Capítulo 15.
De pronto, ya no estaban en Elna, sino en alguna parte de las montañas suizas. Las trenzas enrolladas sobre las orejas o en corona alrededor de la cabeza, las toquillas de flores, las faldas amplias, las medias blancas y los zapatos negros de hebilla. No faltaba nada. Las enfermeras y las matronas se habían vestido con el traje nacional y desfilaban por los peldaños de la escalinata bañados por el sol. Para completar la ilusión, algunas se habían vestido de hombre con calzones de piel y sombrero de fieltro y ofrecían el brazo a sus compañeras. Teresa pulsó el disparador de la Rolleiflex. El efecto estaba realmente muy logrado y la directora aplaudió con entusiasmo.
Había sido preciso entretenerla durante toda la mañana para que no advirtiera el nervioso ajetreo, los retoques del último momento y las sesiones de peinado de unas a otras. Teresa la había retenido en su despacho-dormitorio a fuerza de hacerle preguntas sobre un formulario que fingía no saber rellenar. Después hizo derivar la discusión a las últimas noticias oídas en la radio: el llamamiento de Franco a la paz, los bombardeos aliados en Francia y la caída del gueto de Varsovia que se había rebelado. No se enteraban de lo que ocurría más que tarde y a retazos, debido a la censura, pero, desgraciadamente, era fácil imaginar el resto. Entre suposiciones y comentarios piadosos o indignados, habían estado conversando más de una hora, mientras dos plantas más abajo las puertas golpeaban y los preparativos seguían su curso. Teresa no sabía ya qué inventar para retenerla un poco más en el segundo piso cuando un toc-toc discreto en la puerta la salvó. Celia subía a anunciar que estaban esperando a la señorita Isabel abajo.
Habían instalado para ella un sillón en la alameda, frente a la escalinata, alrededor del cual, acicaladas, estaban reunidas las internas embarazadas, algunas madres y sus niños. Sorprendida y divertida, la directora fue a sentarse entre aplausos. A continuación, empezó el desfile.
Una vez que el personal suizo hubo terminado su actuación, llegó el turno de las españolas que, luciendo unos vestidos de lunares con volantes, bailaron unas graciosas sevillanas, los brazos en alto y la cintura arqueada. Entretanto, Teresa se dedicó a ajustar el pasador que recogía el pelo de Llibertat, que, por supuesto, había sido incapaz de permanecer dos minutos tranquila y estaba completamente despeinada. La niña, nerviosa, no paraba de dar saltitos y a su madre le costaba lo indecible sujetarle los mechones. Teresa tuvo que amenazarla con entregar el ramo a Celita, que sabía permanecer tranquila, para que Lili por fin se calmase. Había llegado el momento, todas las mujeres estaban cantando a coro el himno de la Ayuda suiza:
Toi qui fais de nos misères
Disparaître la moitié
Viens nous faire vivre en frères,
Charme pur de l’amitié[24].
Protestantes, católicas, judías y ateas unían sus voces con entusiasmo y, si algunas desafinaban un poco, daba igual, hacían como que no se daban cuenta. Incluso Esther, con su suntuosa melena recogida en un moño bajo que le hacía el cuello grácil y flexible como el de un cisne, canturreaba contemplando a su hijo, que era la primera vez que salía al exterior. David había nacido tres semanas antes de tiempo y parecía minúsculo en sus brazos. Una vez había sido suficiente: a la directora ni se le había ocurrido hablar de llamar a un rabino. Con los alemanes rondando por el departamento, habría sido una locura. ¡Guy Eckstein sería el único niño circunciso del palacete!
El día anterior, Isabel había vuelto de Perpiñán con noticias: le habían hablado de la fascinación de los oficiales de la división Waffen SS Totenkopf acantonada en la ciudadela, por las aptitudes de violinista virtuoso de uno de sus prisioneros judíos. Esther no tenía ninguna duda; se trataba de su Daniel. Había ganado varios premios en el conservatorio y nunca se separaba de su instrumento, que llevaba consigo cuando lo detuvieron. La afición de los alemanes por la música le había permitido, pues, permanecer por el momento en Perpiñán. Esther ignoraba si sus padres estaban todavía con él o si los habían separado, pero saber que Daniel se encontraba a unos kilómetros de ella, en principio con buena salud, la tranquilizaba.
Teresa entregó a su hija el ramo que María acababa de traer de la cocina donde lo habían dejado en agua. El jardín del palacete estaba cubierto de flores aquel 12 de junio y habría sido fácil hacer un ramillete campestre de colores brillantes con ellas, pero, para Teresa, una mujer excepcional merecía un ramo excepcional. Había apartado el dinero que, como a todas las españolas del personal de la maternidad, la directora entregaba para sus gastos y había solicitado una vez más la ayuda de Maguy. La siempre sonriente vendedora de frutas había conseguido encontrar capullos de rosas frescas de un bonito color salmón que a Teresa le parecía que convenían a la perfección con el carácter de Isabel, discreto y sutil a la vez.
