Capítulo 16.
El caballo hendía el surco a lo largo de la hilera de cipreses. El hombre inclinado sobre el arado se había puesto la gorra al revés para protegerse la nuca del despiadado sol de julio. Se había quitado la camisa y unas grandes manchas oscuras de sudor se extendían por la espalda de su camiseta de tirantes.
Teresa obligó a Esther a tumbarse boca abajo en un pequeño espacio más o menos despejado en medio de la hilera y se tendió junto a ella. Bajo la palma de sus manos la tierra polvorienta estaba caliente y las hierbas secas les hacían cosquillas en la nariz. Respiró profundamente para recuperar el aliento; el fuerte perfume del hinojo, realzado por el calor, la mareó. A su lado, notaba cómo Esther temblaba de la cabeza a los pies. Teresa le cogió la mano como lo había hecho el día del nacimiento de David y la joven judía se calmó un poco. Con los ojos cerrados, empezó a salmodiar en voz muy baja en un idioma que Teresa solo había oído una vez, durante la circuncisión de Guitou; sin duda, era hebreo. El momento de pánico había pasado.
Teresa echó una ojeada por un boquete entre las cañas. Justo en ese instante vio que Hénia desaparecía detrás de los árboles cargados de frutos vellosos y fragantes de un huerto de melocotoneros, al otro lado del camino. No era la primera vez que tenía que ocultarse así, precipitadamente; sabría arreglárselas. Para Esther, en cambio, resultaba imprescindible una presencia tranquilizadora, por ello Teresa había salido del palacete con ella cuando Pepe acudió para anunciar la llegada de la policía alemana e Isabel ordenó a sus internas judías que huyeran y que no volvieran a aparecer hasta que ella hubiera resuelto el asunto.
Teresa intentaba pensar rápido. Se alegraba de que aquella mañana se hubiera calzado sus habituales alpargatas, a pesar del desgaste que amenazaba con agujerear el tejido raído, en vez de las sandalias blancas con suela de madera que le había regalado la hermana Gret, que calzaba el mismo número que ella, antes de volver a Suiza. En caso de necesidad, podría correr mejor.
Dirigió una mirada a Esther, que seguía rezando con la mano libre sobre su boca para ahogar su voz. La suntuosa cabellera ondulaba sobre su espalda como las olas de un mar crepuscular. Teresa se inclinó sobre su oído y le aconsejó que se recogiera el pelo tan prieto como pudiera. ¿A cuántas fugitivas había agarrado alguna ávida mano que se había apoderado al vuelo de unos mechones que flotaban demasiado libremente al viento?
Esther liberó su mano para rebuscar en el fondo del bolsillo peinetas y horquillas y, como pudo, intentó meter en vereda su melena, en la que el sol encendía reflejos cobrizos. Mientras la dejaba ocupada en sus silenciosas contorsiones, Teresa reptó hacia el borde del seto para intentar observar lo que estaba ocurriendo delante de la maternidad. A cada movimiento se desollaba las rodillas con las piedras de cortantes aristas y, con amargura, echó de menos su pantalón del uniforme cuidadosamente doblado en la caja de madera que le servía de cómoda. Decididamente, ¡la falda no valía para nada en combate!
Se dejó caer hasta el fondo de una zanja que servía para evacuar el agua de lluvia en otoño. Por suerte, ¡el resto del año estaba seco! Confiaba que ninguna víbora hubiese tenido la mala idea de enroscarse allí para dormir la siesta.
Se quedó inmóvil con los nervios en tensión, como si estuvieran a punto de rompérsele. Los insectos, mudos por un instante, retomaron sus chirridos obsesivos que, a ratos, casi cubrían los gritos que hacían vibrar el aire a unos veinte metros de allí.
El hombre había cambiado su abrigo de cuero por un traje claro, pero Teresa estaba prácticamente segura de que se trataba del mismo policía de marzo. Isabel le hacía frente con su acostumbrada obstinación, pero el alemán no parecía decidido a dejarse impresionar esta vez. En la mano llevaba un papel, una orden de arresto, sin duda. Lo acompañaban unos soldados con el arma al hombro.
