cuanto volvieron de la estación, Teresa siguió a Elisabeth hasta su despacho-dormitorio. Le disgustaba acosarla de ese modo justo en ese momento, en el que notaba a la directora tan profundamente afectada y abatida por lo que acababa de ocurrirle a Lucie. Los cercos oscuros bajo sus ojos y la contracción de su boca delataban el esfuerzo que estaba realizando para no hundirse. Pero Teresa no tenía elección: había que actuar enseguida. La próxima vez, vendrían a buscar a Esther. O a Hénia. O a alguna otra.

Con gesto cansado, Elisabeth le hizo una señal para que se sentara en la cama mientras ella ocupaba su sitio en el escritorio. Se masajeó durante un instante el entrecejo, para relajar su frente crispada, o para ganar tiempo para reflexionar, sin duda. Teresa se obligó a tener paciencia.

—¿Dónde podrían estar más a salvo que en la maternidad? —articuló finalmente la directora, haciendo una pausa entre las palabras como si estuviera sopesándolas—. Ningún refugio es seguro en este momento.

—¿No podría enviárselas a una de las casas de niños de la Ayuda suiza? Con la hermana Friedel, por ejemplo.

Elisabeth sacudió la cabeza.

—Eso no cambiaría nada; los alemanes están por todas partes. Allí las encontrarían también.

Teresa se levantó de un salto. ¡Aquello no era posible! ¿Es que no había nada que hacer?

—Pero ¡no podemos aguardar con los brazos cruzados a que vengan a arrestarlas a todas! —protestó con vehemencia—. Tiene que haber un lugar, en alguna parte.

Cuando era pequeña y dejaba por imposible un problema sobre el agua que manaba de un grifo o sobre trenes que se perseguían, ¿no le repetía doña Magdalena, la esposa del pastor que dirigía el colegio protestante de la calle del Sol en Sabadell, que para todo problema había una solución? Bastaba buscarla.

—¿Y si encontrásemos una familia como los Capdet que se ofreciera voluntaria para esconderlas? —propuso—. Bueno, varias familias; cada una de ellas acogería a una «invitada» y a su hijo.

La propuesta dejó a Elisabeth pensativa.

—En Perpiñán vive el pastelero que ocultó a los Wettreich, los amigos de los Eckstein. Figarola, se llama. Su mujer trabaja en la prefectura y proporciona papeles falsos a los proscritos a los que acogen. Estoy segura de que esa valerosa gente podría ponernos en contacto con personas de confianza… No. Sería demasiado complicado y todas esas idas y venidas alertarían a la Gestapo. Además, seguro que los alemanes ya nos tienen vigiladas. Pero, mientras no conozcan los nombres exactos, no vendrán. No, decididamente, más vale mantener a estas mujeres aquí. La diplomacia de la Cruz Roja suiza tiene un lado positivo, ¡los alemanes no querrán ponérsela en su contra con una redada a ciegas!

—Pero tienen el nombre de Esther. ¡Ya han detenido a toda su familia!

La mirada de Elisabeth se ensombreció de nuevo. Se frotaba las manos con un gesto mecánico que quizá la ayudaba a reflexionar más rápido.

—Es verdad que es la más expuesta. ¡Oh, Dios mío, qué dilema!

Desanimada, se pasó una mano por el pelo y cogió un papel de encima del escritorio.

—Era lo que estaba escribiendo ayer en mi informe antes de que…, en fin, antes de que Lucie se fuera.

Había palabras que todavía no conseguía pronunciar. Se puso a leer con la voz quebrada por la emoción:

La situación más triste es la de los israelitas, siempre con miedo de ser detenidos; uno no puede imaginarse esa vida a no ser que conviva con esas personas y sienta todo su miedo con ellas. Varias veces hemos recibido a la policía alemana en nuestra casa y durante semanas se ha mantenido ese ambiente de pánico. ¡Ignoraba que lo peor estaba todavía por venir[27]!.

Las dos mujeres se callaron, descorazonadas. Elisabeth miraba fijamente el borrador de su informe como si pudiera cambiar su significado y, al mismo tiempo, lo que había ocurrido el día anterior. Teresa, de pie delante de la ventana, estaba abstraída contemplando el Canigó. Sucediera lo que sucediese, estaba siempre allí, magnífico, inmutable, indiferente a la locura de los hombres. En ese mundo que se desmoronaba, verlo así, igual a sí mismo, tenía algo de tranquilizador. Y, además, cada vez que escrutaba sus laderas, pensaba en Andrés.

Se volvió de pronto; sus ojos brillaban.

—¿Y si Esther atravesara la frontera? Desde España podría ir a Inglaterra y desde allí a Estados Unidos.

Las manos de la directora interrumpieron su movimiento angustiado.

—Para el visado americano, puedo hablar con nuestros amigos cuáqueros, pero habría que encontrar a un pasador seguro. Me han hablado de una ruta en la Cerdaña facilitada por un aduanero francés de La Cabanasse, de otra facilitada por el propietario de un hotel de Vernet-les-Bains y también de un carbonero de Céret. Habría que ponerse en contacto con ellos.

Teresa se le acercó y bajó la voz para que nadie pudiera oírlas.

—Hay una forma más sencilla. No conozco los detalles, por supuesto, pero, en el maquis, Andrés pertenece a una red llamada Sainte-Jeanne. Me ha contado que su sector lo dirige un maestro de escuela como él[28], y que están especializados en la información y el paso de aviadores aliados hacia España. ¿Por qué no pedirle que nos ayude a salvar a Esther?

—El pequeño David está todavía muy débil. ¿Podrá soportar ese peligroso viaje a través de la montaña?

Teresa soslayó la objeción con seguridad.