Llibertat, de pronto intimidada, se acercó a la directora a pasitos, con los ojos bajos y la nariz metida en las rosas, como si quisiera desaparecer detrás del ramo. Cuando llegó a dos pasos del sillón, dobló la rodilla con una reverencia un poco rígida y torpe, pero sin tropezar, por una vez. Más tranquila, inspiró profundamente, echó una mirada hacia la hermana Bettina, que la animó con un gesto de la cabeza, y se lanzó:
—Gratuliere zum Geburtstag[25] .Desde luego, el acento no era muy ortodoxo y a la última palabra le había costado salir, pero las lecciones de la hermana Bettina habían dado sus frutos. La enfermera envió un beso con la punta de los dedos a la muchachita, que concluyó triunfalmente en francés, en español y en catalán de un tirón:
—Bon anniversaire, feliz cumpleaños… ¡per molts anys!
Unas aclamaciones entusiastas acogieron la proeza y la señorita Isabel, con lágrimas en los ojos, se agachó para abrazar en un mismo movimiento a Lili y el ramo.
Teresa esperó a que Elisabeth se hubiera enderezado y secara con el reverso del índice el borde húmedo de los ojos, para presentarle un cestillo donde había reunido los mensajes que habían llegado por su cumpleaños. También para eso, había sido preciso acechar al cartero para interceptar las cartas antes de que llegasen al escritorio de dirección; Teresa había abierto los sobres para que la comprobación fuera más fácil. Entre los remitentes de las misivas, había reconocido el nombre de algunas mujeres que habían pasado por la maternidad y transmitían con emoción sus felicitaciones y su agradecimiento en español, en francés y en alemán. Algunas con palabras muy sencillas, otras con frases más inspiradas, como una que escribía: «Usted es como una luz en el hogar, siempre constante, cuyo apacible y cálido brillo distinguimos. En su rostro, no se lee nunca nada, porque solo piensa en los demás». También había una extensa carta de la hermana Friedel y de August Bohny, que, por supuesto, no había leído. Cuando en noviembre del año anterior los alemanes cerraron el campo de internamiento de Rivesaltes para devolverle su función estrictamente militar e instalar allí un depósito de material, la enérgica enfermera se había reunido con su «Gusti» en el Alto Loira, donde había sido nombrada directora de una de las casas de niños de Chambon-sur-Lignon. Los dos colaboradores de la Ayuda suiza estaban prometidos y, según Isabel, ¡la boda era inminente! Encima del montón, Teresa había puesto el correo procedente de la familia de la directora. Todo junto formaba una considerable pila. ¡Y es que solo se celebran una vez los treinta!
Para poder coger más cómodamente el cestillo, Isabel tendió sonriendo el ramo a Lucie, que se mantenía de pie, justo al lado del sillón. La joven judía alemana, todavía bajo la conmoción del arresto de los suyos, había dado a luz, como Esther, antes de la fecha prevista, pero su hijo, también un niño, no había sobrevivido. Isabel había sido incapaz de dejarla partir una vez que se hubo restablecido del parto. Y, por otra parte, ¿dónde habría ido? En cuanto saliera del palacete corría el riesgo de ser detenida. La directora había decidido que se quedara allí hasta que encontrara una solución y, mientras tanto, para ayudarla a olvidar su desdicha, le había propuesto amamantar a los recién nacidos cuyas madres no tenían suficiente leche para criarlos. Lucie se entregaba a la tarea con docilidad, pero su mirada permanecía grave y a menudo triste. Estaba muy preocupada por la suerte de su familia, de la que seguía sin tener noticias. Ignoraba incluso si los suyos seguían presos en alguna parte en Perpiñán o si los habían enviado a otro sitio, lejos. Cerró los ojos y respiró el agradable perfume que exhalaban las rosas apenas abiertas mientras Elisabeth leía todos los mensajes de amor y amistad que habían llegado en su honor.
Los niños empezaban a alborotarse y hubo que apartarlos del camino de Virtudes y María, que se aproximaban solemnemente desde la cocina, llevando con todo cuidado la bandeja en la que reposaba la imponente tarta que habían hecho para la ocasión; de repente, la hermana Marie apareció, sin aliento, en lo alto de los peldaños de la escalinata. La directora levantó los ojos de la carta que estaba leyendo.
—¿Un nuevo nacimiento? —preguntó.
Su rostro resplandecía como si la matrona acabara de ofrecerle otro regalo de cumpleaños.
La hermana Marie, con las mejillas enrojecidas y la respiración entrecortada, sacudió la cabeza.
—No, Schwester Elisabeth, no uno, ¡sino dos! Marisa y André…
Una pequeña española y un pequeño judío. ¡La directora estaba encantada!