Teresa percibió un movimiento detrás de ella. Al volver la cabeza, vio que Esther estaba intentando reunirse con ella. ¡Hostia, lo que faltaba! ¡Seguro que llamaría la atención de los hombres! Teresa le hizo una señal para que se quedara donde estaba y, sobre todo, que no hiciera ruido. En el momento en el que se ponía el índice sobre los labios, su mirada descubrió una figura furtiva a través de la cortina de cañas, detrás de Esther: torciéndose los tobillos entre los terrones removidos, Lucie atravesaba corriendo el campo labrado. El campesino, apoyado sobre el arado, la observó boquiabierto. Sus miradas se cruzaron y Lucie se arrojó al seto. Al mismo tiempo, llegaba por el camino una niña de unos siete años con una cesta en la mano. Sin duda, la hija del labrador, que le llevaba la comida. La chica se detuvo, dudando cómo reaccionar.
Ruidos de botas, de matorrales pisoteados. Órdenes, gritos en alemán. El campesino hizo una seña a su hija para que volviera a casa. Rápido. La niña puso pies en polvorosa en el momento en que los soldados se lanzaban sobre el campo arado. Muy nerviosos, rodearon al hombre en camiseta y lo acribillaron a preguntas. Teresa vio que el labrador se quitaba la gorra, se rascaba la frente y se encogía de hombros en un gesto de incomprensión. Uno de los soldados blandió el arma bajo su nariz, amenazador. El campesino señaló finalmente el seto… en el lado contrario a aquel en el que se había ocultado Lucie. Los uniformes verde gris se fueron corriendo en la dirección que acababa de indicarles.
Esther aprovechó que se alejaban para desobedecer a Teresa y, con un gran estropicio de hierbas, reunirse con ella en el fondo de la zanja; sola sentía demasiado miedo. Teresa no tuvo ánimo para enviarla de vuelta tras las cañas protectoras. La atrajo más cerca de sí y apoyó la palma de la mano entre sus omóplatos para obligarla a aplastarse más contra el suelo a pesar de lo incómodo de la postura.
Los gritos continuaban al pie de la escalinata. El hombre de traje beis claro señalaba amenazadoramente con el índice hacia la directora, impasible, a la que se había unido la hermana Anna.
—Asegura que no se irá sin Lucie —susurró Esther.
—¿Entiendes lo que dice? —se sorprendió Teresa sin mirarla, con los ojos clavados en Elisabeth, que movía la cabeza sin perder la calma.
—El yiddish es parecido al alemán, no es tan difícil. Repite que la orden de arresto se ha extendido a nombre de Lucie. Dice que ella dejó esta dirección en la Kommandantur y…
De golpe se interrumpió. Teresa, extrañada por ese brusco silencio, se volvió hacia ella y la descubrió con la boca abierta en un ¡oh!, mudo pero de una elocuente estupefacción.
—¿Qué ocurre? —la apremió.
La voz de Esther carecía de timbre, parecía vacía de toda emoción por el estupor y la angustia cuando respondió:
—Acaba de decir que si sus hombres no encuentran a Lucie, ¡se llevará a Schwester Elisabeth en su lugar!
—¿Qué?
El arrebato de indignación que se apoderó de Teresa estuvo a punto de hacerle olvidar toda precaución. Ya estaba agarrada a una mata de hierba para ayudarse a salir de la zanja cuando Esther la sujetó por la cintura de la falda.
—No vayas —suplicó—. ¿Qué puedes hacer contra ellos?
Teresa se dejó caer refunfuñando entre dientes.
—¡Si tuviera mi fusil!
—¡Chis! —la interrumpió Esther aguzando el oído—. Schwester Elisabeth le está respondiendo.
La delgada figura envuelta en su habitual delantal blanco no parecía dispuesta a capitular. Con los brazos cruzados le plantaba cara.
—¿Qué dice?
—Que va a hacer su maleta ahora mismo. Solo pide que le dejen tiempo para advertir por teléfono a Maurice Dubois en Toulouse para que envíen a alguien que la sustituya.