—Eso no me preocupa. Estamos en julio y hace un tiempo espléndido, incluso a gran altura. La gente de la resistencia conoce este rincón de los Pirineos como la palma de su mano y encontrarán el camino más seguro. Andrés sabe que Esther es mi amiga y velará por ella y por su bebé como si se tratara de Lili y yo misma.

Con la frente arrugada, la directora reflexionaba.

—¿Y vendría a recogerla aquí? Correría un grave peligro. Podrían fijarse en él. Si los alemanes nos vigilan como me temo…

Pero Teresa tenía respuesta para todo.

—Entonces seré yo quien acompañe a Esther hasta él. Suelo ir a hacer las compras, ¡no llamaré la atención!

Elisabeth asintió lentamente con la cabeza: Teresa tenía razón, ese plan podía funcionar.

—Entonces, ¿de acuerdo? ¿Llamo al hotel Salètes para contactar con Andrés?

Tenía prisa por pasar a la acción. Por romper esos grilletes de insoportable impotencia que le apresaron las manos cuando los alemanes irrumpieron en el palacete y la obligaron de nuevo a someterse. Elisabeth sonrió en su fuero interno; la miliciana Teresa estaba de vuelta. Ya se había levantado para marcar.

—Quería decirte algo más, si no te importa.

La mano que se disponía a descolgar el auricular se quedó quieta. Teresa se volvió, sorprendida.

—Un día me preguntaste por qué me preocupaba tanto por los demás —le recordó Elisabeth—. Hoy me toca a mí hacerte la pregunta: ¿por qué te arriesgas tanto por Esther?

Se observaron un instante, cara a cara en el rellano de la segunda planta. En aquel momento preciso no había ya ni directora ni empleada. Solo dos mujeres que habían decidido luchar. Cada una a su modo. No sembrando la muerte como tantos otros, sino preservando la vida.

—Me la confiaste —respondió finalmente Teresa—. Soy responsable de ella, es tan sencillo como eso. Y, hoy más que nunca, necesita mi ayuda.

Esbozó una sonrisa burlona, intentando sobreponerse a la emoción que la embargaba.

—Parece que es contagioso, ¿no crees?

Le alegró ver que Elisabeth le devolvía la sonrisa a pesar de la tristeza que todavía velaba su hermosa y límpida mirada.

—Pero no pretendo compararme contigo —rectificó Teresa turbada—. Lo que voy a hacer es poca cosa. Se trata de salvar a una sola persona. Bueno, dos, con el bebé. ¡Mientras que somos centenares las que te debemos la vida!

Una lágrima brilló en el rabillo del ojo de Elisabeth. Había al menos una a la que no había conseguido salvar.

—Lucie decía, creo que está escrito en el Talmud, que quien salva una vida, salva a la humanidad entera, Teresa.

El sol consentía por fin ponerse detrás de la barrera erizada de los Pirineos. La sombra había invadido el valle en cuyo fondo se deslizaba el Têt sobre su lecho de guijarros blancos, demasiado grande durante la sequía estival, y empezaba a remontar las pendientes pobladas de árboles hacia las cumbres, que la luz seguía tiñendo de dorado. Eran las nueve. Teresa arrojó a la maleza el corazón de la manzana que le había servido de cena y se levantó para comprobar una vez más que el Opel estaba bien camuflado bajo la cobertura de los árboles.

Había sido un juego de niños lograr que Esther saliera de la maternidad: tumbada con el bebé en el asiento trasero y tapada con la manta sobre la que habían apilado cajas y garrafas vacías, resultaba invisible. Siguiendo los acertados consejos de Elisabeth, Teresa había tenido mucho cuidado de no apartarse demasiado de su itinerario habitual, a fin de no levantar sospechas. Sentía una extraña tranquilidad. Sin embargo, sabía lo que la esperaba si la sorprendían llevando a una fugitiva. Cuando abrazó a Lili antes de partir del palacete, el pensamiento de que quizá estaba viendo a su hija por última vez en mucho tiempo hizo que se le encogiera el corazón. Con todo, nada podía hacerla renunciar. Era como si algo imperioso la empujara hacia delante. Tenía una misión que cumplir. Una misión sagrada.

Mientras conducía, pensó que esa palabra debía de haber hecho que sus padres se removieran en la tumba. ¡Había que reconocer que cierta hija de un pastor estaba dejando en ella una huella más profunda de lo que pensaba!

Intentando recordar las indicaciones que le dio Elisabeth cuando realizaron su penosa visita al mas de l’Oliu, llegó por carreteras secundarias a Saint-Féliu-d’Avall. A continuación, segura de que no la habían seguido, tomó la nacional que subía hacia Prades. Después del puerto de Ternère y de la fuerte bajada que iba a parar bajo el puente del ferrocarril, descubrió por fin la capilla de Saint-Pierre-de-Belloc, encaramada sobre un pilar rocoso ribeteado de viñas. Andrés tenía razón: era imposible no dar con ella. Por teléfono, le había dado las instrucciones en código: acudiría a recoger los «paquetes» cuando hubiese caído la noche, todo estaba dispuesto con el «cartero».

Una hora más de espera y su hombre estaría allí. Luego Teresa pasaría la noche en las ruinas. Estaba prohibido circular entre las once de la noche y las cinco de la mañana y más valía no llamar la atención. Pasar una noche al raso, ¡qué más daba! Volvería a Elna al alba.

Oyó que Esther, que debía de haber terminado de amamantar a David, se levantaba detrás de ella y se acercaba.

—No te preocupes —la tranquilizó sin darse la vuelta—. Todo va a ir muy bien. Andrés cuidará de ti.

Esther se plantó a su lado, sobre el borde del pretil que impedía que la tierra se desmoronase sobre la terraza de debajo.

—No me preocupo —respondió—. No me voy a ir.