La delgada figura dio media vuelta. La hermana Anna intentó retenerla, pero la directora se soltó y subió los peldaños de la escalinata con paso decidido. El alemán de traje claro hizo una seña a uno de los soldados para que la siguiera con el objetivo, sin duda, de evitar que desapareciera por otra puerta. ¡Qué poco conocía a Isabel! No era su estilo dejar a sus internas solas frente a su peor enemigo.
La hermana Anna increpó enérgicamente al policía que se había quedado al pie de los escalones.
—Le está diciendo que debería darle vergüenza tratar de ese modo a mujeres indefensas y, sobre todo, a Schwester Elisabeth, que se dedica a los demás sin pensar nunca en ella —continuó traduciendo Esther.
Teresa sabía por qué la hermana Anna estaba hablando tan alto. Habían convenido que las mujeres no debían salir de sus escondites mientras oyeran ruido. Un silencio repentino podía conducir a una o a varias de ellas a cometer el error de salir, y sería una catástrofe. Los alemanes habían ido a buscar a Lucie, pero, si no podían ponerle la mano encima, ¡no harían ascos a llevarse a las demás!
La hermana Anna siguió con sus reproches hasta quedarse ronca. El policía prefirió darle la espalda y, despreciándola ostensiblemente, se puso a hablar en voz baja con el oficial que lo acompañaba.
La escena tenía algo de irreal, como en las pesadillas nocturnas cuando los pies se quedan pegados al suelo justo en el momento en que desesperadamente se quiere huir. No era posible, Isabel no podía marcharse así, entre dos soldados, para pudrirse en prisión. Había que hacer algo. Pero los dedos de Esther aferraban su blusa y Teresa no podía moverse. Si se dejaba ver, descubrirían y detendrían a la joven judía a su vez. No tenía elección: debía permanecer oculta y asistir, impotente, a la catástrofe.
Teresa nunca pudo decir después en qué orden ocurrieron los acontecimientos que siguieron. Había tenido la sensación de abarcar toda la escena con una sola mirada. Ahora bien, era imposible, su campo de visión no era tan amplio. Pero las imágenes se mezclaban de tal forma en su memoria que terminaron por fundirse en una sola, que quedó grabada para siempre.
Elisabeth sale por el umbral de la puerta en lo alto de la escalinata con la maleta en la mano. El hombre de traje claro no la ve. Un rictus de satisfacción estira ruinmente la comisura de sus labios. Subiendo por la avenida de grava, Lucie avanza, pálida, con paso mecánico pero decidido. Unos uniformes la rodean en medio de un gran ruido de armas. Elisabeth, pálida como la muerte, deja caer la maleta. La hermana Anna se tapa la cara con las manos. Acaba de comprender que, al quejarse en voz alta, ha hecho que Lucie se entere de lo que estaba ocurriendo, lo que la ha empujado a volver y entregarse. El policía alemán, triunfal, agarra por el pelo a la mujer que había creído por un momento que podía escapar de él. Lucie aprieta los dientes, pero no grita. El hombre le da una patada en los tobillos. En la zanja, Teresa tiene que amordazar a Esther con las dos manos, hasta hacerle daño, para ahogar el gemido que pugna por salir de sus labios. Pero el policía ya no mira a su alrededor: tiene a su presa. Se las da incluso de gran señor y autoriza a la hermana Anna a que vaya a poner en un petate algunas cosas para Lucie. Luego, con despreocupación, hace una seña al oficial, que da una orden gutural, y el destacamento se va llevándose a su prisionera. A pesar del puño de hierro que le oprime el brazo, Lucie intenta volverse para mirar por última vez el palacete en el que durante unas semanas creyó haber encontrado un refugio. ¿Puede ver a Elisabeth, que sigue petrificada en lo alto de la escalinata? Teresa sabe que, por mucho tiempo que viva, nunca olvidará la desolación pintada en el rostro de su amiga. La directora parece de pronto tan joven, tan frágil… El santuario que ha creado y que se ha esforzado por defender con uñas y dientes desde hace dos años y medio acaba de ser profanado y no ha podido hacer nada.
Recorrían el andén a la carrera, con la nariz en alto, intentando atisbar por el resquicio de una puerta o a través de una ventana abierta el rostro de Lucie en medio de sus compañeros de infortunio. Todos los rincones estaban tomados por uniformes verde gris; no menos de dos compañías estaban acantonadas en Elna. Un altavoz vertía sobre sus cabezas avisos en francés y en alemán, o así lo suponían, pues los chirridos del aparato los hacían igualmente incomprensibles.
Elisabeth se había pasado la noche anterior al teléfono para intentar sacar a Lucie de allí. Había contactado con todas las personas que conocía y que podían tener alguna influencia, pero en vano. Durante toda la noche, Teresa la había oído dar vueltas como una fiera enjaulada en su habitación. Tampoco ella había podido pegar ojo. Todo el palacete estaba conmocionado. Las mujeres apenas habían tocado la comida de la cena y la sobremesa, en la gran sala octogonal delantera, había transcurrido en silencio. Teresa no había soltado en ningún momento la mano de Esther, que temblaba sin poder evitarlo. Incluso Hénia, que había pasado ya con coraje por tantos momentos difíciles, estaba pálida. Apretaba obstinadamente contra su corazón a su pequeño Guitou, que tenía los ojos abiertos como platos. ¿Qué podría entender, la pobre criatura, del miedo que sentía su madre?
Por la mañana, después de una noche en blanco, Elisabeth, ojerosa, decidió ir a la estación para intentar ver una última vez a Lucie y averiguar, tal vez, adonde la llevaban. Al verla tan alterada, Teresa se puso al volante con autoridad, y Celia, que había reunido en un paño algunos víveres sacados de la despensa de la maternidad, se metió también en el Opel. Apenas eran las seis cuando atravesaron la verja de entrada. La aurora teñía de rosa los techos de tejas que se apiñaban al pie de la catedral de Elna, de modo que el monumento parecía brotar de una flor recién abierta. A Teresa le pareció oír la voz de la hermana Friedel, sorprendida: ¿cómo pueden cometerse tantas atrocidades en medio de semejante belleza?
El andén de la estación estaba ya repleto de gente y les costaba abrirse paso entre la muchedumbre que se apelotonaba en los accesos a los vagones. Allí había simples viajeros con los ojos todavía ligeramente velados por el sueño; en sus mejillas conservaban el recuerdo de los besos de sus familiares, con los que pensaban reencontrarse enseguida. También estaban aquellos que no habían elegido ir allí y a los que se reconocía por su mirada despavorida, acosada o resignada mientras los guardias de los campos de internamiento los apremiaban para que subieran, scimeli[26], a los vagones que normalmente se utilizaban para transportar ganado. Hombres, mujeres, viejos e, incluso, comprobaron con un estremecimiento de horror, niños. ¿Qué iba a ser de aquellos desdichados inocentes?
—¡Schwester Elisabeth!
¡En aquel grito se mezclaba el terror fermentado en una noche sin dormir y la esperanza irracional, ilusoria, cruel! ¿Era oportuno presentarse allí y hacer saltar aquella chispa para apagarla de inmediato y sumir de nuevo a Lucie en una noche aún más negra, más impenetrable? Teresa no tuvo valor para acercarse más. Dejó que la directora y Celia se colaran entre los vigilantes hacia la fina y graciosa mano tendida entre una espalda cubierta con una chaqueta de un negro lustroso por el desgaste y un hombro de mujer abrigado con un chaleco de punto de algodón. Apoyándose en la escalerilla, Elisabeth asió aquella mano implorante y la apretó con fuerza entre las suyas. Uno de los soldados quiso apartarla, pero la directora habló un instante con él en alemán. Celia solo tuvo tiempo de colocar en aquella mano sin rostro el nudo del paño lleno de provisiones, ya que el silbato estridente del jefe de estación dio la señal de partida. El tren empezó a deslizarse a lo largo del andén con unos profundos suspiros desconsolados, como si quisiera expresar su desaprobación por el papel que los hombres le obligaban a desempeñar. Se produjo una sacudida y los prisioneros que se aferraban a la puerta entreabierta para disfrutar un poco más del aire fresco de la mañana perdieron el equilibrio. Con el movimiento, a Teresa le pareció distinguir por un segundo el rostro juvenil de Lucie.
Y aquella mano que se agitaba todavía en un adiós patético.